domingo, 25 de enero de 2015

Franz Xaver Messerschmidt: el escultor, la locura y las muecas




 Enrique Vila-Matas


 El problema de las relaciones entre el genio y la locura existe desde que Platón dijo que había que diferenciar entre la locura clínica y la creativa locura de los profetas y los poetas. Esta teoría platónica de los furores conoció gran apogeo en el Renacimiento. Alberti, en su tratado De pictura, sugirió que el artista bien puede considerarse otro dios y le recomendaba que se alejara de la gente normal. El Renacimiento potenciaría aún más la imagen del artista raro y sembró, a gran profundidad, la semilla de esa creencia popular, todavía hoy tan arraigada entre nosotros, por la cual los artistas, muy especialmente los genios, son, y siempre han sido, egocéntricos, caprichosos, neuróticos, rebeldes, informales, licenciosos, extravagantes obsesionados por su trabajo y de difícil convivencia. Es decir, se tiene la impresión de que los artistas forman una raza aparte de la humanidad cuando en realidad los estados depresivos o las conductas extravagantes, por ejemplo, no suelen ser tan creativas como se cree y, además, no son ninguna exclusiva de los artistas. Se ha supuesto que esos desequilibrios son intrínsecos al genio cuando está claro que existen también en futbolistas, verduleros o banqueros. Pero el equívoco ahí está, bien arraigado entre nosotros. Salvador Dalí ha sido, en nuestro siglo, uno de los que más supo aprovecharse de este equívoco, al presentarse, desde el primer momento, como Artista Loco y Genial, aunque  cuando fue aceptado como tal tuvo el buen gusto de desmarcarse del asunto: "La única diferencia entre los locos y yo es la de que yo no estoy loco".  
 Aunque en ciertas ocasiones las relaciones entre genio y locura pueden haber sido estrechas, contamos también con suficientes ejemplos que prueban que pocos genios están o estuvieron locos.
 A partir del retrato literario de Rafael hecho por Vasari, el genio también fue descrito como la cumbre de la perfección moral e intelectual y del equilibrio. Ahí está Shakespeare, al que nadie se ha atrevido a concebir como un loco, lo que demuestra que también la grandeza del genio puede manifestarse en el equilibrio admirable de todas las facultades. No hay suficientes argumentos para desdeñar la idea de que el talento artístico es, muchas veces, concedido a alguien gracias a su equilibrio sentimental. En realidad, los genios locos fueron muchos menos que aquéllos aún más grandes que no mostraron huellas de locura. Y, además, existen casos como los de Nietzsche o Holderlin en los que parece que, al caer en la locura, vieron disminuidas sus facultades creativas. Aunque tal vez vivían y creaban exclusivamente para ellos mismos. No se sabrá nunca. De hecho, todo parece indicar que jamás habrá una respuesta definitiva al enigma de la personalidad creativa.



 Lo único que podemos hacer es juzgar el carácter y la conducta de los artistas a través del conocimiento del ambiente, creencias y convicciones vigentes en su época. En el siglo XVIII estaba ya muy arraigada entre el vulgo la creencia de que locura y genialidad estaban íntimamente ligadas en muchos artistas. El escultor alemán Franz Xaver Messerschmidt iba a convertirse en un caso particularmente interesante al aprovecharse de estas creencias y fingirse un artista loco con el único y oculto propósito de poder escapar, cuantas veces quisiera, del arte oficial al que se veía obligado a servir.
 Hijo de una familia de artesanos del sur de Alemania, Messerschmjdt hizo su aprendizaje en Múnich. A los diecisiete años viajó a Viena donde completó estudios en la Academia. Su manifiesto talento cayó en gracia y pronto recibió encargos de la Corte Imperial y de la nobleza. De esta época destacan sus retratos de busto de diversos aristócratas y el realizado al médico personal de la emperatriz María Teresa. Todo el mundo admiraba en él la serenidad y el clasicismo de su estilo, su equilibrado acoplamiento al arte oficial de la época. En 1769, reconocido ya como un genio, consiguió un puesto de profesor en la Academia. Fue entonces cuando comenzó a atormentarle el espíritu de la proporción. En la soledad de su taller ideó una teoría complicadísima sobre las proporciones humanas. Su secreto estaba encerrado en Hermes, el venerable dios egipcio helenizado del conocimiento esotérico, al que los filósofos renacentistas habían redescubierto.

 El pellizco como sistema

 En plena Edad de la Razón, Messerschmidt notó que el espíritu de la proporción, envidioso de sus descubrimientos, le infligía dolores en varias partes de su cuerpo. Conocedor de las relaciones misteriosas entre ciertas partes del cuerpo y varias partes de la cara, tenía que pellizcarse aquí y allí para romper el influjo que el espíritu tenía sobre él. Como todos sus deseos estaban ya volcados en escapar a la vida académica y a los insulsos bustos que le encargaban, y como fuera que no podía abandonar totalmente el arte oficial, que constituía su fuente de ingresos, ideó un plan para poder permitirse el lujo de compaginar ese arte oficial con obras de una naturaleza íntima: un tipo de bustos que sólo serían acepta dos por la sociedad de su época si los presentaba como la consecuencia de sus esporádicos accesos de furor y locura. Comenzó a pellizcarse en público. Simulaba súbitos accesos de fiebre y demencia, y prodigaba todo tipo de extrañas muecas mientras impartía su magisterio. En los salones, respondía con silbidos a ciertas preguntas de los cortesanos. Cuando le llegó la hora de ser catedrático de su especialidad, el primer ministro (un tal Kaunitz) se opuso a su nombramiento aduciendo que “jamás podría aconsejar a Su Majestad que nombrara como maestro de jóvenes académicos a un hombre del que tal vez se rían a veces, pues tiene extraños accesos de locura”. Messerschmídt simuló un terrible enfado y se negó a aceptar la pensión que le ofreció Kaunitz. Se marchó de Viena y se refugió en Bratislava, donde fue muy bien acogido. Allí, mostrándose satisfecho de ese sistema de pellizcos con los que dominaba el espíritu celoso, inició su ambiciosa empresa de realizar estudios acerca de las proporciones de las muecas para beneficio de la posteridad. Según él, había 64 variedades de muecas.



 Hoy en día, apenas se hablaría de Messerschmidt de no ser por esos 64 bustos que tanto llaman la atención. Lo admirable de este escultor es que, incluso durante esos años que pasó entregado a sus problemáticos estudios de fisonomía (los últimos años de su vida), llevó a cabo cierto número de obras perfectamente normales. Messerschmidt logró su objetivo, creando conjunta mente arte oficial y obras privadas, a las que dotaba de un significado personal. Goya no tardaría en hacer lo mismo.


 La Vanguardia, 18 de octubre de 1983. 


viernes, 23 de enero de 2015

Cartón caza locos y pateador mecánico ortofónico. Sobre un paciente del Dr. Córdova





  Pedro Marqués de Armas


 Sus contemporáneos lo describen como rechoncho y bonachón, bromista incorregible, que solía llegar tarde a clases y en ocasiones ni siquiera aparecía. Su primer libro, un manual de conferencias publicado en 1927, se debe más bien a sus alumnos, que se encargaron de recogerlas y editarlas. Hablo de Dr. Armando de Córdova y Quesada, tal vez el más culto de los psiquiatras formados en aquel cuarto de siglo. Nieto e hijo de médicos, hermano del magistrado Federico de Córdova y sobrino de Gonzalo de Quesada y Aróstegui, el albacea literario de Martí, puede que de este árbol le viniese su desenfado y cierto humor criollo un tanto condescendiente. 

 No tenía Córdova, ni mucho menos, los conocimientos neurológicos de Valdés Anciano, al que acompañara y luego sustituyera en la Cátedra de Patología de las Enfermedades Nerviosas y Mentales. En cambio, se destacó por visitar cientos de hospitales de Europa y Estados Unidos a costa del presupuesto estatal, de donde derivaron, entre otros, sus informes sobre el régimen más adecuado para el internamiento de “psicópatas”, como se les decía entonces a los no muy locos.

 Pero no hay dudas de que conocía bien el siglo XIX cubano, en el que se sumergió a fondo, rastreando en viejos periódicos y archivos. Así lo refleja La locura en Cuba (1940), libro que, además de historia de la institución psiquiátrica y muestrario de casos llamativos, se presentaba como un estudio de las "manifestaciones de locura colectiva”, siguiendo la tesis del “contagio psíquico” y su valor para explicar el influjo de la sugestión sobre las multitudes. 

 Se interna Córdova en ciertos episodios públicos, tanto coloniales como republicanos que obedecían, según él, al cruce de “herencias raciales patológicas” ya establecidas en el siglo XVI; y lo hace, repito, con ese humor criollo condescendiente que, por supuesto, en nada atenúa los prejuicios de una moral psiquiátrica. 

 Pero por más que convenga señalar lo que de conservador y racista hay en sus argumentos, y, sobre todo, en el modo en que se articularon con los presupuestos “científicos” de la época, solo nos detendremos en uno de los acápites del libro: el que dedica a los escritos y obras producidas por los enfermos mentales.

 Allí inserta un estupendo texto y tres fascinantes dibujos que realizara en 1926 un interno, los cuales elige como muestras de expresión escrita y gráfica, y que a estas alturas se nos antojan lo mejor del libro. El autor, E. B., médico de profesión, padecía según el reconocido psiquiatra de un “delirio de deformación” que quedada plasmado en esas producciones.

 Obsérvese como anticipo el primero de los dibujos: el sanatorio en forma de barril, con su red de departamentos, la humeante chimenea y las ventanas fortificadas, entre otros detalles. Y léanse esos parlamentos que escapan desde los diferentes niveles entre los barrotes.


 En la planta superior, donde radican el médico, el administrador y el farmacéutico, se pugna evidentemente por el poder institucional. En la intermedia, están los enfermos crónicos, quienes a juzgar por sus gritos, se debaten entre la demencia absoluta y la salvación por medio de un tratamiento moderno: el injerto de glándulas de mono. Y por fin, en la planta baja, los agudos o recién iniciados en la locura.

 Todos entraron, claro está, por ese portón mozárabe que enmascara con su elegancia al sanatorio –aquí convertido en tonel de ron.

 Léase ahora el texto del enfermo, intitulado entre signos de admiración “Locos”: 

Es una verdadera locura que os dejéis conducir a Mazorra o a los sanatorios Malberti, Córdova o Pérez Vento. El nuestro, magnífico, es el que os conviene y el que debéis exigir dando gritos tremebundos; si no os hacen caso entradle a golpes a toda “la familia”; y si aun así no lo conseguís venid por vuestros propios pies.
Clima delicioso, hermosos paisajes, cien hectáreas de parque, toda clase de sports (tennis, gole). Elegancia y comodidad. Trato delicado a todos los enfermos. Igual tratamiento para el demente y la dementa.
Al mes de estar en este sanatorio tendréis más sentido común que en toda vuestra vida.
A todo enfermo se le hablará con palabras zalameras y engañosas. Como medios coercitivos solo empleamos el “Cartón Caza-Locos” y el “Pateador mecánico ortofónico”.
Para informes dirigirse al administrador. Si le dice que está “más adelante que ud.” no es que esté loco, es un pensamiento propio de él y patentado. No se admiten locos ni sirvientes asturianos. Contamos con un mono garantizado para injertos –sistema Voronoff.
Como iluminación usamos de día la luz solar y de noche la de la luna.

 Después de esto, no hay modo de matizar. Ocurre como en El Alienista de Machado de Assis: inversión de lógicas y papeles, y capturas y contra-capturas sucesivas. 

 Debió divertirse Córdova con tales ocurrencias, por supuesto. Pero quedó atrapado, qué duda cabe, en una de esas máquinas paródicas –digamos que brutalmente paródicas- que mostramos a continuación.

 Apreciemos bien esos aparatos denominados “Cartón Caza-Locos” y “Pateador mecánico ortofónico”. No tienen desperdicio. El Dr. Córdova los interpreta como aportes delirantes al Sanatorio Modelo del paciente; dos innovaciones realizadas, a juicio del psiquiatra, con la intención de mejorar la disciplina de la institución. 



 Allí donde el médico sonríe con indulgencia, el enfermo agita una gama de humores –alguno hablará de “humor psicótico”, pero muy lejos de ello- que van desde la ironía a la mordacidad, y desde la burla a la comicidad más hilarante. Como si la “deformación del juicio” devorara parte a parte cada uno de los proyectos y utopías del poder psiquiátrico y después los devolviera. 


 Está el lenguaje de la publicidad, tan esgrimido entonces como ahora por tales clínicas, como recurso para invitar a la sumisión. Está el llamado a cooperar dirigido “a la familia”, que el propio enfermo se ocupa de entrecomillar. Está el sanatorio como espacio clasista –aquí bajo las iniciales de los Drs. L… y E... (no otros que Lamar y Esperón)-, con ese aspecto de club para sportsman y hombres de negocios donde no queda espacio “para locos y criados asturianos”. Están las fuerzas persuasivas de la maldad, con sus palabritas “engañosas y zalameras”. Y están, en fin, los métodos a la carta que devuelven el juicio en cuestión de días o prometen recuperar juventud y vigor.

 Pues el sanatorio ideal que E. B. parodia con todo su arsenal moderno y su indisimulable violencia -y no por vocación artística, sino como desagravio- cuenta además con uno de los principales adelantos de la cirugía de la época: el Sistema Voronoff. Publicitado por el paciente mediante la alusión al “mono garantizado”, en el texto, y desde ese chocante grito que sale por una de las ventanas, en el primer dibujo, se trata de unos de los detalles más grotescos del conjunto. 

 Médico al fin, el loco del doctor Córdova sabía de qué hablaba: del injerto de testículos de monos, puesto de moda por el cirujano ruso radicado en París Serguei Voronoff. 

 Personajes de la talla de William Butler Yeats y Anatole France fueron operados por Voronoff y su bella ayudanta Alina, en los años treinta. Y hasta se dice que, en ambos casos, con éxito. Un método al que, por cierto, el propio Córdova se referiría con frecuencia, como puede consultarse en sus aludidas conferencias.  
  

                 Texto del psiquiatra:

 Un curioso diseño es el que acompañamos a este texto, trazado por un paciente que sufre de delirio de deformación del juicio, originado por una falsa interpretación de la realidad, verdadero delirio por interpretación. B. L., de 32 años, médico, ingresa en Noviembre de 1926, con gran acúmulo de nociones éticas, literarias y artísticas.

 Al cabo de algunos días, con el material de observación que el medio le proporciona, pero con una manifiesta deformación del juicio, concibe un proyecto de lo que él piensa debiera ser un modelo de Sanatorio, y de cómo debieran tratarse a sus pacientes: curiosa concepción del tratamiento de la locura por un loco. Su delirio es fiel expresión de todo lo que se ha almacenado en su subconciencia.

 En efecto, el capta las manifestaciones delirantes de los otros pacientes y la sintetiza proyectándolas hacia afuera por las ventanas de las habitaciones que cada uno de ellos ocupa, tal como se ve en el grabado.

 Da al Sanatorio la forma de un inmenso barril. Como ha podido apreciar las dificultades que se sufren con los pacientes excitados, en constante agitación (saltando, marchado, vociferando, destruyendo todo lo que a su alcance tienen y agrediendo); recordando el cartón “caza moscas”, que como se sabe es una cartulina con una resina adhesiva a las que queda presa la mosca que en ella se posa, concibe, por analogía, emplearla con los pacientes, e idea una tabla que con la misma resina inmovilice a los enfermos.
 Pensando, acaso, que como reza el adagio “el loco por la pena es cuerda”, idea lo que él llama el “pateador ortofónico” que consiste en una rueda a la que ha fijado una serie de zapatos, que gira a impulso de una manivela y en un banquillo delante, en el que se sienta el enfermo, de espaldas al aparato, que recibe de este modo mil zapatazos por minuto, tan pronto se le hace funcionar.