lunes, 30 de mayo de 2022

La viuda de Ainciart

 


 Pronto hará un año. La justicia popular buscaba a Ainciart. Desde el día 12 de agosto huía como una liebre acosada. Escapó de la Jefatura de Policía, desde el mismo despacho en que, días antes, ordenara el aniquilamiento del pueblo de la Habana, desde el mismo lugar en que ordenara a sus sicarios que asesinaran, en aquel lúgubre día de abril, a los hermanos Valdés Daussá. Escapó con una maleta cargada de dinero. La justicia popular lo olfateaba y cada vez que alguien señalaba su paradero, hacia allí convergían las escopetas recortadas, sobre las cuales, se crispaban los puños cargados de cólera.

 Fue un sábado a fines de agosto. Una vieja, renqueante, lívida, cubierta por velos negros, llegó a una casucha de Marianao. Al descender del auto, alguien vio que por debajo del traje, de hechura adusta y monástica, asomaban unos pantalones. Dos hombres seguían a aquella extraña silueta, que se soslayaba en las tinieblas y se metía en la noche, como un maleficio sangriento. Alguien sintió la duda, aguda y perforante. Era Ainciart. Los acompañantes del Trepoff de la Habana, huyeron llevándose la maleta. Engañaron a su jefe, afirmándole que iban a la bodega de la esquina a comprar alguna cosa. No volvieron y cuando el pueblo rodeó la casucha en que se refugiara Ainciart, este, bajo la campana de la cocina, yacía hecho un ovillo, en un charco de sangre. Lo demás lo sabéis.  

 Cuando Ainciart murió, su esposa, una dama digna, que, en realidad fue una pobre mártir junto a aquel hombre salaz y sanguinario, viajaba por el extranjero. En compañía de la señora de Zubizarreta, había acudido al Año Santo, a la peregrinación católica que en esos días se postraba, en homenaje a Cristo, a los pies del Santo Padre. Ella, la infeliz, porque ninguna culpa tuvo de hallarse unida a aquel hombre siniestro, supo vagamente de los sucesos de Cuba. Apartada de todo, porque su vida fue siempre una escala tendida hacia la oración, tuvo la visión de los acontecimientos de Cuba. El régimen caído. Machado huyendo hacia Nassau. Los porristas cazados como fieras en La Habana. Las casas saqueadas. Ainciart, su esposo, encontrado muerto en una casita de Marianao. Pero, ¿dónde estaría enterrado?

 Llegó en días pasados a La Habana. Una dama enlutada, la señora Elisa del Valle, viuda de Ainciart, tomó un auto de alquiler en la esquina de Galiano y Trocadero. Era una silueta descarnada y dolorosa. Una palidez de cera en el rostro afilado donde se hundían los ojos en que se coagulaba el estupor. Una cartera en la mano. Un devocionario negro entre los dedos. Ah, el chofer que la condujo al Cementerio, no pudo presumir un sólo momento, que aquella dama enlutada era la viuda del hombre que, hace un año, un día como hoy, en su máquina blindada, entre Sampol y Peñate, dirigía el ametrallamiento de los habaneros.

 La viuda de Ainciart -era ella- avanzó por la calle central del Cementerio. Indagó. Preguntó. Alguien le dijo que Ainciart no estaba enterrado en el Cementerio de Colón, sino que había sido arrojado en un hoyo, abierto a toda prisa, en el cementerio de Marianao. Fue el primer choque. Empezaba a captar la verdad. Abandonó el camposanto, aturdida, vacilante y bajo su toca de viuda. Atrás quedaban tumbas sagradas que ella desconocía: la de Mariano González Gutiérrez, que Ainciart asesinara en la nave de Leonor y Carvajal; la de Pío Álvarez, atormentado con saña, antes de morir; la de Rubierita, cuya sentencia de muerte confió Ainciart a sus asesinos; las de los hermanos Freyre, caídos en la tarde del 27 de septiembre de 1932, en su propia casa, bajo la gavilla de Ainciart.

 Salió. Todo le parecía extraño, incoherente. Y no vio los puestos de flores con rosas frescas, ni escuchó el pregón obstinado de los vendedores de crisantemos, ni sintió que entre los cipreses del Cementerio parecía cruzar, por el recuerdo sagrado de tantos muertos, una queja eterna y dolorosa.

 Se detuvo como hipnotizada. Allí cerca estaba un hombre que perteneciera a la Policía, en la época de Ainciart. Lo reconoció.

 -Busco la tumba de mi marido. ¿Dónde está? Me han dicho que en Marianao.

 El hombre, así interrogado, fue expansivo.

  -¿Pero no sabe usted nada?

 -Sí. Se que murió. Nada más. Y quiero orar junto a sus restos.

 -Ah, señora. Sí, está en Marianao. ¡Pero no sabe nada!

 -Hable, hable, por Dios.

 -Después de muerto lo tiraron en un hoyo, a flor de tierra.

 No lo cosieron y las vísceras le brotaban como un licor sangriento. Luego, vinieron unos hombres. Reabrieron el hoyo. Lo desenterraron. Y en la tarde del domingo, ya lo izaban en un poste del alumbrado, para quemar los despojos, cuando…

 Fue un largo grito de espanto y desolación. El relato, entrando súbito y fulgurante, en el alma de la viuda de Ainciart, le había arrancado la razón. Y su grito de loca parecía aplastarse contra los árboles…

 

 “Se volvió loca la viuda de Ainciart”, Bohemia, 5 de agosto 1934, p. 26.


miércoles, 25 de mayo de 2022

Clases y secularización


   Pedro Marqués de Armas


 De paso por Cuba en 1849, el poeta norteamericano William Cullen Bryant visitó el Cementerio Espada y dio cuenta, en una de sus cartas, de las diferencias de clase que allí obraban. Estas eran enormes. Mientras a los más opulentos se les sepulta en el grueso muro que rodea al recinto, donde existen aberturas perfectamente concebidas para colocar los ataúdes, a los pobres se les arroja a los hoyos -es decir, a tierra- sin monumentos ni tumbas de ningún tipo.

 Describe el autor de “Thanatopsis”, ese gran poema magistralmente traducido por Roberto Friol, que sacaban los viejos huesos mezclados con cal para dar sitio a los nuevos cadáveres; y que había a la vista fosas repletas de esqueletos amontonados unos arriba de otros.

 Durante su visita al camposanto trajeron el cadáver de un hombre joven que, según le dijeron, se había degollado “por amor” y que fue conducido hacia uno de los nichos de la pared por provenir de una familia distinguida.

 Suicida de categoría, no se cuestionan las exequias y rituales; sobran ejemplos en este sentido: condes, médicos, hacendados.

 Y ya hacia mediados de siglo, a medida que la voluntad de morir se vulgariza, resulta raro el cuestionamiento a la gente común, si bien algunos terminan en un cuartón especial situado en el extremo norte del cementerio.

 Blancos pobres y libertos encaran los “suicidios pasionales”, desplazando de esta percepción a los comerciantes, cuyos conflictos serán circunscritos a los reveses de la fortuna.

 Si las diligencias médico-legales, siempre las mismas, se mantienen hasta mediados de siglo dentro de un canon judicial, a partir de entonces se observará cada vez más, entreverado en la jerga burocrática, un lenguaje próximo al de la futura crónica de sucesos.

 Un ejemplo de ello lo vemos en siguiente expediente, ya con una prosa que ha incorporado los elementos propios de un discurso indiciario.

 Manuel Calvert, inmigrante catalán, radicado en Santiago de las Vegas. El 21 de mayo de 1859 asesinó a la joven Rita Valdés, quitándose a continuación la vida. Los cuerpos aparecieron en el patio de La Española, la cantina más frecuentada del pueblo.

 “[Él] español, como de 25 años, vestido con pantalón de dril azul de rayas y botines de becerro, con una herida en la sien derecha, una pistola de faltriquera cañón de bronce descargada en la mano, el dedo índice diestro en su gatillo, y en la izquierda un puñal chico cabo de plata alemana, con punta aguzada, labrada su hoja sin filo con una cruz de hierro y dos virolas en sus extremos”.

 “[Ella] cubana, con 31 heridas en el cuerpo, vestida de túnico de muselina de remesón moradas y rosadas, fustán y camisón de género blanco de hilo y algodón, sin medias ni zapatos, suelto y desgreñado el cabello, trigueña, bien parecida y como de trece años”. 

 La Real Audiencia de La Habana concluyó que “todo procedió por celos”, cerrando el expediente de un modo que muestra ya el típico desacuerdo entre lo prolijo del relato y la endeble atribución causal. 

 A diferencia de los escuetos informes que se acostumbran en los suicidios de esclavos, e incluso, en buena parte de los civiles, asistimos a un estilo preciosista, con su pertinente plus estético, como el que invadirá hacia 1880 los diversos rotativos habaneros.

 No sólo los estrepitosos homicidios, sino cualquier suicidio, el más corriente, tendrá su lugar en la crónica de sucesos. Un goteo que ya no cesa revelando la cotidiana fascinación de la muerte voluntaria. 


 

martes, 24 de mayo de 2022

Momia suicida

 


  Pedro Marqués de Armas


 En marzo de 1869 apareció en los “uveros de La Chorrera” el cadáver de una mujer ahorcada, cuyo cuerpo se mantenía en estado de conservación. Los restos fueron trasladados de inmediato al cementerio San Antonio Chiquito e identificados como pertenecientes a Rafaela García, que había desaparecido varios meses antes.

 El propio médico de la necrópolis, presionado por lo insólito del caso, una suicida que se conservaba tan bien, decidió consultar al Obispo de La Habana, y este determinó que no se procediera al entierro, sino que se solicitara la opinión de los médicos.

 Se designa así una Comisión de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales, para una consulta que no apuntaba tanto al “estado de momificación” del cadáver, como a la necesidad de darle sepultura sólo previo pronunciamiento médico-forense. Esto es, sobre todo por tratarse de una “presunta suicida” que, además, se resiste a la putrefacción.

 El cuerpo no sólo no se había corrompido, sino que se sostenía, atado al cuello, de par de ramas que apenas habían cedido. “Pendía casi arrodillada la desgraciada víctima”, como implorante, según uno de los atestados.  

 La Comisión debía pronunciarse con celeridad sobre la naturaleza y responsabilidad del delito; pero la consulta se convirtió en un largo y erudito debate, siempre más ocioso que, sin embargo, lo salvaban una serie de curiosidades:   

 Si las auras tenían que visualizar los cadáveres antes de devorarlos.

 Si carecían efectivamente de olfato.

 Si comían o no ahorcados, espantadas por sus ojos de Juda.

 Así como alrededor de las supuestas causas de aquel inusual estado de conservación.

 El destacado académico Francisco A. Sauvalle impugnó algunas de las opiniones de sus colegas médicos, que tildó de erróneas, y realizó un exhaustivo análisis en el que desmontaba ciertos criterios del reconocido naturalista norteamericano Audubon, al tiempo que ilustraba con numerosos ejemplos de esclavos suicidas cuyos cadáveres habían sido respetados por las rapaces.

 Para Sauvalle, “al menos en cuanto a las auras de esta isla”, las opiniones del célebre Audubon no resistían el menor análisis. Y de paso, no perdió ocasión para ironizar, como lo exigía el contexto:

    

Dirán algunos que procede este fenómeno de la veneración intuitiva que les infunde la vista de ese rostro que el hombre en su sacrílego orgullo pretende hacer semejante al de su Dios. Si así fuera, de este mismo instinto estarían dotados todos los animales de la Creación; lo que seguramente no sucede ni con las fieras del desierto, ni con las que se han llegado a domesticar, ni siquiera con los reptiles e insectos, ni las demás aves de rapiña. A nosotros mismos horror nos infunden, y no respeto, las innobles facciones de un ahorcado, aun antes de la descomposición, y los sentimientos que nos inspira su vista no son, por cierto, de los que hacen recordar los versos del poeta:

 

  Os homini sublime dedit, coelumque tueru 
  Jussit et erectos ad sidera tollere vultus.

 

 La Academia demoró en pronunciarse, pero finalmente confeccionó su informe. En el mismo, se aseguran cuestiones tan propiamente médico civiles -y, por lo mismo, tan rutinarias- como que la mujer se había colgado ella misma; que no había habido intervención de terceros; y que, además, debía de haber perdido el juicio.

 No convenció a muchos, sin embargo, la explicación del por qué no había sido devorada: “la posición del cuerpo y el movimiento del vestido pudo ser suficiente para alejar a los perros y otros animales” y “las auras no se dirigen por el olfato”.

 Pero, de todos modos, tanto el médico del cementerio ante el Obispo, como éste ante las autoridades sanitarias, contaron con una opinión acreditada y procedieron a enterrar a la “falsa momia”. Mientras tanto, el problema había pasado de uno a otro bando más que nada a la espera de decisión burocrática.

 Hasta el Obispo envío una carta a la Comisión Médica felicitándola.

 En la práctica, claro está, se impusieron cada vez más los dispositivos médico-sanitarios, ligados de modo inextricable al dictamen de los jueces.


domingo, 22 de mayo de 2022

Falsos altares y viejas pugnas



  Pedro Marqués de Armas 


 Pese al desarrollo sanitario en materia de enterramientos, proceso que despunta a finales del siglo XVIII y que asiste, hacia la sexta década del XIX, a un nuevo impulso modernizador, no pudieron zanjarse las diferencias entre la Iglesia Católica y las autoridades políticas en lo relativo a las inhumaciones de infieles.

 En Francia, poco después de 1760, el entierro se convierte en un acto dependiente de los mandos civiles, la salud pública y, en última instancia, del clero. Un edicto de 1804 imponía las normas de salubridad propuestas en tiempos de Luis XVI y la revolución. No sólo se prohíbe inhumar en las iglesias, sino que los camposantos no podían tener capillas ni altares; los cuerpos no podían superponerse, sino que debían quedar yuxtapuestos; y las sepulturas tenían que ser individuales.  

 Este orden funciona en Cuba al menos desde 1806, si bien aquejado por un desarrollo civil y sanitario más lento y precario, donde la intromisión de las autoridades eclesiásticas constituye casi una regla; pero afectado, sobre todo, por la devaluación civil de negros y chinos que constituyen, por decirlo así, castas al margen.

 Si bien acaban las inhumaciones dentro de las iglesias y se construyen cementerios extramuros, éstos continúan llevando capillas y altares, se resienten de una distribución clasista o estamental, y prosiguen los enterramientos en litera o superposición, sin que las tumbas de los pobres sean individualizadas.

 La negación de digna sepultura a otros infieles (ingleses, norteamericanos, holandeses, etc.), cede frente a los imperativos del comercio, lográndose cementerios aparte, lo que contribuyó, aún más, al desplazamiento de esclavos no bautizados.

 Habría que recordar que antes de la década de 1840, judíos y protestantes apenas gozaron de estas prerrogativas, siendo enterrados en un mismo terreno junto a bozales que morían sin ser cristianos. El número de esclavos que fallecía por propia mano era tan elevado, que en 1832, Antonio Frías, antepasado del Conde de Pozos Dulces, entregó algunas hectáreas para estos fines. Como surgieron protestas por el mal estado del lugar, ya que se les enterraba “como a animales”, se procedió a adecentarlo y se nombró a un capellán para que bautizara in artículo mortis, mientras la mayor parte de área era destinada a los protestantes.

 El sitio se conoció como Cementerio de los Ingleses (más tarde Cementerio de los Americanos). Clausurado en 1847, luego se destinaría para éstos un terreno cercano a la actual Necrópolis de Colón.

 El horror a las malas sepulturas hizo reflexionar sobre las condiciones en que se inhumaba a los esclavos urbanos. En 1815 todavía no existía un sitio específico para enterrar a estos últimos. Según un Acta del Ayuntamiento se hacía necesario construirlo “por el perjuicio que pueden causar estos cadáveres haciendo su enterramiento a la superficie de tierra de donde con facilidad son extraídos por las bestias”. 

 Otra Acta de 1817 daba cuenta de las gestiones que realizaba D. León Díaz de Azúa a fin de resolver un cementerio para bozales y expresaba la siguiente demanda, que solo se cumpliría a partir de 1828, si bien parcialmente: “Que varios comerciantes consignatarios de casas extranjeras solicitan se construya un cementerio de negros bozales en otro lugar diferente al que se entierran los no católicos para que no se confundan estos con aquellos y se les guarde algún decoro a los de profesión mercantil”.  

 La epidemia de cólera de 1833 marcó finalmente una divisoria en las prácticas fúnebres; el efecto no fue inmediato, pero sentó la necesidad de construir nuevos cementerios, por lo general apartados y de mayor extensión a fin de evitar el tener que improvisarlos.

 


  Pero volvamos a los “falsos altares” y a los cementerios de segunda en virtud de las exclusiones católicas. El 9 de enero de 1864, a pesar de la desidia de las autoridades y la hostilidad del Obispo Fleix y Solans, el Consejo de Administración Pública se lamentaba del “triste espectáculo que ofrece un pueblo culto y católico, llevando los cadáveres de los que se llaman infieles a sepultarles en el sitio destinado para los animales muertos, sucediendo lo mismo o peor en los demás pueblos de la isla”.

 El pronunciamiento era consecuencia directa de haberse negado la máxima autoridad religiosa, una vez más, a conceder un cuartón de cementerio. El Consejo proponía al Capitán General “que mientras no se muden los lugares destinados para sepultar los cadáveres de los que mueren fuera de la comunión de los fieles, alejándolos de toda profanación, se les sepulte en la parte exterior de los cementerios”. Se trata, por lo visto, de acercarlos al territorio sagrado.

 Como recuerda Philippe Ariès, el “falso altar” constituía justamente un espacio adyacente, a veces próximo, pero siempre por fuera de las demarcaciones oficiales, adonde eran enterrados –aunque a veces yacían insepultos- no solo infieles sino también criminales y, con mucha frecuencia, suicidas. El siglo XVI impulsó la costumbre de enterrar en la parte norte del Huerto del Señor; allí yacían los excomulgados, los que no habían recibido bautismo, y los pobres malditos.

 El Obispo Fleix y Solans diseñará en breve un área para suicidas en el cementerio Espada, probablemente a consecuencia de las tensiones aludidas. Lo cierto es que, alarmado por la alta tasa de suicidios en las haciendas y la difícil relación con los hacendados, Fleix y Solans ofrece en 1850 traer frailes desde la península a fin de que prediquen en las fincas, en la creencia de que, inculcando los principios de la religión católica los suicidios iban a disminuir. Entendía que muchas muertes se producían como resultado de tendencias criminales: locura, obsesión, fatalismo, etc., y afirmaba idílicamente que los suicidios eran raros en aquellos esclavos que habían sido suficientemente instruidos en las “verdades y los misterios de nuestra Divina Religión.”

 Trasvasado el límite interior, el “falso altar” se convertía en “altar frío”, al instituirse una zona dentro del propio cementerio, situada siempre al norte, adonde serían destinados los cuerpos en cuestión. Hacia la década de 1880, ya en la Necrópolis de Colón, los rituales de enterramientos perfeccionan toda una semiótica. Veamos esta descripción de Frank C. Ewart:


El carro fúnebre del segundo cortejo era blanco, lo que indicaba que el difunto era un niño. El tercero y el cuarto eran tirados por solo dos caballos cada uno, lo que quería decir que los muertos que llevaban no habían sido de los escogidos por la fortuna. Hay además otras distinciones: el color de la cruz sobre la sepultura muestra si es un niño o una niña, un hombre o una mujer quien yace allí enterrado. La cruz roja indica la muerte por suicidio.

 Sin embargo, a pesar de esta progresiva absorción de los suicidas tanto en cementerios públicos como religiosos, las pugnas entre las autoridades eclesiásticas y seculares ni mucho menos estaban por concluir.

 El 13 de junio de 1867, el Obispo de La Habana enviaba al Consejo de Estado, es decir, a la mismísima Corona, un Expediente sobre privación de sepultura a los duelistas y suicidas. Exponía el Reverendo que “la impiedad cundía por la diócesis con motivo de enterrarse en lugar sagrado” a quienes se quitaban la vida y a los que morían en duelos.

 (Práctica en auge hacia la década de 1860, esta alusión a los duelos y al pomposo entierro de una de las víctimas se refiere probablemente al celebrado entre el Licenciado Don Manuel Cisneros y el Coronel del Ejército Don N. Sierra, motivado por ofensas mutuas. Emplearon como arma pistolas y pactaron veinte pasos, apuntando durante quince segundos. Al segundo disparo cayó muerto el Sr. Sierra por herida en el hipocondrio derecho. Años más tarde el impenitente duelista Manuel Cisneros caería muerto en Santiago de Cuba en desafío por disputas sentimentales sobre una conocida artista de teatro.)

 Estos enterramientos se realizaban siguiendo providencias judiciales a todas luces excesivas; y señalaba, al efecto, el hecho de haberse dado sepultura eclesiástica a tres suicidas y a un malhechor asesino, que también se privó de la vida, proponiendo que las diligencias practicadas por los Alcaldes Mayores tenían que ser remitidas al Tribunal del Obispado, a quien competía resolver y ejecutar las decisiones últimas en esta materia.

 Se trata de un reclamo dirigido al Gobernador Civil Caballero de Rodas, sustituto del General Dulce (conocido por su conciliación con la Iglesia), y quien, a juicio del Obispo Martínez y Sáez, debía regirse -tanto más en calidad de Vice-Real Patrono de la Isla- por los principios establecidos “en las bases”, es decir, en el ya mencionado Decreto de Nuestro Digno Prelado.

 Según narra el Obispo en sus memorias, era ésta una cuestión pendiente desde 1855. Ya entonces la autoridad secular había propuesto a los eclesiásticos una serie de preguntas para acabar de una vez con las diferencias en este campo. Pero el Obispo predecesor no había creído oportuno contestar, quedando “en el aire un problema de derecho”. De ahí la decisión de Martínez Sáez, quien se expresaría en estos términos:


En 1866, viendo yo que había suicidios a cada momento, y que los alcaldes mayores, previa la información legal del suicidio consumado, daban órdenes a los párrocos para que enterrase el cadáver en lugar sagrado, sin decir muchas veces que lo fuese de un suicida, y sabiendo además que en el precedente había habido un desafío entre dos personas caracterizadas, con asistencia de padrinos de alguna categoría, y que habiendo caído una de ellas muerta en el mismo acto se le había enterrado con pompa en el cementerio general, reclamé al Vice-Real Patrono sobre ese abuso, suplicándole que hiciese que los alcaldes mayores no se extralimitasen, pues no eran ellos, sino el tribunal eclesiástico, quien debía juzgar si el suicida podía o no ser enterrado en sagrado.

 Se decidió, por tanto, promover el aludido Expediente y enviarlo al Consejo de Estado, en respuesta a que circularon de nuevo las preguntas de 1855, respaldadas por el Gobierno Civil, y ante lo cual se nombró por parte del Obispo “una comisión compuesta de cinco teólogos y canonistas, quienes contestaron unánimes que no sólo no eran admisibles en general, sino que algunas de ellas eran erróneas, malsonantes y próximas a herejía, y que estaban condenadas en el Syllabus publicado por Nuestro Santísimo Padre Pio IX”. Según Martínez Sáez su respuesta, dirigida al Gobierno el 21 de mayo de 1867, no disentía en nada del dictamen.

 Casi dos años más tarde el Consejo de Estado, en un engorroso informe, daba la razón a la Iglesia puntualizando “falta de conocimiento exacto por parte del Vice-Real Patrono”, recordando que los Reyes de España “son en realidad ministros del Papa”, y estableciendo que, “en punto a inhumaciones y exhumaciones”, el Gobierno debía “mantener su jurisdicción” nada menos que en virtud de una Real Cédula de 1765 y siguiendo una Bula Papal de Alejandro VI.


sábado, 21 de mayo de 2022

Y en eso llegan los colonos asiáticos

 


  Pedro Marqués de Armas 


 El 23 de junio de 1856 un comisario de la policía informaba al Coronel del Cuerpo de Regla que


con motivo del enterramiento del asiático Yok que se suicidó en el día de ayer, según parte del celador del Barrio del Cementerio, el Sr. Párroco de este pueblo me ha manifestado que según lo dispuesto el Exmo e Yllmo Sor Obispo Diocesano en circular del 26 de julio del año pasado no le es posible dar sepultura eclesiástica a los chinos asiáticos negros y cualesquiera otras gentes infieles si no han recibido el bautismo.

 

En este concepto y comoquiera que se hallan, en este distrito, considerable número de chinos de los últimos importados que están en aquel caso y que no hay un sitio determinado para su enterramiento, lo pongo en el superior conocimiento de us. para que si lo tiene a bien se sirva consultar a la superioridad. 

 Un elevado número de colonos asiáticos trabajaba en los almacenes de Regla o en las labores del ferrocarril. Y la cuestión se complica no tanto a consecuencia del alto porcentaje que se suicida sin haber sido bautizado, como de una mortandad global que mantiene despavorida a las autoridades. Como señala Pedro Cosme en Los chinos en Regla, de acuerdo con un cuestionario de la policía al que respondieron los diversos distritos de La Habana, en 1858 ningún culí había recibido el sacramento del bautismo, a excepción de los domésticos.

 El cementerio de la Iglesia de la Virgen del Regla, fundado en 1687, jamás había admitido a no cristianos; los chinos, desde su llegada en 1847, eran por lo general enterrados en un terreno habilitado para ellos en la Ensenada de Guasabacoa; pero, ni mucho menos, la cuestión podía resolverse dado lo exiguo de los muladares y la falta de regulaciones sanitarias. Más adelante, los enterramientos comienzan a realizarse en la Loma de los Cocos, cerca del llamado “hospitalito de chinos”, cuyos alrededores se utilizaron por lo menos hasta 1867 cuando, finalmente, se les comienza a dar sepultura en la Necrópolis Municipal.

 Lo mismo ocurre hacia la década siguiente en Santiago de Cuba, como se aprecia de esta transcripción de Emilio Bacardí y Moreau: “El alférez real presenta una moción preguntando dónde deben enterrarse los asiáticos, porque al fallecimiento de uno de ellos se presentan frecuentes y graves conflictos para la sepelición de los cadáveres, porque no sabiéndose si son cristianos, la Autoridad Eclesiástica se niega a darles sepultura en sagrado.”

 Todavía en 1872 estaba prohibido sepultar a los chinos en cementerios públicos. El cementerio de Espada, situado en la Calzada de San Lázaro, estaba a punto de ser clausurado; y no lejos de mismo, en la parte trasera de un solar ubicado en el Callejón del Carnero, eran enterrados los colonos asiáticos de la ciudad, antes de que contasen con su propio cementerio.

 Según Pérez de la Riva, en la antigua necrópolis de Espada, “la roca caliza afloraba a pocas pulgadas del suelo y los cadáveres quedaban apenas cubiertos de tierra, por lo que los perros los desenterraban para devorarlos”. Y durante las obras de desmantelamiento y traslado, “los restos de aquellos que carecían de recurso para pagar el traslado al nuevo cementerio fueron dispersados. Apenas quedó un lienzo de la pared del fondo, precisamente la que daba al Callejón del Carnero donde se tiraban los cadáveres de los culíes”. 

 En 1883, tras nueve años de concluida la trata amarilla, el Cónsul de China tuvo que exigir la construcción de un cementerio especial.

 Para los colonos asiáticos, ser enterrados de aquel modo infamante constituía una tragedia. La pulsión de regreso minuciosamente atesorada en su imaginario de muerte se veía trastocada. Si adelantaban su muerte por medio del suicidio, no significa que renuncien a un regreso que, de alguna manera, incluso en estos casos, estaba codificado en función de unas exequias a posteriori en el país natal. 

 Lo mismo el inmigrante libre de San Francisco que el más infeliz de los contratados, recuerda Pérez de la Riva, ahorraba “unos centavos cada día durante años para pagarse un entierro decente en China”. 

 El historiador cubano relata que de San francisco zarpó, en 1856, un buque trasportando 300 cadáveres convenientemente acondicionados y que un periódico local escribió con humor macabro: “California no tiene rival en el comercio de chinos, tiene verdaderamente el monopolio, los importa vivos, en bruto, y los reexporta manufacturados, muertos”.

 En China, contaba José Antonio Saco, hasta los más pobres solían hacer sacrificios para comprarse el sarcófago y había hijos que hasta se empeñaban para poder comprarlo y ofrecerlo a sus padres como homenaje de piedad filial. Pero en Cuba, insiste Pérez de la Riva, “el culí estaba lejos de pagarse tan triste satisfacción y no dispuso siquiera de un mezquino lugar en los cementerios”.

 Considerado infiel, gentil, o bárbaro, apenas se intentó su adoctrinamiento pese a las continuas relaciones que se establecieron entre la frecuencia de los suicidios y la falta de aptitudes morales. Un informe de Antonio Bachiller y Morales probaba lo anterior. Típica empresa capitalista, no se invirtió un centavo en labores religiosas, tanto más en haciendas rurales y en pleno divorcio entre la iglesia y la plantación. Enterrados, como los esclavos africanos, en el cementerio común del ingenio, faltaría precisar si se hacían distinciones entre unos y otros.

 Cosme Baños cita una extensa lista tomada del Libro de enterramientos de chinos del Archivo Parroquial del santuario de Regla (1867 a 1881), en la que se consigna la causa de la muerte y, en algunos casos, se registran suicidios. Tal registro era, en cierto modo, un control de acceso al reposo en sagrado. Menciona el autor dos casos ocurridos en 1856, ambos por ahorcamiento, uno en la calle Mamey, camino que conducía al cementerio municipal y donde se dice que se suicidaban a montones. 

 En 2012 un grupo de arqueólogos descubrió un cementerio chino olvidado: el que se improvisó en el Lazareto de Mariel durante la trata de asiáticos. Allí realizaban las cuarentenas y se calcula que cientos de ellos fueron enterrados en el mismo. No será, seguramente, el único cementerio olvidado. 

  

 "Exclusiones post mortem. Esclavitud, suicidio y derecho de sepultura" (2015). 

 

viernes, 20 de mayo de 2022

Un cura se niega a sepultar en sagrado

 

   Pedro Marqués de Armas


 Es uno de los casos más interesantes, entre los encontrados, en torno al derecho de sepultura en Cuba. El proceso en cuestión se titula “Expediente en que el Capitán de Regla se queja del cura de aquella Iglesia por no haber querido se diese sepultura en sagrado al emancipado Felipe Lucumí que se suicidó” (GSC, L, 715; No, 23622. ANC). Y en él se evidencia cómo las prerrogativas religiosas mantienen su tenacidad, aun cuando debían asentir frente a los condicionamientos que impone el derecho y la medicina. 

 En la madrugada del 17 de junio de 1841 apareció ahorcado en la Machina el negro emancipado Felipe Lucumí, uno de los empleados en la Mina de Carbón de Piedra Prosperidad. El Capitán Pedáneo de Regla dispuso que se le diera sepultura en el Cementerio del Santuario, pero el Presbítero Joaquín de Pluma se negó en rotundo, manifestando que tenía órdenes de no permitir el entierro “de ningún cadáver suicidado”. Alegó, además, que durante el tiempo que sirvió de cura el Presbítero D. José M. Cortés y Salas, suicidas y ahogados eran enterrados en las riberas.

 Por cuenta de esta negativa y en tanto las horas pasaban y el cadáver se deterioraba, hubo que enterrar al trabajador en un manglar en las afuera de la población. Al enterarse de ello, el Capitán del partido exigió una respuesta inmediata sobre qué debía hacerse en casos semejantes, para que no se interrumpiese “la marcha del proceso” (sepultura) y el mismo se efectuase en el tiempo debido.

 Em efecto, tardó varios días, no exentos de disputas, la decisión de sepultar al emancipado en aquel descampado.

 Domingo de Pluma, hermano del Presbítero y profesor de Teología del Seminario de San Carlos, se tomó el asunto como propio y expresó que no podía menos de manifestar “la inexactitud en que incurría” el Capitán, toda vez que “estaba lejos” de querer resolver la cuestión, al incumplir con el “oficio de estilo” –suerte de informe que incluía la consideración del estado mental del sujeto-, siendo falsa, por tanto, la resistencia alegada por parte del religioso.

 De este modo, venía a ser el Capitán quien habría obstaculizado el enterramiento en sagrado, al no cumplir con un requerimiento civil que, se supone, debía manejar. Así se pronunciaba el defensor del Presbítero de Regla, devolviendo el problema a las autoridades civiles: 

 “Cura de Almas responsable de la parroquia y de acuerdo con las leyes civiles que prohíben se conceda otra sepultura a los que se suicidan, salvo si se consta antes que estuviesen fuera de juicio, no podía acceder a ello sin incurrir en una falta de conciencia y hasta en censuras eclesiásticas”.

 Añadía que era falso que el cura anterior enterrase a suicidas, y aseguraba que "solo muy reciente ha privado de lugar sagrado a un negro suicida de la Preceptora de primeras letras de la Escuela de Náutica”. Matizaba el teólogo que, “si por piedad se había enterrado a algunos”, ello obedecía, en cualquier modo, a que no se habían tramitado y aceptado los correspondientes informes que declaraban la locura, siempre, previo permiso en caso de dudas del Prelado de la Diócesis.

 Y para solventar definitivamente el asunto, citaba la existencia de un Decreto de Nuestro Digno Prelado elaborado para aplicar justo en tales casos, según el cual la decisión última, taxativa y concluyente, era que si el propio cura así lo entendía no debía enterrarse en sagrado.

 Domingo de Pluma, cuya influencia en la época fue notoria, termina acusando al Capitán Pedáneo de carecer de instrucción y de haber motivado el mismo error en otras ocasiones.

 Finalmente, el Juez informó que el emancipado Felipe Lucumí había actuado contra su vida en un “momento de extravío mental, como parece indispensable para que acontezca tal fatal ocurrencia”. No hay la menor mención a médicos o testigos, por lo es de suponerse que el dictamen, con frecuencia inferible sin más, es decir, por oficio, se realiza esta vez con sumo retraso. También el entierro, el definitivo, por cuanto el Juez exigió tanto al capitán como al presbítero que se pusieran de acuerdo para dar “cristiana sepultura”, con la anuencia del Arzobispo, al cadáver.

 Como dice el cura, estaban obligados a consultar al Prelado de la Diócesis, o bien a guiarse por el Decreto. De modo que la respuesta a enterrar en sagrado a suicidas, esclavos o no, sería a menudo negativa. Y ciertamente, no fueron pocos los casos.


 "Exclusiones post mortem. Esclavitud, suicidio y derecho de sepultura" (fragmento), 2015. 


miércoles, 18 de mayo de 2022

Una estaca de guayabo. Melancolía y tumbas marcadas


  Pedro Marqués de Armas

 

 En 1808, Ambrosio Hernández, negro de nación carabalí y de oficio cocinero, se suicidó en una finca próxima a Tapaste colgándose en un cobertizo. No hubo franca oposición a su entierro en sagrado por parte de las autoridades eclesiásticas, como había sido habitual hasta la fecha. En este sentido, lo determinante no fue el hecho de estar bautizado, sino el criterio del médico, que certificó que Ambrosio padecía de una “inveterada pasión hipocondríaca”, al tiempo que peritos y testigos no alegaron otro elemento causal.

 Sin embargo, concluidas las diligencias, el cura local de San José de la Lajas impuso una exigencia: que la sepultura llevase “una estaca de Guayabo” en señal de que se trataba de un suicida. 

 Al contrario de lo que ocurría en las plantaciones (y siguió produciéndose hasta bien entrada la esclavitud), y de lo contemplado por la ley civil y penal, no se produce en este caso ultraje sobre el cuerpo. El juez se limitó a declarar la confiscación de los escasos bienes del cocinero: dos bueyes y una yegua vieja.

 La tumba es señalada de un modo más bien bizarro, pero el entierro en Camposanto no resulta interferido. Es importante puntualizar que en el Cementerio de San José de Las Lajas existía, por fuera del muro, un espacio para suicidas y otros que morían fuera de la religión cristiana.

 Por tanto, la noción de delito retrocede frente al cada vez más frecuente “recurso a la locura”, dictaminado por un médico que convoca la Audiencia Pretorial. Cierto que se trata de un liberto, por más señas bautizado, y no de un esclavo; pero la cuestión resulta subsidiaria de una serie de procedimientos médico-civiles que, aunque todavía de débil alcance, se venían abriendo paso desde finales del XVIII.

 En Instrucción general para capitanes y tenientes de partido (1786), ya se exige una indagación legal sobre las causas de muerte. El artículo 12 expresaba: “Siempre que muera algún individuo en el vecindario o partido, el juez territorial debe indagar por sí mismo, bajo de qué disposición ha fallecido; si es casado, si tiene hijos, y en defecto herederos: inmediatamente ha de recoger las llaves y tomar noticia exacta de sus bienes, inventariándolos por escrito”.

 En pocos años, pues, comienzan a imponerse los eximentes de “melancolía”, “pasión hipocondríaca” o “vicio de la bebida”. Estos se despliegan hasta convertirse en formalismos.

 Del mismo modo, la curiosa “individuación” de la sepultura habla de transformaciones en los territorios sagrados, que empiezan a alterar los límites de admisibilidad. Contra el llamado “falso altar” en la tradición del tratamiento al cuerpo de criminales, suicidas y pobres no bautizados, se establece una nueva organización. Esta ya no será del tipo dentro/fuera, sino que incluye sepulturas próximas y lejanas. Estas últimas pasarán de ocupar la periferia exterior a situarse en el extremo interno; esto es, en aquellas zonas más sombrías o apartadas.

 Desde luego, no todos los curas interpretaron de igual modo leyes y regulaciones, como tampoco experimentaron igual presión por parte de las autoridades civiles y sanitarias. 

 Muy diferentes fueron estos condicionamientos, además, según se tratase de esclavos urbanos o rurales, o de acuerdo con el grado de subordinación de la iglesia a los intereses de los hacendados. En el relato de Anselmo Suárez y Romero “El Cementerio del Ingenio”, por ejemplo, los esclavos suicidas reposaban junto a sus iguales bendecidos por “capellanes asalariados”.

 Hacia 1840, mientras los procedimientos en materia de identificación, especialmente en casos de muerte violenta, cobran fuerza desde la Audiencia de La Habana y la Junta de Sanidad, también las autoridades religiosas reformulan las llamadas “bases” en materia de entierros, prestando particular atención a la admisión de suicidas, criminales e individuos sin identificar.

 Ambas posiciones entran en tensión en 1842 con el Bando de Gobierno y Policía de la Isla de Cuba, autorizado por el Capitán General Jerónimo Valdés. Este nuevo cuerpo legal, especialmente orientado a las condiciones de una sociedad heterogénea y, más que nada, fracturada por muy diversas cuotas de poder, intentará regular “el tratamiento” que se da a los esclavos en las haciendas. Esto suponía ejercer un cierto control sobre un dominio hasta entonces cerrado, que algún jurista calificó de “jurisdicción familiar”, pero tratando de mantenerse próximo tanto a la posición de la Iglesia como a los dispositivos de salud y orden público.

 De ahí la enorme brecha en el manejo –es decir, en la administración- de las muertes por causas violentas y, en particular, por suicidios, como puede apreciarse en el siguiente párrafo:

Si la causa se formase por suicidio, procurarán acreditar en ella si se notó en los momentos o días anteriores a la muerte algún síntoma de enajenación mental en el individuo. Si resultare que sí, oficiarán en su caso al párroco con expresión de dicha circunstancia a fin de que se sirva acordar las disposiciones convenientes para que se dé sepultura eclesiástica al cadáver, y si no apareciere el menor dato que haga creer que el suicidado no estaba en su cabal juicio cuando cometió el exceso, dispondrán se le dé sepultura en el cementerio de los protestantes si le hubiere en la población o partido donde se forme la causa, y sino en cualquier otro lugar profano: pero haciendo constar siempre en ambos casos, donde y como se verificó.

 Son, pues, varias las cuestiones no resueltas más allá del frecuente recurso a la locura: el propio código civil admite que se nieguen las inhumaciones cuando “constara plena y convincentemente el carácter voluntario y deliberado” del acto; un buen número de médicos no se pronuncia cuando no existen testigos o se desconocen los móviles; no siempre jueces y médicos cumplen a tiempo y del modo indicado con las formulaciones establecidas; y la iglesia se reserva el derecho a decidir “en todo lo concerniente al gobierno espiritual de las islas", retomando sus consideraciones sobre suicidas y aquellos que mueren en duelo. 

 Manifiestamente planteado, el conflicto conducirá, entre 1855 y 1869, a un largo altercado entre el Gobierno Civil y las autoridades religiosas, sobre el que volveremos. 


 "Exclusiones post mortem. Esclavitud, suicidio y derecho de sepultura" (fragmento), 2015. 


domingo, 15 de mayo de 2022

Una mujer con importancia

 


 Virgilio Piñera 


 Si en esta narración sin importancia Ana ocupa más páginas que yo se debe al hecho de que ella quiso ser importante. Aunque fracasó en su empeño, ella, forzando el orden natural de las cosas, se salió con la suya.

 Como homenaje póstumo a su memoria contaré los hechos. Que mis probables lectores pasen por alto mi estilo de empleada…

 Pero antes me permitirán decirles quién soy. Me llamo Gloria. En la actualidad marcho a pasos desenfrenados hacia los sesenta. Conocí a Ana con más de cincuenta en mis costillas. Vivía yo por ese entonces en Empedrado y Aguiar. Tenía un apartamento compuesto de sala, dos cuartos, cocina y baño. Aunque pagaba un alquiler congelado  -veinte pesos-, me las veía negras para terminar el mes. Hace treinta años que trabajo de encuadernadora en una imprenta de mala muerte, lo cual quiere decir que gano un sueldo de hambre. Hice la siguiente reflexión: si meto un hombre en esta casa tendré que darle hasta el último centavo; en cambio, si alquilo a una mujer tendré veinte pesos más, y la compañía. De una mujer con mi edad un hombre sólo aceptará ciertas intimidades a cambio de plata. Claro, me gustan los hombres. Es bien agradable querer a alguien y dormir acompañada, pero pensándolo bien prefería la otra solución. Me alimentaría mejor, iría regularmente al cine, de vez en cuando un vestido o una cartera…

 Están pensando que no valgo dos centavos… Eso mismo pienso yo. Si tenía alguna estimación de mi persona los hombres y las mujeres se encargaron de matarla. Por supuesto, con razones para ello. Una mujer flaca, fea, con voz de pito, no puede aspirar a nada. Si acaso a santa, pero antes que los altares están los días, uno tras el otro, y hay que vivirlos…

 Lo que piense, diga u opine la gente me tiene sin cuidado. Además, creo estar a salvo de sus garras. Soy una anónima, una del confuso montón. Desafío a cualquier habitante de esta ciudad para que informe de mi vida. De pronto Elisa apareció en los titulares de los periódicos porque se casó con un millonario, o Adela salió del anonimato con su famoso descubrimiento de las uñas fosforescentes… Nada de esto podría sucederme: paso, y pasaré inadvertida, ignorada. Mi vida se resume en caminar cuatro cuadras en busca de mi imprenta, por la noche, dos, para meterme en el cine, diez o doce de tarde en tarde, por Muralla, a la caza de una cartera o de un retazo.

 A propósito de trapos y cartera, no vayan a creer que Ana fue mi inquilina por estas vanidades. Todo ocurrió por la gran necesidad que tenía de una frazada nueva. ¡Qué diablos! Las frazadas no son eternas, y mucho menos las malas frazadas, como la mía. Y tenía que decidirme, pues no me iba a pasar otro invierno tiritando en la cama. Ustedes dirán: ¿y por qué no sacrificaba las vanidades por la frazada? ¡Oh, santa ingenuidad! A mí una cartera o un retazo no me pasa de uno cincuenta o dos pesos. En cambio una frazada, la más barata, no baja de cinco. Es lógico que si yo tengo un cuarto vacío y no tengo frazada, llene el cuarto con una inquilina para poder taparme. No con la inquilina, con la frazada.

 Tuve mis dudas antes de decidirme a colgar el cartelito: “Se alquila habitación.” No me hacía a la idea de compartir mi casa con un extraño. Cuando se llega a cierta edad no hay mejor compañero que la soledad. A esos años uno sabe de sobra que la vida se ha reducido a comer y dormir. Y si la soledad es un castigo no por ello deja de tener su lado cómodo. Resulta muy agradable cerrar la puerta sabiendo que la voz del marido o del amante no va a echarnos en cara el peso que “despilfarramos en el cine”, o los gritos de la amiga porque el novio se le fue con otra… Una cierra bien la casa, se echa en la cama, coge un libro. Ni “apaga la luz”, ni “échate para el otro lado”, ni “ roncas como un bendito”…

 Pero estaba escrito que yo alquilara, y sobre todo, estaba escrito, en caracteres bien claros, que alquilara precisamente a Ana. Dios sabe las mujeres que pasaron por casa deseosas de alquilar mi linda habitación. A todas les encontraba un defecto: Esta parecía sucia, aquélla me resultaba procaz, la otra hablaba hasta por los codos… De toda esa sucia espuma, Ana me resultó lo mejor. De pocas palabras, aseada, y hasta bien vestida. Además, con referencias inmejorables: trabajaba de telefonista, hacía sus buenos quince años, en las oficinas del cable. Por último, parecía “antigua” como yo. Trato hecho. Extendí el primer recibo, y empezó nuestra convivencia.

 Al principio todo resultó correcto. Aunque Ana tenía en esa época unos treinta y cinco años, repito que parecía tan “antigua” como yo misma. Después que tuvieron lugar los acontecimientos que me dispongo a narrar no he cambiado en nada mi opinión sobre ella. Era antigua, antiquísima, sólo que de modo distinto al mío. Pero no nos adelantemos…

 Al mudarse en mi casa estaba bajo los efectos de una gran crisis nerviosa. Debo aclarar, en honor de Ana, que estos nervios no se traducían en accesos histéricos ni cosa por el estilo. Sólo un gran aplanamiento. Me costaba gran trabajo hacerla cambiar unas pocas palabras. Durante meses se mantuvo en una reserva dolorosa y en un aislamiento físico sobrecogedor: es decir, se encerraba en su cuarto y allí permanecía horas enteras. Aunque siempre me ha gustado el oficio de samaritana juzgué prudente no mitigar sus penas. Soy muy respetuosa.

 Sin embargo, ella misma me proporcionó la ocasión. Una tarde llegó del trabajo, y contra su costumbre se sentó en la sala. Yo estaba allí hacía un buen rato zurciendo unas medias (no se rían, ya les he dicho que soy muy antigua). Cambiamos unas cuantas frases, y enseguida ella volvió a su desolado mutismo. De pronto cogió el periódico y se puso a pasarle la vista. Era un modo cualquiera de expresar su eterna desazón. La veía tan angustiada que me puse a discurrir el modo de distraerla un poco de sus negros pensamientos. No me dio tiempo. Ahora la vi, con el periódico pegado a la cara, enfrascada en la lectura de algo que parecía interesarla en grado extremo. Y digo que le interesaba pues al mismo tiempo que leía, sus manos temblaban y golpeaba el piso con sus zapatos.

 No había que ser psicólogo para darse cuenta de que estaba a punto de estallar. Tuve que contenerme para no acudir en su auxilio. Bien sabe Dios que no lo hice por un exceso de discreción. Pero Ana no pudo más. Después de haber leído -creo que por cuarta o quinta vez- aquello que tenía el poder de exasperarla, tiró el periódico violentamente, y dijo con voz sorda:

 -¡También ésa…!

 -¿Quién…? -pregunté, afectando una falta de interés que estaba bien lejos de mi real curiosidad. Y proseguí en mi zurcido.

 -¡Quién va a ser sino ésa… -me contestó con los dientes apretados, a tiempo que recogía el periódico y me mostraba la fotografía de una mujer-. ¡Esa partiquina…!

 Bueno, no era para tanto… Sólo la foto de una mujer de cara agradable en el papel de Hedda Gabler -según rezaba al pie de grabado. Moví la cabeza, no dije una sola palabra: sabía muy bien que Ana se disponía a descorrer todos los velos de su templo…

 -Mira los resultados de una cara bonita -y metía los dedos en la foto- y de una desfachatez todavía más bonita… Sí, se necesita ser una desfachatada para conseguir un papel tan importante. No tiene un pelo de actriz, pero ¡claro! Tiene caderas, tiene senos, y no tiene pudor. Si yo fuera una cualquiera como ella ya me hubieran parado en todos los escenarios de La Habana.

 -Depende del teatro -dije sin gran convicción-, desconozco por completo la vida de la farándula.

 -Y añadí-: Además, eres tan bonita como ella.

 -Ya lo ves, Gloria: no he tenido suerte… Llevo diez años en esto haciendo papelitos. Llegaré a vieja sin haber logrado una actuación principal. Si supieras las humillaciones, los aplazamientos, las promesas que nunca me cumplen. Y tendrías que oírlos a esos directores: “Ana, la necesitamos para que haga este papelito… Ayúdenos, muy pronto le daremos una magnífica oportunidad.” Y la oportunidad nunca se presenta; unas veces porque según ellos no doy el tipo; otras porque mi voz desvirtúa al personaje… ¡Qué sé yo! Excusas y más excusas. Ramírez sabía muy bien que estoy loca por hacer Hedda Gabler. Todavía ayer mismo me dio esperanzas, y ahora resulta que es “esa” la elegida.

 Se levantó hecha una furia:

 -Ahora mismo voy al teatro a cantarle las cuarenta…

 La calmé como pude. Le hice ver que un escándalo comprometería definitivamente sus probables contratos, que yo no sabía si ella tenía o no tenía condiciones, y que caso de verla en escena no era yo persona facultada para juzgarla, pero que la vida me había enseñado que todo se consigue a base de paciencia (en esa parrafada por poco si me echo a reír: menos mal que su gran excitación la cegaba al punto de no ver mi horrible frustración), que se dirigiera a otro director, que estudiara con ahínco y que ya vería…

 Por salir del paso, por consolar a Ana, le di estos consejos. Si hubiera cerrado la boca acaso ella, a estas horas, estaría curada de su pasión por las tablas, pero mis palabras tuvieron el poder de enardecerla. No bien llegaba del trabajo se encerraba en su cuarto a declamar horas enteras. Me costaba un gran esfuerzo hacerla salir para comer un bocado. Persistió en tal actitud durante un mes. Una mañana, antes de salir para la oficina, me dijo que si le permitía recibir esa noche a un amigo. Me aclaró que se trataba de X, el famoso director del teatro La Pérgola. A mí no me gusta recibir visitas, pero no podía negarme. He ahí el resultado de mis consejos: empezaba a cosechar los vientos de las clásicas tempestades…

 Pero esto sólo fue el preludio de la tormenta. Cuando la vi llegar por la tarde, aplastada materialmente por cajas y paquetes, sentí que los vientos tenían ya fuerza de brisote… Sobre la mesa de comer puso un tocadiscos, un par de álbumes, un cake, cuatro vasos para cocktail, una botella de oporto, una de whisky, un vestido más antiguo que nosotras mismas y un estuche para maquillaje. Me quedé con la boca abierta. Ella, con cara de Pascuas, me dijo sus planes para esa noche.

 En primer lugar yo le haría el grandísimo favor de pasar por su criada. A ese efecto sacó de la caja que contenía el vestido un delantal blanco y una cofia. Protesté débilmente por la cofia. Mi protesta no encontró eco alguno: me dijo que la criada de una actriz célebre no podía suprimir nunca dicha prenda. Y para evitar que yo siguiera con mis protestas me dijo que no teníamos tiempo que perder, que X llegaría a las nueve en punto.

 La sala de mi apartamento es bastante grande. Ana echó los muebles hacia un lado y dejó el otro para escenario. Terminó por decirme que haría un par de escenas de La más fuerte, una pieza de un tal “Strinber”. A este efecto colocó mi mesita de mármol negro en el centro de la sala, puso dos sillas, un sifón, un vaso… Como no conozco la obra no puedo asegurar si la disposición escénica era acertada. Claro, no había que ser muy inteligente para darse cuenta de que aquello quería representar un café, pero sí me sorprendió que ella colgara un mantón rojo en la pared. Una nota de color, pensé, y seguí adelante con mi trabajo. Di brillo al piso, sacudí los muebles, ordené sobre la mesa vasos y copas, preparé los bocaditos, en fin, hice el oficio de criada. Por su parte, Ana daba toques “artísticos” aquí y allá… Obras célebres de teatro tiradas “al azar”, búcaros con flores, fotografías de ella colocadas con chinches en las paredes, por último una litografía de Sarah Bernhardt en el papel de Fedra. 

 Aunque al principio me ofendí un tanto por verme reducida al rol de criada, debo confesar que se lo agradecí en el fondo. Sobre todo cuando hizo su aparición el famoso director. No dudo que fuera muy inteligente pero a mí me pareció un bicho raro. Hablaba afectadamente o así me lo pareció. Convengan conmigo que no estoy acostumbrada a cierto lenguaje, que no tengo roce social, que toda mi vida sólo he frecuentado a personas de quinta categoría. Una y mil veces bendije la grotesca ocurrencia de Ana. De acuerdo con mi papel de criada yo no tenía por qué dirigirle la palabra a ese personaje. Una vez que yo hubiera servido los cocktails y los bocaditos sólo me quedaba retirarme a la cocina. Eso sí, no me perdería la escena. Desde mi “cubil” podría ver y escuchar perfectamente todo cuanto ocurriera en la sala.

 De más está decirles que Ana recibió a X en “carácter”. Juraría que este señor apenas si pudo reprimir la risa. Yo misma, viéndola en tal atuendo, casi solté la carcajada. Pero Ana, que concedía a esta visita caracteres de acontecimiento, tuvo buen cuidado de presentarse cambiada en un ser completamente distinto al que yo conocía. Para empezar: su modo de hablar. No sé de dónde diablos sacó esa voz meliflua y esas palabras raras… A cada momento escuchaba palabras tales como “proyectar”, “miedo escénico”, “impulso vital”, “dramaturgia”… A lo mejor me equivoco, pero me pareció que el director escuchaba todo aquello como quien oye llover. Aunque disimulaba su impaciencia, de vez en cuando cortaba las tiradas de Ana poniéndole un vaso de cocktail en las manos, y finalmente le dijo de un modo un tanto brusco que hiciera la primera escena. De toda aquella impaciencia creí deducir que él se interesaba más por el cuerpo de Ana que por su “arte”, y que esperaba ver terminada muy pronto la acción teatral para entrar de lleno en la acción erótica. Por supuesto, pensaría él, después que la criada diga las buenas noches.

 Por fin Ana empezó su escena. Diré en su honor que ponía toda el alma, pero no sé si debido a que era mi inquilina, a su aire antiguo o por la ropa, llevada con demasiada propiedad, me resultaba bastante cómica. He visto a María Guerrero en La Malquerida. Jamás hubiera pensado en reírme de esta actriz. Pero quién soy yo para criticar a nadie; a lo mejor Ana estaba actuando muy bien. Sin embargo, la cara del director era un poema al aburrimiento. Además, ¿por qué se metió Ana en camisa de once varas? El papelito se las traía. Mantener un diálogo con una persona “ausente” es algo sumamente difícil. Viendo que Ana increpaba a la “otra” sin mayor convicción, estuve tentada de ocupar la silla vacía para ver si de ese modo lograba ella dar eficacia al personaje. Y no porque el director se hubiera “comunicado” conmigo, sino porque conocía mucho su oficio, cortó el monólogo de Ana, y con voz perentoria dijo: “Más carácter, señorita Ana, más carácter…”

 Terminada la escena, X, pretextando una cita urgente, se disculpó de escuchar la escena siguiente. Al tiempo que daba un apretón de manos a Ana, le dijo: “Habrá que trabajar mucho todo eso…” Y como Ana le preguntara cuándo podría recibirla en el teatro, él contestó oficialmente:

 -El director recibe los jueves de seis a ocho…

 Y salió como alma que lleva el diablo.

 Fueron cuatro días de guerra de nervios. Estábamos en domingo. Ana me preguntaba y volvía a preguntar… Que si el director se había sentido conmovido con su actuación, que si yo misma había “vibrado” al conjuro de su voz (¿por qué tenía que emplear conmigo tal lenguaje rebuscado? Decididamente, había equivocado el camino. Sigo creyendo que hubiera hecho una cómica excelente). Y por supuesto, seguía encerrada estudiando el papel, casi a voz en cuello, y mezclando todo con imprecaciones, insultos a la “partiquina”, suspiros y sollozos.

 ¡Por fin llegó el día temible! Nunca me reprocharé bastante no haberla disuadido. Mi inoportuno oficio de samaritana lo impidió. Además, pensaba, este director le dará cortas y largas, pero puede ocurrir que Ana tropiece con otro director menos exigente y ponga, como se dice, la pica en Flandes… Por otra parte, no olvidaba las ávidas miradas de X. “A lo mejor olvida por un momento su responsabilidad artística y confía a Ana un rol estelar.” Sea como sea, tengo mi parte de culpabilidad. Si Dios puede, que me la perdone.

 De cualquier modo, estaba escrito que yo desamparara a Ana. El primer jueves de cada mes tengo por costumbre viajar a Madruga a visitar una hermana. Salgo de la imprenta a las tres, regreso a las doce de la noche. Casi estuve por renunciar a mi visita, pero, para sorpresa mía, esa mañana, cuando vi a Ana, la encontré bien animada. Me dijo que desde el mes entrante le darían treinta pesos más de sueldo, que con esa cantidad podría comprar buena ropa de teatro, y tan contenta estaba que al nombrar a la partiquina a propósito de no sé qué, se rio a carcajadas. ¡Pobrecita! No sabía que estaba a dos dedos del desplome.

 Fui, pues, a Madruga, pasé la tarde con mi hermana. Cuando estaba anocheciendo me puse a pensar en Ana, pero mis sobrinos se encargaron con sus gritos de suprimir este pensamiento. Me despedí, tomé el ómnibus de las diez. En todo el camino Ana no me vino a la cabeza. La tenía ocupada con el asunto de una beca para mi sobrinita mayor en la Escuela del Hogar.

 A las doce menos cuarto me bajé en la Plaza del Vapor; a las doce menos cinco subía las escaleras de mi casa. De pronto me acordé de la cita de Ana con el director. “¿Cómo habrá salido del empeño? ¿Qué le habrá dicho él? ¿Por fin le habrá dado la obra? -me preguntaba a medida que salvaba los últimos escalones. “Menos mal -dije para mis adentros- que es bien tarde; en caso de que la respuesta de X haya sido negativa no tendré que oír a esta hora, con el cansancio que tengo, las jeremiadas de Ana.”

 Metí la llave en la cerradura, abrí poco a poco la puerta (procuraba no hacer ruido alguno para no despertarla). Con el resuello cogido, en puntas de pie empecé a caminar por el lado derecho de la sala, que estaba sumida en total oscuridad. Entonces, inexplicablemente, tropecé con un tiesto de barro donde tengo sembrada mi areca. Creo haber hecho un ruido horrible, pero con todo no fue eso, ni el riesgo de haber despertado a Ana, lo que más me confundió. Estaba segura que el tiesto debería estar colocado, no a la derecha, sino a la izquierda de la sala. Contuve el aliento, esperé unos segundos para comprobar que ella no se había despertado, y una vez que estuve segura, seguí adelante, pasito a pasito. No había avanzado un metro en mi marcha furtiva cuando volví a tropezar. Esta vez con un objeto duro; esta vez con algo que no hacía ruido pero que me heló la sangre en las venas. Había tropezado con un cuerpo humano -sin duda el de Ana, profundamente dormida o perdidamente borracha. No, no pensé en un ladrón… Un ladrón con el que uno tiene la desgracia de tropezar no está dormido ni borracho, por el contrario, está bien despierto y bien alerta. Como una loca fui recto al chucho de la luz; por supuesto, tropezando en mi carrera con toda clase de cosas. Iluminé la sala, y allí estaba Ana, echada de bruces sobre la mesa de mármol negro, con la misma “escenografía” improvisada por ella para las dos escenas de La más fuerte.

 El lector, más sutil que yo, no tendrá que esperar a que le diga que Ana estaba muerta. Ya lo sabe. Prolongar este suspenso doloroso sería de mal gusto; además, la rotundidad de la muerte invalida cualquier astucia intelectual.

 Y Ana estaba bien muerta. Ahora pertenecía por entero al público. Pronto fueron haciendo su aparición el juez, el forense, el empresario de las pompas fúnebres, y, por supuesto, los reporteros gráficos. Con la llegada de estos ángeles luminosos a la casa de la muerte, Ana empezaba su gloriosa inmortalidad. Ella no había dejado ni una carta, ni siquiera un pedazo de papel explicando, como es típico en los suicidas, los motivos que la impulsaron al abandono de este triste planeta. ¿Pero qué explicación más clara, qué confesión más palmaria que ver a Ana representar, por toda la eternidad, el papel de La más fuerte?

 

                                                                1958

 

 Tomado de Virgilio Piñera: Cuentos completos, Ediciones Ateneo, 2002, pp. 500-507.