lunes, 27 de abril de 2020

El número de Lunes



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Juicio Final


 Pablo Neruda


 Si hay en la duración de los dolores
una sofocación, un entretanto
que nos lleva y nos trae de temores
hasta llenar la copa del espanto,
hay en lo que hace el hombre y sus victorias
una rama de puro desencanto
y ésta crece sin pájaros ni pétalos:
no la riega la lluvia sino el llanto.

Este libro, primero entre los libros
que propagaron la intención cubana,
esta Canción de Gesta que no tuvo
otro destino sino la esperanza
fue agredido por tristes escritores
que en Cuba nunca liberaron nada
sino sus presupuestos defendidos
por la chaqueta revolucionaria.

A uno conocí, cínico negro,
disfrazado hasta el fin de camarada;
éste de cabaret en cabaret
ganó en París las últimas batallas
para llegar campante como siempre
a cobrar sus laureles en La Habana.

Y a otro conocí neutral eterno,
que huyendo de los nazis como rata
se portó silencioso como un héroe
cuando era su voz más necesaria.

Y otro tan retamar que despojado
de su fernández ya no vale nada
sino lo que le cuesta a los cubanos
vendiendo elogios y comprando fama.

Ay, Cuba, tu fulgor de estrella dura
lo defiende tu pueblo con sus armas!

Mientras Miami propala sus gusanos
tus propios escritores te socavan
y uno que se da cuenta de las cosas
y participa en la común batalla
distingue a los que luchan frente a frete
contra la ira norteamericana
de los que gastan tinta de su pueblo
manchando la centella solidaria.

Pero sabemos que a través del tiempo
a la envidia que escribe enmascarada
se le cae su rostro de combate
y se le ve la piel aminorada,
se le ve la mentira en la estatura
y se le ven las manos mercenarias.

En esa hora nos veremos todo.
Y desde ahora toco las campanas
para el juicio final de la conciencia.

Yo llegaré con mi conciencia clara.

Yo llegaré con la canción que tengo:
con lo que mi partido me enseñara;
llegaré con los mismos ojos lentos,
la misma voz, y con la misma cara,
a defender frente al insulto muerto,
Cuba, tu gesta revolucionaria.


 “XLIII, Juicio Final”, Canción de gesta, edición definitiva, OC, II, 1999, 972-73.  

domingo, 26 de abril de 2020

Fidel Castro / La carta de los cubanos



  Pablo Neruda

 Dos semanas después de su victoriosa entrada en La Habana, llegó Fidel Castro a Caracas por una corta visita. Venía a agradecer públicamente al gobierno y al pueblo venezolanos la ayuda que le habían prestado. Esta ayuda había consistido en armas para sus tropas, y no fue naturalmente Betancourt (recién elegido presidente) quien las proporcionó, sino su antecesor el almirante Wolfgang Larrazábal. Había sido Larrazábal amigo de las izquierdas venezolanas, incluyendo a los comunistas, y accedió al acto de solidaridad con Cuba que éstos le solicitaron.
 He visto pocas acogidas políticas más fervorosas que la que le dieron los venezolanos al joven vencedor de la revolución cubana. Fidel habló cuatro horas seguidas en la gran plaza de El Silencio, corazón de Caracas. Yo era una de las doscientas mil personas que escucharon de pie y sin chistar aquel largo discurso. Para mí, como para muchos otros, los discursos de Fidel han sido una revelación. Oyéndole hablar ante aquella multitud, comprendí que una época nueva había comenzado para América Latina. Me gustó la novedad de su lenguaje. Los mejores dirigentes obreros y políticos suelen machacar fórmulas cuyo contenido puede ser válido, pero son palabras gastadas y debilitadas en la repetición. Fidel no se daba por enterado de tales fórmulas. Su lenguaje era natural y didáctico. Parecía que él mismo iba aprendiendo mientras hablaba y enseñaba.
 El presidente Betancourt no estaba presente. Le asustaba la idea de enfrentarse a la ciudad de Caracas, donde nunca fue popular. Cada vez que Fidel Castro lo nombró en su discurso se escucharon de inmediato silbidos y abucheos que las manos de Fidel trataban de silenciar. Yo creo que aquel día se selló una enemistad definitiva entre Betancourt y el revolucionario cubano. Fidel no era marxista ni comunista en ese tiempo; sus mismas palabras distaban mucho de esa —posición política. Mi idea personal es que aquel discurso, la personalidad fogosa y brillante de Fidel, el entusiasmo multitudinario que despertaba, la pasión con que el pueblo de Caracas lo oía, entristecieron a Betancourt, político de viejo estilo, de retórica, comités y conciliábulos. Desde entonces Betancourt ha perseguido con saña implacable todo cuanto de cerca o de lejos le huela a Fidel Castro o a la revolución cubana.
 Al día siguiente del mitin, cuando yo estaba en el campo de picnic dominical, llegaron hasta nosotros unas motocicletas que me traían una invitación para la embajada de Cuba. Me habían buscado todo el día y por fin habían descubierto mi paradero, La recepción sería esa misma tarde. Matilde y yo salimos directamente hacia la sede de la embajada. Los invitados eran tan numerosos que sobrepasaban los salones y jardines. Afuera se agolpaba el pueblo y era difícil cruzar las calles que conducían a la casa.
 Atravesamos salones repletos de gente, una trinchera de brazos con copas de cóctel en alto. Alguien nos llevó por unos corredores y unas escaleras hasta otro piso. En un sitio sorpresivo nos estaba esperando Celia, la amiga y secretaria más cercana de Fidel. Matilde se quedó con ella. A mí me introdujeron a la habitación vecina. Me encontré en un dormitorio subalterno, como de jardinero o de chofer. Sólo había una cama de la cual alguien se había levantado precipitadamente, dejando sábanas en desorden y una almohada por el suelo. Una mesita en un rincón y nada más. Pensé que de allí me pasarían a algún saloncito decente para encontrarme con el comandante. Pero no fue así. De repente se abrió la puerta y Fidel Castro llenó el hueco con su estatura.
 Me sobrepasaba por una cabeza. Se dirigió con pasos rápidos hacia mí.
  —Hola, Pablo! —me dijo y me sumergió en un abrazo estrecho y apretado.
 Me sorprendió su voz delgada, casi infantil. También algo en su aspecto concordaba con el tono de su voz. Fidel no daba la sensación de un hombre grande, sino de un niño grande a quien se le hubieran alargado de pronto las piernas sin perder su cara de chiquillo y su escasa barba de adolescente.
 De pronto interrumpió el abrazo con brusquedad. Se quedó como galvanizado. Dio media vuelta y se dirigió resueltamente hacia un rincón del cuarto. Sin que yo me enterara había entrado sigilosamente un fotógrafo periodístico y desde ese rincón dirigía su cámara hacia nosotros. Fidel cayó a su lado de un solo Impulso. Vi que lo había agarrado por la garganta y lo sacudía. La cámara cayó al suelo. Me acerqué a Fidel y lo tomé de un brazo, espantado ante la visión del minúsculo fotógrafo que se debatía inútilmente. Pero Fidel le dio un empellón hacia la puerta y lo obligó a desaparecer. Luego se volvió hacia mí sonriendo, recogió la cámara del suelo y la arrojó sobre la cama.
 No hablamos del incidente, sino de las posibilidades de una agencia de prensa para la América entera. Me parece que de aquella conversación nació Prensa Latina. Luego, cada uno por su puerta, regresamos a la recepción.
 Una hora más tarde, regresando ya de la embajada en compañía de Matilde, me vinieron a la mente la cara aterrorizada del fotógrafo y la rapidez instintiva del jefe guerrillero que advirtió de espaldas la silenciosa llegada del intruso.
 Ese fue mi primer encuentro con Fidel Castro. ¿Por qué rechazó tan rotundamente aquella fotografía? Encerraba su rechazo un pequeño misterio político. Hasta ahora no he logrado comprender por qué motivo nuestra entrevista debía tener carácter tan secreto.
 Fue muy diferente mi primer encuentro con el Che Guevara. Sucedió en La Habana. Cerca de la una de la noche llegué a verlo, invitado por él a su oficina del Ministerio de Hacienda o de Economía, no recuerdo exactamente. Aunque me había citado para la media noche, yo llegué con retardo. Había asistido a un acto oficial interminable y me sentaron en el presidium.
 El Che llevaba botas, uniforme de campaña y pistolas a la cintura. Su indumentaria desentonaba con el ambiente bancario de la oficina.
 El Che era moreno, pausado en el hablar, con indudable acento argentino. Era un hombre para conversar con él despacio, en la pampa, entre mate y mate. Sus frases eran cortas y remataban en una sonrisa, como si dejara en el aire el comentario.
 Me halagó lo que me dijo de mi libro Canto general.  Acostumbraba leerlo por la noche a sus guerrilleros, en la Sierra Maestra. Ahora, ya pasados los años, me estremezco al pensar que mis versos también le acompañaron en su muerte. Por Régis Debray supe que en las montañas de Bolivia guardó hasta el último momento en su mochila sólo dos libros: un texto de aritmética y mi Canto general.
 Algo me dijo el Che aquella noche que me desorientó bastante pero que tal vez explica en parte su destino. Su mirada iba de mis ojos a la ventana oscura del recinto bancario. Hablábamos de una posible invasión norteamericana a Cuba. Yo había visto por las calles de La Habana sacos de arena diseminados en puntos estratégicos. Él dijo súbitamente:
 —La guerra... La guerra... Siempre estamos contra la guerra pero cuando la hemos hecho no podemos vivir sin la guerra. En todo instante queremos volver a ella.
 Reflexionaba en voz alta y para mí. Yo lo escuché con sincero estupor. Para mí la guerra es una amenaza y no un destino.
 Nos despedimos y nunca más lo volví a ver. Luego acontecieron su combate en la selva boliviana y su trágica muerte. Pero yo sigo viendo en el Che Guevara aquel hombre meditativo que en sus batallas heroicas destinó siempre, junto a sus armas, un sitio para la poesía.
          
                                             
 A América Latina le gusta mucho la palabra "esperanza". Nos complace que nos llamen "continente de la esperanza". Los candidatos a diputados, a senadores, a presidentes, se auto titulan "candidatos de la esperanza". En la realidad esta esperanza es algo así como el cielo prometido, una promesa de pago cuyo cumplimiento se aplaza. Se aplaza para el próximo período legislativo, para el próximo año o para el próximo siglo.
 Cuando se produjo la revolución cubana, millones de sudamericanos tuvieron un brusco despertar. No creían lo que escuchaban. Esto no estaba en los libros de un continente que ha vivido desesperadamente pensando en la esperanza. He aquí de pronto que Fidel Castro, un cubano a quien antes nadie conocía, agarra la esperanza del pelo o de los pies, y no le permite volar, sino la sienta en su mesa, es decir, en la mesa y en la casa de los pueblos de América.
 Desde entonces hemos adelantado mucho en este camino de la esperanza vuelta realidad. Pero vivimos con el alma en un hilo. Un país vecino, muy poderoso y muy imperialista, quiere aplastar a Cuba con esperanza y todo. Las masas de América leen todos los días el periódico, escuchan la radio todas las noches. Y suspiran de satisfacción. Cuba existe. Un día más. Un año más. Un lustro más. Nuestra esperanza no ha sido decapitada. No será decapitada.

  La carta a los cubanos

 Hacía tiempo que los escritores peruanos, entre los que siempre conté con muchos amigos, presionaban para que se me diera en su país una condecoración oficial. Confieso que las condecoraciones me han parecido siempre un tanto ridículas. Las pocas que tenía me las colgaron al pecho sin ningún amor, por funciones desempeñadas, por permanencias consulares, es decir, por obligación o rutina. Pasé una vez por Lima, y Ciro Alegría, el gran novelista de Los perros hambrientos, que era entonces presidente de los escritores peruanos, insistió para que se me condecorase en su patria. Mi poema "Alturas de Macchu Picchu" había pasado a ser parte de la vida peruana; tal vez logré expresar en esos versos algunos sentimientos que yacían dormidos como las piedras de la gran construcción. Además, el presidente peruano de ese tiempo, el arquitecto Belaúnde, era mi amigo y mi lector. Aunque la revolución que después lo expulsó del país con violencia dio al Perú un gobierno inesperadamente abierto a los nuevos caminos de la historia, sigo creyendo que el arquitecto Belaúnde fue un hombre de intachable honestidad, empeñado en tareas algo quiméricas que al final lo apartaron de la realidad terrible, lo separaron de su pueblo que tan profundamente amaba.
 Acepté ser condecorado, esta vez no por mis servicios consulares, sino por uno de mis poemas. Además, y no es esto lo más pequeño, entre los pueblos de Chile y Perú hay aún heridas sin cerrar. No sólo los deportistas y los diplomáticos y los estadistas deben empeñarse en restañar esa sangre del pasado, sino también y con mayor razón los poetas, cuyas almas tienen menos fronteras que las de los demás. Por esa misma época hice un viaje a los Estados Unidos. Se trataba de un congreso del Pen Club mundial. Entre los invitados estaban mis amigos Arthur Miller, los argentinos Ernesto Sábato y Victoria Ocampo, el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, el novelista mexicano Carlos Fuentes. También concurrieron escritores de casi todos los países socialistas de Europa.
 Se me notificó a mi llegada —que los escritores cubanos habían sido igualmente invitados. En el Pen Club estaban sorprendidos porque no había llegado Carpentier y me pidieron que yo tratara de aclarar el asunto. Me dirigí al representante de Prensa Latina en Nueva York, quien me ofreció transmitir un recado para Carpentier.
 La respuesta, a través de Prensa Latina, fue que Carpentier no podía venir porque la invitación había llegado demasiado tarde y las visas norteamericanas no habían estado listas. Alguien mentía en esa ocasión: las visas estaban concedidas hacía tres meses, y hacía también tres meses que los cubanos conocían la invitación y la habían aceptado. Se comprende que hubo un acuerdo superior de ausencia a última hora.
 Yo cumplí mis tareas de siempre. Di mi primer recital de poesía en Nueva York, con un lleno tan grande que debieron de poner pantallas de televisión fuera del teatro para que vieran y oyeran algunos miles que no pudieron entrar. Me conmovió el eco que mis poemas, violentamente antiimperialistas, despertaban en esa multitud norteamericana. Comprendí muchas cosas allí, y en Washington, y en California, cuando los estudiantes y la gente común manifestaban su aprobación a mis palabras condenatorios del imperialismo. Comprobé a quemarropa que los enemigos norteamericanos de nuestros pueblos eran igualmente enemigos del pueblo norteamericano.
  Me hicieron algunas entrevistas. La revista Life en castellano, dirigida por latinoamericanos advenedizos, tergiversó y mutiló mis opiniones. No rectificaron cuando se lo pedí. Pero no era nada grave.
 Lo que suprimieron fue un párrafo donde yo condenaba lo de Vietnam y otro acerca de un líder negro asesinado por esos días. Sólo años más tarde la periodista que redactó la entrevista dio testimonio de que había sido censurada.
 Supe, durante mi visita —y eso hace honor a mis compañeros los escritores norteamericanos—, que ellos ejercieron una presión irreductible para que se me concediera la visa de entrada a los Estados Unidos.
 Me parece que llegaron a amenazar al Departamento de Estado con un acuerdo reprobatorio del Pen Club si continuaba rechazando mi permiso de entrada. En una reunión pública, en la que recibía una distinción la personalidad más respetada de la poesía norteamericana, la anciana poetisa Marianne Moore que murió muchos meses después, ella tomó la palabra para regocijarse de que se hubiera logrado mi ingreso legal al país por medio de la unidad de los poetas. Me contaron que sus palabras, vibrantes y conmovedoras, fueron objeto de una gran ovación.
 Lo cierto y lo inaudito es que después de esa gira, signada por mi actividad política y poética más combativa, gran parte de la cual fue empleada en defensa y apoyo de la revolución cubana, recibí, apenas regresado a Chile, la célebre y maligna carta de los escritores cubanos encaminada a acusarme poco menos que de sumisión y traición. Ya no me acuerdo de los términos empleados por mis fiscales. Pero puedo decir que se erigían en profesores de las revoluciones, en dómines de las normas que deben regir a los escritores de izquierda. Con arrogancia, insolencia y halago, pretendían enmendar mi actividad poética, social y revolucionaria. Mi condecoración por "Macchu Picchu" y mi asistencia al congreso del Pen Club; mis declaraciones y recitales; mis palabras y actos contrarios al sistema norteamericano, expresados en la boca del lobo; todo era puesto en duda, falsificado o calumniado por los susodichos escritores, muchos de ellos recién llegados al campo revolucionario, y muchos de ellos remunerados justa o injustamente por el nuevo estado cubano.

 Este costal de injurias fue engrosado por firmas y más firmas que se pidieron con sospechosa espontaneidad desde las tribunas de las sociedades de escritores y artistas. Comisionados corrían de aquí para allá en La Habana, en busca de firmas de gremios enteros de músicos, bailarines y artistas plásticos.
 Se llamaba para que firmaran a los numerosos artistas y escritores transeúntes que habían sido generosamente invitados a Cuba y que llenaban los hoteles de mayor rumbo. Algunos de los escritores cuyos nombres aparecieron estampados al pie del injusto documento, me han hecho llegar posteriormente noticias subrepticias: "Nunca lo firmé; me enteré del contenido después de ver mi firma que nunca puse".  Un amigo de Juan Marinello me ha sugerido que así pasó con él, aunque nunca he podido comprobarlo. Lo he comprobado con otros.
 El asunto era un ovillo, una bola de nieve o de malversaciones ideológicas que era preciso hacer crecer a toda costa. Se instalaron agencias especiales en Madrid, París y otras capitales, consagradas a despachar en masa ejemplares de la carta mentirosa. Por miles salieron esas cartas, especialmente desde Madrid, en remesas de veinte o treinta ejemplares para cada destinatario. Resultaba siniestramente divertido recibir esos sobres tapizados con retratos de Franco como sellos postales, en cuyo interior se acusaba a Pablo Neruda de contrarrevolucionario.     
 No me toca a mí indagar los motivos de aquel arrebato: la falsedad política, las debilidades ideológicas, los resentimientos y envidias literarias, qué sé yo cuántas cosas determinaron esta batalla de tantos contra uno. Me contaron después que los entusiastas redactores, promotores y cazadores de firmas para la famosa carta, fueron los escritores Roberto Fernández Retamar, Edmundo Desnoes y Lisandro Otero. A Desnoes y a Otero no recuerdo haberlos leído nunca ni conocido personalmente. A Retamar sí. En La Habana y en París me persiguió asiduamente con su adulación. Me decía que había publicado incesantes prólogos y artículos laudatorios sobre mis obras. La verdad es que nunca lo consideré un valor, sino uno más entre los arribistas políticos y literarios de nuestra época.
 Tal vez se imaginaron que podían dañarme o destruirme como militante revolucionario. Pero cuando llegué a la calle Teatinos de Santiago de Chile, a tratar por primera vez el asunto ante el comité central del partido, ya tenían su opinión, al
menos en el aspecto político.
 —Se trata del primer ataque contra nuestro partido chileno —me dijeron. Se vivían serios conflictos en aquel tiempo. Los comunistas venezolanos, los mexicanos y otros, disputaban ideológicamente con los cubanos. Más tarde, en trágicas circunstancias pero silenciosamente, se diferenciaron también los
bolivianos.
 El partido comunista de Chile decidió concederme en un acto público la medalla Recabarren, recién creada entonces y destinada a sus mejores militantes. Era una sobria respuesta. El partido comunista chileno sobrellevó con inteligencia aquel período de divergencias, persistió en su propósito de analizar internamente nuestros desacuerdos. Con el tiempo toda sombra de pugna se ha eliminado y existe entre los dos partidos comunistas más importantes de América Latina un entendimiento claro y una relación fraternal.
 En cuanto a mí, no he dejado de ser el mismo que escribió Canción de gesta. Es un libro que me sigue gustando. A través de él no puedo olvidar que yo fui el primer poeta que dedicó un libro entero a enaltecer la revolución cubana.
 Comprendo, naturalmente, que las revoluciones y especialmente sus hombres caigan de cuando en cuando en el error y en la injusticia. Las leyes nunca escritas de la humanidad envuelven por igual a revolucionarios y contrarrevolucionarios. Nadie puede escapar de las equivocaciones. Un punto ciego, un pequeño punto ciego dentro de un proceso, no tiene gran importancia en el contexto de una causa grande.
 He seguido cantando, amando y respetando la revolución cubana, a su pueblo, a sus nobles protagonistas.
 Pero cada uno tiene su debilidad. Yo tengo muchas. Por ejemplo, no me gusta desprenderme del orgullo que siento por mi inflexible actitud de combatiente revolucionario. Tal vez será por eso, o por otra rendija de mi pequeñez, que me he negado hasta ahora, y me seguiré negando, a dar la mano a ninguno de los que consciente o inconscientemente firmaron aquella carta que sigue pareciendo una infamia.

 Acápites de capítulo XI, Confieso que he vivido. Memorias, Seix Barral, 1974. 

jueves, 23 de abril de 2020

Neruda y los cubanos




 Jorge Edwards 

 Los años de la década del setenta fueron los del idilio entre los intelectuales y la revolución cubana. Todos, de una y otra manera, con muy escasas excepciones, participamos de ese idilio. Nicanor Parra viajaba a Cuba a cada rato y se convertía en el amigo predilecto de Casa de las Américas, en el regalón, para emplear un chilenismo, de Haydée Santamaría y de sus colaboradores. Mario Vargas Llosa era invitado permanente y miembro del consejo de redacción de la revista. Julio Cortázar, descubría la política, y más que eso, descubría lo hispanoamericano en y a partir de Cuba. Yo mandaba cuentos y artículos a la revista de la Casa y me lamentaba amargamente porque mi condición de diplomático profesional me impedía, por lo menos en principio, viajar a La Habana, y me obligaba, en cambio, ¡qué desgracia!, a permanecer en París, en la decadente, grisácea, y fría París.
 Vargas Llosa y Julia Urdiqui llegaron una tarde a nuestro departamento de la Rue Boissière en compañía de una señora delgada, bastante mayor que nosotros, de aspecto enfermizo. La señora, de nacionalidad argentina, acababa de salir de Cuba, iba camino de Buenos Aires y estaba alojada con ellos en la Rue de Tournon. Esa noche salimos a cenar juntos a un bistró barato. Después, el domingo en la mañana, fuimos a una sala tristona y perdida donde se proyectaba una de las obras del nuevo cine cubano. En otra ocasión asistimos a la representación del Galileo de Bertold Brecht, por el Teatro Nacional Popular, en el Palacio Chaillot. Yo no sabía quién era la misteriosa señora, que había llegado con una carta de recomendación de Hilda Gadea, la primera mujer, peruana, del Che Guevara, pero comprendía que se trataba de un personaje importante, conectado con los centros políticos de la izquierda de la época. En un momento determinado, al final del segundo o tercer encuentro, Mario, con los ojos abiertos como platos y con un aire de secreto extrañamente suyo, me llevó a un lado y me dijo en voz baja, con una exclamación sofocada a medias: “¡Es Celia Serna, la mamá del Che Guevara!”. Sorprendentemente, la versión que ella traía de las cosas de Cuba oscilaba entre la discreción, la reticencia y la severidad o la franca crítica. Era, podría decirse, tal como se vislumbraba en sus palabras, una crítica “desde la izquierda” a una revolución que tendía a burocratizarse, a estancarse, a adquirir vicios propios del estalinismo. Poco después, en marzo de 1964, tuve la ocasión de conocer al propio Guevara en Ginebra, durante la primera Conferencia de Comercio y Desarrollo de las Naciones Unidas. Su madre había regresado a Buenos Aires, había sido detenida por la policía durante algún tiempo, y más tarde había muerto, muerte que el Che atribuyó, probablemente con razón, a los sufrimientos que había padecido en la cárcel.
 En aquellos días, como ya lo he contado en un capítulo de Persona non grata, se produjo el golpe de Estado contra el gobierno de Joao Goulart en Brasil y se inició la racha de dictaduras militares modernas que se extendería por América Latina, con su secuela de torturas y desapariciones, como reacción frente a la ola revolucionaria y guerrillera que partía de Cuba. La mañana en que las noticias de Brasil llegaron a Ginebra, el Che, en un pasillo del Palacio de las Naciones, le dijo a un grupo de personas, entre las que yo me encontraba, lo siguiente: “Es mejor que la democracia débil, corrompida, hipócrita, de Joao Goulart sea reemplazada por una franca dictadura militar. Así las cosas se verán mucho más claras y esto será favorable para nuestra causa. Los pueblos ya no tendrán cómo equivocarse con respecto a sus verdaderos enemigos. La guerrilla crecerá de un modo irresistible, y nuestra victoria se producirá mucho antes…”.
 A todo esto, Neruda había viajado a La Habana y había rendido el homenaje de rigor a la Revolución en Canción de gesta, libro publicado en 1960. El viaje, sin embargo, no había sido todo lo exitoso que habría podido esperarse. Carlos Franqui, que dirigía entonces el periódico Lunes de Revolución y que años más tarde tendría que salir al exilio, me contó que había encontrado a Neruda tan abandonado en su habitación del Hotel Nacional que había resuelto hacerse cargo del programa de su visita. Según Franqui, la envidia de Nicolás Guillén, esa envidia que yo ya había descubierto en el Congreso de Cultura de 1953, una envidia que adquiría caracteres emblemáticos, influía en este tratamiento. Pero había bastante más que un mero problema de rivalidades literarias. Desde sus comienzos, el castrismo pretendió instalarse en la vanguardia del movimiento comunista latinoamericano y mundial. El pragmatismo, el equilibrio, estaban muy lejos de ser los valores dominantes en la isla. Neruda, en cambio, militante de uno de los partidos más ortodoxos del mundo, venía de vuelta de muchas cosas y se había convertido en un observador inevitablemente distante, caviloso, crítico.


 Los comentarios que le escuché al propio Neruda eran fragmentarios, a veces crípticos, pero suficientemente reveladores. Por ejemplo, el Che Guevara lo había recibido en el Banco Nacional de Cuba a las doce de la noche, con las gruesas botas arriba del escritorio. ¡No eran horas, y no eran, tampoco, maneras! Por otro lado, Neruda, que conocía La Habana de antes, con sus miserias, pero también con su fulgor y su jolgorio, asistió desde la primera fila a los espectáculos nocturnos que había conocido en viajes anteriores, pidió, para colmo, en lugar de ron “en las rocas”, auténtico whisky de Escocia, e insistió, además, en la necesidad de que la Revolución preservara esa alegría de las noches rumberas. La Revolución, desde luego, nunca suprimió del todo esos espectáculos, pero el puritanismo, la severidad ideológica, sobre todo la que provenía de los neófitos, se había hecho sentir en la isla desde el primer día.
 Otro factor que influyó, sin duda, fue la arremetida de Fidel Castro contra algunos representantes del viejo Partido Comunista de Cuba, acusados de desviaciones, de burocratismo, de anteponer siempre los intereses de la Unión Soviética a los intereses de Cuba. Neruda me explicaría años después, en privado, que Castro, en su lucha por el poder personal, había tenido que destruir el antiguo partido, uno de los más fuertes y mejor organizados de toda América Latina. Según él, Carlos Rafael Rodríguez, que en los años cuarenta y cincuenta era la joven promesa, el militante con un provenir más halagüeño, y que por un breve tiempo había sido ministro, detalle curioso, del gobierno de Fulgencio Batista, se había prestado para esta operación, había hecho de fiscal en los procesos contra sus viejos camaradas, y había conseguido convertirse, por esos medios, es decir, para hablar con palabras claras, por medio de la delación y la traición, en una de las cabezas del nuevo régimen.
 Neruda insistía en sus comentarios privados en que la revolución era demasiado inmadura, retórica, izquierdista, y se complacía en citar el célebre texto de Lenin acerca del izquierdismo “como enfermedad infantil del comunismo”. Eso sí, siempre, o por lo menos cuando conservaba con los no comunistas, se preocupaba de dejar a salvo el hecho revolucionario en sí mismo. Los errores, los excesos, las arbitrariedades, el personalismo de Fidel y hasta la presencia de Fidel pasarían, y la Revolución, en cambio, era un gran acontecimiento histórico, superior a las circunstancias y a las personas, y estaba destinada, impoluta, formidable, a permanecer. Uno podía preguntarse, sin embargo, qué extraña entelequia, qué esencia era esa, la Revolución, que devoraba a sus hijos y que permanecía inmune, intocada por sus abusos y por sus excesos. Ahí, en esos ejercicios mentales, quedaba a la vista la relación entre el pensamiento platónico y el utopismo revolucionario de nuestro tiempo. Era posible, por medio de este subterfugio, presenciar el error, el deterioro, el fracaso del llamado “socialismo real”, y mantener incólume la fe en la teoría, en la Idea, como solía decirse, con espontánea precisión, en algunos sectores del mundo hispánico. Yo escuchaba, cavilaba, y me quedaba con un resquicio, con un germen de duda. ¡Razonable y previsor resquicio, que me ayudó a mantener una relativa, pero muy saludable distancia!
 Invitado por Arthur Miller y por otros escritores norteamericanos, que tuvieron que hacer gestiones especiales ante el gobierno del presidente Lyndon Johnson para que se le concediera la visa, Pablo Neruda y Madilte viajaron a Nueva York a una conferencia del PEN Club Internacional en junio de 1966. Pablo dio recitales en salas atestadas de público y leyó algunos de sus poemas más virulentos contra la intervención norteamericana en Vietnam. De regreso a Chile, se detuvo por unos días en Lima, fue recibido en el palacio de gobierno por el presidente Fernando Balaúnde y condecorado con la Orden del Sol del Perú.
 El viaje a la capital del Imperio y la condecoración entregada por el jefe de un gobierno que combatía en ese momento contra guerrillas apoyadas desde La Habana fueron el pretexto más perfecto para una demostración de fuerza. Carlos Fuentes, en un artículo publicado en Life en español, había llegado en su entusiasmo a declarar que el encuentro del PEN señalaba el fin de la guerra fría, por lo menos en el sector clave de los intelectuales. Pues bien, el criterio oficial de Cuba, cuya delegación había estado a punto de viajar a Nueva York y había tenido que deshacer las maletas, por órdenes superiores, en el último minuto, era ahora exactamente el contrario. Los escritores y artistas cubanos dirigieron una carta abierta al “compañero Pablo” en la que le reprochaban acremente su blandura, su complacencia con el enemigo, demostrada con su viaje a Nueva York y con su amistosa reunión con Belaúnde Terry, ejemplo del tibio reformismo proyanqui que se ofrecía en América Latina como alternativa frente al castrismo. El Neruda de hoy, insinuaba la carta, habría sido condenado por el gran Neruda de Canto general. ¿Qué habría dicho ese Neruda, cuando se hallaba todavía en el exilio, si un compañero suyo hubiera almorzado en La Moneda y se hubiera dejado condecorado por el presidente González Videla?
 Estoy convencido de que la carta de los cubanos fue el episodio más irritante y sensible de toda la última etapa de su vida. Ningún ataque desde la derecha habría podido causarle tanto daño. El Poeta, de pronto, se encontró amagado en su propia imagen de símbolo revolucionario, una imagen que parecía completamente consagrada y a partir de la cual él había podido incursionar en la duda, en la cavilación, en el retorno a la reflexión de carácter metafísico (“la metafísica cubierta de amapolas”), sin que sus blasones políticos, que le habían proporcionado audiencias enormes en todas partes, perdieran su prestancia. La carta de los cubanos, originada en el sector de la izquierda intelectual que tenía mayor prestigio en el mundo en la década de los sesenta, fue una andanada cruelmente certera, un disparo que lo dejó herido en el ala, rabioso, y con posibilidades muy limitadas de defenderse. En efecto, ¿cómo continuar en la militancia comunista y dirigir al mismo tiempo su artillería pesada, de comprobada eficacia, en contra de sus colegas representantes de una joven revolución, la única del continente americano, la única que hablaba en nuestra lengua?


 Él sabía perfectamente que ningún escritor cubano se habría atrevido a redactar y firmar ese mensaje sin haber recibido instrucciones desde arriba. No le cabía la menor duda de que la inspiración, en último término, le correspondía a Fidel Castro, y que la misiva cumplía la función de una advertencia y de una amonestación dirigidas por elevación al Partido Comunista chileno, acusado en aquellos años por el castrismo de incurrir en un juego parlamentario y reformista que no hacía más que retardar  la verdadera definición revolucionaria. 
 Por otro lado, el Poeta me dio muchas veces una interpretación bastante personal, discutible sin duda, pero interesante, de la antipatía que sentía el Máximo Líder por él. Unos versos de Canción de gesta contenían una advertencia apenas velada sobre la tentación de caer en el culto de la personalidad. El poeta, “A Fidel Castro”, dice al comienzo que le ha traído una copa de vino de Chile, y después agrega:

 Está llena de tantas esperanzas
que al beberla sabrás que tu victoria
es como el viejo vino de mi patria:
No lo hace un hombre sino muchos hombres
y no una uva sino muchas plantas:
y no una gota sino muchos ríos:
no un capitán sino muchas batallas…

 Según Neruda, Fidel había captado perfectamente el sentido de los versos y nunca se lo había perdonado. ¿Podía ser llevado Fidel a esos extremos de susceptibilidad? Mi impresión, después de conocer al personaje, es que la suposición del Poeta no carecía de fundamento. A Fidel siempre lo encontré irritado frente a los escritores, desconfiado, como si ese precario poder que ellos manejan, el que les confiere el uso y el arte de la palabra, amagara de algún modo, en su núcleo más vital y sensible, el poder suyo.
 De hecho, Neruda recibió todo el apoyo de su partido, pero eso no fue suficiente para sanar la herida. Como primera medida, resolvió cortar de raíz todas las relaciones personales con los firmantes de la carta que había sido amigos suyos. Nunca más, por ejemplo, aceptó ver a Nicolás Guillén o Alejo Carpentier. Más tarde, cuando era embajador de Chile en París, nos tocaba asistir a recepciones oficiales en la embajada de Cuba, donde Carpentier, en calidad de ministro consejero, era el segundo en la jerarquía. La embajada cubana en pleno, colocada en fila y por orden jerárquico junto a la puerta del edificio de la Avenue Foch, recibía a los invitados. En el momento en el que le tocaba el turno al embajador Neruda, el ministro Carpentier se escondía detrás de una cortina. Salía de su oportuno escondite cuando Neruda había pasado y cuando llegaba yo, equivalente jerárquico suyo, que al verlo reaparecer desde la sombra, con expresión impávida, le daba la mano como si tal cosa.
 En esa etapa en que Salvador Allende estaba en el gobierno en Chile y en que Neruda era embajador en Francia y Premio Nobel de Literatura, los cubanos hicieron discretos sondeos para invitarlo de nuevo a la isla. El Poeta puso una condición: que los firmantes de la carta escribieran otra para desagraviarlo y le dieran la misma publicidad internacional que había tenido la primera. Era lo que se llama una condición imposible, igual en la práctica a una negativa rotunda. La carta cubana había tenido toda clase de consecuencias nocivas. Había provocado, entre otros fenómenos, rechiflas y desplantes por parte de sectores juveniles de extrema izquierda durante lecturas y apariciones públicas en salas del Viejo y el Nuevo Mundo. El poeta, acorazado en la buena consciencia política, no estaba dispuesto a perdonar. Sabía que un Alejo Carpentier, un José Lezama Lima, un Fernández Retamar, un Nicolás Guillén, incluso, guerrillero del Barrio Latino de París, estaban muy lejos de poder exhibir las ricas credenciales políticas suyas. “Allí vivía”, escribiría en sus memorias (en la nervaliana plaza Dauphine del París anterior a la guerra), “el escritor francés Alejo Carpentier, uno de los hombres más neutrales que he conocido. No se atrevía a opinar sobre nada, ni siquiera sobre los nazis que ya se le echaban encima a París como lobos hambrientos”. A Nicolás Guillén, lo crucificaría en un paréntesis que se ha hecho célebre, al hablar en sus memorias del otro Guillén, don Jorge, el autor de Cántico, e identificarlo con dos adjetivos que resultaron, por exclusión, lapidarios: “(el español, el bueno)”.  

  Adiós, poeta, TusQuets, 1990, pp. 148-50. Fotografías de Gilberto Ante. 

miércoles, 22 de abril de 2020

Neruda y Guillén




  Fotos de Gilberto Ante

 En su nueva etapa revolucionaria BOHEMIA se orea y ventila a impulsos de una tónica vivicadora. Ahora ventana abierta al mundo, la revista hace causa común lo mismo con las grandes inquietudes de raíz popular que con las más altas manifestaciones del espíritu humano. Una prueba de ello es el homenaje que esta casa acaba de ofrecerle a dos figuras cimeras de las letras: Pablo Neruda y Nicolás Gullén. Una de ellas, poeta de todos los ámbitos y la otra más arraigada a la expresión vernácula de la Isla, pero ambas de iguales dimensiones universales en lo lírico y lo revolucionario, compartieron con júbilo, junto a otros exponentes de la vida cultural patria, el saludo entusiasta que el pasado sábado le brindaron los trabajadores, hombres del taller y de la redacción de la BOHEMIA revolucionaria. Constancia gráfica del inolvidable episodio son estas fotos donde se recoge el ambiente de familiaridad y camaradería que presidió el feliz encuentro con el bardo cubano y el cantor chileno.




 El ágape reunió en una charla entusiasta al poeta Nicolás Guillén y a Conchita Fernández, la diligente secretaria del primer ministro Fidel Castro. 


 El Comité de Taller en pleno de Bohemia, tras un diálogo de Neruda con Guillén, dejó constancia de su incorporación al homenaje en esta foto de Ante, donde también aparecen el director Enrique Delahoza y la fina artista Miriam Acevedo.  


La amena plática del cantor chileno congrega en torno de él y su esposa a un grupo de invitados: Guillermo Cabrera Infante, director de Lunes de Revolución; Nicolás Guillén; Mario Kuchilán, director de Prensa Libre, Contreras, de Verde Olivo, y los compañeros Navarro y Casaña.


 En otro encuentro, en el curso de la fiesta, de los grandes poetas invitados, que brindan por la Revolución. En derredor de ellos, las esposas de ambos y el subdirector de Lunes de Revolución, Pablo Armando Fernández.


Las sonrisas hermanan al director del Mundo, Luis Gómez Wanguemert, Nicolás Guillén, Pablo Neruda, Luis Alonso y a las esposas de los tres últimos. 


Ante el novelista Enrique Labrador Ruiz, animosos comentarios de Pardo Llada, la esposa del poeta Pablo Armando Fernández y Lisandro Otero, de Revolución


El director de la Escuela de Periodismo, Euclides Vázquez Candela, activa el diálogo con el poeta chileno. Al centro, el compañero Mario Kuchilán. 


El anfitrión, Enrique de la Osa, ante el invitado chileno. Se asoman con manifiesto interés José Pardo LLada, Silvio Cardoso, administrador de Bohemia, y el compañero Leonardo Cuesta. 



 Dos poetas de América y del Mundo: Pablo Neruda y Nicolás Guillén exhiben sus amplias sonrisas.


 Bohemia, 18 de diciembre de 1960. 

lunes, 20 de abril de 2020

Carta abierta a Pablo Neruda



  La Habana, 25 de julio de 1966, Año de la Solidaridad.

  Compañero Pablo:

 Creemos deber nuestro darte a conocer la inquietud que ha causado en Cuba el uso que nuestros enemigos han hecho de recientes actividades tuyas. Insistiremos también en determinados aspectos de la política norteamericana que debemos combatir, para lo cual necesitamos contar con tu colaboración de gran poeta y militante revolucionario.
 No se nos ocurriría censurar mecánicamente tu participación en el Congreso del Pen Club, del que podían derivarse conclusiones positivas, ni siquiera tu visita a los Estados Unidos, porque también de esa visita podían derivarse resultados positivos para nuestras causas. Pero ¿ha sido así? Antes de responder, convendría interrogarse sobre las razones que pueden haber movido a los Estados Unidos, tras veinte años de rechazo, a concederte visa. Algunos afirman que ello se debe a que se ha iniciado el fin de la llamada "guerra fría". Sin embargo, ¿en qué otro momento de estos años, desde la guerra de Corea, un país socialista ha estado recibiendo la agresión física sistemática que padece hoy Viet Nam? Los últimos golpes de Estado organizados con participación norteamericana en Indonesia, Ghana, Nigeria, Brasil, Argentina,  son la prueba de que hemos entrado en un período de armoniosa convivencia en el planeta? Nadie con decoro puede sostener este criterio. Si a pesar de esa situación los Estados Unidos otorgan ahora visas a determinados izquierdistas ello tiene pues otras explicaciones: en unos casos, porque tales izquierdistas han dejado de serlo, y se han convertido, por el contrario, en diligentes colaboradores de la política norteamericana y en otros, en que sí se trata de hombres de izquierda (como es el caso tuyo, y el de algunos participantes más del congreso) porque los Estados Unidos esperan obtener beneficios de su presencia, por ejemplo, hacer creer, con ella, que la tensión ha aflojado, hacer olvidar los crímenes que perpetran en los tres continentes subdesarrollados (y los que , están planeando cometer como en Cuba) y sobre  todo, neutralizar la oposición creciente a su política entre estudiantes e intelectuales no sólo latinoamericanos, sino de su propio país. Jean Paul Sartre rechazó, hace algún tiempo, una invitación a visitar los Estados Unidos, para impedir ser utilizado, y dar además una forma concreta a su repudio a la agresión norteamericana a Viet Nam. Aunque sabemos de tus declaraciones políticamente justas y de otras actividades positivas tuyas, existen razones para creer, Pablo, que eso es lo que ha querido hacerse, y se ha hecho, con tu reciente visita a Estados Unidos: utilizarla en favor de su política.

 "Coexistencia literaria"

 En ese órgano de propaganda imperialista que es Life en español (título que es toda una definición: un verdadero programa) su colaborador Carlos Fuentes, cuya firma nos ha sorprendido allí, reseña el congreso a que asiste, bajo el título: "El PEN: entierro de la guerra fría en literatura" (agosto 1, 1966). Una de las figuras más destacadas de ese supuesto entierro, se dice, eres tú. De paso nos enteramos también, gracias a ese artículo, de que la mesa redonda del grupo latinoamericano fue presidida por Emir Rodríguez Monegal, a quien Fuentes llama impertérrito "U Than de la literatura hispanoamericana", y a quien con igual chatura metafórica pero con más precisión, cabría llamar: "Ouísling de la literatura hispano-americana". Como sabes, a Rodríguez Monegal le ha encomendado dirigir su nueva revista en español (después de fallecido Cuardernos) el Congreso por la libertad de la cultura organismo financiado por la CIA. Según informó el propio New York Times (edición internacional, 28 de abril de 1966).
 Es inaceptable que entonemos loas a una supuesta coexistencia pacífica y hablemos del fin de la guerra fría en cualquier campo, en el mismo momento en que tropas norteamericanas, que acaban de agredir al Congo y a Santo Domingo, atacan salvajemente a Viet Nam y se preparan para hacerlo de nuevo en Cuba (directamente o a través de sus cipayos latinoamericanos). Para nosotros, los latinoamericanos, para nosotros, los hombres del tercer mundo, el camino hacia la verdadera coexistencia y la verdadera liquidación de la guerra (fría y caliente) pasa por las luchas de liberación nacional, pasa por las guerrillas, no por la imposible conciliación. Como la condición primera para coexistir es existir, la única coexistencia pacífica en la que podemos creer es la integral, de que habló en El Cairo el presidente Dorticós, la que garantizara no sólo que no cayeran bombas en New York y Moscú, sino tampoco en Hanoi ni en La Habana, la que permitiera la absoluta liberación de todos nuestros pueblos, los más pobres y numerosos de la tierra. "Aspiramos", como ha dicho Fidel, "a un mundo donde la igualdad de derechos prevalezca lo mismo: para los grandes que para los pequeños". No somos demócratas cristianos, no somos reformistas, no somos avestruces. Somos revolucionarios. Creemos con la Segunda Declaración de La Habana que "el deber de un revolucionario es hacer la revolución", y que cumpliendo ese deber, y sólo así, nos será dable existir -y coexistir-, dar fin a todas las guerras.
 No basta con denunciar verbalmente las agresiones más obvias, no basta con deplorar, por ejemplo, la criminal guerra de Viet Nam: ésta es sólo una forma, particularmente horrible, de la política yanqui. Otros pasos, previos, la han hecho posible. Hay que negarse también a respaldar esos pasos. Y, llegado el caso, apoyar a quienes, frente a la violencia opresora, desencadenan la violencia revolucionaria.

 Júbilo imperialista

 La prueba de que los imperialistas norteamericanos entienden que tu viaje les ha sido ampliamente favorable, es el júbilo manifestado en torno a tu visita por voceros norteamericanos como Life en Español y La Voz de los Estados Unidos de América. Si ellos sospecharan que tú habías servido con tu visita a la causa de los pueblos, ¿se hubieran regocijado igualmente? Por eso nos preocupa que hayan podido utilizarte de este modo. Que algunos calculadores se presten a ese papel, mediante prebendas directas o indirectas, es entristecedor, pero nada más. Pero que tú, grande de veras en la profunda y original tarea literaria, y grande en la postura política, que un hombre insospechable de cortejar tales prebendas, pueda ser utilizado para esos fines, lo creemos más que entristecedor, lo creemos grave, y consideramos nuestro deber de compañeros el señalártelo.
  Pero si tu visita a los Estados Unidos fue utilizada en ese sentido, aunque cabría haber obtenido con ella otros resultados, ¿qué interpretación positiva puede dársele EI a tu aceptación dé una condecoración impuesta por el gobierno peruano, y tu cordial almuerzo con el presidente Belaúnde?
 ¿Qué habrías pensado tú, Pablo, del escritor de nuestra América, de la figura política de nuestra América, que se hubiera prestado a que Gabriel González Videla lo condecorara, y que departiera cordialmente con él, mientras tú estabas en el exilio? ¿Hubieras creído que ello fortalecía los nexos entre Chile y el país de ese escritor? ¿Le hubieras concedido a Gabriel González Videla el honor de representar a Chile, mientras tú, por ser auténtico representante de tu pueblo estabas desterrado? Por eso no te costará trabajo imaginar lo que en estos momentos piensan y sienten no sólo los desterrados, sino los guerrilleros que, en las montañas del Perú, luchan valientemente por la liberación de su país, los numerosos presos políticos que, por pensar como aquellos, yacen en cárceles peruanas -algunos, como Héctor Béjar, muriendo lentamente; los que viven bajo la amenaza de la pena de muerte impuesta en su tierra a los nuevos libertadores; los seguidores de Javier Heraud, Luis de la Puente, Guillermo Lobatón, cuya sangre se ha sumado a la de los mártires que tú cantaste en grandiosos poemas. ¿Aceptarán ellos que el gobierno de Belaúnde, al imponerte la medalla (a sugerencia de la organización que sea) ha podido hacerlo a nombre del Perú? No son esos gobernantes, sino ellos, quienes ostentan la verdadera representación del Perú. Así como a Chile la  representan los mineros asesinados, Recabarren, el Neruda que en el destierro nos dio el admirable Canto general, los grandes líderes populares de ese gran pueblo tuyo, y no González Videla y Frei. Este último ha sido escogido por los yanquis como cabeza del reformismo (hasta le dejan mantener relaciones con la URSS) del mismo modo que los gorilas del Brasil, y últimamente de Argentina, son cabeza del militarismo: pero unos y otros, con distintos métodos, tienen un mismo fin: frenar o aplastar la lucha de liberación. No son Perú y Chile quienes fortalecen sus vínculos gracias a esos actos tuyos, sino Belaúnde y Freí: el imperialismo yanqui.

  Compra del intelectual

  Porque es evidente, Pablo, que quienes se benefician con estas últimas actividades tuyas, no son los revolucionarios latinoamericanos, ni tampoco los negros norteamericanos, por ejemplo, sino quienes propugnan la más singular coexistencia a espaldas de las masas desposeídas, a espaldas de los luchadores. Es una coexistencia que se reserva para la pequeña burguesía reformista, los que quieren marxismo sin revolución, y los intelectuales y escritores latinoamericanos, negados hasta ahora, humillados, desconocidos y estafados. Los imperialistas han ideado una nueva· manera de comprar esa materia prima de nuestro continente que es el intelectual. Transportada espléndidamente a los Estados Unidos, es devuelta a nuestros pueblos en forma de "intelectual-que-cree-en-la-revolución-hecha con-la-buena-voluntad-y-el-estímulo-del-State-Department". La situación real de su país no ha cambiado: lo que ha cambiado es la ubicación del intelectual en la sociedad, o más bien su ubicación con respecto a la metrópoli.
 Existe en América Latina un estado de violencia permanente que se manifiesta en constantes gorilazos, él más reciente de los cuales es el de Argentina, represión en Guatemala y Perú, carnicería sistemática en Colombia, masacre, de manifestaciones obreras en Chile, "suicidios" de dirigentes guerrilleros en Venezuela, intervención armada en Santo Domingo, constante estado de amenaza a Cuba. El intelectual latinoamericano regresa a su tierra y declara, engolando la voz: “Ha comenzado la etapa de la coexistencia…” ¡No! Lo que ha comenzado es la etapa de la violencia, social y literaria, entre los pueblos y el imperio.
 El pueblo sigue hambriento, asfixiado, aspirando a una igualdad social, a una educación, a un bienestar material y a una dignidad que no le dará ninguna declaración de Life. Se puede ir a Nueva York, desde luego, a Washington si es necesario, pero a luchar, a plantear las cosas en nuestros propios términos porque ésta es nuestra hora y no podemos de ninguna manera renunciar a ella, no hablamos en nombre de un país ni de un círculo literario; hablamos en nombre de todos los pueblos de nuestra América, de todos Jos pueblos hambreados y humillados del mundo, en nombre de las dos terceras partes de la· humanidad. La "nueva izquierda", la "coexistencia literaria" -términos que inventan ahora los imperialistas y reformistas para sus propios intereses, como antes inventaron el de guerra fría para sus campañas de guerra no declarada contra las fuerzas del progreso- son nuevos instrumentos de dominación de nuestros pueblos.
  De la misma manera que la Alianza para el Progreso no es más que el intento de neutralizar la revolución latinoamericana, la nueva política cultural de Estados Unidos hacia América Latina no es más que una forma de neutralizar a nuestros estudiantes profesionales, escritores y artistas en nuestras luchas de liberación. Robert Kennedy lo admitió claramente en su discurso televisado el 12 de mayo pasado: "Se aproxima una revolución (en América Latina)... Se trata de una revolución que vendrá, querámosla o no. Podemos afectar su carácter, pero no podemos alterar su condición de inevitable". ¿Qué lugar van a tomar nuestros estudiantes, profesionales, escritores y artistas en esa revolución cuya inevitabilidad subraya, incluso el propio Kennedy? ¿El lugar de freno, de retaguardia acobardada y sumisa? ¿Está eso en línea de nuestra tradición, en la línea de Martí y Mariátegui, Mella y Ponce, Vallejo y Neruda? Kennedy propone, como primer "contraveneno" a esa revolución, a la revolución real y revolucionaria -y citamos textualmente-, "El intercambio de intelectuales y estudiantes entre los Estados Unidos y América Latina".

 Violencia sagrada

 Es un evidente programa de castración, que ha comenzado ya a realizarse. Pero ese "veneno" nuestro, esa violencia, es una violencia sagrada: tiene su justificación de siglos, la reclamaban millones de muertos, de condenados y de desesperados, la amparan la furia y la esperanza de tres continentes, han sabido encarnarla entre nosotros Tupac Amaru y Toussaint Louverture, Bolívar y San Martín, O'Higgins y Sucre, Juárez y Maceo, Zapata y Sandino, Fidel Castro y Che Guevara, Camilo Torres y Fabricio Ojeda, Turcios y los numerosos guerrilleros esparcidos por América cuyos nombres aún no conocemos.
 Queremos la revolución total: la que dé el poder al pueblo, la que modifique la estructura económica de nuestros países, la que los haga políticamente soberanos, la que restaure nuestro orgullo de indios, negros y mestizos, la que se exprese en una cultura antiacadémica y perpetuamente inquieta: para realizar esa revolución total, contamos con nuestros mejores hombres de pensamiento y creación, desde México en el norte, hasta Chile y Argentina en el sur.
 Después de la Revolución Cubana, los Estados Unidos comprenden que no se enfrentan a un continente de "latinos" ni de infrahombres: que se enfrentan a un continente que reclama su lugar en el mundo lo reclama con violencia y para ahora, como sus propios negros, los negros norteamericanos. Después de la Revolución Cubana, los Estados Unidos, de la misma manera que "descubrieron" que a nuestro continente le hacía falta la reforma agraria, "descubrieron" también que teníamos una literatura de verdad. El último paso de ese descubrimiento lo han dado al proponer comprar (o al menos, neutralizar) a nuestros intelectuales, para que nuestros pueblos se queden, una vez más, sin voz. Y ya no se trata de servirse de personajes desacreditados, como Arciniegas y compañía. Quemaron a los liberales-conservadores, a los reaccionarios, a los agentes de la primera hornada. Ahora tienen que hablar en términos de "izquierda" con hombres de "izquierda"; porque si no fuera así no serían escuchados más que por los peores círculos reaccionarios. Están a la búsqueda de quienes, pretendiendo hablar a nombre nuestro, presenten la revolución y la violencia como cosa de mal gusto y encuentran, pagando su precio, a esos sensatos, a esos colaboracionistas, a esos traidores. Nuestra misión, Pablo, no puede ser, de ninguna manera, prestarnos a hacerles el juego, sino desenmascararlos y atacarlos.
  Tenemos que declarar en todo el continente un estado de alerta: alerta contra la nueva penetración imperialista en el campo de la cultura, contra las becas que convierten a nuestros estudiantes en asalariados o simples agentes del imperialismo, contra ciertas tenebrosas "ayudas" a nuestras universidades, contra los ropajes que asuma el Congreso por la libertad de la cultura, contra las revistas pagadas por la CIA, contra la conversión de nuestros escritores en simios de salón y comparsas de coloquios yanquis, contra las traducciones que, si pueden garantizar un lugar en los catálogos de las grandes editoriales, no puedan garantizar un lugar en la historia del, nuestros pueblos ni en la historia de la humanidad.
 Algunos de nosotros compartimos contigo los años hermosos y ásperos de España, otros, aprendimos en tus páginas cómo la mejor poesía puede servir a las mejores causas. Todos admiramos tu obra grande orgullo de nuestra América. Necesitamos saberte inequívocamente a nuestro lado en esta larga batalla que no concluirá sino en la liberación definitiva, con lo que nuestro Che Guevara llamó "la victoria siempre".

   Fraternalmente

 Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Juan Marinello, Félix Pita Rodríguez, Roberto Fernández Retamar, Lisandro Otero, Edmundo Desnoes, Ambrosio Fornet, José Antonio Portuondo, Alfredo Guevara, Onelio Jorge Cardoso, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Samuel Feijóo, Pablo Armando Fernández, Heberto Padilla, Fayad Jamís, Jaime Sarusky, José Soler Puig, Dora Alonso, Regino Pedroso, J osé Zacarías Tallet, Ángel Augier, Carlos Felipe, Abelardo Estorino, José Triana, Mirla Aguirre, Miguel Barnet, Jesús Díaz, Nicolás Dor, César Leante, Anión Arrufat, Graziella Pogolotti, Rine Leal, José R. Brene, José Rodríguez Feo, Humberto Arenal.
  Salvador Bueno, Roberto Branly, Luis Suardíaz, César López, Raúl Aparicio, Euclides Vázquez Candela, Luis Marré, Ezequiel Vieta, Rafael Suárez Solís, Loló de la Torriente, Gumersindo Martínez Amengua), Aldo Menéndez, David Fernández, Manuel Díaz Martínez, Armando Álvarez Bravo, Renée Méndez Capote, Jesús Abascal, Gustavo Eguren, Víctor Agostini, Jesús Orta (Naborí), Francisco de Oráa, Noel Navarro, Oscar Hurtado, José Lorenzo Fuentes, Reynaldo González, Joaquín Santana, José Manuel Otero, Rafael Alcides Pérez, Alcides lznaga, Mariano Rodríguez Herrera.
  Martha Rojas, José Manuel Valdés-Rodríguez, Ernesto García Alzola, Manuel Moreno Fraginals, Nancy Morejón, Santiago Álvarez, Fausto Canel, Roberto Fandiño, Miguel Fleitas, Jorge Fraga, Manuel Octavio Gómez, Sara Gómez, Sergio Giral, Julio García Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea, Nicolás Guillén Landrián, Manuel Herrera, José Antonio Jorge, Luis López, José Massip, Eduardo Manet, Raúl Molina, Manuel Pérez, Rogelio París, Enrique Pineda Barnet, Rosina Pérez, Alberto Roldán, Alejandro Saderman, Humberto Solás, Miguel Torres, Harry Tanner, Oscar Valdés, Héclor Veitía, Pastor Vega, Santiago Villafuerte.
   Juan Blanco, Gilberto Valdés, Manuel Duchesne, Edgardo Martín, Leo Brouwer, Nilo Rodríguez, Carlos Fariñas, Pablo Ruiz Castellanos, José Ardévol, Harold Gramatges, lvelle Hernández, César Pérez Senlenanl, Zenaida Manfugás, Félix Guerrero, Pura Ortiz, Isaac Nicola, Jesús Ortega, Fabio Landa, Arturo Bonachea, Mariano Rodríguez, Tomás Oliva, Antonia Eiriz, Raúl Martínez, Carmelo González, Servando Cabrera Moreno, Sandú Darié, Lesbia Vent Dumois, Eduardo Abela Alonso, Humberto Peña, Salvador Corratgé, José Rosaba), Antonio Díaz Peláez, Rostgaard, Morante, Guerrero, Carruana, Félix Beltrán, Chago, Enrique Morel, Luis Alonso, Adigio Benítez, Orlando Yanes, Frémez, Marta Arjona, José Luis Posada, Nuez.

  Versión original y extensa. Publicada en el diario Granma el 31 de julio de 1966, y reproducida en Bohemia el 5 de agosto y en la revista Cuba en octubre del mismo año.