miércoles, 19 de junio de 2013

Sociedad Protectora de Plantas y Animales




 
 Esteban Borrero

 
 Cualquiera que sea el carácter moral de un pueblo, cualesquiera que sean las condiciones de su vida y el sentimiento que informa sus costumbres, es verdad casi trivial que los espíritus superiores conocen y lamentan las causas de error o de atraso que en ellas existan; y es no menos cierto que a las corrientes de las tendencias bastardas del hombre ineducado, se opone, como dique, la tendencia civilizadora de las capas sociales más elevadas, que tienen, por punto general costumbres más blandas y suaves. Si no contrarrestan éstas, en absoluto la influencia perniciosa de lo más general y constante, no son por eso menos bellas, ni deben borrarse del número de los factores de cultura: la protesta en cualquier forma, individual o colectiva, será siempre generosa. Si están o no suficientemente preparados los ánimos en nuestro país para recibir dirección más atinada y humana en sus relaciones con el animal y la planta, aquí donde se hace necesario moralizar hoy las relaciones del hombre con el hombre mismo, es cosa que no habremos de juzgar en estos momentos: responden estas consideraciones al principio fundamental en que por fuerza se inspira la institución que da vida a este periódico: al refinamiento de los sentimientos humanitarios.
 De la contemplación de la naturaleza surgió, al despertar de la razón, en el hombre, el presentimiento de la conexión de los fenómenos todos que observaba en el mundo: adivinó con la sencillez de su alma todavía infantil, la armonía de la organización y de la vida; y, veíalos por el simbolismo de ciertas religiones y filosofías primitivas, aceptados por la ciencia misma hoy que culmina el espíritu de análisis, subsisten y se vigorizan el sentimiento y la vaga intuición que fundían en uno por decirlo así, a la Naturaleza y al hombre. Que sean sólo sus intérpretes los individuos dotados de organización delicada y de temperamento artístico; que se manifieste y brille en la poesía antes y mucho antes de trascender al pueblo para morigerar sus costumbres, para suavizar los roces de éste con la Naturaleza, es cosa fuera de toda duda, pero, merced a su influencia, irradiando sobro los espíritus menos preparados para comprenderla, tras larga y tenaz labor artística, se impone y triunfa la dirección de los espíritus mejores, dilata el hombre la esfera de su vida intelectual y acrecientan las sociedades la copia de sus goces morales más perfectos. La personalidad humana exuberante parece que se desborda sobre el mundo que la encierra y sustenta; esta aptitud del espíritu echó en sus principios, rudimentaria todavía, los fundamentos de la propiedad, base de la vida social; y cultivada y exaltada quizá posteriormente con los refinamientos de nuestra sensibilidad, ha producido como su más bello fruto, y como base del delicado panteísmo que cunde en los espíritus mejor cultivados, el amor a la Naturaleza con la cual vive hoy el hombre en íntima comunión. En la literatura, antes y mejor que en las instituciones de los pueblos, debemos buscar las huellas de este sentimiento que si se manifiesta desigual entre los antiguos florece en la época presente prestando al Arte hermosas inspiraciones e influyendo ya de un modo decisivo en sociedades que marchan a la cabeza del mundo culto.
 A este respecto un estudio somero de la literatura antigua. La Griega, reflejo fiel del antropomorfismo dominante en ese pueblo singular en la Historia de la humanidad, revela apenas el amor A la Naturaleza en esa forma sentimental y A las veces patética que hoy reviste; pero los indos, sus progenitores dan señalada muestra de él en su poesía así como en su religión y costumbres. No son monos visibles sus huellas entre los hebreos. En Roma, en donde prevalecía en cierta oposición con la poesía griega, un sentimiento que pudiera llamarse más práctico de la Naturaleza, se manifiesta al fin con delicados matices en cuadros de bellísimo colorido el amor que ella inspira. Los hombres públicos de Roma, los más famosos, Cicerón entre otros, buscan en sus poéticas villas, el sosiego y el feliz equilibrio de sentimientos y pasiones que les negaba la República en su vida activa siempre y fatigosa; y el poema de Lucrecio es prueba elocuente de este aserto. Pero no es aquí todavía donde hemos de ver con el carácter que más lo asemeja al actual ese sentimentalismo que en germen hasta entonces había de nacer con todos sus caracteres de ternura, de verdadero panteísmo en los comienzos de la Religión Cristiana. Bajo la influencia de las nuevas doctrinas, cuando la actividad anímica del hombre aprendió a reconcentrarse en sí misma, cuando el dogma enseñaba a admirar también al Criador en sus obras, en el cielo estrellado, en la verde campiña, tomó mayor vuelo, y fue más Íntima y más frecuente la unión de la Naturaleza con el hombre: el alma inclinada a la melancolía se sintió en contacto con ella, robustecida como Anteo al tocar, caído ya, la Tierra. «Con el otoño desaparecen los frutos, se despojan de sus hojas los árboles, y las ramas antes flexibles se ponen rígidas: nosotros mismos, vencidos por sentimientos de profunda melancolía, contemplando estas eternas regulares transformaciones, nos sentimos vivir al unísono con las fuerzas misteriosas de la Naturaleza.» Lamartine prohijaría este pasaje; es de Gregorio de Nyssea, hermano de S. Basilio. Más tarde los padres de la Iglesia habían de poner correctivo a este sentimiento. Tarde en su desarrollo entre los germanos aparece al fin espontáneamente con los minnesinger, trovadores cuya vida errante los ponía como a sus hermanos los provenzales, en contacto frecuente con los aspectos más variados de Naturaleza. Pálido entre los pueblos del Norte se manifiesta en ellos, para algunos, en su tendencia a invadir las comarcas meridionales cuya vegetación y cielo los seducían. Puede asegurarse que donde quiera, a la vida civilizada ha acompañado, con modificaciones propias de la raza y del clima, este sentimiento panteísta.
 Desde los Vedas al Picapedrero, desde Kalidasa hasta Lamartine, hay una distancia inmensa en tiempo y en forma que pueden llenar, sin solución de continuidad, los matices todos de este delicado afecto inmortalizado en cien y cien cantos, elocuente siempre y conmovedor en los poetas.
 El hombre ha extendido realmente su personalidad derramándola, como quien dice sobre el mundo animado e inanimado que le rodea, ha prestado su propia alma a los demás seres y se ha sentido y reconocido en ellos. Estos sentimientos son el coronamiento natural de los altruistas, cuya filiación más concreta no hablamos de reseñar en este momento, y que, por supuesta, omitimos.    
 Así ha llegado el hombre a amar la planta con amor casi humano: así llega a personalizar Saintine en su precioso poema Picciola al humilde vegetal que cautiva los sentidos, que llena y dramatiza la vida del prisionero de Fénestrelles.
 De propósito nos desentendimos de estudiar al principio de este trabajo las relaciones del hombre con los animales que le prestan servicios voluntarios o con aquellos que no ha sometido a la domesticidad; estas relaciones son más obvias que las que existen entre él y el mundo vegetal. Fuera de que por sólo el interés de conservar lo que le es útil cuidará siempre el hombre de sus compañeros y auxiliares en la vida hacia los cuales siente a veces verdadero cariño, como el árabe a su caballo, como el pastor a su perro, la identidad de su organización con la de aquéllos debió hacerle en su trato con ellos más humano. El animal herido da sangre, se lamenta y muere; todo esto nos es común, y en esa semejanza se encuentra, quizás, oculto el resorte de sentimientos generosos. La Ciencia por otra parte nos ha enseñado el importante papel que desempeñan las plantas en la economía de nuestro planeta: cómo mantienen la fertilidad en los terrenos, cómo los depuran de humedades excesivas, cómo regularizan las lluvias, detienen a veces el curso de las epidemias oponiéndose como barrera a los miasmas que los vientos propagan, y tanto hecho de utilidad comprobado que con el mundo vegetal se relaciona, y hemos protegido al bosque, y existe hoy en todo pueblo culto una ley forestal. Los sentimientos humanitarios que suavizaban ya el trato del animal por el hombre, se han ilustrado con el estudio de la Anatomía, Fisiología y Patología de esos seres, y la Escuela de Altorf como tantas otras ha consagrado al estudio de estas cuestiones los esfuerzos más nobles de preclaras inteligencias: amenace la filoxera los viñedos, dorífora la patata o la epizootia nuestros ganados, y el mundo todo se resentirá del mal: destruid las flores de nuestros campos y jardines, y quitáis a la Naturaleza su más bello ornato y su recreo más dulce al espíritu: talad los bosques y esterilizareis la tierra. Nuestra vida se encuentra enlazada física y moralmente con la vida animal y vegetal; proteger a unos y a otros es también humano: es proteger al hombre.

                     
      Puentes Grandes, 10 de Enero de 1883.

 Revista de Cuba, vol. 13, 1883, pp. 66-70; La Semana, no 12, marzo de 1888.


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