lunes, 30 de enero de 2017

La imaginación creando monstruos y los científicos decapitándolos





 José Lezama Lima

 Muestra Zenea una universal curiosidad: leyendas, amigos, todo lo relacionado con la evaporación fantástica de la ciudad le interesa. Asiste a las conferencias científicas o literarias y las reseña con puntualidad. Flota en el ambiente el terror causado por los monstruos que surgen en las Lagunas de Santa María, cerca del camino que conduce al surgidero de La Coloma. Compara esa leyenda con la del Averno. El pez tropieza y muere en sus aguas, la sombra de los pájaros no puede transcurrir sobre la lámina líquida, la yerba es venenosa y tiene fuerza misteriosa para lanzar a sus profundidades los animales o a los antepasados descuidados. Tres arrieros de tabaco escogieron sus orillas para descanso de sus caballos y hacer fuego en sus fogones. Sobre un tronco de ceiba pusieron todo el aparejo de las cabalgaduras. Dos fueron a buscar la leña para el fuego y uno quedó para encenderlo. Empavorecido vio que el árbol se estiraba y cobraba vida y comenzaba a lanzar rugidos apocalípticos, precipitándose en las aguas del lagunato. El campesino cae en temblores de espanto y los otros dos acuden a socorrerlo, el agua ingurgitaba turbia y fangosa. 
 

 Asombrados los vegueros encuentran por otras serranías huesos de una descomunal serpiente que mataron en la misma laguna. El asombro comarcano hacen que se verifiquen otras expediciones de carácter científico. Pero ven, de pronto, cómo las aguas se abren y reaparece el monstruo al lado mismo de la embarcación. En la boca del monstruo, colmillos como cuchillos y una bola de fuego. Se precipita sobre uno de los infelices que formaba la expedición y se lo lleva a sus profundidades.


 Poey duda del hecho atribuyéndolo a una “exaltada imaginación”. Añade que no puede ser un majá, que no puede ser un manatí, tal vez sea una foca, no una morsa. Interviene Tranquilino Sandalio de Noda, y manifiesta que ha vivido en las inmediaciones de esa laguna y nunca ha oído contar esa leyenda. Vemos en esa leyenda a la imaginación popular creando sus monstruos y a los científicos decapitándolos. Pero Zenea ha tomado nota y acude para señalar una etapa nueva de mayor y más depurada imaginación poética. 


 Fragmento de "Juan Clmente Zenea", La Cantindad Hechizada, La Habana, 1970, pp. 292-93.  

sábado, 28 de enero de 2017

viernes, 27 de enero de 2017

Audubon





  Juan Clemente Zenea

 Después de Franklin asalta a la memoria el luisianés Audubon, cuyo crédito como naturalista eminente es sin duda una recompensa justa a los desvelos, a la paciencia heroica, a las excursiones, a los dibujos, a las clasificaciones, a los elegantísimos cuadros con que se presenta a la posteridad aquel Buffon de las florestas del Nuevo Mundo. Confiando en sus fuerzas propias, combatiendo contra muchos obstáculos, se lanza a vagar desde los grandes lagos del Norte hasta las silvestres soledades de los llanos occidentales, y nada se oculta a su mirada penetrante; atraviesa el mar, siente por todas partes que le rodea una atmósfera pura de estimación y alabanzas, vuelve a su país, exhibe en Nueva-York los prodigios de su laboriosidad, hace imprimir magníficamente su obra inmortal de los «Pájaros de América» y sus «Biografías ornitológicas», y helo ya declarado por la fama como uno de los primeros maestros prácticos en la historia natural, y subido a un alto puesto en la literatura por los brillantes episodios personales que refiere en sus escritos, cuyo estilo, aunque a veces demasiado difuso, no es nunca oscuro ni afectado y que aun cuando no encerrase galas preciosas, bastaría a probar por lo menos que ejercía casi un dominio perfecto sobre su idioma nativo. ¿Qué citaré de sus obras? Se han vulgarizado en extremo y basta haberlas leído para no echar nunca en olvido unas descripciones en que todos los animales parece que tienen vida y acción, en que todas las plantas tienen color y perfume, en que están, en fin, descubiertos los misterios de la ciencia en sus más difíciles aplicaciones.
 "En otoño, dice Audubon, embarcaos en el Missisipi, cuando huyen del Norte millares de pájaros y buscan la proximidad del sol. Alzad los ojos siempre que alcancéis a ver dos árboles más elevados que los demás y que estén uno en frente de otro: allí está el águila posada sobre el extremo de uno de aquellos dos árboles: su ojo brilla y tal parece que arde como una llama al contemplar atentamente toda la extensión de las aguas: de vez en cuando mira al suelo; observa, escucha, recoge y distingue todos los ruidos por ligeros que sean, y no se escapa a su mirada ni el gamo que apenas mueve las hojas. En el árbol opuesto está de centinela la hembra que arroja por intervalos un chillido con el cual parece exhortar al macho a tener paciencia: a su vez responde este, ya batiendo las alas, ya por medio de una inclinación de todo su cuerpo, ya también por cierto canto cuyo grito estrepitoso y discordante semeja la risa de un maniático, y después vuelve a ponerse de pie, pero tan inmóvil, tan silencioso que parece de mármol. Los patos de todas clases, las gallinetas y las avutardas, huyen en multitud arrebatadas por el curso de las aguas y como son una presa que desdeña el águila se libertan de la muerte por este desprecio. Llega por fin a los oídos de los dos salteadores un sonido que conduce el viento por encima de la corriente, y que tiene el eco y el tono ronco de un instrumento de cobre: es el canto del cisne. Con un llamamiento compuesto de dos notas da la hembra aviso al macho, el cual siente que su cuerpo se estremece de cólera: peina su pluma con dos o tres picotazos que son los preparativos para su expedición y se dispone a volar. Viene el cisne como un bajel flotante por el aire, lleva extendido hacia adelante su cuello de una blancura de nieve y sus ojos brillan de inquietud; apenas basta a sostener la masa de su cuerpo el movimiento precipitado de sus dos alas y sus patas desaparecen a la vista recogidas sobre la cola; la víctima se va acercando lentamente; resuena un grito de guerra, se presenta el águila con la velocidad de una estrella que corre o de un rayo que brilla: apenas distingue el cisne a su verdugo cuando encoge el cuello, describe un semicírculo y se pone a maniobrar en las agonías del miedo para procurar huir de la muerte; ya no le queda más recurso que zambullirse en la corriente, pero el águila, conocedora de la astucia obliga a su presa a mantenerse en el aire conservándose debajo sin descanso y amenazando herirla en el vientre o en la parta inferior de las alas. Esta profundidad de combinación que envidiaría el hombre al pájaro, no deja jamás de conseguir su fin, pronto se fatiga el cisne, se debilita y pierde las esperanzas de salvarse, pero temiendo todavía su enemigo que caiga en el agua, hiere a su víctima con sus garras por debajo de las alas y la precipita oblicuamente a la orilla del río. Tanto poder, tanta destreza, tanta actividad, tanta astucia, consiguen siempre su conquista. No podríais ver sin horrorizaros el triunfo del águila: baila sobre el cadáver, clava profundamente sus uñas de cobre en el corazón del cisne moribundo, bate las alas, da un aullido de alegría, le embriagan las postreras convulsiones del pájaro, levanta su calva cabeza hacia los cielos, y sus ojos, ardiendo de orgullo, adquieren el color de la sangre: la hembra no tarda en acompañarlo, vuelven ambos el cisne hacia arriba, le atraviesan el pecho con su pico y se bañan en la sangre caliente todavía que mana de sus heridas.»


 ¡Que interesante es para el que gusta dar imparcialmente lo que a cada cual corresponde, seguir día tras día y noche tras noche por las cordilleras, por los bosques, por las márgenes de los ríos a aquel infatigable perseguidor así de las águilas, como de las golondrinas, así del cisne que mora en la vecindad del turbulento Missisipi, como del oso blanco que atraviesa las praderas del Oeste! Generoso, bueno y sabio como Franklin, consagra sus bienes, su reposo y sus largos días a la meditación, y entrega a las prensas de nuestra época unos trabajos que no pueden verse sin admiración, que le valieron envidiables elogios y han abierto en su país la senda a ulteriores descubrimientos en este ramo. 


 (Fragmento) "Sobre la literatura de los Estados Unidos", La América, Madrid, 27 de mayo de 1864, pp. 13-15. 
 

miércoles, 25 de enero de 2017

Apurando la invención





Juan Clemente Zenea


Apurando la invención,
Hallé la pluma en el suelo,
Hice tinta de un carbón
Y papel de este pañuelo.

Y le escribo, no en verdad
Por ver si encuentro gozo
En la horrible ociosidad
De este triste calabozo,

Mas por ver si fácil fuera,
Valiendo su intercesión.
Que entrase un libro cualquiera
En mi maldita prisión.

Siete meses ¡qué tortura!
Ha que estoy aquí encerrado,
Y además de la clausura,
Que estoy incomunicado.

Y así en mis penas amargas
Y en esta mi suerte cruel
No parecerán tan largas
Las semanas de Daniel.

Juzgue usted de mi delicia
Y mi contento profundo:
¡Sin tener una noticia
Sobre nada en este mundo!

Entré en el castillo cuando
Por no andar sobre sus pies
Iba Gambetta volando
Con el gobierno francés.

Napoleón estaba enfermo,
Y con valor y arrogancia
Pensando tomar Guillermo
La capital de la Francia.

Los oriundos de sajones
Habrán triunfado por fin,
Y ya no habrá más cuestiones
Sobre la orilla del Rhin.

Y si la Francia por cierto
Sucumbió en la sarracina.
Bien puede tocar a muerto
Toda la raza latina.

Que no le busque disculpa
Ni llore más sus quebrantos,
Pues ella tiene la culpa
Por andarse con los santos.

Que por no ver el mañana
Y tenderse a bien dormir,
Le han zurrado la pavana
Los hombres del porvenir.

Mas ¿qué extraño no saber
Lo que en este mundo pasa,
Si no he logrado tener
Ni noticias de mi casa?

El día que entré yo aquí
—¡Ojalá no hubiera entrado!—
Catorce Eneros cumplí
De haberme matrimoniado.

Y si al ver la suerte mía
Han resistido al dolor,
Hija y mujer todavía
Me quedan en Nueva York.

Pues, siendo padre y marido,
¡Usted imaginará
Qué alegre y qué divertido
Este prójimo estará!

Para colmo de la fiesta
No sé descansar tampoco.
Nunca he dormido la siesta
Y de noche duermo poco.

Y la suerte en su rigor
Con sus varias inconstancias
Hace que el sueño, señor,
Dependa de circunstancias.

Aquí envejezco infelice,
Según murmura la gente,
Pues todo el que pasa dice:
¡Qué viejo está Juan Clemente!

Y en tanta calamidad,
Como no me dan espejo.
No he sabido a la verdad
Si estoy mozo, o estoy viejo.

Bien que aquí con gran paciencia,
Como quien toma un bizcocho,
En Febrero, sin conciencia,
Me tragué los treinta y ocho.

Veinte y cuatro de Febrero,
Que es aquel célebre día
En que Francisco primero
Cayó rendido en Pavía.

Y el mismo en que a gobernar
La octava parte del mundo.
Nació el que vino a engendrar
A Don Felipe segundo.

Y en que derribó además
El trono de San Luis,
Veintitrés años atrás,
La república en París.

¡Esta vida es horrorosa.
Nunca ocurre nada nuevo,
Y siempre la misma cosa
De un relevo a otro relevo!

¡Don Juan Clemente Zenea!
Y apenas dicen Clemente,
Dejo que el cabo me vea
Y le contesto: ¡Presente!

Corriente, está bien, señor.
Dice luego el caporal.
y yo digo en mi interior :
Pues no está bien, que está mal.

Lo mucho que aquí he sufrido
No lo quiero referir,
Pues usted lo habrá sabido,
O lo puede presumir.

Baste saber que pedí
Un médico en un dolor,
Y dijeron que un mambí
No necesita doctor.

No me quejo con despecho
De tanta curiosidad
Que parece que me han hecho
Alguna celebridad.

No del jején ni el zancudo
Ni del flautista hablaré,
Que el tosco sobreagudo
Se mata buscando el re.

Del calor no saco cuenta.
Porque sé que en este mes
Farenheit nos marca ochenta.
Si no sube a ochenta y tres. 


Originalmente publicado en La Habana Elegante, el 26 de agosto de 1894.