domingo, 15 de junio de 2025
El estanque muerto
jueves, 12 de junio de 2025
Senderos hacia Milita
Pedro Marqués de Armas
La mujer de Poveda, la hembra-macho de nuestros campos, no quería que Poveda escribiera.
Si lo veía escribiendo, le decía: Así que otra vez haciendo versitos. Y Poveda respondía: No, Milita, son cosas del Juzgado.
La mujer del hombre importante, del abogado en que el poeta se había convertido, lo tenía amarrado. Casi que lo apartó de las drogas.
Por eso, cuando el poeta se fue del aire, a vuelo de sapo, la viuda entró en un duelo rabioso. Y Dios la castigó de nuevo llevándose a uno de los hijos.
Cada vez que abría el armario y veía la levita colgando, le daba un ataque, sobre todo si era sábado (porque Poveda murió un sábado).
Ya no volvía de los pueblos: Media Luna, Maffo, Matías. Únicamente merodeaban los curiosos. Que si había sido un gran hombre, que si un gran poeta, que Dios lo tenga en la gloria.
Y Milita se sentía cada vez más rabiosa.
Antes entraba un salario y no faltaba de nada.
Un sábado, porque era sábado, sacó los cajones donde había echado la papelería del difunto y los llevó al patio.
Encendió una hoguera y fue arrojándolos uno tras otro.
Un cuaderno “así de grande” que, se supone, era la novela que escribía de noche, la Amante, como decía Milita con malicia, en la que llevaba doce años trabajando.
Nadie supo muy bien de qué trataba Senderos de Montaña, anunciada una vez como “novela histórica" o de la "emancipación nacional".
Tres cuadernos medianos que, según conjeturas, eran sus diarios y donde, además de anotar sus visiones, sueños y lecturas, registraba con escrúpulo las dosis de morfina.
Otros, más pequeños, en que se veían algunos caracteres chinos y que tal vez se correspondan con sus últimos y ya átonos poemas.
Cartas, dibujos, acuarelas del amigo Boti, un diploma de Derecho.
Y, finalmente, la traducción completa de Rimes Byzantines de Augusto de Armas, su ídolo parnasiano.
Todo eso ardió.
Cuando acabó de incinerar el último papel, Milita sintió una extraña paz y se tendió a la sombra de una algarroba. Pero no le duró mucho. A la noche intentó quitarse la vida empinándose un frasco de arsénico.
Curioso que, habiendo obrado con fuego, no se diera candela.
jueves, 5 de junio de 2025
La mujer que cantaba
José Manuel Poveda
Todas las noches, a la misma
hora, era el mismo grito. Hace ya varios años de que no lo escucho, y lo siento
vibrar todavía en mis oídos, y hoy como siempre me estremece el alma.
Precisamente las noches en que el silencio es más profundo, aquellas en que nos
parece que ninguna palabra humana va a ser oída por los hombres, son las que me
recuerdan con mayor intensidad la voz sin palabras.
Era en mis días de desastre, los
que pasé oculto entre los palmares y los vegueríos del Anama, asustado de mi
suerte y seguro de que no podría sobrevivir a mis desgracias. Estaba
avergonzado de mi vida, comprendía lo vulgar de mis caídas, y trataba de estar
solo para recobrar algún dominio de mi alma, el control de mi pensamiento,
fuerzas inesperadas que me sirvieran a mí mismo para dominarme el corazón
rebelde. Escribía durante la noche estrofas enfermizas; trazaba largas páginas
de prosas creadoras, más fuertes que mis brazos y más altas que mi frente.
Entonces trataba de curar con remedios de inteligencia los males instintivos, y
me hacía un poco mejor para salvarme de un descenso irreparable.
Siempre estaba solo, y nunca
escuchaba a nadie. Me creía conocedor de todos los secretos de los hombres, y
mi interés no estaba en descubrir verdades ya sabidas, sino en expresar los
pensamientos y los sentimientos de todos aquellos incapaces de expresarlos con
sus labios ni con sus manos.
Estaba completamente solo. No
tenía más compañeros que los aceros y los maderámenes de la vivienda rústica,
construida contra los vientos del mar del sur; no miraba nada ajeno que no
fuera los paisajes estrechos, iguales e invariables, de las vegas cercanas y de
las palmas tísicas, tranquilas y calladas como las aguas del Ariguanabo.
Pero una voz de mujer, una voz
lejana y vibrante, llegó hasta mi soledad como un pájaro perdido que lanzara
por mi ventana la tormenta. Era la voz de una mujer que cantaba, todas las
noches y a la misma hora; una mujer desconocida, que sólo por su canción podía
interesarme, y a la cual no había visto nunca; que no fue ni ha sido nunca para
mí otra sino “la mujer que cantaba”.
Sus canciones no eran como las
guajiras que en la playa de Cajío, cerca de los manglares interminables, o
junto a las cañas y los guanos de San Antonio y dentro de las mismas vallas de
gallos, en noches de orgía campesina, yo había gozado con Rufina. No eran
tampoco canciones de moda, traídas del extranjero y repetidas por tenores de
teatro chico. No eran tampoco cantares rústicos de cantadores orientales, ni de
sones, ni de tristes, ni de boleros. Las canciones de la mujer que cantaba eran
solamente un grito.
Eran un grito, una serie de
gritos, un grupo de gritos, modulados, medidos, alargados, sostenidos,
combinados. Eran gritos rítmicos, melódicos, armónicos; pero eran solamente
gritos. Esas canciones sin palabras eran mudas. No se quejaban, no protestaban;
no hablaban de amor, ni de olvido, ni de engaño, ni de desesperación, ni de
crimen, ni de odio. No expresaban ningún motivo poético, ni sentimental, en
ninguna forma lírica. Eran solamente un grito. Me parece que lo escucho
todavía.
Aquella canción única llegó a ser
para mí, una noche tras otra, tanto como una compañera. Voz de mujer, aquella
voz traía a mi soledad una mujer. Voz de ansiedad, traía sílabas ansiosas a mis
labios. Yo podía hablar por ella y expresarla. Ella levantaba pensamientos míos
anulados, deseos casi extinguidos. Revivía en mí pasiones muertas. Yo me
sentía, mientras aquella mujer cantaba, acompañado dentro de mí mismo por un
alma nueva dentro de mi alma, como si mi propio espíritu quisiera decir
palabras suyas que jamás hasta entonces pudo descubrir. Y así necesitaba de
aquella voz nocturna como se necesita a una compañera, la que acaricia,
comprende, consuela, y que nos expresa con su boca nuestras ansias. Y yo me
preguntaba cómo era posible que encontrara elocuencia, verdad y un alma viva,
en una voz tan igual siempre y tan sin palabras, que no era en realidad otra
cosa que un grito. Yo me lo preguntaba, pero nunca quise contestarme.
Una noche (¡qué noche, qué
recuerdo imborrable en mi vida!) esperé la cantata nocturna con una ansiedad
extraña. Estaba intranquilo, como el que teme que la Esperada no va a llegar,
que la promesa jurada no va a ser cumplida. Y cuando resonó el canto de siempre,
yo sonreí con la felicidad del amante que, tras una larga espera, ve llegar a
su querida.
Mas aquella noche (¡qué noche;
qué recuerdo imborrable en mi vida!) la canción fue más breve que nunca. La voz
era exacerbada, violenta y sin ritmos. Parecía una voz loca, un canto de
desastre, un grito de auxilio o de alarma; un aviso de catástrofe. La encontré
rara como nunca, incomprensible. No era la misma voz, la que tanto me hizo
soñar, recordar, presentir. Aquel era otro grito distinto, un grito de muerte,
de sobresalto, de blasfemia, de despedida para siempre. Un grito de madre a la
que se le muere un hijo; un grito de hembra a la que le matan a su hombre; un
grito desesperado de quien se siente herido el corazón. Yo estaba agitado,
inquieto, mientras la voz cantaba. Después hubiera querido buscarla,
responderle, interrogarla, y gritar yo también a su lado.
Pero de pronto se escucharon
otros gritos, otras voces extrañas. Ya no era sólo su voz: era otra voz de
multitud que se congrega. Después fue su voz muda: ya había cesado el canto y
se escuchaba un clamor de muchedumbre en pánico. Yo vi por la ventana reflejos
de incendio: la claridad de una llamarada. Salí entonces a la calle,
exasperado. Y vi que: un rancho pequeño, a varios metros de distancia, estaba
ardiendo, y que muchos hombres corrían hacia él. Después no vi sino un montón
de yaguas quemadas y un cuerpo de mujer, en el suelo; un cuerpo quemado, con
las ropas quemadas, con el cabello quemado. Vi la cara ennegrecida por el fuego
y la boca abierta, como si cantara. Era el cuerpo de la mujer que cantaba. Yo
quise verla más cerca, más cerca, para levantarla, besarla, salvarla. Quise
verla más cerca, pero ya no pude ver nada.
Orto, Manzanillo, X, n. 28, p. 4, 30 de septiembre de 1921.
lunes, 2 de junio de 2025
Tomás de la Peña
José Manuel Poveda
Al amanecer me han traído la noticia de que Tomás de la Peña ha muerto. Y aun cuando la muerte de un amigo es cosa que, por lo general, me interesa muy ligeramente, esta vez no he podido evitar una brusca sacudida nerviosa. Sentí que cinco dedos cosquilleantes presa, de ansiedad y de miedo me apresaban la garganta, y solté a seguidas una irrespetuosa carcajada. Los grandes choques emotivos tienen estas contradicciones. La imagen del enjuto constructor civil, alargándose en mi retina, con su ropilla maltrecha de bohemio, con sus bigotes sarcásticos y con su ojo izquierdo en derrota, dentro de una caja negra, me hizo reír en medio de la más profunda consternación. El suceso era inesperado, ya que Peña me había prometido morir después que yo, y él no solía faltar a su palabra. Razones de mucho peso y muy regocijadas debían haberle privado de la vida, pues de otro modo él no se hubiera decidido a ofrecer el espectáculo de una capilla ardiente. Cuando entré a verle, y levanté el lienzo con que le cubrieron el rostro para esquivar las moscas, me hizo sin reservas una perfecta mueca cómica, por entre su lóbrega solemnidad de difunto. Estaba alegre, y se burlaba lógicamente, con la sana alegría de un cadáver bien informado, sin preocupaciones. A pesar de éstas, su vida entera fue una explosión de hilaridad. Como colgado de un cordel, en las mesas de los cafés, en las bocacalles y en los burdeles, su mímica y su verbo eran lo cómico, lo caricaturesco y lo barroco. Le tropecé en todos los cubiles de bajas pasiones, en el tráfico de las tabernas, en la agitación de los prostíbulos, o bajo el sol inclemente, o en los atardeceres lánguidos. Y su rostro era siempre el de un diablo drolático, brusca y obstinadamente risueño sobre todo lo más cruel y amargo de la vida. Reía, y propagaba la risa como un redoble a lo largo de trescientas bocas, sin descansar. Tuvo por misión ahogar el silencio en torno suyo, aturdir el pesar y estrangular el hastío. Sin embargo, aquel buen humor perenne carecía de salud y de bondad. Yo os lo digo, ahora que ha muerto, para que la posteridad no se equivoque al juzgarlo. Su ojo izquierdo en derrota parpadeó siempre con vaga malevolencia. Su boca tenía un rictus enfermizo. Su frente delataba sombrías reservas. Yo aseguro que su corazón no estaba en paz. Desde aquella carátula aristofanesca, espiaba la agresión. Debajo de sus párpados estaba en acecho la diatriba. Por entre las comisuras de sus labios, sangraba la ironía. Mascullaba horribles verdades al mascullar su tabaco, y escupía el oprobio lleno de nicotina. Hombre, una injusticia social lo maltrataba. Artista, la impotencia de crear le hería. Alma, los dolores del mundo lo agriaban. Escogió el reír, como un modo de agredir. Su gozo era rebeldía. Su carcajada sonaba como un clamor sedicioso. Las alegrías colectivas que provocaba, parecían asonadas. Y si a veces lloraba, si a veces se enrojecían sus ojos y le ahogaban los sollozos, para los demás, como para él mismo, aquél no era sino un nuevo, terrible modo de reír. Cubierto de polvo, casi harapiento, así se arrastró el bohemio jadeante, de una danza a otra, de un tráfago a otro, ebrio de veinte embriagueces, fuera de sí y como exacerbado y rencoroso. Por último ha querido urdir una postrera trama burlesca, acaso una última protesta, quizás un simple chascarrillo efímero, y con ese objeto se ha muerto. Ahora está quieto entre sus compañeros afligidos, y en realidad parece que a él mismo le ha hecho mucha gracia haber perdido la existencia, puesto que se está riendo con una risa mejor. De alguna cosa que ignoró siempre, aun cuando debió interrogarla sin tregua, se ha enterado el difunto. Con las piernas y los brazos tan estirados, con la cabeza tan echada hacia atrás, está viendo sin duda algo enteramente nuevo y satisfactorio. Se siente cómodo en su ataúd barato, no echa de menos la agitación de otras horas y sonríe con una sonrisa más pura y más dulce que la de un santo. Consternado, empiezo por estremecerme, y acabo por sentirme gozoso de que Tomás de la Peña se haya muerto. Pienso que cuando ese cadáver se ríe tan buenamente, razones muy profundas debe tener para ello. Nunca yo, hombre interior, he puesto en duda la sinceridad de un muerto. Este antiguo cazador de palomas salvajes, que comprendió la vida para coronarla de una alegre corona de panfletos, posee una nueva convicción cuando ahora ríe con una risa tan ingenua. Yo me he refocilado con el bienestar que emerge de ese ataúd, con la confianza y la dicha que se alongan, vestidas de negro, entre sus cuatro cirios. Por debajo del bigote sarcástico, la boca entreabierta sonríe, y sobre ella el zumbido de una mosca finge el leve soplo de la risa. Bajo su epidermis bronceada parece un Satán yacente que se burla de los hombres. Hemos acompañado, en la cruel caminata postrera, a Tomás de la Peña, algunos poetas y varios cazadores, al frente de un nutrido grupo de descalificados. Tumultuariamente agrupados alrededor del féretro, aquel cortejo subversivo, muerto, semejaba un tropel de niños locos que que lo ajetreaba sin recordar que dentro iba el jugaran al entierro. Vertimos sobre la primera paletada de tierra un litro de ron, e hicimos numerosos chistes acerca de la desaparición eterna del amado compañero. José Manuel Poveda, taciturno poeta de elegías, pronunció el panegírico de aquel terrible humorista que, todavía en el ataúd, y contra la tradición que prescribe la seriedad a los cadáveres, continuaba riéndose de su propia muerte, con tan amable insolencia. Y concluimos por alejarnos, bajo los pinos, largas filas de caricaturas llorosas, en la tarde lamentable, completamente muda y sinceramente desesperada.
sábado, 31 de mayo de 2025
Horta con Darío
Yo seguí habitando la misma casa de la calle Faubourg Montmartre y cuando regresaba por las madrugadas, solía entrar a cenar a un establecimiento situado en mi vecindad, y que se llamaba Au filet de Sole. En uno de esos amaneceres llegué en compañía de un escritor cubano, Eulogio Horta. Estábamos cenando en uno de los extremos del salón del café. Había un nutrido grupo de hombres de aspectos e indumentarias que yo no sabía conocer aún, alemanes en su mayor parte, y franceses. Casi todos ostentaban sendos alfileres y anillos de brillantes y estaban acompañados de unas cuantas hetairas de lujo. Espumeaba con profusión el cordon rouge, y al son de los violines de los tziganos, algunas parejas danzaban más que libremente. De pronto entró una joven, casi una niña, de notable belleza; se dirigió a uno de los hombres, rojo, rechoncho, de fosco aspecto, con tipo de carnicero, habló con él algunas palabras... La bofetada fue tan fuerte que resonó por todo el recinto y la pobre muchacha cayó cual larga era... A Eulogio Horta y a mí se nos subió, sobre los vinos, lo hispano-americano a la cabeza, y nos levantamos en defensa de la que juzgábamos una víctima; pero la cuadrilla de rufianes se alzó como uno solo, amenazante, lanzándonos los más bajos insultos... Y lo peor era que quien nos insultaba más, con la cara ensangrentada, era la moza del bofetón... No nos pasó algo serio porque el gerente del establecimiento, que me conocía desde Buenos Aires, salió a nuestra defensa, habló en alemán con ellos y todo se calmó. Luego vino a nosotros y nos advirtió que nunca se nos ocurriera salir a la defensa de tales gourgandines”. (“Autobiografía”, OC, vol. 15, 1917, p. 187.
-Es, -me contestó Gómez Carillo-,
el vizconde Austin de Croze, literato y ocultista.
-¡Oh!-, exclamé.
-Es íntimo de Huysmans, -añadió.
-¡Ah! -contesté-. Y fui a contar todo eso a un
mi amigo cubano que quería ver misas negras, el escritor Eulogio Horta.
En efecto, el vizconde cultivaba las ciencias
ocultas. Tenía fama de embrujador. Publicaba un calendario diabólico, ilustrado
de signos, damas desnudas. Hacía versos. Hacía artículos de periódicos. Andaba
siempre con un cartapacio y con la cintita morada de las palmas académicas. Un
día, cuando la época de los duelos mosqueteros, se empeñó en que yo me batiera
con Enrique. Yo temblé ante la primera sangre, ante los padrinos en Calisaya,
ante la posible fotografía ... “¡No!”, exclamé con la más absoluta convicción.
“En Bretaña” (fragmento), La Nación, 4
de agosto 1907, p. 6. En Crónicas desconocidas: de Rubén Darío: 1906-1914;
edición crítica y notas de Günther Schmigalle, Academia Nicaragüense de la
Lengua, 2011, pp. 85-99.
viernes, 30 de mayo de 2025
Cábala
jueves, 29 de mayo de 2025
miércoles, 28 de mayo de 2025
Eulogio Horta pretidigitador
Ahora me interroga Soto Hall. Me pregunta: ¿Usted conocería a Eulogio Horta?
Sí, señor. Una mañana, hace
ya muchos años, en un banquete a los hermanos Carbonell, directores de Letras en
el Hotel Telégrafo. A los postres, y cuando creíamos agotado ya el tema de los
brindis, se puso en pie aquel hombre un poco enigmático en su figura que
hablaba con cierta dificultad. Era Eulogio Horta. Todos esperábamos aburrirnos
con paciencia durante minutos. Él nos deleitó a todos ennobleciendo el ambiente
vulgar del ágape con una charla amenísima en la que vibraban los motivos
clásicos bien tamizados al través de los libros y de los cenáculos de París.
Ciertamente, así era
Eulogio Horta. Una alta mentalidad, olvidada demasiado pronto aquí en Cuba,
según creo. No se le ha dado el lugar que le corresponde. Y si su labor
literaria no es tenida en la estima que merece, ¿qué decir de la obra revolucionaria
de este hombre extraordinario que solía realizar las más grandes empresas sin
quitarse del ojal del alma la flor de su sonrisa, equivalente en lo espiritual
a la gardenia que vivió siempre presa en la "boutoniére" de su
levita?
Eulogio Horta aprendió la
prestidigitación para recaudar fondos con el objeto de engrosar los de la
revolución de Cuba. Y se convirtió en un prestidigitador notable.
El fue un ocultista
también.
El ocultismo fue su gran
pasión.
L. F. M.
"A propósito de
Eulogio Horta", Diario de la Marina, 6 junio de 1926.
domingo, 25 de mayo de 2025
Ocultismos
Eulogio Horta
EL París actual es teatro de una
resurrección de antiguas doctrinas y sectas, que llaman poderosamente la
atención pública y seducen a los ánimos libres y curiosos. Un escritor de gran
talento, Jules Bois, se ha encargado de dar a conocer en forma amena y
espiritual la organización y trabajos de los novísimos magos y apóstoles de la
magia, la teosofía y el ocultismo. Sin embargo, no hay que fiarse de lo que
acerca de esas recreativas y estupendas novedades digan los blagueurs de
la prensa, dispuestos en todo momento a ridiculizar lo más respetable y a
buscarle con admirable diligencia su lado cómico y alegre.
El asunto ha trascendido hasta la
vida mundana, que le da participación en medio de sus elegancias y frivolidades
encantadoras. Es una nota nueva en los salones, que estimulará por algún tiempo
el paladar estragado del espíritu francés, claro y sobrio, sí, pero veleidoso e
inconstante como descocada mujerzuela.
Entre los magos modernos los hay
de todas clases. Unos se dedican a escudriñar los secretos de la naturaleza y
las leyes que rigen sus diversas transformaciones; otros, menos ambiciosos,
pero más prácticos, fundan centros y grupos de iniciados, que se creen en
posesión de los más grandes arcanos. Stanislas de Guaita, Popus,
Peladan pertenecen a este número. Después de haber debutado brillantemente en
algunos cenáculos literarios, estas inteligencias exquisitas han hecho voto de
recogimiento, apartándose del mundo y de sus luchas vanas, con la mira de
regenerarse y alcanzar el mayor dominio de la voluntad sobre los sentidos.
No faltan magos dilettantes que
como el citado Popus lleven a la vida diaria y callejera sus
estudios y su ciencia. Este mago, de figura simpática y fisonomía
nada despreciable, atraviesa los boulevares leyendo el
porvenir en las manos de las mujeres bonitas, y traza horóscopos en Le
Figaro y el Echo de Paris por cuarenta céntimos.
No es posible dejar de mencionar
al referirnos a la kábala y ocultismo modernos a la aristocrática duquesa
Pomar, cuyo palacio del Pozzo di Borgo en la avenida de Wagrân es un verdadero
templo consagrado al culto de la grande Isis, que ha descorrido su velo ante
las princesas y ante los sabios que concurren afanosos a las fiestas del mercredis ofrecidas
por la ilustre dama.
Lo que es innegable es el influjo
de estas tendencias y de estas ideas en el teatro y en la literatura, al
extremo que hasta los escritores más apartados por sus antecedentes de estas
cosas, han obedecido al predominio de la moda y echado su cuarto a espadas. Tal
es el caso de Gilbert, Augustin Tierry, Anatole France. Paul Adam, Julio
Lermina y tantos otros que firman notables trabajos en los diarios y revistas
parisienses.
Por lo que a mí toca declaro
francamente que no atribuyo gran mérito a este género literario, que ni
reproduce observación, ni plantea tesis, ni pinta escenas de la vida. El
ocultismo llevado a la novela resulta una especie de Mil y una noches,
en que todo es arbitrario y ocurre fuera de las condiciones normales del mundo.
Como no hay que observar leyes ni lógica, todo el mérito depende de la fantasía
más o menos hermana del autor, pues de Poe, Bulwer Lytton, Villiers de l'lsle
Adam y en la actualidad Jean Lorrain, la magia en la novela y en la poesía sólo
han producido obras medianas y de poquísima enjundia. El carácter impresionable
y propagandista que caracteriza al pueblo francés, basta para explicar la boga
que momentáneamente disfrutan las publicaciones del género a que hacemos
referencia. Un pueblo histérico, nervioso, solicitado por múltiples anhelos,
que ha agotado todas las sensaciones y pedido al placer su última palabra, es
natural que se refugie en el ocultismo y en la kábala, de igual manera que esos
crapulosos sin estómago que buscan los manjares menos fuertes y copiosos.
Los que han entendido la biblia
en este belén son los editores, muchos de los cuales han realizado pingües
ganancias a costa del bolsillo de los crédulos y entusiastas.
A Cuba no ha llegado todavía el
ambiente ocultista. Ni Dios lo quiera. ¡Figúrense los lectores de EL FIGARO las
cosas que saldrían por ahí si la moda ocultista penetra en nuestra anémica
literatura!
¡Ni la guerra!
Diciembre, 1895
El Fígaro, 29 de diciembre
de 1895 p. 580.
lunes, 19 de mayo de 2025
sábado, 17 de mayo de 2025
La muerte de Joseph Conrad
Jorge Mañach
Joseph Conrad, uno de los grandes
maestros de la literatura inglesa contemporánea, uno de los más nobles
escritores de nuestro tiempo, un conquistador, en vida, de la
"gloriola" clásica, acaba de morir hay dos semanas apenas.
Prematuramente y sin embargo, ¡con qué cuajado merecimiento! ha entrado ya al
clasicismo definitivo, al clasicismo de los muertos.
***
El trópico casi no se ha
percatado de esta muerte ilustre. Es el rubor inevitable de siempre. Acaso lo
que más apesadumbra y desalienta en esta materialidad e inmediación de nuestro
vivir es su lejanía de todo acontecimiento, de toda peripecia, de todo gozo o
dolor en las comarcas del alto esfuerzo. Hay pueblos que, entregados tenazmente
a la consecución materialista, logran, sin embargo, mantenerse al tanto de las
vibraciones civilizadas.
Los Estados Unidos son uno de esos pueblos; la
Argentina -para no citar sólo un ejemplo consabido- es otro. En lo alto de sus
torres humeantes, hay siempre antenas para recoger el clamor de los mundos. Y
la vida burda es más llevadera en ellos, porque no han dejado fenecer sus
simpatías. Y porque no están completamente solos en su aislamiento, porque son
como emigrantes de la plenitud ideal que reciben, con cada correo, letras y
estímulos para su nostalgia.
Nuestra insularidad, ¡qué desoladoramente
absoluta! ¡Cómo ignoramos, en la beatitud de nuestras pequeñitas vanidades, en
la histeria y bullicio de nuestras menudas bregas locales, cómo ignoramos el
ebullir más hondo de los continentes!
Los raros hombres que reciben y leen
periódicos de fuera, van por esas calles cargados de alucinación y como de una
irreprimible petulancia. Parece que vivieran dobles vidas y que nos
compadecieran un poco a los demás por ensimismarnos en nuestro barrio...
Debemos darles la misma impresión que nos produjeran aquellos pasmados guajiros
de la Ciénaga, insensibles a los mosquitos, curtidos a la miasma inhóspite e
ignorantes del [ilegible] post-colonial.
Alguna revista alerta nos trajo,
empero, esta nueva, la muerte de Joseph Conrad. ¿Cuándo habrá una que nos
entere de esas gloriosas existencias antes del R.I.P. que atolondra al mundo?
***
Joseph Conrad era polaco de nacimiento. Tenía un patronímico eslavo y absurdo que había estilizado sabiamente -"Conrad"- al dedicarse a las letras. Hasta los diecinueve años no habló una sola palabra de inglés. Conocía, en cambio, casi todas las lenguas continentales, que había aprendido en sus largas andanzas de marino por todos los mares de Asia y de Europa. Ya en la adolescencia andariega, su camarote era una menuda biblioteca; el grumete aprovechaba las "bajadas a tierra" para demorarse en las otras, en las más grandes de las ciudades litorales y cursaba, entre escalas, olas y cielo, una ruda experiencia que había de ser la veta más fecunda de su producción literaria.
A los cuarenta años, enfermo,
Conrad tuvo que abandonar la navegación. Quedóse en Inglaterra, cuyo idioma ya
dominaba, y empezó a escribir para vivir. Hizo más de veinte obras, dechados de
imaginación, de vigor, de dramaticidad, de estilo; a las primeras, Albión le
atacaba ya como a un maestro, e igual que el cuitado de Reading Gaol,
pudo haberse proclamado a sí mismo lord de la lengua inglesa.
¡Maravillosa opulencia de ritmos
y vocablos la de su prosa! Espléndida diafanidad, certero tino, ponderada
economía! Parecía un latino, escribiendo; pero un latino anti-retórico, sin
búsquedas de elocuencia ni alardes de énfasis: un latino de los "de guante
blanco", o lo Renán, Fogazzaro o Valera que, además, cuidara del matizado
moderno. Conrad consiguió para la prosa inglesa aquella "suavidad" de
estilo cuya falta general les reprochaba ha poco Pedro Henríquez Ureña, (en
amable y reciente coloquio habanero) a los modernos escritores sajones.
Estuve a punto de decir que logró
esa manera lustral "a pesar" de ser extranjero, de no ser el inglés
su lengua de cuna. Pero acaso fuera precisamente por eso. El mejor inglés
siempre se ha escrito al través de una disciplina extraña a él, o inspirándose
en dechados y dictados latinos.
Wilde ¿no hizo su maravillosa Salomé
primero en francés? Roberto Luis Stevenson también latinizó; y Lafcadio Hearn,
y en general, todos los estilistas contemporáneos de Inglaterra. Por lo que a
los Estados Unidos hace, quizás la prosa inglesa más elegante, más rica y más
equilibrada que allí se ha escrito en los últimos años, fue la del ensayista
español Jorge Santayana, profesor que fue de Filosofía en Harvard.
El fenómeno parece comprensible.
El inglés es, predominantemente, un idioma de percusiones, de acentos. En
cambio, las lenguas latinas (¿acaso también el polaco?) se modulan a base de
ritmos, de enlaces, de cadencias. Imaginaos un herrero que supiera música. Ya
no nos desagradaría tanto el batir del macho sobre el yunque. La prosa de
Conrad tiene esa que pudiéramos llamar cadencia percusiva.
***
"¿No son demasiado cortas
nuestras vidas para llegar a esa plenitud de expresión que es la mira constante
de todo nuestro balbuceo? Yo ya he renunciado a la esperanza de esas últimas
palabras cuyo timbre, si pudieran ser pronunciadas, agitaría los celos y la
tierra. Nunca hay tiempo para decir nuestra última palabra -nuestra palabra de
amor, de anhelo, de fe, de insurgencia."
Esto había escrito Conrad en
"Lord Jim", uno de sus más bellos libros. Esto había escrito, y así
fue. Tampoco él tuvo tiempo para su decir pleno. Tras largos años de dolencia
estoica (alguien cuenta que su casa era "un verdadero arsenal de
medicinas"), la muerte le ha abatido cuando se disponía a escribir la
vigésima-quinta de sus obras: en el mismo momento en que la anunciaba en el
coloquio de su retiro de Kent, el esputo final cortó la oración en su boca y
los ojos vidriados imaginaron por última vez entre los olmos de su jardín, los
viejos y fecundos panoramas de sus mares amados.
El día que se traduzca a nuestra lengua alguna obra de Joseph Conrad -Youth, Lord Jim, The Rescue, pongamos por preferidas-, comprenderemos nosotros por qué esa muerte ha traído una vasta melancolía a tantos ánimos en lo demás del mundo.
En la obra de Conrad se casaron
la aventura y la reflexión. Él supo enlazar con arte inefable esas dos maneras
de contenido, esas dos actitudes literarias cuyos alicientes se distribuyen en
dos épocas de nuestras vidas: para la niñez, el drama azaroso; para la madurez,
el drama reflexivo.
¿No habéis soñado vosotros alguna
vez en esa conjunción que os retrotrajera a la edad ingenua, sin obligaros a
abdicar de las prevenciones peritas que da el largo vivir? Hace tiempo, cuando
estuve en Madrid, quise hacerme la ficción de revivir los años párvulos, y
compré, en el viejo kiosco de Recoletos que mi niñez rondó, novelitas de
Salgari y de Dick Navarro y de Nick Carter y de aquellos más que habían
espeluznado mis veladas a hurtadillas... Fue un doloroso desencanto. Aquello me
aburría ya: aquello ya no sacudía los resortes gastados del ánimo hecho a la
duda y a la represión y al juicio.
Y releía Conrad, que me curó un
poco de la decepción. Sus bergantes, sus mares, sus piratas, me hicieron vibrar
con la vieja inquietud, y, en las pausas del drama, la parte más empedernida de
mi espíritu se regodeaba en la ironía amarga del gran escritor. Es que hay en
cada uno de nos otros un infante que quiere complicar la vida, y un hombre que
quiere comprenderla: un instinto de brava conquista y otro de sereno dominio.
Conrad supo escribir a la vez para el salvajuelo y para el civilizado que todo
prójimo lleva en sí. Los dioses le hayan en cuenta esa riqueza de comprensión.
“Glosas”, Diario de la Marina,
agosto 27, tarde, 1924, p. 1.
jueves, 15 de mayo de 2025
domingo, 11 de mayo de 2025
La curiosa curiosidad
Jorge Mañach
Isaac Goldberg, el excelente
hispanófilo norteamericano, cuya labor de divulgación para nuestras letras
"de aquel lado del Río Grande" va constituyéndonos ya en deudores de
la más cordial gratitud, me escribió ha poco esa apremiada carta que, presumiendo
la venia del ensayista amigo, traduzco y publico por juzgarla de insólito
interés, tanto para los letrados como para el que llaman vulgus profanus.
La breve carta en cuestión reza
de esta manera:
"Mi querido Mañach:
Su carta fue agradable lectura.
Tengo la intención de escribir,
dentro de poco, acerca de algunos libros cubanos. Entretanto, usted pudiera
hacerme un gran servicio en relación con un artículo que estoy componiendo para
el American Mercury. Se trata de averiguar lo siguiente:
(1) Qué escritores de los Estados Unidos se leen en Sud América. ¿Emerson,
Poe, Hawthorne, Whitman, Longfellow?
(2) Si son leídos en el original, en el idioma del país o en francés.
(3) Cuál es la opinión franca acerca de la cultura literaria de los
Estados Unidos.
(4) Qué se sabe de nuestros escritores contemporáneos (poetas,
novelistas, críticos y demás).
"Desearía enseguida su propia
contestación a estas preguntas, así como la de Lizaso, Lamar Schweyer, Max
Henríquez Ureña, Carlos Loveira y de cualquier otro literato cubano a quien
usted crea de suficiente relieve para preguntarle. Por ejemplo, Chacón y Calvo.
Insisto en que debe ser enseguida. Puede
usted..." etc.
Unas cuantas líneas más de encarecimiento y de
saludo daban fin a la inquisitiva epístola.
Aquel día, fue, pues, necesario hacer nuevo
paréntesis en la vacación de los nervios para hacer llegar a los literatos
"de relieve" la consulta del autor de los Estudios de literatura
hispano-americana. Debo advertir, empero, que el apremio de la consulta no
dejaba margen para la larga búsqueda. Muchos son los literatos de relieve que
hay en Cuba con derecho - con infinitamente más derecho- que el presente
glosador a dar su parecer en tan escogida materia pero ya se sabe que la
dispersión del Ietrado gremio es, entre nosotros, algo deplorable.
Aparte algún que otro cenáculo nocherniego,
aparte tal cual redacción sombría y no siempre accesible, no existen en nuestra
villa centros vitales de asociación literaria. Y digo vitales, porque
mortecinos, momificables, accidentales y espurios sí los hay: mas no se reúnen
sino para oír discursos o elegir comités.
Queda implícita, claro está, una excepción a favor de la "Minoría Sabática" a quien nuestro Fontanills daba el otro día su espaldarazo social. Esa Minoría aspira, a lo que parece, a ser algo vivo y sin discursos. A ella, pues, me dirigí, y espero que los más hayan contestado la "encuesta" del crítico yanqui.
Mi propia contestación, apremiada también y
escrita en un modesto espíritu de "salvo prueba en contrario" decía
como sigue, después de las pertinencias iniciales:
"Me pregunta usted qué escritores de los
Estados Unidos se leen en la prensa de Sud-América. Su alusión es a los
clásicos y cuando usted dice "Sud-América" entiendo no solamente que
incluye a Cuba, sino que a ella particularmente se refiere al pedir mi parecer.
Pues bien, mi querido Goldberg, nosotros casi no leemos en absoluto los
clásicos de ustedes. A excepción de algún otro cubano que, como yo, ha vivido y
estudiado en los Estados Unidos, el público lector de aquí, o simplemente no conoce,
o no quiere conocer los viejos valores literarios americanos. De vez en cuando,
sin embargo, se encuentra usted con algún sujeto de torcedura académica que ha
leído a Emerson en castellano o a Hawthorne en francés; pero rara avis.
Poe es medianamente conocido a través de Baudelaire y de sus traductores
latino-americanos, Pérez Bonalde, entre ellos. De Whitman nos hemos enterado
directamente gracias al espléndido ensayo de Martí. Longfellow apenas nos es
más que un nombre. Quizás el escritor yanqui de antaño mejor conocido sea Mark
Twain; tanto que hasta tiene -diremos "fanáticos"?- en categoría con
Anatole France y Eça de Queiroz. Y no se me ocurre ningún otro autor americano
que se lea por modo considerable.
Su segunda lectura es si esos
autores son leídos en el original inglés, en castellano o en francés. Me parece
que los más lo son en español; pues aunque muchos hablan inglés aquí, raros son
los que leen otra cosa que magazines, y para eso, de una manera
superficial y frívola, sin fijarse en nombres ni tendencias, en una palabra,
sin conciencia literaria.
Delicada tarea, la de contestar a su tercera
pregunta. Quiere usted saber qué es lo que nosotros "francamente' opinamos
de la cultura literaria de los Estados Unidos.
Ya advierto que dice usted
"literaria". Pero nuestra sospecha -apenas es más que eso: una
sospecha- de la literatura de ustedes es como un reflejo de lo que en general
pensamos sobre su vida nacional. Lo cual equivale a decir que estamos todavía
tocante al "Norte" como ustedes lo están tocante a
"Sud-América": en la era del pintoresco prejuicio. Aún no hemos
cesado de entretener aquella inicua noción que cifra el esfuerzo americano en
un buscón de oro y en un rascacielos.
Pocos -y con esto respondo ya a su última
pregunta-muy pocos de entre nosotros saben algo de Edith Wharton, Robert Frost,
James Cabell, Sinclair Lewis, O. Henry, o siquiera de Hergesheimes, el autor de
ese bellísimo libro San Cristóbal de la Habana. Es ruboroso, pero hay que admitirlo.
La razón de ello no está tanto en aquel
prejuicio nuestro sobre el "materialismo" yanqui como en el hecho de
nuestra escasez de tiempo. No somos nosotros la haragana gente que el sajón imbuido
de Enciclopedia Británica se empeña en hacernos. Tenemos poco ocio libre, tras
"el ganar y el gastar", para lecturas exóticas, y el poco que tenemos
estamos habituados a dárselo a las lecturas españolas y francesas.
Desde luego hay que lamentarlo. Una miaja más
de propaganda por parte nuestra harían mucho en sentido de mantenernos
fecundamente unidos y... convenientemente "separados".
En “Glosas”, Diario de la Marina, 19 de
mayo de 1924.
sábado, 10 de mayo de 2025
Silueta de Robert Frost
Jorge Mañach
Bread Loaf -"La Hogaza- es uno de los
topes más altos en la vecindad de Middlebury. Un poco más allá están las
escarpadas crestas desde las cuales, en invierno, se desprenden los esquiadores
para sus vertiginosas aventuras. En verano, toda esa crestería es un macizo
denso de pinos, de sauces, de abetos y abedules. En el seno de él tuvieron
instalada durante los años de guerra, la Escuela Española, y fue allí donde
José María Chacón y Calvo, profesor uno de esos años en Middlebury, pasó una de
esas temporadas históricas de frugalidad y de frío que parecen ser parte de su
destino de hombre de estudio. Pero este verano la escuela que allí estuvo fue
la inglesa -lugar donde no se enseña el idioma de Shakespeare-, sino los modos
literarios de usarlo. Y allá de cuando en cuando subíamos los del valle, los de
la Escuela Española y la Italiana y la Francesa y la Rusa, para asistir a
alguna representación de teatro avanzado o escuchar alguna apetecible
conferencia. Por ejemplo, la que le escuchamos a Robert Frost.
Frost es, como se sabe, el más insigne, acaso el más grande y
probablemente el más viejo de los poetas norteamericanos de hoy. Van y vienen
las modas poéticas, mudan las imágenes y los ecos, suben o bajan prestigios
nuevos, pero la gloria de Robert Frost permanece sólida y fresca siempre, como
una de sus montañas. Es el poeta de la Nueva Inglaterra; pero esta localización
no parece limitarlo, sino más bien aludir a algo primordial y entrañable en su
inspiración, a un sentido profundo y seminal de su tierra y de su raza enteras.
Pues aunque la periferia histórica de lo americano haya crecido tan enormemente
hacia el Sur y hacia el Oeste, aunque todo ese vasto mundo nuevo, expansión de
la frontera, mire ya hacia la zona de los yanquis puritanos con un poco de
gigantesca ironía, por debajo de esa sorna y displicencia se descubre sin
esfuerzo un respeto intacto a lo originario, a la tierra de los peregrinos y
los patriarcas, a la matriz sajona, donde se habla el mejor inglés y las
costumbres son más austeras.
En el alma poética de Robert Frost hay mucho del yanqui tradicional -el
amor a la costumbre y el paisaje, el fondo de sabiduría natural, aliñado de lo
bíblico, el pudor de los sentimientos y el humor “seco”. Pero no es este ningún
Gabriel y Galán de la Nueva Inglaterra. Lo yanqui, en él, está como destilado y
potenciado más allá de lo comarcano; en su espíritu resuenan todos los rumores
agitados de la nación y el mundo. Los acoge con cierta sorna filosófica, con la
displicencia del hombre que se sabe las cosas esenciales -el amor, la
naturaleza y la muerte -y, a veces, con una vaga inquietud por el destino de la
promesa norteamericana y la humana. Conservador, como todos los espíritus muy
apegados a la tierra, tiene, sin embargo, de utópico lo que todo amador de
estrellas. Cuando parece que va a disolverse en espejismos utópicos, la frena
siempre su buen sentido de labriego exquisito, saturado de lecturas. Todo ello
se resuelve en una poesía a la vez serena y trémula, cargada de inteligencia
humana, de bucolismo, de amor profundo… una poesía que constantemente vuelve,
fatigada del espectáculo de los hombres, al del
al del arce joven que empieza a soltar su
corteza
de verde
infantil y enseñar el blanco lechoso
Arrodillado una
vez ante mis hierbas
hurgaba la
tierra con perezosa azada
tarareando mi
mezcla de tonadas;
pero al ver que
algunos muchachos de la escuela
se habían puesto
en la cerca a espiarme,
el corazón se me
detuvo con el canto.
Pues cualquier
mirada es siempre mala
que se permite entrar en mundo aparte.
Aquella tarde, Frost había sido sonsacado de su soledad para que diese
una conferencia en la sala de actos de Bread Loaf. Hubo que ir muy temprano para
conseguir asiento. Cuando llegamos, un poco ateridos ya del frío de la
ascensión, la sala estaba casi llena: pero logramos sentarnos en fila delantera,
al amparo de la hospitalidad interprofesoral. Cuando el poeta llegó con su aire
de leñador anciano y su revuelta melena blanca, estalló una ovación larga y devota.
La recibió con esa tranquila, sonreída displicencia, de los hombres que ya le
conocen el gusto a la gloria y que, además, no le otorgan mucha importancia al
aplauso de los hombres.
De pie frente a un atril desde el cual la
lamparilla encaperuzada le esculpía de luces y sombras, el rostro vigoroso
empezó a hablar, por vía de pequeña introducción a una lectura de sus últimos
poemas. Hablaba de lo que era la poseía. No sabía el bien qué cosa era. A lo
largo de su vida, se le habían ocurrido innúmeras definiciones. Todas le
parecían siempre buenas y malas. Aquella tarde pensaba que la poesía pudiera
definirse como una pausa del alma entre las cosas. Pero en su charla no había
nada de docente; era más bien como una confesión, como un soliloquio en que la
voz, lenta, densa y grave se hacía inaudible.
Comenzó a leer sus poemas. Los interrumpía a
veces para interpolar un comentario, casi siempre irónico, humorístico. Parecía
como si quisiera acreditar la falta de solemnidad del juego poético. Aludió a
cierta conversación suya con T. S. Eliot, el laureado Nobel, el poeta americano
que se hizo británico y que hablaba con un acento inglés... de Michigan.
Comprendimos que no le interesaba mucho aquella poesía arcana, de sonambulismo
filosófico. Sobre la alusión suavemente irónica, saltó enseguida su propia linfa
diáfana, clara de fondo y visitada por los reflejos del cielo el paisaje, como
aquel arroyo de la Quiebra de Ripton que habíamos estado contemplando según
ascendíamos a la cresta de Bread Loaf.
Desde el silencio lleno de su verso, vimos por
todas las ventanas abiertas cómo se iba poniendo lentamente el sol sobre las
montañas.
Diario de la Marina, 18 de septiembre 1949.
miércoles, 7 de mayo de 2025
Sobre el Infierno
Severo Sarduy
No podemos precisar exactamente
dónde se nos habla por primer vez de un lugar de aterrante martirio, antro a la
vez de la sombra y el fuego, del tumulto y la soledad. Ya en los Evangelios se
nos avisa la existencia de dos realidades exactamente opuestas: una residencia
feliz, la vida eterna, y su reverso, una residencia cáustica, centro de
renovados suplicios. Frente a estas revelaciones, la cultura, en todos sus
aspectos, no ha cesado de elucubrar. Unas veces mesurada, y otras que son la
inmensa mayoría, delirantemente pero siempre alrededor de la incitante, pista
evangélica.
El hombre de este siglo se ha
librado un poco del miedo, a pesar de que la religión constantemente, aunque
con sutileza, intenta devolvérselo.
Quizás por una intuición
primitiva, adánica, los mundos infernales concebidos por el hombre en todas sus
visiones, convergen, manifiesta o secretamente, en un oscuro ámbito, del cual
todas éstas no son sino los más evidentes indicios. En lo que sí difieren
ampliamente las concepciones, es en la cifra de su sadismo, y en la
intervención, directa o no, que Dios y sus creaciones hayan tenido en su
origen.
El Infierno cuyo temor se canta
desde casi todas las grandes epopeyas, no es hechura del hombre. Es, según
parece, un demiurgo, personificado en función de Dios-verdugo, quien proyecta y
realiza la oscura residencia, cuyo centro coincide siempre con el de la tierra,
y cuyo origen aparece en el mito, relacionado con la expulsión eterna de los
demonios, desde otros planos superiores o celestes, hasta las profundidades de
algún río, donde estos ángeles o dioses caídos, magos en el arte de torturar,
permanecen vigilantes, atormentando afrentosamente a la multitud de los que,
por una burla del azar, fueron definitivamente condenados.
Es la epopeya babilónica de
Gilgamesh, cuyo Infierno, al igual que el de Hesíodo y Dante, se presenta como
una extraña ciudad subterránea, "defendida por siete murallas y siete
puertas", donde se manifiestan por primer vez dos de las ideas que
centrarían todas las concepciones posteriores sobre el Infierno. La idea de la
condenación eterna se sugiere fijamente en este pasaje: "Sígueme"
-grita el monstruo "sígueme a la casa a la que se entra sin esperanza de
salir de ella. Por los caminos que sólo sirven para la ida y nunca para la
vuelta".
Es Dante quien, hermanando estas intuiciones
con la angustia del cristianismo, desata todas las fuerzas demoniacas latentes
en la conciencia humana descubriendo una verdadera gehena, y, sin embargo,
invita al mismo tiempo a una sorda rebelión en contra de su blasfemia, de su
exageración sádica, de su olvido de la más temible pena: la privación eterna de
la presencia de Dios.
Con Swedenborg, en el siglo XVII, todas estas
fuerzas convocadas por Dante sufren un viraje hacia el hombre, y le devuelven
súbitamente toda la responsabilidad frente a un destino del que las delirantes
concepciones de un castigo arbitrario, le habían librado.
En estas circunstancias, aparece
Dostoievski, con su monstruosa maquinaria sobrenatural; el Infierno trasciende
su amurallado círculo, abandonándonos en medio de su dominio más secreto. No
esperaría más. Alucinaría nuestra vigilia con los indicios de su constante
crecimiento, hasta que en "el día del juicio", la comprensión de su
naturaleza bestial, iluminará al hombre. Dominado por este signo, ya
Dostoievski no pudo separarse más de su terrible deseo de insectizamiento, de
monstruosidad, sobre el cual Kafka levantaría su fantástico andamiaje. Un
ahogante ambiente, lleno de reptiles, preside la simbología aterrante,
manifiesta en la contemplación eterna del espíritu del mal, que esta vez, surge
como una araña de enormes dimensiones, militante del ejército de parásitos
dotados de inteligencia y voluntad, cuyo domicilio es el cuerpo humano.
Pero es en Marcel Jouhandeau,
(que con Berdiaeff y Lautréamont compone una trilogía mefistofélica) donde más
peligrosamente se ha jugado con la idea de la libertad humana, libertad que,
aún dentro de la fe, Jouhandeau usa para levantar frente a Dios un imperio sobre
el cual el mismo Dios no puede hacer nada, donde “los condenados están sentados
como héroes o como reyes, cada uno sobre un trono de fuego en su eterna
constancia y serán lo que no será sometido”. Esa libertad mal entendida rechaza
después de Jouhandeau, desde la renuncia a Dios, hasta su extremo opuesto, y se
pregunta si no es Dios más sensible a su Infierno que a su Cielo, para terminar
con estas imploraciones: “Refresca, señor, mis labios abrasados por el mal, no
apartes de mí tu rostro”.
El último heraldo, el más lúgubre
de todos los del Infierno, corresponde por ironía al existencialismo ateo de
Sartre. El suplicio revelado por Sartre es completamente diferente, y es en ese
desamparo al que el Infierno nos arroja, (porque el Infierno de Sartre está en
la tierra, y "son los otros") donde reside el secreto de su crueldad.
Poco a poco, nos vamos identificando con los personajes de "La
Nausea", "La Edad de la Razón". "El Ser y Nada" y
otros que han comprendido la vida como un absurdo al cual fueron lanzados y del
cual serán separados sin saber cómo, en la que la conducta del hombre, loable o
no, se explica solamente como una de las posibilidades que, haciendo uso de la
libertad que le pertenece, puede escoger en un momento dado, y que por tanto,
no puede extrañarnos. La oculta rebelión sartreana multiplica sus frutos en
"Las Moscas", donde un terrible sentimiento de singularidad, de
autorreclusión, de tedio, nos invade desde las alucinantes moscas, enormes como
seres humanos, enlace del hombre y el demonio.
Una de las últimas cuestiones de
que trata el libro, (muy cuantitativa por cierto) es la cifra a que ascenderá
el pueblo de los condenados. No habíamos hallado ninguna referencia precedente al
escabroso problema. El mismo autor se muestra indeciso y dice: "Tal vez
sea inconveniente reproducir ciertos pensamientos que se atribuyen en nuestro
tiempo a algunas personas de bondad ejemplar". Nos enfrentamos
repentinamente con la menos temible. y por consiguiente la más oculta de todas
las visiones del Infierno: no es el Infierno tumultuoso, ajado por el uso, sino
otro para cuya existencia no han hecho falta ni el gran alboroto, ni los
supliciados. Este lugar. concebido por Sta. Teresa, es terrible, pero está
vacío. Es un Infierno en potencia.
A las mismas conclusiones debe
haber llegado Sta. Gertrudis, cuando escuchó del Señor, según nos dice:
"No te diré lo que hice de Salomón ni de Judas, para que no se abuse de mi
misericordia."
Pero el Infierno vigila y espera.
El aviso se repite, con torturante frecuencia, multiplicándose como la vanidad
del hombre. Entonces comprendemos la estrecha correspondencia, la exacta
justicia. El Infierno se ha vertido todo en aviso. No necesitamos más Infierno
que el temor al Infierno. Entonces todo el andamiaje cae abajo, y nos quedamos
vigilando, fuera ya de todo Infierno, porque nada nos avisa, y todo nos amiga,
en perdurable asilo.
En el resto del libro la
imposición dogmática se fortalece irremediablemente. Las disquisiciones sobre
el momento de la entrada, los habitantes y la duración del Infierno, no superan
el tedio característico de las latanias monorrítmicas de domingo por la mañana,
ni por supuesto, (hubiera sido fatal) añaden nada a la manida fórmula del
revelacionismo. Es verdaderamente lamentable que en la mayoría de las
cuestiones planteadas, las soluciones ofrecidas, sean inocuas, o nos abandonen
frente a problemas más difíciles. Motivo para que, no podemos hacer otra cosa,
después de admirar la trama infernal, (que en realidad no sé de dónde, ni cómo
se conoce) que saborear nuestro acostumbrado desamparo, que por querer evadir,
resulta seguramente por castigo, la única posesión cierta que nos dejan.
(1) "El Infierno" por
Jean Guitton, Michel
Carrouges, Ch.-V. Héris. Gustave Bardy, Bernard Dorival y C. Spicq.
Ediciones Criterio. Emecé. Buenos Aires.
Ciclón, vol. 2, n. 1, enero, 1956.
domingo, 4 de mayo de 2025
Los usos del olvido
Severo Sarduy
En Royaumont, una abadía
románica no lejos de París, se celebra una reunión de intelectuales de varios
países sobre los usos del olvido. Entre los asistentes se encuentran
Yerushalmi, Mommsen, Milner, Atlan, Vattimo, Rykwert, Tetienne, Le Goff, Gooti
y otros. El marco de la abadía es tan bello, la región -donde por cierto se
inventó el impresionismo- tan bucólica y el tema tan evocador, que se puede
pensar en algo al borde de la melancolía decimonónica. O al borde de lo
borgesco. Pero no es así. Porque en Francia, en este momento, el hecho de
recordar -y hasta el hecho de olvidar- ha revestido una significación mucho más
grave, precisamente cuando el país trata de devolver a la memoria colectiva lo
que con frecuencia se ha travestido o anulado: los episodios de la guerra.
Ahora bien, los
intelectuales aquí reunidos no tratan sólo del aspecto puramente histórico,
sino más bien de la base tanto filosófica como humana, y hasta biológica, que
permite el hecho de recordar, es decir, de seleccionar lo que se conserva en la
memoria, como el de olvidar.
Hay civilizaciones enteras
que no quieren recordar nada que no sea un relato oral y que desconfían de
cualquier otro medio de transmisión y de herencia; otras que, con una
meticulosidad casi compulsiva, lo archivan todo, lo microfilman y lo acumulan
lo más miniaturizado que se pueda, como si esperaran salvarlo de algún
apocalipsis.
Por supuesto, el hecho de
celebrar este coloquio ya nos sitúa dentro de una de estas categorías. Pero hay
más: ¿para qué se recuerda? ¿Para que el pasado no se repita, para activar el
presente con las enseñanzas que hemos derivado de los hechos, para revitalizar la
actualidad, para alimentar el presente con un pasado mítico, para ejercer la
memoria, para unir a los que se reúnen con el propósito de recordar algo? Alguien
dijo que el amor era el hecho de recordar juntos algo o alguien que no está.
En el curso de los
encuentros se han despejado dos ideas fundamentales. La primera es política:
estudiar el modo en que Alemania olvidó el nazismo y Francia el petainismo.
Debate particularmente importante en este momento en que los historiadores alemanes
están divididos por un conflicto extremadamente violento sobre la culpabilidad
absoluta o relativa de su próximo pasado. La segunda idea es filosófica: el
posmodernismo repudia, como si fuera el trazo por excelencia de la modernidad,
la valorización sistemática de la novedad; de modo que se
refiere a todos los valores del pasado, rechazando así todo partidismo dogmático.
Lo hace no tomando literalmente, tal y como fueron, los rasgos del pasado, sino
repensándolos siempre en función del presente. Para citar la fórmula de uno de
sus mentores, Gadamer, es clásico lo que del pasado puede hacerse un lugar, y
hasta forzarse un lugar, en el presente, todo lo que puede reciclarse, como,
por ejemplo, una perspectiva en un cuadro o una voluta en una fachada de
Bofill.
Pero ¿cómo focalizar algo
en el recuerdo? Los pintores saben hacerlo con un detalle de la imagen,
desdibujando o dejando inacabado el resto. En los dibujos de Toulouse Lautrec,
de pronto, una mano con un guante negro adquiere un relieve casi alucinante.
Pero, en la memoria, si insistimos hasta la saturación en un evento, olvidando
los otros, si lo repetimos día y noche, lo convertimos, paradójicamente, en
algo imperceptible, como los latidos de nuestro propio corazón o como el
tic-tac de un reloj vecino. La repetición anula, no es más que un heraldo de la
muerte.
Nicole Loraux, una
helenista francesa, sostuvo -como diría Borges- que para los griegos la memoria
-se refiere en este caso a la memoria política- tenía su modelo, y casi su
argumento, en la demasiado célebre cólera de Aquiles. Para nuestros ancestros
en el humilde misterio de pensar, y hasta de saber pensar, la memoria era algo
parecido a una pasión. Algo como, hoy día, para dar un ejemplo, el progresivo
desliz, de un individuo hacia el alcohol, algo que hay que dominar. En resumen:
una desmesura. Es por eso, dijo, que los griegos inventaron la idea de amnistía.
Y hasta la amnistía misma.
En el año 403, después de
la llamada Tiranía de los Treinta, cuando se restableció la democracia, también
se inauguró en Grecia una práctica entonces escandalosa: el perdón, mas no el
olvido. Ahora, bien, algunos escapaban a esta incongruente distorsión de la
memoria, los propios treinta. Cada ciudadano se comprometía a no perseguir a
los culpables de los desafueros que se perpetraron durante la tiranía. Cuando
se padece el fervor de Buenos Aires, ¿cómo no evocar ante este ejemplo la
situación argentina de hoy? Finalmente, en esta lluviosa mañana Yerushalmi
desplegó la idea de que para los judíos el único olvido imposible era el de la
ley, aun si se soslaya en la memoria la imagen de Dios.
Yo diría que, como en las
películas de James Bond en que se recibe a veces una carta pero que no tiene
nada en el sobre, nada en la página interna, ningún remitente y ningún
destinatario, ya que lo único importante es el hecho de que se envíe la carta
misma, así lo importante en este coloquio es la celebración del coloquio mismo,
y aún más cuando el hecho de que los que lo animan sean los más aptos para
hacerlo.
Francia no quiere olvidar.
Más: culpabiliza el olvido. El olvido de la Historia. El olvido y su uso. Ésa
es mi opinión.
El País, 5 de junio
de 1987.