miércoles, 27 de noviembre de 2013

Cuba: utopía y quimera




 
 Duanel Díaz Infante

 
 En algún que otro puesto de libros viejos de la Plaza de Armas puede adquirirse, a precios exorbitantes, un curioso Álbum de la Revolución compuesto por postales de la insurrección contra Batista. En los primeros meses de 1959, esas postalitas se vendían convoyadas con caramelos y bombones; hoy recuerdan, como fósiles de algún lejano cataclismo, aquel tiempo en que la revolución no estaba reñida con el mercado.
 Quien hojee las entregas del periódico Revolución en las primeras semanas de 1959 encontrará también allí abundantes documentos de ese sincretismo. "Llegue al corazón del pueblo, anúnciese en Revolución", recomendaba el diario, que acogió multitud de anuncios comerciales de empresas tan emblemáticas como El Encanto, La Polar, La Tropical, Bacardí y Hatuey, todas saludándola a Ella y de paso haciendo publicidad: "Cuando usted toma cervezas cubanas, usted también está haciendo Revolución".
 Unos años después, tras las nacionalizaciones y la adopción oficial del marxismo-leninismo, el deseo no ya de cubanizar o reformar el mercado sino de superarlo de una buena vez presidió la utopía desarrollista cubana en el segundo lustro de los sesenta. La "construcción simultánea del socialismo y el comunismo" constituyó un caso clarísimo de lo que Susan Buck-Morss ha llamado "utopía de masas", en tanto prometía un radiante futuro de abundancia y felicidad colectivas. Pero, a contrapelo de la propia Buck-Morss, quien en su libro Dreamworld and Catastroph. The Passing of Mass Utopia in East and West comprende al capitalismo y al socialismo como dos variantes de un proyecto común —"the utopian dream that industrial modernity could and would provide happiness for the masses"—, habría que insistir en un punto que diferencia irreductiblemente a una utopía de masas de la otra. Y es que el énfasis en la producción frente al consumo define a esa pasión revolucionaria que el capitalismo moderno, reino de las mercancías, no comparte. Como evidencia Walter Benjamin en su ensayo "El autor como productor", la utopía de masas socialista opone al mundo espectral del mercado, lo Real del proceso productivo.
 En Cuba fue en el "documental didáctico" —esa modalidad hoy olvidada, con excepción de su obra menos representativa, Coffea Arabiga— donde mejor se expresó el delirio de producción que caracteriza a la "utopía de masas" de inspiración marxista-leninista. Basta comparar los documentales didácticos de fines de los sesenta con el reportaje Adelante cubanos (José A. García Cuenca, 1959) para apreciar cómo todo el énfasis se desplaza hacia el proceso mismo de la producción.
 En este documental pre-ICAIC encontramos aquel nacionalismo un tanto retórico que la propaganda comercial de entonces tanto explotó. "Consumir lo que el país produce es hacer patria", rezaba la consigna del momento, y Adelante cubanos mostraba tanto la diversificación industrial (construcciones por prefabricado, industria cervecera, producción de artículos de belleza para la mujer, etc.), como el "gran movimiento comercial" en que terminaba todo.
 "Al elevarse el nivel de vida del pueblo, se facilita el ir más veces a la tienda", decía la voz en off, mientras se mostraba a las mujeres cubanas afanadas en la adquisición de artículos con la etiqueta "Hecho en Cuba". Asimismo, en el documental Carnet de viaje (Joris Ivens, 1961), el narrador afirma, mientras pasan las imágenes de los dependientes "milicianos" dirigiéndose al lugar de reunión: "Una gran tienda habanera se parece a cualquier otra del mundo, con la diferencia de que aquí suena la alarma y repercute; es un ejercicio de precaución".
 Al parecer, Ivens no captaba que esa diferencia terminaría por arruinar el parecido; grandes almacenes y milicianos uniformados representaban mundos incompatibles, lo residual y lo emergente en una historia donde ya los dados habían sido lanzados. El momento consumista quedará fuera de los documentales producidos en número de decenas por el ICAIC, no ya porque ahora, a pocos años de 1959, casi todo está racionado y apenas hay qué comprar, sino sobre todo porque la nueva ideología invierte la obscenidad: si antes la publicidad mostraba, estetizándolas, a las mercancías, mientras que el proceso de su producción quedaba fuera, ahora es este último el que ocupa la escena toda.
 Queda en esos documentales la retórica de 1959 ("engrandecer la patria en la producción, como ya lo ha sido en su dignidad y soberanía", se oye en Adelante cubanos, que empieza afirmando: "Con fe en su destino y con un destino en su historia, conciente de su obra y firme en su revolución, surge Cuba plena de dinamismo en el año de la liberación"), pero se ha esfumado la exhortación al consumo de productos cubanos, pues el consumo en sí ha quedado asociado al antiguo régimen y al sistema capitalista.

 
 Son los paradójicos efectos conservadores de este proyecto modernizador lo que emerge con fuerza después de 1989, para configurar el imaginario melancólico del poscomunismo cubano. La utopía de masas de los sesenta, con su pastoral futurista y su delirio de producción, desemboca, en una perfecta inversión dialéctica, en la quimera de los noventa: esa mezcla inusitada de artículos procedentes de épocas y mundos diversos cuyo notable atractivo estético documentan las fotografías clásicas del "período especial".
 Es acaso Inside Havana (2002), de Andrew Moore, el cuaderno que mejor capta este costado quimérico de Cuba, particularmente manifiesto en el ámbito doméstico, ese espacio de lo privado que en el momento utópico de los sesenta había sido combatido como último reducto de la ilusoria autonomía burguesa.
 Moore se concentra en las viejas mansiones coloniales o republicanas, degradadas en ciudadelas, como muchas de La Habana Vieja, o en residencias venidas a menos, como las del Vedado y Miramar. En el "Dormitorio de Luisa y María", fotografía tomada en la famosa "Casa Verde" en la salida del túnel de Línea, observamos una amplísima habitación, con su cama antigua, dos viejas máquina de coser —posiblemente de la marca Singer— y, sobre una banqueta, un ventilador moderno. También entre paredes despintadas y techos descascarados, en "Salón azul", se ve una mampara estilo colonial y una vieja lámpara de lágrimas, además de dos televisores, uno antiguo americano, en blanco y negro, y uno soviético más moderno, en colores.

 
 "There is a progression of decay in pictorial meaning that makes nineteenth-century photographs, for instance, look like relics. Moore’s photographs have this reliquary sensation built in: their subjects are relics, either of a pre-Castro, pre-revolutionary culture or of the ideals of the revolution itself", escribe el crítico Andy Grundberg en el prólogo a Inside Havana. Grundberg se refiere al efecto de pastiche que crean estos objetos tan disímiles, y habla de una cierta "pátina posmoderna" de la cultura cubana post-1989. Ciertamente, hay aquí un curioso "estilo sin estilo", al que mucho contribuyó la entrada de productos "capitalistas" a partir de 1990, en un entorno doméstico donde los objetos procedentes del campo socialista convivían con los de antes de la Revolución.
 Se diría que el eclecticismo de la "ciudad de las columnas", esa coexistencia en muchos barrios de La Habana de un sinfín de motivos arquitectónicos, lo cual, según Carpentier, "ha contribuido a comunicar un estilo propio, inconfundible, a la ciudad aparentemente sin estilo", ahora se reproduce en los interiores, por obra de la Revolución. Antiguos muebles "de estilo" —Luis XIV, Luis XV, Luis XVI, Imperio— al lado de ventiladores, lavadoras o televisores soviéticos, todo ello junto a electrodomésticos  modernos adquiridos en las "tiendas de recaudación de divisas": consecuencia de la necesidad que ha obligado a la gente a no desechar nada, de una "rareté" particularmente real-socialista que poco tiene que ver con la utópica predicción comunista sobre la abundancia de bienes de consumo, esta confluencia de objetos de distintas épocas y procedencias en el interior de las casas cubanas ofrece un efecto sorprendente, casi surrealista, análogo quizás a aquel maravilloso que Carpentier percibía en la contemporaneidad de todos los períodos históricos en el continente americano.
 Y en el exterior, otro tanto: la "simultaneidad de lo no simultáneo" de la que hablara Ernst Bloch en su Herencia de nuestro tiempo, pero no ya de la técnica y el mundo premoderno de los instintos como en el nazismo, sino de los autos de los años cincuenta y los carteles de propaganda revolucionaria. Heroes of the Revolution. American Cars and Cuban Beats se llama el catálogo de Robert Polidori con fotos de viejos Fords, Cadillacs, Buicks, Plymouths y Chevrolets que hacen buena parte de la fotogenia del entorno habanero del "período especial", y ese título capta muy bien la paradoja: los autos viejos, reliquias del antiguo régimen, ocupan ahora la primera plana gracias a la Revolución, pues es ella la que ha determinado su conservación hasta los días actuales.
 Cuando en 1960, a propósito de una compra de autos norteamericanos con más de doce meses de atraso, Sartre descubría el propósito de la Revolución en el hecho de que hubiera sacado al país de la carrera de los autos nuevos, ¿podía imaginar que los "largos años" que según él aquellos "automóviles cubanos de adopción" (Sartre visita a Cuba) habrían de durar llegarían hasta el siglo XXI? ¿Que la "hemorragia" detenida en el sector haría que al cabo de cuatro décadas el país que, a los ojos de Beauvoir, había destronado a Nueva York como vanguardia de la humanidad, cifrara la imagen turística de su capital en aquellos carros que en cualquier otro lugar del mundo no son sino objetos museables?
 "Una isla dormida, cerrada, sueña en 1958 que vive en 1900. Se despierta para comprobar que el reloj del vecino marcha, y que el vecino vive como se debe vivir en 1958", escribía Sartre en 1960. Hoy sobran las evidencias en contra: lejos de la modernización acelerada que preconizaba la Revolución en su primera década, aquel desarrollo cuasimilagroso ensayado en zonas agrarias como la Ciénaga de Zapata o San Andrés de Caiguanabo, los "almendrones" pueblan una urbe congelada en el pasado.
 Se diría que esta detención, la congelación temporal encarnada en los edificios deteriorados, pero también en los carros viejos y en los destartalados interiores retratados por Polidori, Moore y Eastman, comporta una cierta restauración del aura de las cosas: si en el capitalismo estas son desechables, pues al momento envejecen y son sustituidas por otras idénticas, en Cuba la destrucción del "fetichismo del objeto y la identificación del individuo —unidad aislada o autónoma dentro del contexto social— con la particularidad de los objetos poseídos o la caracterización establecida por ellos en la escala de prestigio social, factores básicos en Cuba con anterioridad al triunfo de la Revolución, promovidos por la economía de consumo, en la que el mito del automóvil y su forzada obsolescencia establecía el ritmo de la dinámica de desecho del equipamiento circundante" (Roberto Segre, "Significación de Cuba en la cultura arquitectónica contemporánea", Pensamiento Crítico, 1968), ha culminado en una especie de reencantamiento. El individuo no se identifica con el objeto comprado, convirtiéndose a su vez en objeto —esa metástasis del "fetichismo de la mercancía" que en la tradición marxista se ha llamado "reificación" o "espectáculo"—, sino que el objeto se individualiza, se humaniza. Cuba no es solo, como señalara Andrew Moore, una Galápagos de estilos arquitectónicos, sino también un lugar lleno de trastos viejos que, como si se tratase de una casa embrujada o una fantasía de Disney, han terminado animándose.

 
 Para Benjamin el aura tiene que ver con la "memoria involuntaria", la que se opone la "memoria voluntaria" de la reproducción mecánica. En "Algunos temas en Baudelaire", Benjamin explica que la pérdida del aura es, junto a la erosión de la experiencia, consecuencia de la tecnificación del mundo. "The camera records our likeness without returning our gaze. But looking at someone carries the implicit expectation that our look will be returned by the object of our gaze. Where this expectation is met […] there is an experience of the aura to the fullest extent". La cámara no devuelve la mirada, como tampoco los hombres en la multitud; y esa experiencia —o falta de experiencia— define a la modernidad capitalista como la época donde la mirada es desplazada por el consumo, donde las mirabilia se convierten en fungibles.
 "Experience of the aura thus rests on the transposition of a response common in human relationships to the relationship between the inanimate or natural object and man", apunta Benjamin. Pues bien, es justamente aura así entendida lo que poseen los carros antiguos fotografiados por Polidori. Son objetos industriales, fabricados en serie,  pero en comparación con los autos modernos, parecen artesanales, y sobre todo por su antigüedad, han adquirido una cierta identidad.
 Asimismo, los tres ventiladores antediluvianos de Michael Eastman ("Three Fans"), cuyo cuaderno habanero acaba de publicarse, o las viejas butacas de la deteriorada sala en donde cuelga una aún majestuosa lámpara de lágrimas ("Isabella’s Two Chairs"), son objetos auráticos, cosas que devuelven la mirada. En vez de la politización del arte que pretendía la utopía revolucionaria, ahora el efecto es más bien el museo; en vez de la tabula tasa, el thesaurus. Lo que aparece estetizado no son los productos —prácticamente inexistentes— de la pastoral desarrollista, sino esos restos del Evento revolucionario que son las ruinas, reliquias del pasado donde ambos efectos de la revolución —el negativo, destructor, y el positivo, conservador— han quedado inscritos.
 No está demás recordar que en la Exposición del Tercer Mundo montada en La Habana ocasión del Salón de Mayo de 1967 viejos anuncios publicitarios americanos fueron agrupados, estériles y vencidos, como vestigios de una etnia condenada a la extinción. (La idea de crear museos de "etnografía capitalista", una vez que la civilización burguesa hubiera sido totalmente desplazada, era común en la imaginación utópica de los sesenta.) Ahora es evidente cómo todo aquello que bajo el mercado capitalista se hubiera "disuelto en el aire" ha sido paradójicamente conservado por el congelador revolucionario, no ya entre las paredes de un museo sino en el entorno cotidiano. Las calles de La Habana, con sus carros viejos y sus edificios llenos de inscripciones de nuestro "mundo de ayer" ("La Maravilla", "RCA Victor"…), se revelan como un gran thesaurus, y otro tanto podría decirse de esos interiores venidos a menos, fotografiados por Moore, Polidori y Eastman.

 
 En ambos espacios, los exteriores y los interiores, muebles y e inmuebles, devenidos mirabilia —cosas para mirar— han desplazado, significativamente, a las personas del centro de atención: si antes, en el período épico de la Revolución, las clásicas instantáneas mostraban a los héroes populares —Fidel, Camilo y el Che, sobre todo—, ahora los héroes son los viejos carros americanos fotografiados por Polidori. Y las multitudes que entonces encarnaban el dinamismo del Evento revolucionario, esa masa popular que se manifestaba como lo Real más allá de la política burguesa y de la democracia representativa, no están ya por ningún lado.
 En las fotos de Moore (Inside Havana), Polidori (Havana) e Eastman (Havana), es notable el desplazamiento de la figura humana fuera del primer plano. Las personas, o faltan, o aparecen asimiladas a las ruinas. "The characters who populate this book have ended up looking like their houses" (The Other Havana), afirma Eduardo Luis Rodríguez a propósito de las espléndidas fotografías de Polidori, en las cuales la tendencia a estetizar de la decadencia se lleva al extremo. En esos pentimentos donde las inclemencias del tiempo y de la historia han producido inusitados tonos y contrastes, la ruina cubana esplende como objeto aurático, artizado. "Havana becomes a monumental dream constructed over the spam of generations that add their layer of historical space upon the city. The city becomes the laboratory for registering time, and this seduces the subject as a viewer, not as a participant, as was the case in the 1970s", ha señalado José Quiroga en su libro Cuban Palimpsests. No es casual entonces —me gustaría añadir— que reaparezca en la cultura cubana del "período especial" la figura del flâneur. Antonio José Ponte, desde luego, que en La fiesta vigilada se define como "ruinólogo" y en el documental Arte nuevo de hacer ruinas (2005) aparece caminando por las destruidas calles de la ciudad.  Pero habría que mencionar también a Eduardo Luis Rodríguez, estudioso de la arquitectura cubana del siglo XX, que encontramos en varios cuadernos fotográficos y reportajes sobre La Habana actual como el experto-nativo que guía a los extranjeros por ese paisaje urbano excepcional. En los escritos de Rodríguez, que han acompañado no solo a las fotos de Polidori sino también a las de Moore, reaparece la figura del paseante, siempre asociada a la ruina habanera. "Coming Home. Reflections of a Casual Stroller, or the Dilemma of Architectural Preservation in Cuba", por ejemplo. "Not the Havana of street rumba and the wild gestures ofguaguancó, but the slow walk with hands in the pockets./ Not of the compact multitudes marching shoulder to shoulder, but of individuals in their solitude, walking vaguely with no fixed destiny, their heads hanging low." (The Other Havana).
 Para Benjamin, el flâneur decimonónico es una figura liminal, fronteriza, parapetada en el umbral de la clase burguesa. En ese mundo intermedio entre la calle y el interior que son los pasajes él se mueve a contracorriente: mientras los demás trabajan, él es ocioso. "Hasta 1840 fue, por poco tiempo, de buen tono llevar de paseo por los pasajes a las tortugas. El flâneur dejaba de buen grado que estas le prescribiesen su 'tempo'. De habérsele hecho caso, el progreso hubiera tenido que aprender ese paso. Pero no fue él quien tuvo la última palabra, sino Taylor, que hizo una consigna de su 'abajo el callejeo'." El paseante entraña, pues, una resistencia al progreso irresistible que, mediante la racionalización tecnológica, acaba con la lentitud asociada al idilio campestre y la vida paradisíaca —luxe, calme et volupté, en el célebre verso de Baudelaire.
 De hecho, el flâneur constituye una de las variantes del tipo del "hombre superfluo" que en su discurso inaugural del Congreso de Escritores Soviéticos, Gorki criticaba en la literatura capitalista de Europa occidental: "En nuestro país no puede haber hombres superfluos", afirmaba el escritor ruso, reivindicando frente a esas figuras decadentes del individualismo burgués a héroes épicos o mitológicos como Prometeo, arquetipos de la acción y del trabajo. No extraña, entonces, que, rechazado como decadente pequeño-burgués en la etapa revolucionaria cubana (el Malabre/Sergio de Memorias del subdesarrollo sería el ejemplo más conocido, pero no el único), el flâneur reaparezca en el "período especial" como guisa del artista melancólico. Se trata de una figura claramente asociada a este "nuevo", paradójico, reducto artizado que son las ruinas urbanas.
 Es Orlando Luis Pardo Lazo, cuya escritura abarca todos los géneros con el propósito de captar el feeling de La Habana de "los años cero", el artista que mejor ejemplifica el spleen de la Cuba poscomunista y, específicamente, de ese interregno dentro de otro que dura desde el verano de 2006. En su blog Boring Home Utopics, OLPL se presenta como flâneur-fotógrafo, al tiempo que juega con la ambigüedad de la palabra: home es la casa —Font y Beales, Lawton, Cuba—, pero es también, en alusión al magistral relato de Guillermo Rosales, asilo, lugar ajeno, del que podemos ser expulsados, esencialmente vacío.

 
 La ruina encarna, acaso, esa ambigüedad del home, como la magnífica Casa Naranja de Santos Suárez que ha perdido los muros que la protegían de las amenazas exteriores, teniendo que recurrir a puntales de madera para demorar un poco la caída. Esa casona medio invadida por las hierbas y la basura, ¿no es otra de las casas tomadas, aquellas que un día representaron a la burguesía condenada por la necesidad histórica, como en los cuentos de Antonio Benítez Rojo ("Estatuas sepultadas") y César Leante ("Casa sitiada"), y hoy representan a la propia Revolución —"Visión sobre los escombros", de Pedro Juan Gutiérrez y "Un arte nuevo de hacer ruinas", de Ponte. La revolución, en el otro polo del big bang de 1959, estacionada en el interminable "final de partida" del llamado período especial, donde aparece, al decir del filósofo Žižek, "a kind of negative Messianic time: the social standstill in which 'the end of time is near' and everybody is waiting for the miracle of what will happen when Castro dies, and socialism collapses?"("Passions of the Real, Passions of Semblance").
 He ahí, en la casa tomada de La Víbora, metonimia de la ciudad toda, la ruina como verdad de la Revolución, su consumación última —la pasión de lo real como pasión casi en su sentido original cristiano de padecimiento físico—, y a la vez como espera agónica por ese Evento futuro, el derrumbe final.

  Tomado de Diario de Cuba, 30 de enero de 2012.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Censura adjetiva



        Revolución, 1 de junio de 1959

  Agradezco a Duanel Díaz el envío de este material.

 

martes, 12 de noviembre de 2013

El Gordo, 1984





  Pedro Marqués de Armas


 Siempre me sorprende esta fotografía. Se titula El Gordo y fue realizada por Luis M. Fernández, alias Pirole. Debería puntuar como la menos épica y, sin duda, como una de las mejores de aquellos años.
 Cuando la vi por primera vez me produjo algo así como un dèjá vu. Pero lo cierto es que me ocurre, con frecuencia, este tipo de ilusión, sobre todo cuando una imagen me resulta próxima; entonces, y como si no bastara con el error, tiendo a insistir en los parecidos, entregándome vanamente a tales menesteres. La pregunta deja de ser ¿dónde lo vi antes? para convertirse en ¿a quién se me parece?
  Con el Gordo caigo en esa trampa.
 Ahora me ha dado por pensar en ciertas ramificaciones suyas que, si bien se le asemejan, no hay dudas, pertenecen a otro código.  
 Uno puede preguntarse qué lleva en esa jaba cuando es obvio que está vacía, o que carece, por lo menos, de peso específico. Y ese vaciamiento contribuye a la extrañeza. 
  También Kimbo y el Bolo reían así… indescifrables.
  A Kimbo, glandular y siempre en camisa de cuadros (en guapita), había que verlo los domingos, pues pasaba la semana en la escuela de diferenciados del Cotorro, irónicamente, Forjadores del Porvenir. Cada tarde de sábado una guagua escolar lo depositaba en el umbral de La Milagrosa, antigua casa de huéspedes donde vivía con su padre, ya anciano.
 También Bolo, como casi todos, usaba camisas de cuadros; pero no todos, como Bolo y Kimbo, llevaban botas ortopédicas, se echaban talco hasta el cuello y destacaban en el orden de la inteligencia. Esquizoide, disjunto e incapaz de dejar de reír, Bolo era un superdotado que ya a los 13 años traducía a John Donne, al tiempo que servía de monaguillo en la Iglesia de Cristo.
 El Gordo de la fotografía no está lejos de este clan.
 Pero ahora que me fijo mejor, y más allá de estereotipos, caigo en la cuenta de que podría tratarse de un negativo de Lezama.
 El negativo de todos, acaso.
 Porque si hay una genética del lenguaje –del lenguaje entendido como balbuceo- es la de este Gordo.
 Comienza a hablar, pero todavía.
 Me asombra esa sonrisa suya, donde lo cubano se entrevé, aunque eso sí, sin enigma alguno. Casi grado cero. O mejor, por debajo.
 Como la masa: inarmónica, feminoide y de una domesticidad rayana en la anormalidad.
 Que no dice nada.
 Que solo tiene que reír y mover el dedito.
 Pues, pensándolo bien, qué había en las cabezas sino pájaros, o paja.