martes, 22 de noviembre de 2016

El torturador




  Severo Sarduy


 ¡No es cierto lo que dicen! No he matado a cien personas. Sólo a unas cuarenta, y otras veinte torturadas... es decir, veintidós, porque había dos niños, ahora que recuerdo.

 Pues bien, ¿por qué no confesarlo? Soy el mejor torturador del régimen.

 Si bien es cierto que al principio mi ejecución era algo burda, también lo es que he refinado mis procedimientos hasta la exquisitez, ¡tras... tras! y ya están fuera los ojos. Unos ligeros golpecitos más en el saca-uñas y las manos se vuelven veinte hilillos de sangre. El rostro humano cobra entonces una nueva conmovedora expresión (la palabra “conmovedora” no es la indicada, ya que sólo los primeros casos lograron conmoverme: una niña prometió seguir mirándome aun después de no tener ojos).

 El más envidiado de mis aciertos, lo confieso, es “la silla” que tiene un agujero en su parte anterior para lo que sabéis. Soy esto simplemente: un fabricante de artefactos mecánicos. No me negarán que para ello se requiere una gran dosis de talento. Si alguno de mis inventos (cuya creación ahora me niegan los otros torturadores) son puramente ingenuos, tales como el saca-ojos, el saca-uñas y el corta-dedos y el corta-..., he concebido otros, con menos sentido práctico, es cierto, donde las más tremendas facultades del espíritu humano se ponen en juego, combinadas a la vez con la electricidad.

 Pero comencemos por el principio. ¿Quién soy, en primer lugar? ¿Cómo me enrolé en el régimen?... Bien, salía de una sala de teatro, algo tarde en la noche... ¿Había tomado?... no lo recuerdo exactamente. Cruzaba la calle cuando se acercó un carro perseguidora. Me hicieron las preguntas de ritual, añadiendo algunas malas palabras, y creo que llegaron a empujarme.

 –Felipe Aguilar –le respondí rápidamente.

 –En el 265, dije algo nervioso –en el 265 de San Francisco.

 –Simplemente estudio Medicina.

 Cuando llegamos a las oficinas del SIM, me abandonaron en una especie de antecámara, desde la cual, después de una corta y angustiosa espera, pasé a otra más pequeña y de techo más bajo, y luego a otra, más pequeña aún, donde conocí, o mejor dicho, vi por primera vez a quien hoy es mi jefe.

 –¡Mira! –me dijo señalando uno de los supliciados, a quien en el momento le sacaban los ojos... Lo mismo le haremos si no “afloja”. Sabemos que es comunista (aquí algunas malas palabras) y lo pagará con sangre...

 –No insista con esa cuchara –solo atiné a responder–, le será imposible escindir el tendón y por lo tanto sacar el globo ocular de su órbita.

 No podría describir exactamente la expresión de felicidad que advertí en aquellos hombres: era como si hubieran descubierto el paraíso...

 Trate, trate usted si tiene la amabilidad, me dijo el principal de ellos con una leve sonrisilla, mientras me daba unos golpecitos afectuosos en el hombro. Me acerqué al supliciado, tomé una guillete que había sobre la mesa, y de un leve tajo, ligero como un rayo (tengo sobresaliente en Disección) cercené ambos ojos. Luego, para culminar aquel feliz experimento en medio de las carcajadas de mis admiradores, escindí con igual gracia la yugular derecha, y casi sin derramar sangre, lo que dio bello acabado a mi actuación, el músculo tiroideo y el homoiodeo, ambos del cuello, di además unos rápidos toquecitos sobre la espalda...

 Así me inicié en los Servicios Represores de la República. Luego... pues no sé: diez nuevos supliciados, confesiones, torturas, servicios en el Departamento de Confidentes (que el asqueroso vulgo llama “chivatos”) y otros ejercicios que me valieron ascensos y distinciones. Recuerdo aquel infundio, en casa de “la tremenda”, una de las amiguitas del jefe: ve tú –me dijo – por si no doy la talla... toma este chequecito...

 Después, lo que todos saben... toda la revuelta, el devenir de jóvenes de rock and roll, el caos (me avisaron tarde, me embarcaron). Todo esto, que tiene para mí una gran desventaja: he perdido la realización del sueño de mi vida, del más codiciado de mis aparatos. No sé, ni me interesan (no me miren con esa cara) las implicaciones morales del mismo. Se lo explicaré brevemente.

 Alguien, quizás con menos genio que yo, lo continuará y le pondrá su nombre. Pero no importa. Tengo mis conceptos de la Historia. Bien, consta de una silla sobre la cual se ajusta una especie de recámara con un hueco en el centro para la cabeza del occiso. La recámara se va inflando lentamente por un dispositivo... pero... perdonen un momento... me esperan... lamento no poder continuar la descripción... creo que tengo que dar algunas demostraciones al público... pero… ¿y esas salvas?... No las merezco, pero ¡ah! ¿Y ese paredón de fusilamiento?


 Revolución. 2 (54): 14, feb. 6, 1959 [Página "Nueva Generación"] y Diario Libre. 1(149):2, jul. 5, 1959. Tomado de: Cira Romero, comp., prólogo y notas. Severo Sarduy en Cuba 1953-1961. Santiago de Cuba: Editorial Oriente, 2007. 

sábado, 19 de noviembre de 2016

Esperando la descarga





  Domingo Lorenzo

 La foto que días pasados fue objeto de vivos comentarios en periódicos españoles corresponde ciertamente al cabo del ejército del general Fulgencio Batista, presidente de la República de Cuba, y es de enero de 1959, cuando este cabo, llamado José Ramírez o “Pepe Caliente”, fue sentenciado a muerte en el castillo de San Severino, en Matanzas. El sacerdote que le está oyendo en confesión en el patio del referido castillo es el que suscribe, padre Domingo Lorenzo, a la sazón párroco en la misma ciudad de Matanzas. Fue el primer fusilamiento en la ciudad, sin tribunales, sin defensor, sin testigos, y sólo una persona habló, vociferó, gesticuló y sentenció por sí y ante sí; esta persona era el llamado comandante William Gálvez, a la sazón jefe del ejército rebelde en Matanzas. Fue pública la vista, con proliferación de fotógrafos, corresponsales de prensa, pueblo en general, que en medio de gran histerismo, deseosos de venganza, de sangre, ebrios de todo, pedían: “¡Paredón! ¡Paredón!” por todas partes, y eran pocas las personas que en aquel castillo había que no tuviesen un fusil o ametralladora en sus manos, un poderoso revólver al cinto y una canana cruzada desde el cuello al pecho y espalda. Eran días de desenfreno, desbordamiento de todos los instintos primitivos del hombre-fiera salvaje. Era la revolución de los barbudos de Fidel Castro, que se asienta sobre montañas de cadáveres desde 1953 –cuartel Moncada- hasta hoy, con la consiguiente ruina de la patria esclavizada, destrucción de las familia, de las instituciones, de la economía, de la libertad, de todos los valores morales y virtudes heroicas de aquel país, digno de mejor suerte.
 Conocí al cabo José Rodríguez en Jovellanos, un pueblo de Matanzas, en mis largos años por aquella zona, como a su familia, con siete hijos, que vivían pobremente en Jovellanos. Era un celoso guardián del Ejército y cumplidor del deber en las misiones que se le encomendaron. Nunca supe de qué le acusaban, porque entre aquella gritería ni se oían los cargos que le hacían. Sólo oí cuando William Gálvez dijo: “Pena de muerte por fusilamiento, y será fusilado ahora mismo. Traedme el garan (era el “garan” un fusil con mirilla telescópica), que yo mismo lo mataré”. 


 Lo empujaron por la escalera abajo hasta el patio, donde cayó en mis brazos, que le estaban esperando, y al verme cayó de rodillas diciendo: “Padre, usted es el único amigo que aquí tengo. Todos me acusan… Ay, mis hijos. ¿Qué será de ellos? Confiéseme, que yo soy católico". Rodeados de barbudos con metralletas bastante cerca de nosotros, el cabo de rodillas y yo en pie, con una pequeña estola y un crucifijo, le oí en confesión y le absolví. Estaban apurados por llevarle al paredón, y me urgían terminase pronto desde los corredores que circundan aquel castillo-fortaleza de tiempos de España, y el William ya estaba abajo con su fusil. Lo llevé yo mismo a la pared y al ir a vendarle no quiso que lo hiciera: quería morir como un militar.
 En ese momento, y cuando ya estaba yo esperando la descarga, sonó la voz de William: “Llévenlo al calabozo. Ya no será fusilado hoy. Será mañana, cuanto todo esto esté despejado, que hay muchas mujeres aquí. Llévenselo…” Y yo mismo lo conduje casi desmayado a uno de los calabozos, donde estaba su otro hermano preso también como muchos; cayó en sus brazos y ordenó el William que saliésemos del castillo, que los fotógrafos entregasen todos los carretes de sus cámaras con los negativos, que no quería fotos… Todos los entregaron menos un americano, que con su cámara corría por los corredores en dirección a la reja-puerta, mascullando: “Asesinos”, “Asesinos”, “Asesinos”. Y esta es la foto en cuestión, única que se conserva en tres partes: una confesándose, otra besando el crucifijo y otra en el paredón, donde se aplazó el fusilamiento hasta el siguiente día al amanecer, que ya no vi, y lo llevaron a sepultar a Jovellanos. Nadie de su familia estaba allí, y al participárselo le hicieron firmar un escrito al hijo mayor “aprobando” el fusilamiento de su padre, lo que motivó una carta en el periódico ¡Adelante! del señor Pimentel recriminando a este hijo. 

 
 ¿Por qué estaba yo allí? Habían caído presos muchos amigos míos militares y civiles en los distintos cuarteles y prisiones. Deseaba visitarles en aquellos momentos de confusión, pena, dolor; cuando estaban sin afectos y sin permitírseles ver a familiares ni amigos. Como eran mis amigos y soy fiel a la amistad, y en horas de dolor está la prueba, me agencié un salvoconducto para visitar a todos los prisioneros de la República, escrito por Celia Sánchez, y firmado por Fidel Castro, que todavía conservo, y para atender en sus últimos minutos a los condenados a muerte. Y así estuve en ese castillo, en La Cabaña, en Príncipe, Varadero, Cárdenas, Jovellanos, Colón, Santa Clara, Cienfuegos, etc., donde había amigos míos presos, conocidos o no; pero presos, y sus familiares me requerían.

 En honor a la verdad digo que en aquellas fechas me dieron toda clase de facilidades los barbudos. Era el “26 de julio” y con unos rosarios que llamaban “collaritos”, unas medallas y unos crucifijos regalados; un gorrito del “26 de julio” sobre mi cabeza, y mucho valor, se llegaba a todos los calabozos, se cruzaban todas las carreteras, guardarrayas, caminos y vericuetos a altas horas de la noche con un buen automóvil, salvando gente del paredón…


 Era ya mucho para aquella tensión, después de haber asistido a cincuenta y ocho amigos fusilados. Estaba cansado, nervioso por la impotencia en que me vi de salvarlos en el tiempo y vida terrenal, incluso ni a los que me habían favorecido “antes” salvando a fidelistas a petición de ellos mismos, y “después” estos salvados no atendieron un ruego mío ni de nadie. Todo era matar, matar, matar… Y después de muertos me los entregaban pasada la una de la madrugada. A aquella hora tenía que llamar a las funerarias, a los forenses, a los Juzgados; lavarlos, conducirlos a la funeraria, meterlos en la caja y después dar la noticia a sus viudas, hijos, padres… y las escenas eran desgarradoras. Había que acompañarlos al cementerio, adonde iban solo los familiares y algunos barbudos. Me atreví a acompañar el duelo en el cementerio de Matanzas y en el de Colón, de La Habana, y… ya no me dejaban vivir. Era bien claro el marxismo despiadado y bien ensayado, y un día me llamaron al cuartel de Matanzas y me ordenaron que dejase Cuba si no quería ir también yo al paredón “por ser el único defensor del ejército de Batista y de los llamados criminales de Guerra” (que tenían un alma que salvar también). Era un viernes, y el sábado, a las cinco de la tarde, en uno de los aparatos de “Iberia”, salí para Madrid, adonde llegué el cinco de abril de 1959. Muchas más cosas yo sé que no caben en cuartillas. Lo que pasó después todos lo conocemos. ¡Dios salve a Cuba!

 “Los fusilamientos en Cuba”. Carta que el padre Domingo Lorenzo, párroco de Carracedo del Monasterio (León), quien hasta abril de 1959 se desempeñó como sacerdote en Matanzas (Cuba), env al periódico A.B.C (jueves 22 de noviembre de 1962).
  

jueves, 17 de noviembre de 2016

Moral de las ejecuciones




  
   C. Wright Mills


 ¿Qué pasó luego? Sabemos muy bien qué clase de fotografías habéis visto: cubanos fusilando a otros cubanos. Y son ciertas. Ejecutamos a muchos hombres de Batista, unos quinientos o seiscientos. Les dimos muertes sin lo que los norteamericanos considerarías –harto curiosamente- como un “juicio justo”. Sabemos que decís que no aprobáis ese proceder, y por eso queremos explicarte un poco como lo vemos nosotros.

 Estábamos en guerra. Durante el régimen de Batista, millares de los nuestros fueron asesinados. Aquellas personas que los rebeldes ejecutamos eran los peores criminales de la tiranía de Batista; les conocíamos perfectamente a todos. Así, pues, ¿qué cabía esperar que hiciéramos?

 Quizás en el plano de un moral cómoda ninguna muerte está justificada, incluidas –no lo olvides, por favor- las enormes matanzas de las guerras en las que los yanquis habéis participado. Pero por inmorales que sean, los fines y los resultados de las muertes son completamente diferentes según los lugares y las circunstancias. Porque tiene su importancia quién es el muere y la causa por la que se le mata. Ello no justifica, repetimos, la matanza; como cristianos, bien lo sabemos; pero da diferente significación a los diferentes hechos; y las ejecuciones cubanas, a nuestro juicio, eran justas y necesarias.

 Puedes estar de acuerdo o no, pero en ningún caso puedes hablar de justicia. ¿Acaso se les concedió un juicio justo a los habitantes de Hiroshima? Sí, claro, también se trataba de una guerra, en aquel caso.

 Recuerda también, yanqui, que es fácil moralizar cuando uno vive tranquilamente en su casita de las afueras, lejos de todo el problema, bien protegido de sus efectos. Es fácil hablar de moral cuando se es rico y fuerte y hay una serie de cosas que te ocultan los aspectos desagradables del mundo; la distancia, las diversiones, la propia indiferencia, el propio estilo de vida.

 Pero volvamos a la historia, a la historia de la que ahora formas parte, esa historia que es cruel… para los demás. Volvamos a Cuba. En Cuba la historia ha sido muy cruel, ciertamente. Estamos tratando –compréndelo- de poner fin a la injusticia y la crueldad que formaban parte integrante de nuestro modo de vida, y las que tú tuviste mucho que ver, yanqui. 



 Pero he aquí lo más importante que es preciso que sepas. Con la ejecución de los peores esbirros de Batista, y el encarcelamiento de otros criminales de guerra, Fidel y sus soldados rebeldes salvaron a Cuba de un baño de sangre. ¿Sabes que Fidel Castro y sus hombres pidieron al pueblo por radio: “Actúa con mesura revolucionaria; se te hará justicia”? De no haber obrado así, el pueblo cubano habría organizado un baño de sangre en Cuba. Y ahora le agradecemos a Fidel que nos impidiera organizarlo; pero en aquel entonces estábamos furiosos hasta la locura; les habríamos matado a todos, y quizás entonces se habrían perpetrado injusticias.

 Tal vez habrás oído a algún antiguo hombre de negocios cubano decirte que está en contra de Fidel Castro a causa de aquellas ejecuciones. Ese ese el estribillo contrarrevolucionario corriente hoy día en todo el mundo de los negocios. ¿Sabes lo que significa? Significa que la revolución ha afectado sus libros de contabilidad. Lo que esa clase de cubanos querían era una pequeña democracia, linda y sin peligros, sin la vieja deshonestidad latinoamericana, con el fin de poder seguir ejerciendo el tipo de deshonestidad yanqui, más impersonal y disimulada, de manera más fácil, más pulcra, más sistemática.

 ¿Sigues creyendo, yanqui, que es a la moral de las ejecuciones a lo que se oponen? Si así fuera, ¿cómo se explica que ni esas gentes, ni los periódicos, las radios y las revistas que ellos controlan organizaran propaganda alguna cuando eran los hombres de Batista los que llevaban a cabo las matanzas? No solo no existía esa propaganda contraria, sino que había todo lo contrario: vuestro gobierno enviaba a sus militares a nuestra isla para ayudar a adiestrar a los hombres de Batista, a los que entonces llevaban a cabo las ejecuciones. Vuestro gobierno les daba cañones, y aviones y bombas, y les enseñaba a usarlos contra nosotros. Acuérdate de eso, yanqui, cuando pienses en nuestros pelotones de ejecución.

 Porque mientras gobernó Batista, vuestros negocios y vuestro Gobierno participaron directa e indirectamente en ello, sin que tú protestaras. Al contrario: lo ayudaste. Ni siquiera cuando los fidelistas triunfamos protestaste. Difícilmente habrías podido permitírtelo. Era tan evidente, que los cubanos nos sentimos colmados de satisfacción.

 Pero en cuanto empezamos a organizar en beneficio nuestro la propiedad de las compañías –lo mismo cubanos que yanquis, no lo olvides- entonces tus periódicos, tu Gobierno yanqui, todas tus radios empezaron a vociferar contra nosotros. Vuestro Departamento de Estado puso el grito en el cielo, vuestras radios se desgañitaban, y pronto nos cortasteis la cuota de azúcar. No ayudaste a nuestra revolución. Nunca la habéis ayudado. La habéis perjudicado siempre. Y ahora tratáis de asfixiarla, de aniquilarla; y procuráis perjudicarnos cada vez más. Por eso gritamos con todas nuestras fuerzas, al mundo y a vosotros:

 “¡Cuba, sí!”

 “¡Yanquis, no!”

 Pero si estamos equivocados acerca de este punto, quizás podáis demostrárnoslo. Debería seros fácil. ¿No sois una democracia?




 Escucha, yanqui. La revolución cubana, (1960; ediciones Grijalbo, 1979, pp. 78-82).