Esteban Borrero
Cualquiera que sea el carácter moral de un pueblo,
cualesquiera que sean las condiciones de su vida y el sentimiento que informa
sus costumbres, es verdad casi trivial que los espíritus superiores conocen y
lamentan las causas de error o de atraso que en ellas existan; y es no menos
cierto que a las corrientes de las tendencias bastardas del hombre ineducado,
se opone, como dique, la tendencia civilizadora de las capas sociales más
elevadas, que tienen, por punto general costumbres más blandas y suaves. Si no
contrarrestan éstas, en absoluto la influencia perniciosa de lo más general y
constante, no son por eso menos bellas, ni deben borrarse del número de los
factores de cultura: la protesta en cualquier forma, individual o colectiva,
será siempre generosa. Si están o no suficientemente preparados los ánimos en
nuestro país para recibir dirección más atinada y humana en sus relaciones con
el animal y la planta, aquí donde se hace necesario moralizar hoy las relaciones
del hombre con el hombre mismo, es cosa que no habremos de juzgar en estos
momentos: responden estas consideraciones al principio fundamental en que por
fuerza se inspira la institución que da vida a este periódico: al refinamiento
de los sentimientos humanitarios.
De la contemplación de
la naturaleza surgió, al despertar de la razón, en el hombre, el presentimiento
de la conexión de los fenómenos todos que observaba en el mundo: adivinó con la
sencillez de su alma todavía infantil, la armonía de la organización y de la
vida; y, veíalos por el simbolismo de ciertas religiones y filosofías
primitivas, aceptados por la ciencia misma hoy que culmina el espíritu de
análisis, subsisten y se vigorizan el sentimiento y la vaga intuición que
fundían en uno por decirlo así, a la Naturaleza y al hombre. Que sean sólo sus
intérpretes los individuos dotados de organización delicada y de temperamento
artístico; que se manifieste y brille en la poesía antes y mucho antes de
trascender al pueblo para morigerar sus costumbres, para suavizar los roces de
éste con la Naturaleza, es cosa fuera de toda duda, pero, merced a su
influencia, irradiando sobro los espíritus menos preparados para comprenderla,
tras larga y tenaz labor artística, se impone y triunfa la dirección de los
espíritus mejores, dilata el hombre la esfera de su vida intelectual y
acrecientan las sociedades la copia de sus goces morales más perfectos. La
personalidad humana exuberante parece que se desborda sobre el mundo que la
encierra y sustenta; esta aptitud del espíritu echó en sus principios,
rudimentaria todavía, los fundamentos de la propiedad, base de la vida social;
y cultivada y exaltada quizá posteriormente con los refinamientos de nuestra
sensibilidad, ha producido como su más bello fruto, y como base del delicado
panteísmo que cunde en los espíritus mejor cultivados, el amor a la Naturaleza
con la cual vive hoy el hombre en íntima comunión. En la literatura, antes y
mejor que en las instituciones de los pueblos, debemos buscar las huellas de
este sentimiento que si se manifiesta desigual entre los antiguos florece en la
época presente prestando al Arte hermosas inspiraciones e influyendo ya de un
modo decisivo en sociedades que marchan a la cabeza del mundo culto.
A este respecto un
estudio somero de la literatura antigua. La Griega, reflejo fiel del
antropomorfismo dominante en ese pueblo singular en la Historia de la
humanidad, revela apenas el amor A la Naturaleza en esa forma sentimental y A
las veces patética que hoy reviste; pero los indos, sus progenitores dan
señalada muestra de él en su poesía así como en su religión y costumbres. No
son monos visibles sus huellas entre los hebreos. En Roma, en donde prevalecía
en cierta oposición con la poesía griega, un sentimiento que pudiera llamarse
más práctico de la Naturaleza, se manifiesta al fin con delicados matices en
cuadros de bellísimo colorido el amor que ella inspira. Los hombres públicos de
Roma, los más famosos, Cicerón entre otros, buscan en sus poéticas villas, el
sosiego y el feliz equilibrio de sentimientos y pasiones que les negaba la
República en su vida activa siempre y fatigosa; y el poema de Lucrecio es
prueba elocuente de este aserto. Pero no es aquí todavía donde hemos de ver con
el carácter que más lo asemeja al actual ese sentimentalismo que en germen
hasta entonces había de nacer con todos sus caracteres de ternura, de verdadero
panteísmo en los comienzos de la Religión Cristiana. Bajo la influencia de las
nuevas doctrinas, cuando la actividad anímica del hombre aprendió a reconcentrarse
en sí misma, cuando el dogma enseñaba a admirar también al Criador en sus
obras, en el cielo estrellado, en la verde campiña, tomó mayor vuelo, y fue más
Íntima y más frecuente la unión de la Naturaleza con el hombre: el alma
inclinada a la melancolía se sintió en contacto con ella, robustecida como
Anteo al tocar, caído ya, la Tierra. «Con el otoño desaparecen los frutos, se
despojan de sus hojas los árboles, y las ramas antes flexibles se ponen
rígidas: nosotros mismos, vencidos por sentimientos de profunda melancolía,
contemplando estas eternas regulares transformaciones, nos sentimos vivir al
unísono con las fuerzas misteriosas de la Naturaleza.» Lamartine prohijaría
este pasaje; es de Gregorio de Nyssea, hermano de S. Basilio. Más tarde los
padres de la Iglesia habían de poner correctivo a este sentimiento. Tarde en su
desarrollo entre los germanos aparece al fin espontáneamente con los
minnesinger, trovadores cuya vida errante los ponía como a sus hermanos los
provenzales, en contacto frecuente con los aspectos más variados de Naturaleza.
Pálido entre los pueblos del Norte se manifiesta en ellos, para algunos, en su
tendencia a invadir las comarcas meridionales cuya vegetación y cielo los
seducían. Puede asegurarse que donde quiera, a la vida civilizada ha
acompañado, con modificaciones propias de la raza y del clima, este sentimiento
panteísta.
Desde los Vedas al
Picapedrero, desde Kalidasa hasta Lamartine, hay una distancia inmensa en
tiempo y en forma que pueden llenar, sin solución de continuidad, los matices
todos de este delicado afecto inmortalizado en cien y cien cantos, elocuente
siempre y conmovedor en los poetas.
El hombre ha extendido
realmente su personalidad derramándola, como quien dice sobre el mundo animado
e inanimado que le rodea, ha prestado su propia alma a los demás seres y se ha
sentido y reconocido en ellos. Estos sentimientos son el coronamiento natural
de los altruistas, cuya filiación más concreta no hablamos de reseñar en este
momento, y que, por supuesta, omitimos.
Así ha llegado el
hombre a amar la planta con amor casi humano: así llega a personalizar Saintine
en su precioso poema Picciola al humilde vegetal que cautiva los sentidos, que
llena y dramatiza la vida del prisionero de Fénestrelles.
De propósito nos
desentendimos de estudiar al principio de este trabajo las relaciones del
hombre con los animales que le prestan servicios voluntarios o con aquellos que
no ha sometido a la domesticidad; estas relaciones son más obvias que las que
existen entre él y el mundo vegetal. Fuera de que por sólo el interés de
conservar lo que le es útil cuidará siempre el hombre de sus compañeros y
auxiliares en la vida hacia los cuales siente a veces verdadero cariño, como el
árabe a su caballo, como el pastor a su perro, la identidad de su organización
con la de aquéllos debió hacerle en su trato con ellos más humano. El animal
herido da sangre, se lamenta y muere; todo esto nos es común, y en esa
semejanza se encuentra, quizás, oculto el resorte de sentimientos generosos. La
Ciencia por otra parte nos ha enseñado el importante papel que desempeñan las
plantas en la economía de nuestro planeta: cómo mantienen la fertilidad en los
terrenos, cómo los depuran de humedades excesivas, cómo regularizan las
lluvias, detienen a veces el curso de las epidemias oponiéndose como barrera a
los miasmas que los vientos propagan, y tanto hecho de utilidad comprobado que
con el mundo vegetal se relaciona, y hemos protegido al bosque, y existe hoy en
todo pueblo culto una ley forestal. Los sentimientos humanitarios que
suavizaban ya el trato del animal por el hombre, se han ilustrado con el
estudio de la Anatomía, Fisiología y Patología de esos seres, y la Escuela de
Altorf como tantas otras ha consagrado al estudio de estas cuestiones los
esfuerzos más nobles de preclaras inteligencias: amenace la filoxera los
viñedos, dorífora la patata o la epizootia nuestros ganados, y el mundo todo se
resentirá del mal: destruid las flores de nuestros campos y jardines, y quitáis a la Naturaleza su más bello ornato y su recreo más dulce al espíritu: talad
los bosques y esterilizareis la tierra. Nuestra vida se encuentra enlazada
física y moralmente con la vida animal y vegetal; proteger a unos y a otros es
también humano: es proteger al hombre.
Puentes Grandes, 10 de Enero de 1883.
Revista de Cuba, vol.
13, 1883, pp. 66-70; La Semana, no 12, marzo de 1888.
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