sábado, 30 de marzo de 2013
viernes, 29 de marzo de 2013
En el momento culminante
Celebración del aniversario de José Martí
Niños escuchan a Fidel Castro
La Habana, 28. — Quince mil niños se han reunido
ante el Capitolio para escuchar a Fidel Castro y otros dirigentes elogiar la
memoria del patriota cubano José Martí.
En el momento culminante de la ceremonia, un
helicóptero arrojó un ramo de flores sobre la estatua de Martí, mientras que
una banda interpretaba el Himno Nacional.
El presidente Urrutia y el ministro de
Educación, Hart, ocupaban la tribuna con Castro. Esta reunión en masa ante el
Capitolio ha sido con motivo de iniciarse las ceremonias del ciento seis aniversario
del nacimiento de Martí.
martes, 26 de marzo de 2013
lunes, 25 de marzo de 2013
Festival de la Toronja

El Festival de la Toronja, que tuvo lugar en
Isla de Pinos recientemente,demuestra que nuestro pueblo lo ha comprendido así
y lo celebra jubilosamente. Durante diez días, los pineros celebraron con
brillante manifestación artística el fin de la cosecha de la toronja, el
triunfo del pueblo trabajador. Teatro, danza, música, coros vocales, todas las
manifestaciones artísticas, y en elevado porcentaje realizadas por aficionados
con brillantez admirable, se aunaron para exaltar el triunfo del trabajo
socialista, organizados por la Coordinación Provincial del Consejo Nacional de
Cultura.
domingo, 24 de marzo de 2013
Sobre el ruido histórico del tractor (Trac-Trac-Trac-Trac)
Ricardo Alberto Pérez
Otorgue su
cabeza madre
que se trata de
convertirla en el cristal adivinatorio,
deposite las
fibrillas, justo para restar
atractivos de mi pasado,
esa corriente
que usted ironiza
entre la
indiferencia
y el
diagnóstico involutivono
es suficiente
para el escenario
donde se mueven
con rigidez mis títeres
ni siquiera el haz
para distinguir
con nitidez los rostros
en este
catálogo de payasos irlandeses
que escapa de
mis manos... tal si toda la parodia
fuera a ser
anulada
por la carencia
que usted origina.
A mí me protege la disposición
de entregar la
frente a la seda
de ese pañuelo,
a las
figurillas árabes
que muestra en
sus tejidos plenos
(no dude de que
el telar es una máquina tan bella
como las otras
que se utilizan en la guerra).
El retablo
tiene un diseño delicado,
unas abejotas
que no dejan de proteger
ambas entradas,
entre dos
zumbidos históricos-dulzones
el gesto del histrión y el del
histérico
se transfiguran
en una sola imagen,
en el trozo de
cielo tan azul para las cabezas de mis actores.
La tierra que
se abre detrás del buey
es el
onto-sitio para el grano elegido,
diga si los
pies de esa tibetana
no son una
verdadera joya,
una flexión
casi infinita, útil
para que no me
encierren entre estos seres
con sus manías
dispuestas
sobre el humito
recalentado por la chimenea
irrisoria que
soporta la usura
de la garza.
¿Qué otro tono
se puede imaginar
para el
extravío de los ojos
de no existir
la lombriz cortada...?
Tenga estos
cerebelos, hay algo que los ennoblece
en su desconcierto,
mientras
(tin-tric-tin-tric-tin-tric) la cadenita arrastrada
sigue la huella
y representa.
martes, 19 de marzo de 2013
Fiebre porcina cubana
Emilio Ichikawa
Algunos pensarán que el malestar cubano es más
bien equino que porcino, pero hay que recordar que la isla también tuvo su
fiebre.
Yo era niño. Pasaba una temporada en casa de
la tía Tita, en El Cotorro, alejado de una conmoción familiar. El tío Pacheco
trabajaba en la Cervecería Hatuey, en un cuarto refrigerado con olor a
levadura. Era la época en que llegaron los patos pekineses a Cuba y los
“quiúpis” de colores se pescaban en las zanjas del pueblo solo con poner un
pomo de boca ancha contra la corriente. El Cotorro era un paraíso.
Un día notamos que la señora del Comité,
Candita, se traía algo entre manos. ¿Qué? Pues lo supimos en la tarde cuando
los amigos de la familia vinieron con la noticia: “Hay que liquidar todos los
puercos de la Antillana hoy mismo, mañana van a obligar a la gente a matarlos y
comérselos en el día; además hay que botar todo lo que sea cabeza, bofe, riñón,
hígado, mondongo y sangre… Parece que hay una fiebre que viene de África.”
Por la noche, antes que Candita pegara el
aviso en el mural de “El Seccional”, los puercos empezaron a ser llevados y
despedazados en el portal de tía. Todo legalito y revolucionario: no habían
dado la orden. Hígado, bofe, mondongo, sangre para morcilla… todo fue
aprovechado. Al otro día se armó el corre corre y los más lentos tuvieron que
malgastar la mitad de los animales.
Esperamos un día, una semana, un mes, algunos
años y nada. Hemos padecido de otras cosas; pero de la fiebre aquella no. El
bando derechista de la familia dice que fue un invento de Fidel Castro para
hambrear a la gente y hacerla más dependiente. La izquierda familiar asegura
que la persistente salud no demuestra nada, pues los imperialistas iban a tirar
aquella cosa mala en la madrugada, precisamente unos minutos después que Jorge
y Papito despacharan a los marranos.
Tomado de Emilio Ichikawa blog, 27 abril, 2009.
lunes, 18 de marzo de 2013
El agüita del Comandante
J.J. Armas Marcelo
Una de sus primeras ocurrencias de niño mimoso,
a poco de instalar su dictadura absoluta en Cuba, fue desecar la laguna de
Zapata. No lo consiguió, pero logró el tenebroso milagro de arruinar el
ecosistema en tres zonas de la isla, de modo que tierras cultivables de cuatro
cosechas quedaron inútiles durante lustros. Cuando «inventó» la zafra de los
diez millones de toneladas, técnicos de conciencia clara se atrevieron a
advertirle al Superman barbudo de la imposibilidad material de conseguir esa
meta. Las tierras no aguantarían el exceso, la caña necesitaba un trato
distinto al de una leva obligatoria de inexpertos camino de la gloria, a golpe
de eufórico machetazo. No sólo paralizó para esa utopía otras parcelas
productivas de toda la isla, sino que presentó el fracaso al que había obligado
a la economía cubana como un logro de la Revolución. Más tarde, y como se
comportan los «adanistas» más enfermizos, ordenó plantar pimientos en todos los
alrededores de La Habana, no aptas para ese cultivo, además de utilizar para el
mismo proyecto extensas zonas de Güines que, al no estar tampoco preparadas,
cayeron en el error económico y moral. Pero, ¿alguien se atrevía a decirle
ahora al Comandante que todos esos fracasos eran producto de su caprichoso
autoritarismo totalitario? Ni siquiera su hermano Ramón Castro, encargado por
el Supremo cubano de realizar un milagro imposible: convertir Cuba en un erial
estéril para la agricultura.
En los tiempos de los grandes logros, cuando
la guerra fría provocó que la Unión Soviética mantuviera ocultos con préstamos
millonarios nunca devueltos los caprichosos fracasos del Comandante, se trajo
de Francia a un famoso químico, André Voisin, experto en «fabricar» quesos de
la mayor calidad, a quien sedujo, echando mano de su sobrenatural elocuencia y
carisma, con la inaudita idea de que, entre los dos, conseguirían lo nunca
visto: que Cuba lograra una industria quesera superior en calidad y producción
a la de la mismísima Francia. Y Voisin se lo creyó. Y trató de imponer la
racionalidad de su conocimiento frente al disparate del capricho castrista. Al
principio trabajó con el afán del visionario, jaleado por los uniformados
juglares de los logros revolucionarios del Comandante. Pero, cuando se percató
de la sublime trampa en la que había caído, le pidió al Líder Máximo que lo
dejara marchar a París. El Empecinado Oriental lo retuvo con su hipnosis en el
chalet de Protocolo que había concedido al francés en Cubanacán, al oeste de La
Habana, que le sirvió de cárcel amable, primero, y de amargo lecho de muerte,
después.
Uno de los más conocidos y
universales milagros del Presidente de Todo fue el nacimiento de Ubre Blanca,
prototipo de una vaca lechera, más lechera y revolucionaria que ninguna antes
hubiera existido en el mundo. Ni las vacas suizas, ni las holandesas, ni las
búfalas napolitanas iban a dar más leche y más queso rico que las Ubre Blancas
cubanas «ideadas» por el esmerado talento del Doctor Castro. Y, es cierto, hubo
una Ubre Blanca cuyos comienzos, como los trabajos de la zafra y André Voisin,
como los mismos comienzos de la Revolución Cubana, parecían espectaculares. Su
papel revolucionario, Gramma, y su agencia de noticias, Prensa Latina, dieron
la noticia al Imperio, al mundo libre, al comunista, al Tercer Mundo, a los No
Alineados, a los Muertos de Hambre y, sobre todo, a esa parte del exilio
irredento y reaccionario que negaba la evidencia de los logros de la revolución
castrista, no ya sólo los milagros de la enseñanza y la medicina, sino la nueva
razas de vacas superlecheras cubanas. Pero Ubre Blanca, como Voison, terminó exhausta
de tal explotación revolucionaria y extenuada ante el excesivo ordeñamiento a
la que fue sometida durante el poco tiempo que le duró su estrellato. Se lloró
su muerte en las mismas sentinas del Palacio de la Revolución, y el Amo de la
Finca erigió en recuerdo de Ubre Blanca -va en serio- la escultura del animal
lechero, de tamaño natural y en la Isla de la Juventud.
A sus ilustres y torpones visitantes e
invitados yanquis, congresistas alelados, millonarios fascinados por su
uniforme de dictador invencible, artistas y actores de Hollywood y Nueva York
que caen rendidos ante el Hombre más importante de la Historia de Cuba, los
fascina uno tras otro descargándoles hasta el amanecer cifras y datos casi
secretos, y desconocidos por la mayoría, sobre su propio país, los Estados
Unidos de América, el más detestable de sus enemigos y el más objetivo de sus
aliados. Y hace traducir en tres días, por quince o veinte profesores a quince
o veinte páginas por día, el último libro importante para los gringos, que
salió ayer mismo a las librerías de Nueva York y San Francisco. Para luego
preguntarles si ya han leído tal o cual libro. ¿No? Él sí. Y se explaya contándoles de
memoria a sus asombrados petimetres sus conocimientos de la literatura y el
mundo de última hora.
El único logro militar del ejército de
vanguardia que envió a la guerra de Angola, la batalla de Cuito Canavale con la
obligada independencia de Namibia, lo consiguió el general al mando de las
tropas cubano soviéticas en esa guerra, Arnaldo Ochoa (con su grito de batalla
a la cabeza: «¡Vamos andando!»), precisamente por no seguir las órdenes que el
Enorme Estratega le dictaba desde el Palacio de la Revolución. Tal gesta le
costó la vida años después en La Habana, acusado de una supuesta traición a la
patria. Y si se habla en su presencia de la rara ruina total de la agricultura
en Cuba, el Hombre Fuerte echa la culpa a una inexistente sequía. Y nadie le
recuerda el pequeño detalle y la indecencia moral y política de no haber
construido la más mínima y moderna conducción de aguas en toda la isla durante
decenios. «La culpa es del bloqueo», dirán sus corifeos si algún despistado se
pasa en sus atribuciones de invitado curioso e impertinente.
Es posible que todas estas ocurrencias,
similares o parecidas, aparecieran ya en «Yo, el Supremo», de Roa Bastos, o en
«El otoño del patriarca», de García Márquez, dos escritores de primera línea
universal seducidos por la voz de convincente sirena, la voz del caprichoso y
abusivo Fidel Castro. El último episodio de estirpe castristoide, elevado a
categoría de leyenda real, tuvo lugar en la Embajada japonesa en La Habana. Y
llegó el Comandante, tarde como siempre, y todo el mundo se paró. Los invitados
comieron mariscos y pescado crudo. Y bebieron cerveza y sake japonés. Cuando
llegaron los lavadedos (lo siento mucho, pero me gusta más el término inglés,
fingerbol), el Presidente acercó hasta sus labios el recipiente y se bebió de
un golpe su contenido. En el gran salón se hizo el silencio absoluto. Y el
Hombre Fuerte, calmada su sed de gigante y al notar que algo raro pasaba a su
excelso alrededor, miró en barrido a todos los invitados y, con la obsesiva
capacidad de mandar sobre los demás de la que siempre ha hecho gala, levantó
los ojos y preguntó, extrañado: «¡Ahhh!, ¿no les gusta el agüita?». Y cada uno
de los invitados y el anfitrión japonés, obedeciendo al unísono la orden del
Gran Mandatario en un ritual de imbéciles sedientos, se llevaron a sus labios
el lavadedos y se bebieron el agua.
Es difícil creer en tanto capricho,
tanto fracaso, tanta arbitrariedad en un solo hombre. Pero son multitudes los
que todavía lo hacen en la superstición castrista. Y numerosos los
intelectuales y escritores que cultivan el vicio de la mentira evidente al
defender los fracasos de un dictador mimoso, inmoral, jesuítico y atrabiliario.
Y, además, nos los venden todavía como logros sociales y políticos de una Revolución
y un Héroe inexistentes.
ABC, 8 de septiembre de 2003.
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