sábado, 16 de marzo de 2024

Italo Calvino en dos mitades



Tiempos modernos (Buenos Aires), Año I, núm. 1., 1 de diciembre 1964, pp. 35-36. Antes en Marcha, XXI, 8 de mayo de 1964. 

miércoles, 13 de marzo de 2024

Anécdotas, premios, bodas

 



"1964: Premio Casa de las Américas", fotos Osvaldo Salas, Korda y Félix Ayón, Revista Cuba, marzo de 1964, pp. 18-21


martes, 12 de marzo de 2024

domingo, 10 de marzo de 2024

El hecho histórico y la imaginación en la novela


  Italo Calvino


 La situación en que me encontraba al comenzar a escribir se asemeja mucho a la situación en que se encuentran hoy los jóvenes escritores cubanos. Por eso pienso que quizá mi experiencia pueda interesarles. En 1945, en el momento de la Liberación, la literatura italiana se encontró con un público nuevo. Antes había sido una literatura para pocos, y el gran público buscaba sobre todo los autores extranjeros. Después de la guerra, junto con el despertar político se manifestó una sed general de cultura. Y había mucho que contar, después de la tremenda experiencia que Italia había vivido; y era preciso descubrir la verdadera Italia, que el fascismo había ocultado a los italianos.

 En la literatura italiana, la novela no había tenido nunca, en el pasado, una vida exuberante; durante el fascismo, eran tantos los temas prohibidos que casi no era posible escribir novelas, y este género literario había estado a punto de desaparecer. En los últimos años del fascismo, había empezado una nueva narrativa que, a pesar de la censura, expresaba su carácter antifascista: recordaré ante todo la áspera tensión existencial y estilística de Elio Vittorini y Cesare Pavese, para referirme a los que tenían entonces (y para mí siguen teniendo) mayor prestigio entre los jóvenes, y citaré a Alberto Moravia que fue durante muchos años el único verdadero novelista italiano, y Romano Bilendri, con su austero rigor, y a Vitaliano Brancati que debía inventar la gran sátira de la pequeña burguesía fascista, y Vasco Pratolini con su espontánea vena popular.

 Pero ahora yo quisiera hablarles de la promoción que siguió a aquella, la que comenzó a escribir en el momento de la Liberación. Creo que esta situación es semejante a la que existe hoy en Cuba. Lo veo incluso en muchos manuscritos que he examinado para el concurso de la Casa de las Américas. Por ejemplo, veo que los temas de la Revolución, de la lucha de los guerrilleros, preocupan a muchos jóvenes escritores cubanos, del mismo modo que los temas de la Resistencia, de la lucha antifascista nos preocupaban a nosotros que en la guerrilla de los partigiani descubrimos la vida.

 En los últimos veinte meses de la Guerra Mundial, de septiembre de 1943 hasta abril de 1945, Italia combatió a los fascistas y los alemanes con una guerrilla de masas, una de las más cruentas de la Resistencia europea. Esta experiencia inspiró muchos autores ya maduros sino también por principiantes, pero no me siento capaz de darles en título de una novela de la Resistencia italiana. Porque creo que precisamente aquellos que se propusieron escribir la novela de la Resistencia, pretendieron demasiado y por eso fracasaron. El inmenso significado que la Resistencia ha tenido en la historia de nuestro pueblo ha quedado representada en libros como una admirable recopilación de cartas de condenados a muerte, o en un libro ejemplar de historia de la Resistencia en todos sus aspectos como el de Roberto Battaglia, o de muchos libros de testimonios y recuerdos.

 En lo que respecta a las novelas y los cuentos, los mejores con los que no han tenido propósitos pedagógicos o conmemorativos pero nos han dado, en cambio, algunos aspectos de aquel período que sólo la literatura podía registrar: el ritmo épico y picaresco y despiadado de la guerrilla, o quizá el ritmo interior, lírico y doloroso que la tragedia y la épica colectivas suscitan en el individuo. Cuando comenzamos a escribir nuestros maestros eran, además de Pavese y Vittorini, los escritores norteamericanos de absoluta sobriedad estilística y de áspero sabor vital como Hemingway y los primeros escritores soviéticos del tiempo de la guerra civil como Isaac Babel y sus extraordinarios y crueles cuentos de cosacos. Nuestra intención era dar, de la guerrilla, la vitalidad, la aventura, el olor de la pólvora. Muchos cuentos que escribimos entonces han envejecido porque están unidos a un amaneramiento, a un clima que pertenecen ya al pasado.

 Pero han quedado excelentes historias, las más sobrias y directas, que se leen como aventuras fuera del tiempo a pesar de estar apoyadas en una tensión que daba la época y que yo quisiera tener hoy. Puedo citar como ejemplo a un escritor de mi generación que murió prematuramente: Beppe Fenoglio. Era un escritor que nunca salió de su pueblo natal en el Piamonte y que había tenido como única experiencia de vida la de haber sido Comandante de partigiani, de guerrilleros. Fenoglio escribió muy poco, todas sus novelas y cuentos podrían publicarse en un solo volumen de quinientas páginas. Son historias de guerrilleros, historias de campesinos, animadas por una fuerza de lenguaje, un ritmo narrativo y una tensión interior extraordinarios. Fenoglio no tenía más idea política que su fidelidad a la lucha de Resistencia. Pero en sus cuentos, los guerrilleros no aparecen jamás idealizados ni son personajes ejemplares. Y sin embargo, nadie ha dado como Fenoglio el auténtico sabor de la guerrilla. Y los verdaderos valores morales en juego se destacan precisamente porque Fenoglio no los menciona siquiera y porque sabe narrar desprejuiciadamente, como se habla entre compañeros de lucha. A este respecto quiero contarles mi experiencia personal.

  Cuando en 1946 escribí mi primera novela, El sendero de los nidos de araña, era un momento en que, más de un año después de la Liberación, la burguesía comenzaba a decir que los rebeldes eran bandidos y delincuentes; al mismo tiempo se comenzaba a hablar, en la literatura de izquierda, de la necesidad de crear el héroe socialista modelo de todas las virtudes. Yo quería rebatir a la burguesía pero también me molestaba la perspectiva de reducir a un plan pedagógico aquel áspero y rico sentido de la realidad que habíamos conquistado y que nos había abierto una nueva dimensión de la vida. Entonces escribí la historia de un destacamento de guerrilleros en el que los jefes concentraban a los peores elementos de las brigadas e hice protagonista principal a un niño de los bajos fondos: yo había conocido personajes semejantes y reproduje su manera de hablar y sus actitudes. Por supuesto que también había conocido guerrilleros mucho mejores que aquellos; es más, los que yo describía eran en la realidad mucho mejores que la imagen que yo daba de ellos, pero en aquel momento mi intención era decir ante todo a los burgueses: “Aun en el caso de que todos los guerrilleros hayan sido como estos, siempre serán cien veces mejor que ustedes.” Y decirles también a los defensores de una literatura virtuosa: “¡Qué me importan a mí los hombres ya perfectos! La lucha es el proceso por el que los hombres llegan a ser mejores de lo que son. ¡Es ésta la fase que interesa a nuestra literatura!”.

 Fue un libro muy desigual e inmaduro que, sin embargo, algunos apreciaron y continúan apreciando y que ganó el respeto de todos. Y eso se debe a que mis razones no eran solamente formales ni correspondían únicamente a una necesidad individual de expresión. Se habían dado al mismo tiempo una seria de condiciones -literarias, ideológicas, humanas- que quizás se presentan sólo una vez en la vida de un hombre.

 Me he detenido en este género de literatura para decirles qué reserva de vitalidad puede encontrar el escritor que toma su primer impulso en una época de grandes acontecimientos. No importa si son muchos los que, una vez escrito el primer libro, no encuentran después las fuerzas para continuar. Nosotros en Italia hemos tenido varios autores de un solo libro cuando, después de la guerra, todos tenían una historia para contar. Pero entre esos libros únicos algunos eran muy hermosos, y estos fueron libros cuyos autores no pretendían enseñar, sino sólo contar, representar. Para escribir, es preciso tener fe en el significado implícito en los hechos, en las cosas de la vida, en la verdad que se esconde en cada individuo. Es escritor el que sabe descubrir la alegría en las circunstancias más dramáticas, el que sabe descubrir la humilde verdad cotidiana en las páginas de la historia que habitualmente se comentan con palabras grandilocuentes y genéricas.

 Actualmente los críticos italianos más refinados desprecian esta literatura de la vitalidad, esta literatura en que personajes, problemas y lenguaje se mueven en un nivel elemental, y sin embargo, yo creo precisamente que esa literatura dio un gran impulso a toda la literatura italiana. Por lo que a mí respecta, debo decir que no he perdido esta pasión por las historias de acción, donde la realidad asume aspectos fabulosos; y cuando me he encontrado con una realidad más gris y tranquila, en la que no podía dar nueva vida al espíritu de mi iniciación literaria, he tratado de mantenerlo vivo transfiriéndolo a historias imaginarias, entre la fábula y la novela de aventuras. Y así nacieron esos libros fantásticos que quizás algunos de ustedes hayan leído.

 Pero al mismo tiempo he continuado escribiendo cuentos inspirados en la realidad de la época, y aquí entra en juego una vena más reflexiva, crítica que comienza en el cuento para terminar en el ensayo y la meditación. En los cuentos de ambiente contemporáneo que he escrito en los últimos años, el protagonista es siempre un intelectual que, en cierto modo, se me parece. Es como si ahora no me quedaran más que dos caminos abiertos: el cuento fantástico y la autobiografía. La identificación con personajes distintos del proprio es un don que quizá sólo sea posible tener en épocas revolucionarias.

 Ese problema de la identificación con la realidad objetiva también nos preocupó mucho. Al finalizar la guerra, Italia sintió la urgente necesidad de conocerse a sí misma, de saber qué era, cómo era. Durante veinte años el fascismo había impedido toda imagen de la realidad que no fuese retórica. La literatura y el cine se lanzaron al descubrimiento de Italia, en particular de la Italia más pobre de las regiones meridionales. Pienso que también ustedes están viviendo un momento de esas características.

 Para nosotros fue la época de oro del “neorrealismo italiano”, un clima literario que corresponde a experiencias análogas de la literatura latinoamericana. El neorrealismo italiano dio gran número de obras excelentes (sobre todo en el cine, y algunas en la literatura) y también muchas obras mediocres. Y llegó a crear un amaneramiento, una nueva retórica. En cierto momento se comprendió que si lo que se quería era conocer la sociedad, la novela y el cuento no eran ya los medios más eficaces. Así comenzó la fase de los testimonios de vida recogidos directamente y de viva voz entre los pobres, los campesinos, los pastores, los desocupados, los bandidos.

 La intervención del literato se limitaba a recoger y editar, y pudo verse que, cuanto menor era esa intervención, mayor era el valor del testimonio. Rocco Scottellaro y Danilo Dolci comenzaron a recoger testimonios en las zonas más atrasadas de la Italia meridional. Este tipo de documentación se extendió más tarde a los aspectos de la vida industrial del norte de Italia; y rápidamente nació toda una literatura hecha de documentos dictados por obreros y campesinos. Naturalmente esto no es literatura sino un medio de conocimiento, un medio que por sí solo no es suficiente si no va acompañado del ensayo sociológico y político, de la discusión y el análisis. Si en otras épocas (y todavía hoy en muchos países) la novela era el principal instrumento de conocimiento crítico de la sociedad, en mi opinión ese instrumento es hoy anticuado e insuficiente.

 Para describir la sociedad hay que recurrir a muchos medios: la encuesta sociológica de nivel científico, la documentación y el examen de los aspectos más importantes de elevado nivel periodístico. En cuanto a la divulgación entre el gran público, el cine constituye en medio insuperable. Hoy en Italia el debate político está apartándose de los slogans para tener más en cuenta el análisis de una realidad en movimiento; y se realizan estudios sociológicos que comienzan a dar resultados, aunque todavía insuficientes; y tenemos la prensa, que, en los periódicos, revistas, semanarios, está atenta para registrar los cambios más mínimos de nuestra sociedad y comentarlos desde varios puntos de vista ideológicos; y el cine que se apodera inmediatamente de esos temas para representarlos y comentarlos.

 ¿Qué le queda por descubrir a la novela en la realidad social? Yo creo que este envejecimiento de la novela como representación directa de la sociedad será cada vez más acentuado en todos los países, capitalistas o socialistas, a medida que se vayan multiplicando los instrumentos de conocimiento y de crítica de la realidad, como es indispensable en toda sociedad moderna. Y sin embargo, existen aspectos de la realidad social que la literatura y sólo la literatura revela, incluso si el autor no tiene la intención de descubrir una realidad social. La última novela de Alberto Moravia (La noia) no es una novela social. Y sin embargo, los diálogos absolutamente vacíos de la protagonista Cecilia, su total falta de sentido de los valores, las infructuosas tentativas de su amante para lograr que sus relaciones eróticas sean relaciones con una presencia concreta y real y no un ritual abstracto, de gestos en el vacío: todo esto nos dice algo de nuestra sociedad en la que ejercen su dominio los objetos y el dinero y donde los seres humanos están reducidos a cosas, maniquíes, autómatas.

 Algo que no podía haberse dicho más que a través de la invención literaria. La literatura es útil en la medida en que dice aquello que el sociólogo, el político, el historiador, el filósofo, el científico podrán reconocer como útil y justo. Naturalmente hay que calcular un porcentaje de riesgo, un margen de error. Por esto hay que dejar lugar para la experimentación de todos los laboratorios. Y así llegamos a la situación italiana actual.

 A la atmósfera de entusiasmo popular de los primeros tiempos de la postguerra, siguieron la tensión y los dilemas de la guerra fría y luego la euforia y las contradicciones del neocapitalismo. Y esto no dejó de tener consecuencias en la literatura. Después del primer momento heroico y confuso de que les hablé al comienzo, la novela italiana entró en una etapa en la que predominan la nostalgia, la melancolía, la elegía del tiempo que transcurre. Carlos Cassola y Giorgio Bassani con los nombres más representativos de este tipo de literatura. Ambos comenzaron como escritores refinados para un público difícil y en los últimos años ambos han obtenido un extraordinario éxito de público y tiradas excepcionales.

 Cassola es un escritor de austera sencillez y la atmósfera de sus bocetos de provincia toscana pobre es gris, cotidiana, casi escuálida; Cassola es un enemigo declarado de toda la literatura de nuestro siglo y, en particular, de todas las vanguardias; reconoce que le debe mucho a un solo libro de la literatura moderna, el primer libro de cuentos de Joyce: Dubliners. Bassani, en cambio, es un escritor que, en sus crónicas de la burguesía de una culta y rica ciudad de provincia, Ferrara, tiende a un refinamiento psicológico y a un preciosismo evocador y nostálgico. Sus autores preferidos son Henry James y Marcel Proust. Pero también él siente un absoluto desdén por todos los autores que surgieron después de aquéllos, por toda vanguardia e innovación formal. La Resistencia figura como constante punto de referencia también en los libros de Cassola y Bassani, que precisamente a esa época han dedicado sus mejores obras. Pero tanto Bassani como Cassola ven los años heroicos a través de un velo de melancolía: el elemento que triunfa es el tiempo en su transcurrir; la épica se transforma en elegía.

 No en vano es Bassani el descubridor de una novela escrita por un príncipe siciliano, que ha llegado a ser un bestseller en Italia y en el extranjero: Il Gattopardo, que es justamente la novela de la inutilidad del esfuerzo humano por dar un sentido a la historia. Por su parte, Cassola es un gran admirador de la novela de Boris Pasternak, novela que, en la escala gigante de la llanura rusa también expresa una visión pesimista de la historia.

 Esta atmósfera literaria puede darnos una idea del estado de ánimo del italiano medio de hoy: una vaga insatisfacción que parece querer huir de las tensiones demasiado dramáticas, alejarlas en el limbo de la memoria y al mismo tiempo salvarse de la contaminación de una realidad como la presente, tan comercial, dominada por el dinero, y defenderse del ritmo infernal de producción y consumo.

 Como hemos visto en Cassola y Bassani, este estado de ánimo puede ir acompañado de ideales progresistas y antifascistas y de la fidelidad a la Resistencia. Es preciso decir que este acontecimiento fundamental en la historia italiana que fue la Resistencia, después de veinte años de dictadura fascista, ha marcado hasta hoy toda la literatura y la cultura italianas, y también el cine. Si hace unos diez años podía parecer que el público se había cansado de oír hablar de esos temas, en los últimos tiempos las novelas de mayor éxito, y muchos films, nos transportan nuevamente a esa época: las nuevas generaciones se apasionan por conocer y discutir la época de sus padres.

 Todo esto que acabo de decirles muestra cómo un hecho histórico revolucionario puede continuar proyectando su imagen de diversas maneras en los años sucesivos. Es cierto que aquel replegarse idílico y elegíaco que he tratado de esbozar no satisface a todos. No satisface sobre todo a los que como Elio Vittorini creen que la literatura debe expresar el sentido de nuestro tiempo y dominar el futuro. No satisface a la generación más joven, ávida de novedades formales, por muchas buenas razones, y por otras que no lo son tanto, como el deseo de publicidad, la impaciencia y la improvisación. Los nuevos experimentos formales se pueden dividir en dos categorías principales: los experimentos de estructura y los experimentos lingüísticos.

 Me gustaría hablarles de los experimentos de estructura, pero, como los diversos ejemplos franceses de nouveau roman son hasta ahora mucho más importantes que lo que se ha hecho en Italia en este campo, terminaría por hablarles de literatura francesa y no de literatura italiana. Más sólida y con profundas raíces en nuestra tradición es la experimentación lingüística. Ángel Rama habló en esta misma sala la semana pasada del problema lingüístico en América Latina. En Italia, la cuestión de la lengua se plantea de manera muy distinta, pero las conclusiones a las que podemos llegar son semejantes. Para nosotros, el problema reside en la relación entre la lengua literaria y los diversos dialectos que se hablan en las diferentes regiones. La verdadera vitalidad del lenguaje de muchos de nuestros principales escritores está en el trasfondo de dialecto que corre bajo la lengua, con efectos a veces inconscientes, a veces estudiados. A partir de esta idea, no faltó quien en los últimos años ha sostenido que sólo escribir en dialecto puede dar garantía de sinceridad y de realismo.

 Pier Paolo Pasolini, uno de los escritores y poetas más inteligentes de mi generación, ha escrito dos novelas en el dialecto de Roma o, para decirlo mejor, en la jerga de los jóvenes del lumpen romano y sus páginas no nacen sólo de un realismo brutal y picaresco sino también de una vena lírica sensible, a pesar de que emplea una limitada gama de expresiones elementales y bastas. Yo no estoy de acuerdo con Pasolini sobre este empleo del dialecto. Pienso que, hoy más que nunca el escritor necesita una lengua rica y flexible que reciba alimento de la vida misma, de la expresión hablada (si no se torna abstracta e intelectual) pero que tenga al mismo tiempo la posibilidad de expresar el máximo de inteligencia crítica.

 En el fondo, no se trata de una cuestión puramente estético-lingüística. Pier Paolo Pasolini cree en el pueblo como naturaleza, como portador de una felicidad sensual y espontánea que constituye su fuerza natural; para mí, en cambio, el pueblo es ante todo el resultado de un proceso histórico. Y sin embargo, me parece importante que los que escriben novelas realistas y populares tengan en cuenta el idioma hablado: lo que para nosotros es el dialecto y para los cubanos las peculiaridades de la lengua que habla el pueblo de Cuba.

 Existe un problema de la expresión que es un problema lingüístico y sociológico, más que literario, y sin embargo la literatura no puede prescindir de él, particularmente en las novelas que se piensan y narran desde el punto de vista del pueblo. Esta es la primera dificultad que presenta la novela de fondo político: el lenguaje político, el de los periódicos y discursos es diferente del hablado; no bien se le incorpora a una novela o a un cuento, desentona. ¿Cómo resolver esta dificultad en la novela? Es un problema aún abierto a la discusión.

 En Italia hay lo que podría llamarse una escuela de novelistas que tiene por tema principal de su trabajo el problema del lenguaje, la relación entre lengua hablada y lengua escrita, los distintos niveles de la lengua hablada y de la lengua escrita. El escritor que Pier Paolo Pasolini y también otros grupos interesados en la literatura experimental reconocen como maestro es un hombre de más de sesenta años, considerado hasta hace poco un escritor para minorías, un escritor casi incomprensible y que sólo ahora está alcanzando la celebridad tanto en Italia como en el extranjero: Carlos Emilio Gadda. Gadda vive retirado; ha practicado la literatura como una pasión privada, al margen de su profesión de ingeniero. Sus cuentos, sus libros de recuerdos y ensayos, sus novelas (o troncos de novela, porque están todas inconclusas) nacen de un sentido de la lengua, de los centenares de lenguajes que se superponen en nuestra vida cotidiana: una mimesis lingüística que va hasta la neurosis, la obsesión. Se pasa del dialecto (el milanés, porque Gadda es de Milán, o el romano, porque Gadda vive en Roma) al lenguaje burocrático o al científico o al italiano literario más preciso.

 La posición de Gadda en la literatura italiana es la de ciertos escritores inimitables e intraducibles como James Joyce en la literatura inglesa, o Raymond Queneau en la literatura francesa. Pero a pesar de su unicidad, la conciencia de la complejidad de la expresión lingüística que Gadda representa es una lección que sin duda será importante para toda nuestra joven literatura asimilar la enseñanza de grandes críticos estilísticos extranjeros: Leo Spitzer y Eric Auerbach.

 Les he hablado de aspectos y formas que se refieren, en su mayor parte, a lo que se suele definir como novela realista. Sabiendo que he escrito novelas fantásticas alguno de ustedes se preguntará por qué no he hablado de la novela realista. Y agregaré que, por lo que toca a la novela fantástica, la discusión teórica sobre la propia experiencia es menos necesaria: diría casi escribir una novela fantástica no es una cosa que se aprende; se es escritor fantástico con un mundo poético proprio, grande o pequeño, y en ese caso hay que aceptarlo como tal, o no se es y entonces no queda nada por decir.

 Ustedes en Cuba tienen una corriente de escritores fantásticos, según una tradición muy fuerte en América Latina. Confío en que esta tradición se mantenga y enriquezca, paralelamente a la tradición realista, y más aún, en relación dialéctica con ella. La afirmación de que la literatura progresista y revolucionaria sea forzosamente realista es una mentira grande como una casa. En cambio, es verdad que muchos de los más grandes escritores revolucionarios, de Swift y Voltaire a Gogol y Bertold Brecht han sido escritores fantásticos. Y que incluso escritores fantásticos que no han escrito con una intención satírica consciente sino siguiendo caminos más caprichosos o misteriosos, de Hoffman y Edgar Allan Poe a Kafka y Beckett, son para el lector dotado de inteligencia histórica y política fuentes inagotables de interpretaciones y reflexiones. Y también es cierto que ha habido grandes escritores realistas que eran conservadores, como Balzac o Flaubert, y nada es más útil que leer sus obras para comprender su tiempo y el mundo en general.

 En suma, todo escritor debe ser muy riguroso y severo en la propia obra pero también debe estar dispuesto a reconocer el valor, incluso en las obras más alejadas de su estilo, gusto y concepción ideológica. Esto se llama saber leer, es decir, saber adueñarse de aquella mirada particular que el escritor echa sobre el mundo, y que enriquece la manera de mirar de todos nosotros. Ser riguroso en el proprio trabajo y tener amplitud de criterio para juzgar el trabajo de los demás es una norma que vale para los hombres de letras, y no sólo para ellos.

 Un mundo que pretenda desarrollar únicamente una literatura fantástica termina por producir una literatura sin chispa de fantasía, basada en la repetición de fórmulas, porque sin el alimento de la realidad la fantasía no vive. Y, por otra parte, un mundo que pretenda tener sólo una literatura realista termina por perder el sentido de la realidad, y su literatura parecerá realista y será abstracta; porque sin el fermento de la imaginación no se llegan a ver las cosas como son.


  "El hecho histórico y la imaginación en la novela", Casa de las Américas, año IV, no. 26, octubre-noviembre, 1964, pp. 154-161.


viernes, 8 de marzo de 2024

Carlo Emilio Gadda, El zafarrancho



  Italo Calvino


 La intención de Carlo Emilio Gadda cuando se puso a escribir El zafarrancho aquél de Vía Merulana (Quer pasticciaccio brutto de via Merulana), en 1946, era hacer una novela policiaca y también una novela filosófica. La intriga policiaca se inspiraba en un delito acaecido recientemente en Roma. La novela se basaba en una concepción enunciada desde las primeras páginas: nada puede explicarse si nos limitamos a buscar una causa para cada efecto, porque cada efecto es determinado por una multiplicidad de causas, cada una de las cuales a su vez tiene tras sí muchas otras causas; por lo tanto cada hecho (por ejemplo un delito) es como un torbellino en el que convergen corrientes distintas, cada una de ellas movida por impulsos heterogéneos y ninguna de las cuales se puede descuidar en la busca de la verdad.

 En un cuaderno filosófico hallado entre sus papeles después de su muerte (Meditazione milanese), Gadda exponía una visión del mundo como «sistema de sistemas». A partir de sus filósofos preferidos, Spinoza, Leibniz, Kant, el escritor había construido su propio «discurso del método». Cada elemento de un sistema es a su vez sistema; cada sistema particular se relaciona con una genealogía de sistemas; cada cambio de un elemento implica la deformación de todo el sistema.

  Pero lo que más importa es la forma en que esta filosofía del conocimiento se refleja en el estilo de Gadda: en el lenguaje, que es una densa amalgama de expresiones populares y doctas, de monólogo interior y prosa artística, de dialectos diversos y citas literarias; en la composición narrativa en la que los más mínimos detalles se agigantan y terminan por ocupar todo el cuadro y por esconder o borrar el diseño general. Es lo que sucede en esta novela en la que la intriga policiaca se va olvidando poco a poco: tal vez estemos a punto de descubrir quién ha matado y por qué, pero la descripción de una gallina o de los excrementos que esa gallina deposita en el suelo se vuelve más importante que la solución del misterio.

 Lo que Gadda quiere representar es el bullente caldero de la vida, la estratificación infinita de la realidad, el nudo inextricable del conocimiento. Cuando esta imagen de complicación universal que se refleja en cada mínimo objeto o acontecimiento llega al paroxismo extremo, es inútil preguntarse si la novela está destinada a quedar inconclusa o si podría continuar al infinito abriendo nuevos remolinos en el interior de cada episodio. Lo que Gadda quería expresar verdaderamente es la congestionada sobreabundancia de esas páginas a través de las cuales cobra forma un único, complejo objeto, organismo y símbolo que es la ciudad de Roma.

 Porque hay que decir ya mismo que este libro no quiere ser solamente una novela policiaca y una novela filosófica, sino también una novela sobre Roma. La Ciudad Eterna es la verdadera protagonista del libro, en sus clases sociales, desde la burguesía hasta el mundo de la delincuencia, en las voces de su habla dialectal (y de los diferentes dialectos, sobre todo meridionales, que afloran en su melting-pot), en su extroversión y en su inconsciente más turbio, una Roma en la que el presente se mezcla al pasado mítico, en que Hermes o Circe son evocados a propósito de las historias más plebeyas, en que personajes de criadas o de ladronzuelos se llaman Eneas, Diomedes, Ascanio, Camila, Lavinia como los héroes y las heroínas de Virgilio. La Roma harapienta y vocinglera del cine neorrealista (que justamente en esos años conocía su edad de oro) adquiere en el libro de Gadda un espesor cultural, histórico, mítico que el neorrealismo ignoraba. Y también entra en juego la Roma de la historia del arte, con referencias a la pintura renacentista y barroca (como la página sobre los pies desnudos de los santos, con sus enormes pulgares).

 La novela de Roma escrita por alguien que no es romano. Gadda era en realidad milanés y estaba profundamente identificado con la burguesía de su ciudad natal cuyos valores (concreción práctica, eficiencia técnica, principios morales) sentía arrollados por la preponderancia de otra Italia embrollona, estrepitosa y sin escrúpulos. Pero aunque sus cuentos y su novela más autobiográfica (El aprendizaje del dolor) hunden sus raíces en la sociedad y en el habla dialectal de Milán, el libro que lo puso en contacto con el gran público es esta novela escrita en gran parte en dialecto romanesco, en la que Roma es vista y entendida con una participación casi fisiológica, aun en sus aspectos infernales, de aquelarre de brujas. (Y sin embargo, en los tiempos en que escribía El zafarrancho, Gadda conocía Roma sólo por haber vivido apenas unos años, en la década de los años treinta, cuando era director de las instalaciones termoeléctricas del Vaticano.)

 Gadda era el hombre de las contradicciones. Ingeniero electrotécnico (había ejercido su profesión durante unos diez años, sobre todo en el extranjero), trataba de dominar con una mentalidad científica y racional su temperamento hipersensible y ansioso, pero no hacía más que exasperarlo y desahogaba en la escritura su irritabilidad, sus fobias, sus paroxismos misantrópicos que en la vida reprimía bajo la máscara de cortesía ceremoniosa de un hombre distinguido de otros tiempos.

  Considerado por la crítica como un revolucionario de la forma narrativa y del lenguaje, un expresionista o un secuaz de Joyce (fama que tuvo desde los comienzos en los ambientes literarios más exclusivos y que se renovó cuando los jóvenes de la nueva vanguardia de los años sesenta lo reconocieron como maestro inmediato), en cuanto a gustos literarios personales prefería los clásicos y la tradición (su autor favorito era el calmo y sabio Manzoni) y sus modelos en el arte de la novela eran Balzac y Zola. (Del realismo y naturalismo del siglo XIX tenía algunos de los dones fundamentales, como la expresión de personajes, ambientes y situaciones a través de la corporeidad física, las sensaciones materiales, como la del vaso de vino saboreado durante el almuerzo con que empieza este libro.)

  Ferozmente satírico hacia la sociedad de su tiempo, animado por un odio realmente visceral a Mussolini (como lo prueba el sarcasmo con que evoca la facha —pura quijada— del Duce), Gadda era en política contrario a todo radicalismo, un hombre de orden moderado, respetuoso de las leyes, nostálgico de la buena administración de otros tiempos, un buen patriota cuya experiencia fundamental había sido la primera guerra mundial combatida y sufrida como oficial escrupuloso, con la indignación que nunca había dejado de sentir por el mal que pueden provocar la improvisación, la incompetencia, la inconstancia. En El zafarrancho, cuya acción se supone que se desarrolla en 1927, en los comienzos de la dictadura de Mussolini, Gadda no se limita a una fácil caricatura del fascismo: analiza capilarmente los efectos que produce en la administración cotidiana de la justicia la falta de respeto a la división de los tres poderes teorizada por Montesquieu (y se hace alusión explícita al autor de El espíritu de las leyes).

 Esa necesidad constante de concreción, de individualismo, ese apetito de realidad son tan fuertes que crean en la escritura de Gadda congestiones, hipertensiones, atascos. Las voces de los personajes, sus pensamientos, sus sensaciones, los sueños de sus inconscientes se mezclan con la omnipresencia del autor, con sus estallidos de impaciencia, sus sarcasmos y la apretada red de las alusiones culturales; como en la performance de un ventrílocuo, todas estas voces se superponen en el mismo discurso, a veces en la misma frase con cambios de tono, modulaciones, falsetes. La estructura de la novela se deforma desde dentro por la excesiva riqueza de la materia representada y por la excesiva intensidad de que la carga el autor. El dramatismo existencial e intelectual de este proceso está totalmente implícito: la comedia, el humour, la transfiguración grotesca son los modos de expresión naturales de este hombre que siempre fue muy infeliz, que vivió atormentado por las neurosis, por la dificultad de sus relaciones con los demás, por la angustia de la muerte.

 Sus proyectos no contemplaban innovaciones formales para desordenar la estructura de la novela; soñaba con construir sólidas novelas totalmente en regla, pero nunca conseguía llevarlas hasta su término. Las tenía en suspenso durante años y se decidía a publicarlas sólo cuando había perdido toda esperanza de acabarlas. Se diría que a El aprendizaje del dolor y a El zafarrancho le hubieran bastado unas pocas páginas más para dar una terminación a la intriga. Él mismo desmembró otras novelas en cuentos y no es imposible reconstruirlas juntando los diferentes pedazos.

 El zafarrancho narra una doble investigación policial de dos hechos criminales, uno trivial y el otro atroz, ocurridos en la misma manzana del centro de Roma con pocos días de diferencia: un robo de joyas a una viuda en busca de consuelo y el asesinato a cuchilladas de una mujer casada, inconsolable porque no podía tener hijos. Esta obsesión de la maternidad frustrada es muy importante en la novela: la señora Liliana Balducci se rodeaba de muchachas a las que consideraba hijas adoptivas hasta que por una razón o por otra se separaba de ellas. La figura de Liliana, dominante aun como víctima, y la atmósfera de gineceo que se extiende a su alrededor abren como una perspectiva llena de sombras sobre la feminidad, misteriosa fuerza de la naturaleza frente a la cual Gadda expresa su turbación en páginas donde las consideraciones sobre la fisiología de la mujer se relacionan con metáforas geográfico genéticas y con la leyenda del origen de Roma que mediante el rapto de las Sabinas asegura su propia continuidad. El tradicional antifeminismo que reduce a la mujer a la función procreadora está expresado con mucha crudeza: ¿cómo un registro flaubertiano de las idées reçues o porque también el autor las comparte? Para definir mejor el problema es preciso tener presentes dos circunstancias del autor, una histórica y la otra psicológica, subjetiva. En tiempos de Mussolini el primer deber de los italianos, inculcado por la machacona propaganda oficial, era el de dar hijos a la Patria; sólo los padres y madres prolíficos eran considerados dignos de respeto. En medio de esta apoteosis de la procreación, Gadda, soltero oprimido por una timidez paralizante frente a cualquier presencia femenina, se sentía excluido y lo padecía con un sentimiento ambivalente de atracción y repulsión.


 Atracción y repulsión animan la descripción del cadáver de la mujer horriblemente degollado, en una de las páginas más preciosas del libro, como un cuadro barroco del martirio de una santa. El comisario Francesco (Chicho) Ingravallo dedica una atención especial a la investigación del delito, primero porque conocía (y deseaba) a la víctima; segundo, porque es un meridional nutrido de filosofía y animado de pasión científica y de sensibilidad hacia todo lo que sea humano. Él es quien teoriza sobre la multiplicidad de las causas que concurren a determinar un efecto, y entre esas causas (dado que entre sus lecturas parece figurar incluso Freud) incluye siempre el eros en alguna de sus formas.

 Si el comisario Ingravallo es el portavoz filosófico del autor, hay también otro personaje con el que Gadda se identifica en el plano psicológico y poético, y es uno de los inquilinos de la casa, el funcionario retirado Angeloni, que por la turbación con que responde a los interrogatorios es considerado en seguida sospechoso, a pesar de ser la persona más inofensiva del mundo. Angeloni, solterón introvertido y melancólico, paseante solitario por las calles de la vieja Roma, sometido a las tentaciones del gusto y quizás a otras, tiene la costumbre de encargar en las charcuterías jamones y quesos que llevan a domicilio unos recaderos de pantalón corto. La policía busca a uno de esos muchachos, probable cómplice del robo y quizá también del asesinato. Angeloni, que evidentemente vive con el temor de que le atribuyan tendencias homosexuales, celoso como es de su respetabilidad y de su privacy, se enreda en reticencias y contradicciones y termina siendo detenido.

 Sospechas más graves recaen sobre un sobrino de la asesinada que debe explicar la posesión de un dije de oro con una piedra preciosa, un jaspe que ha sustituido un ópalo, pero esta pista tiene todo el aire de ser falsa. En cambio las investigaciones sobre el robo permiten obtener datos más prometedores, desplazándose de la capital a las aldeas de los Colli Albani (y pasando a ser de la competencia ya no de la policía sino de los carabineros) en busca de un electricista gigoló, Diomede Lanciani, que había frecuentado a la maniática viuda de las muchas joyas. En este ambiente pueblerino encontramos las huellas de varias muchachas a las que la señora Liliana había prodigado sus cuidados maternales. Y allí es donde los carabineros encuentran, escondidas en una bacinilla, las joyas robadas a la viuda, pero no sólo ésas, sino una que había pertenecido a la asesinada. La descripción de las joyas (como antes la del dije de oro con su jaspe o su ópalo) no son sólo performances de un virtuoso de la escritura, sino que añaden a la realidad representada otro nivel más —aparte del lingüístico, fonético, psicológico, fisiológico, histórico, mítico, gastronómico, etc.—, un nivel mineral, plutónico, de tesoros ocultos, implicando la historia geológica y las fuerzas de la materia inanimada en la triste historia de un delito. Y en torno a la posesión de las piedras preciosas se aprietan los nudos de la psicología o psicopatología de los personajes: la violenta envidia de los pobres, así como lo que Gadda define como la «psicosis típica de las insatisfechas» que lleva a la desventurada Liliana a colmar de regalos a sus protegidas.

 A la solución del misterio nos hubiera acercado un capítulo que, en la primera versión de la novela (publicada en 1946 por entregas en la revista mensual de Florencia Letteratura), figuraba como el IV, si el autor no lo hubiera suprimido en el volumen publicado en 1957, justamente porque no quería mostrar demasiado pronto sus cartas. El comisario interrogaba al marido de Liliana sobre la relación que había tenido con Virginia, una de las candidatas a hijas adoptivas, y el personaje de la muchacha parecía caracterizarse por sus tendencias lesbianas (la atmósfera sáfica en torno a la señora Liliana y a su gineceo se acentuaba), por la amoralidad, la avidez de dinero y la ambición social (se había convertido en amante de esa especie de padre adoptivo para extorsionarlo), por accesos de odio violento (lanzaba oscuras amenazas mientras cortaba el asado con un cuchillo de cocina).

 Entonces, ¿es Virginia la asesina? Toda duda al respecto queda eliminada al leer un inédito hallado y publicado recientemente (Il palazzo degli orí, Einaudi, Turín, 1983). Es el treatment de un filme que Gadda escribió contemporáneamente —parece, o poco antes, o poco después— a la primera versión de la novela, en el cual la trama entera se desarrolla y queda aclarada en todos sus detalles. (Nos enteramos también de que el autor del robo no es Diomede Lanciani sino Enea Retalli, quien dispara a los carabineros que van a detenerlo, y que lo matan.) El treatment (que no tiene nada que ver con el filme que en 1959 Pietro Germi basó en la novela y en el cual Gadda no colaboró) nunca fue tomado en cuenta por productores o cineastas, y no es de sorprenderse: Gadda tenía una idea más bien ingenua de la escritura cinematográfica, a base de continuos fundidos para revelar los pensamientos y el trasfondo. Para nosotros es una lectura muy interesante como cañamazo de la novela, pero no suscita una verdadera tensión ni como acción ni como psicología.

 En una palabra, el problema no reside en el Who’s done it?: en las primeras páginas de la novela ya se dice que lo que determina el delito es el «campo de fuerzas» que se crea en torno a la víctima; es la «coacción al destino» que emana de la víctima, de su situación en relación con los demás, la que teje la red de los acontecimientos: «ese sistema de fuerzas y de probabilidades que rodea a toda criatura humana y que se suele llamar destino».                                                                                                                                                                                  [1984]