miércoles, 11 de septiembre de 2024

La medicina mental ante el surrealismo

 


  André Breton 


 “...Pero yo me alzaré e invocaré la infamia al testigo de cargo, ¡lo cubriré de vergüenza! ¿Es concebible un testigo de cargo?... ¡Qué horror! ¡Sólo la humanidad puede dar tales ejemplos de monstruosidad! ¿Hay barbarie más refinada, más civilizada, que testificar para la acusación?

 En París hay dos cuevas: una para los ladrones, la otra para los asesinos; la cueva de los ladrones es la Bolsa, la de los asesinos el Palacio de Justicia”. (Petrus Borel).

 Diez periódicos -Les Nouvelles Littéraires, L'Œuvre, Paris-Midi, Le Soir, Le Canard enchaîné, Le Progrès médical, Vossische Zeitung, Le Rouge et le Noir, La Gazette de Bruxelles y Le Moniteur du Puy-de-Dome- se han hecho eco, que yo sepa, de la polémica suscitada por la “Société Mèdico-Psychologique” sobre un pasaje de mi libro Nadja: “Sé que si estuviera loco, y hubiera sido internado, aprovecharía una remisión que me dejara mi delirio para asesinar fríamente a cualquiera que cayera en mis manos, preferiblemente al médico. Como mínimo conseguiría que me encerrasen en una celda individual, como los furiosos. Tal vez hasta me dejarían en paz”.

 La mayoría de estos periódicos, preocupados por sacar lasca del incidente, se han limitado a comentar la ridícula réplica del señor Pierre Janet: “Las obras de los surrealistas son confesiones de obsesivos y escépticos”, y a repetir los chistes que siempre vienen bien cada vez que el psiquiatra pretende tener algo de qué quejarse del loco, el colonizador del colonizado, y el policía de aquel que, por casualidad o no, ha detenido. Pero nadie ha sido capaz de hacer justicia a la pasmosa reivindicación del Dr. de Clérambault que, no contento con pedir de las “autoridades” protección frente a los surrealistas, individuos que según él sólo piensan en “ahorrarse el trabajo de pensar” (sic), no se inmuta en sostener que al psiquiatra debe protegérsele del riesgo de ser jubilado prematuramente... en caso de atreverse a matar a un paciente fugado o en libertad pero que considere una amenaza para él. En tales casos debería pagársele una sólida compensación económica. Está claro que los psiquiatras, acostumbrados a tratar a los locos como a perros, se sorprenden de que no se les permita abatirlos, incluso cuando no están de servicio.

 De sus declaraciones se desprende fácilmente que el señor de Clérambault no podía encontrar mejor lugar para ejercitar sus brillantes facultades que en las prisiones, y es fácil comprender por qué lleva el título de médico jefe de la enfermería especial adjunta a la prefectura de policía. Sería sorprendente que una conciencia de este calibre y una mente de esta calidad no hubieran encontrado la manera de ponerse por entero al servicio de la policía y la judicatura burguesas. Sin embargo, ¿se me permitiría decir que precisamente subyace ahí, según algunos, suficiente compromiso como para que no se pueda, sin insultar a la ciencia, considerar científicos a hombres que, como el escandaloso señor Amy del asunto Almazian, no son más que instrumentos al servicio de la represión social? Sí, yo diría que hay que haber perdido todo sentido de la dignidad (de la indignidad) humana para atreverse a desempeñar ante el Tribunal el papel de experto. ¿Quién no recuerda la edificante polémica entre expertos psiquiátricos durante el juicio de la suegra criminal, Mme Lefèvre, en Lille? 

 Durante la guerra comprobé cómo la justicia militar trataba los informes forenses; quiero decir que los expertos psiquiátricos toleraban que se utilizaran sus informes, ya que seguían dando su opinión a pesar de que las peores condenas llegaban a veces a sancionar sus raras peticiones de absolución, basadas en el reconocimiento de la "ausencia total” de responsabilidad del acusado. ¿Podemos creer que la justicia civil es más clara al respecto y que los expertos se encuentran en mejor posición moral, cuando: 1°, que el artículo 64 del Código Penal sólo admite la inocencia del acusado en caso de "encontrarse en estado de demencia en el momento de la acción, o bien obligado por una fuerza a la que no pudo resistir” (texto filosóficamente incomprensible); 2° que la “objetividad” científica, que se da como auxiliar de la ilusoria “imparcialidad” de la justicia en el ámbito que nos ocupa, es en sí misma una utopía; 3°, que resulta bastante claro que -puesto que la sociedad no busca de hecho castigar al culpable, sino al individuo socialmente peligroso- se trata ante todo de satisfacer a la opinión pública, esa bestia fétida incapaz de aceptar que un delito no deba ser castigado, puesto que la persona que lo cometió sólo estaba enferma al momento de cometerlo, de modo que el confinamiento médico, admitido como castigo, carece de valor...?

 Digo que cualquier médico que, en tales condiciones, acepte dar una opinión a los tribunales, cuando no concluir sistemáticamente que los acusados son completamente irresponsables, es un imbécil o un sinvergüenza, que viene a ser lo mismo.

 Si tenemos en cuenta por otra parte la evolución reciente de la medicina mental desde el punto de vista propiamente psicológico, vemos que su enfoque principal es la denuncia cada vez más abusiva de lo que, siguiendo a Bleuler, se ha llamado autismo (egocentrismo). Denuncia burguesamente conveniente, ya que permite considerar como patológico todo lo que no sea pura y simple adaptación a las condiciones de vida imperantes, ya que secretamente pretende extinguir todos los casos de oposición, insubordinación y deserción que hasta ahora podían o no parecer dignos de consideración (poesía, arte, amor-pasión, acción revolucionaria, etc.). Los autistas son hoy los surrealistas (para los señores Janet y Claude, claro está). El autista de ayer fue el joven licenciado en física sancionado en Val-de-Grâce porque, habiendo sido reclutado en el enésimo regimiento de aviación, “pronto mostró su desinterés por el ejército y contó a sus camaradas su horror ante la guerra, que a sus ojos no era más que un asesinato organizado”. (Según el profesor Fribourg-Blanc, que publicó los resultados de sus observaciones en los Annales de Médecine Légale en febrero de 1930, este sujeto tenía “evidentes tendencias esquizoides”). Y añade: “Búsqueda del aislamiento, interiorización, desinterés por cualquier actividad práctica, individualismo mórbido, concepciones idealistas de la fraternidad universal”. De acuerdo con el infame testimonio de estos señores, poco confiables en el camino que les señala su sola conciencia, es decir, confiscables a voluntad, autistas serán mañana todos aquellos que se resistan a aplaudir las consignas tras las que se esconde esta sociedad para hacernos partícipes sin excepción posible de sus fechorías.

 Tenemos en esta ocasión el honor de ser los primeros en señalar este peligro y alzar la voz contra lo insoportable, contra el creciente abuso de poder por parte de gentes en las que estamos dispuestos a ver no tanto a médicos como carceleros, y sobre todo, proveedores de presidios y patíbulos. Por el hecho de ser médicos, les consideramos aún menos excusables que a otros por asumir indirectamente estas bajas tareas de ejecución. Por muy surrealistas o "procedimentalistas" que les parezcamos, no podemos más que recomendarles con insistencia que tengan la decencia de mantener la boca cerrada, aunque algunos de ellos caigan accidentalmente víctimas de los golpes de aquellos a quienes arbitrariamente pretenden reducir.

  

 “La médecine mental devant le surréalisme”, Le surréalisme au service de la révolution, 2, octubre de 1930, pp. 30-32. Traducción: Eulogio Porta. 


lunes, 9 de septiembre de 2024

Legítima defensa

 

  En el último número de los Anales Médico–psicológicos, el doctor A. Rodiet, en el curso de una interesante crónica, habló de los riesgos profesionales del médico de hospicio. Citó los recientes atentados de los que fueron víctimas muchos de nuestros colegas e investigó los medios de protegernos eficazmente contra el peligro que representa el contacto permanente del psiquiatra con el alienado y su familia.

 Pero el alienado y su familia constituyen un peligro que yo calificaría de "endógeno"; está ligado a nuestra misión, y es su corolario obligado. Simplemente lo aceptamos. No sucede lo mismo con un peligro que yo denominaría "exógeno" y que, éste sí, merece toda nuestra atención. Pareciera que debiera provocar reacciones más importantes de nuestra parte.

 He aquí un ejemplo particularmente significativo: uno de nuestros enfermos, maníaco reivindicador, perseguido y especialmente peligroso, me proponía, con suave ironía, la lectura de un libro que circulaba libremente en las manos de otros alienados. Ese libro, recientemente publicado por las ediciones de la Nouvelle Revue Française, parecería recomendable por su origen editorial y su presentación correcta e inofensiva. Era Nadja, de André Breton. Florecía allí el surrealismo con su voluntaria incoherencia, sus capítulos, hábilmente deshilvanados, y ese arte delicado que consiste en mistificar al lector. En medio de extravagantes dibujos simbólicos, se encontraba la fotografía del profesor Claude. Un capítulo, en efecto, nos estaba especialmente consagrado. Los infortunados psiquiatras eran allí copiosamente injuriados, y un pasaje (marcado con un trozo de lápiz azul por el enfermo que nos había ofrecido tan amablemente ese libro) atrajo muy particularmente nuestra atención; contenía estas frases: "Sé que si estuviera loco, a los pocos días de estar internado aprovecharía una remisión de mi delirio para asesinar fríamente al que se pusiera a mi alcance, con preferencia al médico. Por lo menos ganaría, corno los locos furiosos, que me colocaran en una celda individual. Quizás también me dejaran en paz."

 No se puede encontrar una incitación al homicidio más característica. Sólo provocará nuestro orgulloso desdén o quizás apenas llegue a rozar nuestra indolente indiferencia.

 Recurrir, en casos semejantes, a la autoridad superior, nos parecería dar muestras de un alborotamiento tan fuera de lugar que no nos animaríamos ni a pensarlo. Y sin embargo, hechos de ese género se multiplican todos los días.

 Considero que nuestra displicencia es culpable en gran parte. Nuestro silencio puede hacer sospechar de nuestra buena fe, y alentar todas las audacias.

 ¿Porqué nuestras sociedades, nuestra corporación, no han de reaccionar ante tales incidentes, trátese de un hecho colectivo o de un caso individual? ¿Por qué no hacer llegar una nota de protesta a un editor que publica una obra como Nadja, y por qué no intentar una acción judicial contra un autor que, en nuestra opinión, ha rebasado los límites del decoro?

 Creo que sería interesante (y constituiría nuestro único medio de defensa) encarar en el marco de nuestra corporación, por ejemplo, la constitución de un comité encargado especialmente de estas cuestiones.

 El doctor Rodiet terminaba su crónica con estas palabras: "El médico de hospicio puede reivindicar con justo título el derecho de ser protegido sin restricción por la sociedad que él mismo defiende…".

 Pero la sociedad parece olvidar a veces la reciprocidad de los deberes. A nosotros toca el recordárselo.

                                                         

                                                                                                        Paul Abély


SOCIEDAD MEDICO – PSICOLÓGICA


  SESIÓN DEL 28 DE OCTUBRE DE 1929

 Habiendo presentado el señor Abély una comunicación sobre las tendencias de los autores que se denominan surrealistas y sobre los ataques que dirigen contra los médicos alienistas, esta comunicación da lugar a la siguiente discusión:

  DISCUSIÓN.

  DR. DE CLÉRAMBAULT: Pregunto al profesor Janet qué vínculos existen entre el estado mental de los sujetos y los caracteres de su producción.

  P. JANET: El manifiesto del surrealismo incluye una introducción filosófica digna de atención. Los surrealistas sostienen que la realidad es fea por definición; la belleza sólo existe en lo que no es real. El hombre introduce la belleza en el mundo. Para producir lo bello hay que apartarse en lo posible de la realidad. Las obras de los surrealistas constituyen principalmente confesiones de obsesos y escépticos.

  DR. DE CLÉRAMBAULT: Los artistas excesivistas que lanzan modas impertinentes, a veces con el apoyo de manifiestos que condenan todas las tradiciones, me parece que, desde el punto de vista técnico, y cualquiera que sea el nombre que ellos adopten (y cualquiera que sea el género de arte y la época incriminada), pueden ser todos calificados de "procedistas". El procedismo consiste en ahorrarse el esfuerzo de pensar, y especialmente el de la observación, para aplicarse a una factura o a una fórmula determinadas, con el cuidado de producir un efecto único, esquemático y convencional: de ese modo se logra una producción rápida, con las apariencias de un estilo, y soslayando las críticas que una similitud con la vida facilitaría. Descubrir esta degradación del trabajo resulta particularmente fácil en el terreno de las artes plásticas; pero puede ser igualmente demostrada en el dominio verbal. El género de orgullosa pereza que engendra o que favorece el procedismo, no es privativo de nuestra época. En el siglo XVI los conceptistas, gongoristas y eufuistas; en el siglo XVII, los preciosistas fueron todos procedistas. Vadius y Trissotin eran procedistas, aunque más moderados y laboriosos que los de hoy, quizás porque ellos escribían para un público más selecto y erudito. En los dominios de la plástica, el auge del procedismo parece datar tan sólo del último siglo.

  P. JANET: En apoyo de la opinión del Dr. Clérambault traigo a colación ciertos "procedimientos" de los surrealistas. Sacan, por ejemplo, cinco palabras al azar del interior de un sombrero y realizan series de asociaciones con esa cinco palabras. En la Introducción al Surrealismo se da a conocer toda una historia con estas dos palabras: pavo y sombrero de copa.

  DR. DE CLÉRAMBAULT: En una parte de su exposición, el doctor Abély les ha revelado una campaña de difamación. Este punto merece ser comentado. La difamación forma parte de los riesgos profesionales del alienista; ella nos ataca, si la ocasión se presenta, con motivo de nuestras funciones administrativas o de nuestra acción como expertos: sería justo que la autoridad que nos designa nos protegiera. 

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  Contra todos los riesgos profesionales, de cualquier naturaleza que fueren, el técnico debería estar garantizado por disposiciones precisas que le aseguraran ayuda inmediata y permanente. Estos riesgos no son sólo de orden material sino también moral. La preservación contra esos riesgos implicaría socorros, subsidios, apoyo jurídico y judicial, indemnizaciones, y hasta, a veces, una pensión permanente y total. En la fase de urgencia, los gastos de asistencia pueden ser cubiertos por una Caja de seguro mutuo; pero en última instancia deben ser solventados por la autoridad misma durante cuyo servicio se han sufrido los daños.

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 La sesión se levanta a las 18 horas.

 Uno de los secretarios, Guiraud.


 Incorporado por André Breton a "Segundo manifiesto"; tomado de Manifiestos del surrealismo, traducción, prólogo y notas de Aldo Pellegrini, Editorial Argonauta, Buenos Aires, 1992, pp. 77-82. Documentos: Ann. méd. psych, 12 a serie, t. II, nov. 1929. 


domingo, 8 de septiembre de 2024

El arte de los locos, la llave de los campos


  André Breton


 En ese verdadero manifiesto del Art Brut que constituye el anuncio fechado en octubre de 1948, nuestro amigo Jean Dubuffet insiste con toda razón en el interés y la simpatía especial que nos inspiran las obras “de personas consideradas enfermas mentales e internadas en establecimientos psiquiátricos”. No hace falta decir que estoy totalmente de acuerdo con sus afirmaciones: “Las razones por las que un hombre es considerado no apto para la vida social nos parecen de una índole que no tenemos que tomar en consideración. Me declaro no menos en perfecto acuerdo con Lo Duca, autor de un notable artículo titulado “El arte y los locos”, que me han enviado sin que desgraciadamente puedar dar la referencia y del que me limitaré a citar este fragmento: “En un mundo aplastado por la megalomanía y el orgullo, por la mitomanía y la mala fe, la noción de locura es bastante imprecisa. Se ha observado, además, que un número excesivamente reducido de megalómanos está bajo el cuidado de los psiquiatras. En efecto, en cuanto la locura se hace colectiva -o se manifiesta a través de la colectividad- se convierte en tabú... En nuestra opinión, la auténtica locura se manifiesta en expresiones admirables, pero nunca se ve constreñida o sofocada por una finalidad “razonable”. Esta libertad absoluta confiere al arte de estos pacientes una grandeza que sólo encontramos con certeza en los Primitivos... Estas notas quisieran convencer al público de gustar antes de haber comprendido una obra de arte. Un día intentarán hacerles dudar del valor de su “comprensión”: bastará con sugerir que ni siquiera estamos “seguros” del tiempo y del espacio... El público no sabe nada de belleza, que sigue confundiendo con lo bonito, lo encantador y lo agradable. Ignora el papel de la intensidad, el ritmo y la medida. El arte de los locos le hará caer en la duda, esa duda benéfica que abrirá el camino a una inteligencia superior y serena.” He citado este texto largamente sólo para mostrar que la idea de un renacimiento deslumbrante está en el aire. No descansaremos hasta que se haya hecho justicia al ciego e intolerable prejuicio bajo el cual han caído durante tanto tiempo las obras de arte producidas en los manicomios, y hasta que las hayamos liberado de la mala atmósfera que se ha creado a su alrededor.

 Hay que señalar que desde hace medio siglo existe en los medios psiquiátricos un creciente malestar sobre el lugar que debe dársele a tales obras, un medio en el que, sin embargo, estas obras se han considerado esencialmente en función de su valor “clínico”. En su libro Art chez les fous, publicado en 1905, Marcel Reja objetaba ya su carácter “enfermizo”, que las relega a “cosas fuera de lugar, sin conexión con la norma”, y se mostraba sensible a la belleza de algunas de ellas. Hans Prinzhorn (1), al revelar aquellas que le parecen más notables -en particular, las de August Neter, Hermann Beil, Joseph Sell y Wolfli- y al garantizarles una presentación por primera vez digna, exige su confrontación con otras obras contemporáneas, una confrontación que, en muchos aspectos, resulta en desventaja para éstos. Jacques Lacan (2), que entretanto los estudia magistralmente, marca la más viva y justificada estima en las producciones literarias de su paciente Aimée. Gaston Ferdière, hablando hace poco en el Congreso de Psiquiatría de Amsterdam, comienza situando su conferencia bajo dos epígrafes, el primero de Edgar Poe: "Los hombres me han llamado loco, pero la ciencia aún no ha decidido si la locura es o no la más alta inteligencia", el otro de Chesterton: "Cualquier secuencia de ideas puede conducir al éxtasis. Todos los caminos conducen al reino de las hadas.” Como vemos, la duda beneficiosa de la que hablaba Lo Duca, si aún no ha conquistado al público, está surgiendo cada vez más entre los especialistas de la locura.

 Sólo podremos combatir eficazmente el distanciamiento y la prevención arraigada del público volviendo a sus orígenes y mostrando claramente de qué son producto. Atribuyo la responsabilidad de esto conjuntamente al cristianismo y al racionalismo, la perpetuación hasta nosotros de un estado de cosas igualmente imputable a la carencia de crítica de arte, renuente a todo lo que no sean caminos trillados.

 Todo el mundo sabe que los pueblos primitivos honraban, y aún honran, la expresión de las anomalías psíquicas y que los pueblos altamente civilizados de la antigüedad no se diferenciaban en este punto, como tampoco lo hacen los árabes hoy. Como observa Réja, los antiguos, que ni siquiera sospechaban la existencia de enfermedades mentales, relacionaban el origen de los trastornos psicológicos con la intervención Divina, del mismo que con la intervención del genio. En la Edad Media, el delirio ya no es un regalo a favor, sino el castigo de Dios. Al menos sigue emanando de él (por medio del Diablo). Es esta última concepción, acentuada al máximo por los juicios y los exorcismos de los poseídos, cuya memoria permanece muy viva, la que se ha revelado más duramente alarmante y está lejos todavía de ser revisada.

 El racionalismo hizo el resto y vemos una vez estos dos modos de pensamiento en apariencia contradictorios unirse para consagrar una iniquidad flagrante. El “sentido común”, por demás muy inseguro, pero que se autoriza insolentemente en las menudas inseguridades que prodiga en el terreno de la vida práctica, tiende a apartar por la violencia e incluso a eliminar todo lo que se opone a pactar con él. Es tanto más despótico cuanto más vacilantes y deterioradas son las bases sobre las que reposa: a la menor infracción está listo a actual con el mayor rigor. Desconfía al máximo de lo excepcional en todos sus géneros, y con el auxilio de periodistas especialmente acreditados, vela por el buen mantenimiento del famoso corredor (A buen entendedor…) que comunica al genio con la locura y en que no deja pasar la menor oportunidad de asegurar que los artistas pueden llegar muy lejos sin ser empujados demasiado. 

 Le hubiera tocado a la crítica de arte, en presencia de obras plásticas de la calidad de las que dio a conocer Prinzhorn, hacer el balance, esto es confrontar esas obras con las que la ocupan en general, someterlas imparcialmente a los criterios que le son propios. Pero para eso hubiera sido necesario que conservara una profunda independencia, como que tales criterios fuesen menos desesperadamente indigentes. El sofocante humo de incienso con que juzga adecuado a su papel de rodear a algunos artistas consagrados, y la actitud previa de denigración muy extendida que la "establece" a sus ojos, apenas le deja espacio para el descubrimiento de valores nuevos y, con mayor razón, no lo destina a exploraciones de carácter aventurado. Más le conviene adular con toda tranquilidad a los triunfadores del momento, repetir sin fin las mismas tonterías, despreciar todo lo que se aparte de esa pequeña línea que se han trazado. El público puede dormir a pierna suelta: los cerrojos están echados no sólo sobre los individuos que no supieron mostrar siempre su credencial, sino también sobre lo que hacen a veces de modo admirable, que podría llamar su atención.

 Se adivina que con semejantes servicios no es la crítica de arte de hoy la que irá a buscar su bien -y el nuestro- en esos trofeos de la verdadera “caza espiritual” a través de los grandes “extravíos” del espíritu humano. No temeré aventurar la idea, sólo a primera vista paradójica, de que el arte de los que hoy son clasificados en la categoría de enfermos mentales constituye un depósito de salud moral. Escapa sin dudas a todo lo que tiende a falsear el testimonio que nos ocupa y que es el del orden de las influencias externas, de los cálculos, del éxito o de las decepciones en el plano social, etc. Los mecanismos de la creación artística están aquí librados de toda traba. Por un turbador efecto dialéctico, la reclusión, la renuncia tanto a todo provecho como a toda vanidad, a despecho de cuanto presentan individualmente de patético, son aquí los avales de esa total autenticidad ausente en cualquier otro sitio y de la que estamos cada día más sedientos.

 

* Prendre la clé des champs ("tomar la llave de los campos") es un dicho francés que equivale aproximadamente a "tomar las de Villadiego". (1) Bildnerei der Geisteskranken, 1922. (2) De la Psychose paranoiaque dans ses repports avec la personnalité, 1932. Tomado de La clé des champs, Paris, J.J. Pauvert, 1967. Traducción Eulogio Porta.


viernes, 6 de septiembre de 2024

Autobiografía del cartero Cheval



 Pedro Marqués de Armas

 El primer reportaje sobre la obra del cartero Ferdinand Cheval fue algo más que un asombrado comentario junto a unas espléndidas fotografías del Palacio Ideal; fue también su “Autobiografía”. Quizá porque semejante construcción dejó atónitos a los editores de la popular revista La Vie Ilustrée, estos pidieron al propio cartero que contara su maravillosa historia para los lectores del magazín.

 “Nos envió esta especie de autobiografía -comentan en la brevísima presentación- que reproducimos sin cambiar una palabra, porque el señor Cheval, arquitecto, escultor, albañil, pintor, cartero, es también -sin juego de palabras desafortunado- un hombre de letras muy suficiente.”

 Cheval firmó su escrito el 15 de marzo de 1905, no apareciendo hasta el 10 de noviembre bajo el título "Le Palais Idéal d´Auterives et son architecte". 

 El eco en la prensa ilustrada española no se hizo esperar. Pocos días después, Vida galante daba a conocer algunas de las fotografías, y no mucho más tarde, La Ilustración Artística y Por esos mundos se encargan de reproducir casi todo el material: exordio, imágenes, y el texto de Cheval. De este modo, los lectores de lengua española conocen de la existencia de la portentosa obra al mismo tiempo que los franceses.

 De ambas traducciones, la de Por esos mundos es algo más cuidada y completa. Como de costumbre, no se alude al traductor. La Ilustración artística consigna al propietario de las fotografías (Hutin, Trampus y C.a), cuya señas, curiosamente, no aparecen en la publicación francesa. 

 Para entonces, Cheval comenzaba a ser objeto de curiosidad entre artistas y escritores. En 1904 el joven poeta Emile Roux Parassac visita la construcción todavía inconclusa, que le inspira su poema “Ton idéal, ton palais”. 


 Al reportaje siguió la edición de las primeras postales, en las que se insertan fragmentos de la autobiografía. Es así como su historia sigue circulando, con la requerida explicación, y como el escritor Cheval contribuye a la publicidad de su obra y su figura. En 1907 tiene que contratar a una encargada para atender a los cuantiosos visitantes. En 1912 concluye por fin el palacio, aunque tiene todavía que construir su tumba, que le tomará una década más.

 Por su parte, el descubrimiento del palacio del cartero por los surrealistas se produce a finales de los veinte. En 1928 lo visita el poeta y cineasta Jacques-Bernard Brunius, quien regresa al año siguiente con su cuñada, la fotógrafa Denis Bellon. Brunius escribe el artículo "Ferdinand Cheval, facteur, constructeur du Palais de l'Idéal" (Varietés, junio 15, 1929), y la misma publicación, en un número dedicado al surrealismo, reproduce par de aquellas de fotografías junto a una de las inscripciones del cartero: "Todas mis ideas me vienen durante el sueño, y cuando trabajo, tengo siempre presente mis sueños en el espíritu". A Brunius se debe también el primer filme, al consagrarle espacio en Le violon d' Ingre. Su serie fotográfica con Bellon puede consultarse aquí. 


 Se suceden entonces las visitas de André Breton, Valentine Hugo, Max Ernst, Paul Éluard, e incluso Alejo Carpentier. Bretón se detiene en Hauterives junto a Valentine en septiembre de 1931. Impresionado, realiza numerosas fotografías que mostrará en París a sus amigos. Un año más tarde, publica su poema "Cartero Cheval" e incluye una de las instantáneas -en la que aparece asomando por una de las grutas- en Los vasos comunicantesAunque en el libro no se menciona a Cheval, la inclusión de esa imagen era todo una declaración. Velentine Hugo concibe -también en 1932- su Retrato del Cartero Cheval, y ese mismo año Max Ernst realiza su conocido collage. 

 En su artículo "Le message automatique" (Minotaure 3-4, diciembre 1933), que puebla de imágenes visuales para coronar su tesis -dibujos de médiums y de locos-, Breton incluye otra de las fotografías del Palacio Ideal, que tampoco comenta, como si probara por sí sola la existencia de una "arquitectura automática." Así se entiende que considere la carretilla de Cheval, o mejor, el desván donde la guardaba, como el único "lugar útil" en todo el entorno. 

 Carpentier pudo visitar la obra del cartero hacia la misma época. En su serie sobre "Casas extrañas" (Le Phare de Neuilly, 1933) la comenta con aire de certeza, de quien pasó ya por allí. 

 La definitiva consagración surrealista le llega al figurar en la célebre exposición Fantastic Art, Dada, Surrealism, celebrada en Nueva York en 1936. Entonces atrae la atención de Man Ray, Picasso, Matta, y otros muchos. 

 Aun así la autobiografía no circulará de modo extenso hasta 1937, cuando André Jean la recoja en el folleto Le Palais idéal du Facteur Cheval a Hauterives, en este caso un original aportado por los descendientes. 

             AUTOBIOGRAFÍA DEL CARTERO CHEVAL                                                      

 EL Palais Idéal, que levanta su silueta fantástica en Hauterives, departamento de Drome, en Francia, es seguramente una de las cosas más extraordinaria que existen: puede considerarse como obra maestra de la habilidad y de la paciencia humanas. Una sola persona ha levantado este edificio: el cartero M. Cheval, dependiente de las Oficinas de Correos de aquel departamento. Este M. Cheval ha sido a la vez arquitecto, escultor y albañil. Para llevar a cabo su propósito no solicitó colaboración de ninguna otra persona ni ayuda de nadie: cada piedra de su Palacio Ideal ha sido elegida por él y hasta transportada por su propio fuerzo al lugar donde debía ser colocada para constituir, al fin, el edificio.

 No es esto un cuento, lector amigo. Es una historia. Es la demostración palpable del poder de la voluntad. El mismo M. Cheval nos relata su historia y la de su Palacio, con detalles muy curiosos o interesantes. Dejémosle hablar y oigámosle lo que dice: 

 Hijo de un aldeano, soy también aldeano. Empleado de Correos desde mis mocedades, hace veintinueve años que sirvo al país como cartero rural de una región bañada por el mar, que ha dejado en todo este territorio señales evidentes de su vecindad. Observando atentamente y un día tras otro los efectos de ese mar en el paisaje, poco a poco fue apoderándose de mi imaginación el proyecto de un edificio fantástico coronado por torres, rodeado de grutas, adornado con esculturas. Y tan pintoresco y bello lo ideé, que la imagen de tal palacio no se alejó un solo día de mi mente durante más de diez años.

 Cada vez más enamorado de la idea, quise pasar del proyecto a la realidad. Pero la distancia que tenía que salvar era grande, inmensa. Parecíame imposible recorrerla: jamás había empuñado yo el palustre del albañil ni el cincel del escultor; y palustre y cincel eran indispensables para la realización de mi obra fantástica. En estas condiciones, mi propósito llegó a parecerme alucinación de un loco, y no me atreví a ponerlo en conocimiento de ninguna persona.

 Pero un incidente hizo que, a pesar de todo, yo no abandonara mi propósito: mis pies encontraron cierto día un obstáculo que me hizo caer. Quise ver de cerca la piedra que motivó el accidente, y su forma rara me hizo llevármela a casa y volver al día siguiente al mismo sitio, donde encontré otras piedras tan bellas como la primera.

 Esta circunstancia me entusiasmó y me dije: “Puesto que la naturaleza me proporciona las piedras talladas, seré arquitecto y albañil”.

 Desde este momento, registré las costas, las profundidades y los terrenos áridos, empezando la recolección de mis materiales. De los treinta kilómetros de caminata diaria, lo menos diez los recorría con un peso de treinta y cuarenta kilogramos sobre las espaldas.

 La obra ha durado veintiséis años, sin tregua ni descanso. En cuanto a los planos y figuras que había que adoptar, fueron precisas combinaciones y ensayos múltiples. Hoy que el monumento está en pie, me siento feliz al oír las exclamaciones de asombro de los visitantes. He aquí la descripción de mi palacio:

 La fachada Este mide veintiséis metros de longitud; la del Norte, catorce; la del Sur, diez. Las dos últimas constituyen la cuarta parte del edificio, con una longitud media de doce metros y una altura de ocho a diez. Entre las fachadas Este y Oeste, una galería de veinte metros de longitud por un metro cincuenta de anchura, ofrece en sus dos extremidades una especie de catacumba o laberinto; en una de ellas aparecen en conjunto elefantes, osos, cascadas y moluscos, bajo la vigilancia de un pastor; y en la otra, siete figuras de la antigüedad, y avestruces, flamencos y águilas.

 Del mismo lado, en medio del monumento y a cuatro metros de altura, existe una gran terraza de veintitrés metros de longitud por ocho de anchura, a la cual terraza afluyen cuatro escaleras giratorias, de las que parten otras que suben a la Torre de la Barbarie, que tiene en uno de sus lados un genio que ilumina el mundo. La fachada Este representa por todas partes animales informes a causa de los materiales duros empleados. La cascada del centro ha llevado dos años de trabajo; la pequeña gruta vecina, tres; y la grande con sus tres gigantes, recuerda un poco a Egipto.

 Sobre la Torre de la Barbarie, una especie de jardín suspendido ofrece higueras, cactus, palmeras y olivos guardados por el águila y el leopardo. Por encima de una cueva existen personajes y una tumba imitada de los tiempos de los hindús, con objetos cristianos, dos coronas de piedra, la gruta de la Virgen, los cuatro evangelistas, un calvario, peregrinos, ángeles y un pequeño genio, todo compuesto de pequeños adornos rocosos.

 Siete años he necesitado para construir esta parte, que mide diez metros y medio de altura, cinco de longitud y cuatro de anchura.

 En la fachada Oeste aparece una mezquita árabe, con sus minaretes y su media luna; un templo hindú, un chalet suizo, la Casa Blanca y la casa Carré, de Argel, y un castillo de la Edad Media. Pequeños guijarros de río, reunidos en forma de cubo de mármol, de diversos colores, han servido para construir la Casa Blanca y la Casa Carré de Argel con la terraza adornada y una pequeña palmera en el centro. En fin, con piedras rojas halladas en Rochetaillée es con lo que el castillo de la Edad Media ha adornado sus bordeadas torres, sus galerías y sus puentes levadizos. Piedras talladas por la Naturaleza y en las que figuran animales, terminan la fachada del Sur, donde se encuentra un museo prehistórico con sílice y piedras talladas.

 Las fachadas Sur y Oeste han exigido seis años para su construcción. Mi obra, en fin, ha necesitado tres mil quinientos sacos de cal y de cemento y me ha costado cinco mil francos.


 Por esos mundos (Madrid), Año VII, Núm. 143, 1 de diciembre de 1906, pp. 496-98.


jueves, 5 de septiembre de 2024

El gran sueño del cartero Cheval

                                            

 

  Peter Weiss 

 

 (El cartero rural Ferdinand Cheval, nacido en 1836, murió en 1924 en Hauterives, en el departamento del Drome, en el sur de Francia. Empezó su edificio en 1879 y lo terminó en 1922. Pasó los últimos años de su vida construyéndose una tumba en el cementerio de Hauterives. La tumba muestra el mismo estilo de asociación onírica de su obra maestra.)

 

  La masa indeterminable, a primera vista informe, allá abajo, en el jardín situado en la pendiente. Una torreante termitera, que parece hecha de limo de secreciones. Piedras, conchas, raíces, musgos. Recubierto de arcilla gris, amasada, henchida, y por todas partes la sensación de la mano que juntó esas migajas, migajas que parecen humedecidas con saliva. Primero vemos el todo, esa conformación confusa, y poco a poco adivinamos el orden oculto que guió los movimientos de la mano. La mirada tantea el enredo de las formas, descubre rostros, figuras, miembros, animales, pero al principio sólo a modo de insinuaciones. La masa básica del sueño. El primer encuentro. Aquí surge algo. Un mundo de pensamientos. Un susurro, un soliloquio con voz de ensueño. Palabras. Palabras de sueño, grabadas en lo fluido. Palabras apenas inteligibles, despedazadas, deshilachadas. La realidad de una persona captada en su formación. Mi persona es mi imaginación. Sueño. Partiendo de impulsos, de pensamientos, levanto formas. Todo imbricado, enredado, sobrecargado con impresiones del mundo diurno. Imágenes robadas a cadáveres de viejos periódicos, sacadas de la arquitectura oriental, de templos indios y balineses, de esculturas precolombinas, de la jungla africana. Pero esas imágenes se desvanecen ya, sólo queda el instinto constructor en el interior de mi sueño, sólo queda el instinto de adornar, de fundir. Historia del arte, etnografía, son ya conceptos vacíos. Este es mi propio mundo, el mundo más interior. Una aldea en el mediodía francés. Un cartero rural. Fuera de esto, todo se olvida. Sólo permanece el sueño. Sólo a su sueño le guarda él fidelidad. Y de ahí su absoluta seguridad. Sólo la voz interior. Lo interior viviente. Circunvoluciones del cerebro. Los intestinos. El corazón. Los pulmones. El respiro. La circulación. El pulso. El organismo con sus movimientos. El sexo. La búsqueda de miembros blandos, para palparlos, para acariciarlos. Pechos, caderas, entrepiernas. Pegarse a ellos, entrar en ellos. Al mundo interior me entrego. Estoy ahora dentro, me rodea. No ha entrado por ninguna puerta, por ninguna abertura, en el interior del pensamiento, en el interior del impulso. Por todas partes las formas giran, se hunden, se elevan, se ensanchan, se convierten en ornamentos, en excrecencias, en frutos, tienen ojos, extienden miembros, se apartan, me atraen más adentro por pasillos, pozos, alcobas. Todavía recuerdos de cuevas estalactíticas, de grutas en jardines, de tumbas etruscas, de acuarios, y luego todo se transforma en algo único, incomparable. Estoy interior de un sueño. Comprendo el lenguaje de este sueño. Comprendo las formas, los símbolos, los jeroglíficos de este sueño. El menor detalle tiene sentido. En el más mínimo detalle se expresa el carácter único de aquella vida. Raíces y fibras, arraigamiento en el origen, en el nacimiento. La más temprana infancia, con gnomos, hadas, vacas mágicas, corderos, liebres, peces, pájaros. Migajas de piedra, migajas de forma, que siempre buscan algo, figuras, seres. O bien figuras, seres, que siempre se disuelven en las migajas. Todo arrojado de dentro afuera, arrojado de fuera adentro. Son inabarcables, las proporciones de este edificio. Siempre atisbos. Súbitos lugares de reunión de apariciones fantásticas, amontonamientos de material onírico, rebaños de ideas, una turbamulta de conexiones microcósmicas. Migajas formales en variaciones seriales. El tema de un rostro, de una parte del cuerpo, una y otra vez transformado, confrontado con otro, hundido en nichos, en cajas chinas, en jarrones, en galerías. Grupos de migajas dispuestos en saledizos que parecen altares. Santuarios. Todo es valioso, merece adoración. La adoración del flujo vital. En esa acumulación de piedras redondas y pulidas se hunde fascinado el ojo, busca configuraciones, encuentra la perpetua transformación. Barro fluido de un proceso creador, puntos de confluencia de instantes concentrados en los que percibimos la infinita riqueza de los motivos internos. Y luego, al desviar la mirada, el encuentro con grandes figuras. Aquí están a la espera, al acecho, con los rostros rígidos, pesados, intemporales. Hondamente envueltas en los giros de las vendas de pensamiento, reclinadas en lo oscuro informe, o bien surgiendo de allí, o enterradas bajo guijarros. Perfiles apagados y simplificados. Una mano levantada a la altura del hombro, para saludar o para dar órdenes, o para apoyarse o rechazar, fija en un instante de cuajarón de sentimientos en ese cuerpo soñador de ese cartero. Todo ocurre en su interior. Él está dentro de sí mismo, sueña y edifica lo soñado. La figura de su vida secreta. El hombre primitivo, el hombre de la edad de piedra con sus conjuros. Erige ese relieve, esas esculturas, para retener el instante de su vida, el instante entre el nacimiento y la muerte. Su material es arena, polvo, cascotes de piedra, cohesionado con savia vital. Su mano se regodea en el barro. Su voz murmuradora, que compone versos sombríos. Sur cette terre comme l’ombre nous passons. La mano graba la poesía en la materia poetizada expresamente, y supera aquí su vida breve como la de una sombra, la levanta del dominio de la generación y la caducidad, y la entrega a la naturaleza, la desparrama como una conformación monstruosa por el jardín del mundo, expuesta a la progresiva erosión de más vastos cursos temporales. Los diez mil días, las noventa y tres mil horas de este sueño se han concentrado en un único instante, un instante que manifiesta toda la obra de una vida. Con pertinacia nunca desviada, él excava sus visiones, la surca, las ara, las eleva en paredes, las fortifica con su material de plasma, las rasca, las monda, las muele, con incansable dedicación. El juego de líneas grabadas por sus uñas, su cuchillo, su espátula, cubre las figuras por él creadas. Impresiones de su mano en la arcilla seca. Hoyos hechos por la presión de su pulgar. La persistencia en dibujar y tejer las imágenes de ese sueño que él sueña mana de fuentes soterradas muy por debajo de su ser individual. Él es activo en la medida en que su sueño es activo. Crece con sus sueños. No calcula. Su razón ha sido expulsada, sólo sigue a la voz que se forma en sus honduras, y lo que la voz le apunta es su única verdad valedera. Todavía se oye el murmullo de la fuerza onírica entre estos muros de piedra, fríos y tumefactos y desconchados, y es un murmullo en todas las lenguas, egipcio, babilonio, indio, provenzal, y muchos que luego entraron aquí dejaron algo de sus voces, dieron algo suyo a este sueño, dieron lo más valioso que podían dar: sus nombres. Siguiendo un ciego impulso a fundirse en este sueño, enraizaron sus personas, mediante el signo de sus nombres, en la textura de las superficies, y por todas partes el material onírico ha quedado enriquecido con los nombres de los habitantes, tallados o escritos o pintados. Los cuadros murales, los cuerpos de diosas y demonios, las cabezas y barrigas de animales, están recubiertos de escrituras y de fechas, y este juego de líneas completa y confirma lo creado. Este laberinto de nombres que se recubren unos a otros, que se hacen unos a otros ilegibles, que se borran unos a otros, da a la materia su perfección. Esta obra es un trozo de la naturaleza, y crece sin meta, sólo porque vive y tiene que crecer. Se despliega como una flor, se complica, saca nuevos retoños. Su hermosura es inconsciente y no adula a nadie. La masa de esta obra está enteramente cerrada en sí misma. Callada y pesada, yace en la hondura del jardín. Crece como una formación natural, entre matorrales y árboles, con su modo de crecer terroso, arenoso, pétreo, emparentado con los guijarros y el ramaje que la rodean. La esencia natural, el parentesco de toda forma con la piedra no trabajada, se deja sentir por todas partes. Los seres corporales que surgen entre la riqueza de la estructura muestran su dependencia respecto al material no trabajado. No se ha hecho piedra más que lo que ya estaba en la piedra. O bien se ha dejado la piedra en su redondez embrionaria, de la que todo puede salir. Todo es tan sólo apoyo para la fluyente fantasía, todo solicita interpretaciones siempre nuevas. De las manchas surgen rostros. En las sombras cree uno reconocer figuras y signos que en seguida se pierden. Del mismo modo reunió él los materiales para su edificio, en sus caminatas de cartero rural, a lo largo de treinta y tres años, las piedras, los pedazos de lava, los fósiles, las astillas de peñasco, con sus bordes gastados, sus vetas, estratos, hoyos, agujeros, protuberancias, los recogió, los contempló, encontró en ellos sugestiones, los guardó en su bolsa de cuero entre las cartas, acarreó el peso, paseó siempre por el suelo la mirada, atento a su única búsqueda. Sus ojos, siempre inclinados al suelo, aguzados, al acecho, vigilantes. Su presencia en el interior de este edificio es tan intensa porque el edificio no es una obra de arte, sino únicamente la expresión de un alma. Laberintos del alma, cuevas del sentir y del pensar. No nos encontramos ante una obra de arte, para contemplarla y para juzgarla, sino que nos hundimos en el interior de la fantasía de un ser humano. Otros llevan este sueño que dura toda una vida a manicomios, y allí se hunden en el estupor de su reclusión, pero ese cartero logró materializar su sueño y con ello salvar su vida. Todos sus impulsos anales, obscenos, se encierran en este sueño. En este sueño se intuye el interior de los intestinos, él hunde las manos en heces, amasa los pesados cuajarones fecales, todo chorrea mierda que se retuerce, serpentea, y finalmente se endurece en gruesas columnas, taludes, espirales, colgaduras. Y de allí surgen los enormes hongos fálicos, torcidos, erguidos, lúbricos. Y en largas series los pechos de mujer, henchidos, atractivos, con pezones en tierno remolino. Y socavadas en la blanca papilla del suelo, las cortaduras de los regazos, con labios hinchados, los entrepiernas de todas las diosas terrestres, fecundas y fecundas, rodeados por cabezas de animales cornudos. Pero todo se encuentra en estado de transformación. Lo que ascendió desde un impulso de entrañas e intestinos y adquirió su forma de esas extrañas y esos intestinos, se desarrolla enseguida en fantásticas variaciones. Lo que manó como excremento, ahora está aquí como arquitectura de un reino mágico. Te encuentras en el interior del cuerpo, adentro por entre células y tejidos, ante tu mirada se abren encrucijadas, salas de pilastras, escalinatas, cámaras y rampas, tal como se podrían encontrar en un microscópico mundo de apariencias. Junto a los nichos rellenos con los tesoros de las piedrecitas reunidas y recubiertos por el velo de las telarañas, un elemento de perfección como el tejido escrito de los nombres, se encuentran en una cavidad las herramientas del soñador, un cubo de zinc cubierto de costras, una carretilla con los brazos pulidos por el toque de sus manos. Un polvo gris lo recubre todo, polvo de arcilla, de arena, de piedra. Le oigo respirar, murmurar, le oigo decir sus dichos. Intento descifrar los textos, esos textos incrustados de palabras que entraron en él desde fuera, desde su mundo exterior, palabras que revelan de pronto que este hombre era un vecino de una aldea francesa, y que afuera, en las capas externas de su vida, valían para él conceptos como el temor de Dios, el amor a la patria, el cumplimiento del deber. Lo contradictorio de esas inscripciones forma parte del sueño. Él, un hombre que cumple escrupulosamente su oficio, que es un importante lazo de unión entre las personas y que lleva las cartas de unas a otras, se agacha a cada momento en su camino, para guardarse en la bolsa de cuero pedazos de tierra. Él, casado, bien establecido en una aldea, súbdito de una nación, acumula en su casa aquellos pedazos de tierra, con gran desesperación de su mujer. Está poseído por su sueño, vive enteramente en su sueño, pero de cara al exterior quiere darle una utilidad al sueño, y escribe en la fachada que con este edificio quiere demostrar la paciencia y laboriosidad de un campesino, mirad, yo he trabajado durante decenios, un hombre solo, en este monumento. En este monumento para glorificación de la naturaleza. O para glorificación de una idea panteísta. A los ojos de sus vecinos es un chalado inofensivo, todo el mundo se ha acostumbrado a él, él práctica sus juegos de albañil allá en su gruta de jardín, cuando era niño ya se le veía pastar y amasar y moler, y ahora que es mayor se le ve todavía pastar y amasar y moler, nuevas generaciones ven al viejo que allá entre matorrales y perales pasta y amasa y muele. La tozudez con que vive para su obra, la absoluta necesidad de crear esa obra, él no sabe explicarla a los otros más que mediante argumentos de razón. Es tan modesto, está tan atado a las nociones de un mundo aldeano práctico y consagrado a la economía, que sólo cuenta la asiduidad como expresión de su genio. Le basta el hecho de que ha trabajado treinta y tres años en el edificio. Eso le consuela. No quiere afirmarse como artista. A los vecinos que se burlan de él, opone tan sólo su laboriosidad campesina, y lo hace en forma de inscripciones, para hablar se ha vuelto demasiado tímido, ya no conoce más que el murmullo de su soliloquio. Heureux l'homme libre brave et travailleur. Le rêve Paysan. Uno toma conciencia de la grandeza de este edificio cuando, avanzando por el pasillo donde está la carretilla cubierta de polvo gris, sale al exterior, y mira arriba y a los lados. Se encontraba uno en lo inabarcable, en las honduras del sueño, se extraviaba uno por entre columnas, santuarios, lugares de sacrificio, torres en espiral, cavernas, nidos, se ha movido uno por los abismos de una vida de animal, por una prehistoria de la humanidad, y ahora ve uno elevarse el caparazón de un poderoso y enorme organismo. Cuando uno se acercó por primera vez a ese organismo, cuando uno lo vio yacente en el jardín, no era todavía posible concebirlo. No se le podía comparar con nada, sólo se encontraban remotos parecidos con castillos de arena, con grutas burlescas, con extravagantes villas de placer, uno no tenía idea de su contenido, de su extensión real, casi parecía pequeño bajo los pinos que lo dominaban. Así como el arquitecto ostenta su laboriosidad en las inscripciones, también mide su obra con medidas externas, y nos hace observar que la fachada este tiene veintiséis metros, la fachada oeste veintiséis metros, la fachada norte catorce metros, la fachada azul diez metros, y que la altura varía entre ocho y diez metros. Pero tales medidas no dicen nada ante la exuberante riqueza de este pequeño monumento y ante la disolución de la diferencia entre interior y exterior; lo que él llama fachada es apenas identificable, todo gira y se retuerce en aperturas que llevan hacia lo hondo. Lo que uno encuentra adentro, está ya indicado afuera, en nichos y bóvedas y columnatas, trabajos preparatorios en forma de miniaturas de edificio, figuras de animales y de personas, las figuritas como impresiones de encuentros fugaces, de alguien que uno, a pasar por la calle, vio en el umbral de una puerta o asomado por una ventana, con rostro impreciso y borroso. Una vez más la contradicción, la peculiar ceguera en la constitución de este arquitecto. Un edificio de veintiséis metros de largo lo puede hacer cualquiera, en un tiempo menor de treinta y tres años. Él no sabe qué obra extraordinaria es esa que está creciendo entre sus manos, no sabe explicarse, y acaso sea verdad lo que piensan los vecinos, que ese proceso creador no es más que un síntoma de una enfermedad mental, y él quiere defenderse, lo cierto es que hay veintiséis metros, y para él esos veintiséis metros son una enormidad, porque cada metro encierra centenares de metros de las más finas curvaturas, pero sobre esto no puede decir nada, él no es un artista, sólo es un soñador, y un soñador, desde dentro de su sueño, no puede explicar el sueño. Templo de la Naturaleza, Gruta de las Hadas, así se llama a su obra, con lo cual vuelven a perderse las máximas con que pretendía agarrarse a la razón, a las normas externas, y sólo percibe la voz interior cuya consecuencia no puede explicarse con palabras lógicas, percibe el incesante latir de una idea que requiere ser formada, percibe la red de conexiones internas, teje toda su creación a partir de esas conexiones internas, sin impaciencia, con la sonámbula seguridad de un médium. Tiene cuarenta y tres  años cuando empieza el edificio, y sabe por qué tiene que empezar de pronto, en la madurez de su vida, en ese instante de sabiduría, ese instante de entrega, ese golpe, tan fuerte, tan simple, tan convincente, camina su camino de cada día y tropieza, tropieza en una piedra, una piedra se le ha interpuesto en el camino, se agacha, mira esa piedra, recoge esa piedra, le da vueltas, la piedra es de forma extraña, sorprendente, corpórea, como una máscara, una caricatura, un trozo de escultura cincelado por el agua y el viento y los movimientos de la tierra, un pedazo de ornamento, un regalo, y el hallazgo de esa piedra es el hallazgo de un viejo sueño, ahora está aquí, el sueño, claro y alcanzable, cuando hacía tiempo que estaba olvidado, como fue posible que él olvidara, el sueño que soñó en su juventud, aquel luciente sueño del Palacio de las Hadas, aquel sueño que lo persiguió durante años, aquel sueño cuya majestad formal le ha inoculado. Aquel sueño del edificio maravilloso e inalcanzable, y ahora de una vez para siempre sabe que es capaz de levantar aquel edificio según su único modelo, sabe que lo logrará, sabe que consagrará el resto de su vida a aquel edificio. Presa de un encanto, se lleva consigo aquella primera piedra del palacio de su sueño. No sé nada de la vida de ese hombre, pero sus breves anotaciones sobre el desagrado con que su mujer recibía los amontonamientos de piedras sugieren una distanciación, tal vez él se encontraba en la crisis de la mitad de la vida, tal vez se había vuelto algo raro, abstraído y solitario, en sus largas caminatas con la bolsa del correo. El sumergido sueño juvenil estaba en él, fermentante y amenazador. Cuando de pronto llamó de nuevo la vieja imagen ideal, cambió su vida entera, le dio de pronto un fuego, una ardencia interior, y el vulgar cartero Cheval se convirtió en un visionario, un vidente. Durante los decenios de su construcción siguió siendo el aldeano desconocido, un poco desdeñado, nadie pensaba que allí se estaba forjando un monumento de la voluntad de expresión, él no sabía nada de arquitectura, de leyes formales, de modernas corrientes artísticas, sólo seguía su intuición, y así como las células se multiplican, como las hojas se pegan a la rama, como los cristales se articulan, creció aquella obra, encerrando en sí el milagro de todas las proporciones naturales. La vie est un océan plein de tempêtes entre l'enfant qui vient de naitre et le vieillard qui va disparaitre. Pasó la segunda mitad de la vida realizando su oceánico sueño vital. Me lo imagino sentado, al atardecer, en el emparrado que puso ante su edificio, el emparrado con el banco de piedra, la mesa de piedra, entre las hojas, contemplando su obra. Su flaco rostro de campesino, los ojos vigilantes y entrecerrados, el bigote caído. Juntas las manos gastadas y huesudas. Así se levanta la obra, y allá, en el centro de la pared maestra, en aquella especie de gruta, las primeras piedras halladas, puestas como reliquias en una masa cascadeante, entre arcos redondos, entre corrientes de lava y formas frutales, vigiladas desde todas partes por pequeños guardianes que otean. Y luego surtidores, tejados, pináculos, pagodas, caleras, ramajes de piedra, follajes de piedra, cartilaginosos como corales, nudosos, brillantes y centellantes de piedrecillas incrustadas, conchas. Cabezas de carnero, cabezas de leopardo, serpientes, lianas, palmeras, cabezas de águila, alas, palomas, osos, elefantes, ángeles, santos. Todo eso crece, y se deja descifrar y luego interpretar de otro modo. Recubierta con un caparazón de piedras claras, una figura fantasmagórica de tamaño natural, mitad mujer, mitad hombre, sin rasgos faciales, hundiendo los brazos hacia atrás en la oscuridad de la gruta. La figura es como una sacerdotisa, la sacerdotisa de un culto sacrificial, y adivino lo poco que al principio comprendí del interior de aquel edificio, yo que entraba allí como visitante desde el exterior, cubierto con la armadura de civilización. Por un momento me entregué a aquel mundo de sueño, pero ahora es como si ya hubiera despertado, y apenas logró acordarme de los componentes de aquel sueño, sólo intuyo desde lejos su inagotable riqueza. Una riqueza que nunca se ostenta con colores fuertes, que se esconde tras tonalidades de tierra y de piedra, que exige al ojo que sepa distinguir los más finos matices. Al lado de aquella obra, con su torbellino de manchas extrañas, de volúmenes, puntos, surcos, contrastes de formas, irregularidades e insinuaciones, palidece todo lo que hoy pretende el arte espontáneo, la pintura de acción. Aparte del evidente emparejamiento con las obras de un Klee, de un Wols, de un Michaux, casi todo lo demás parece por comparación frívolo y un autoengaño. Ahora se arrojan montones de material a los que se atribuye una independencia que la mano sólo tiene que servir como un instrumento. Pero en realidad no sale nadie de un naturalismo, de un copiar, se imita lo que de modo más convincente expresa cada pared desconchada, agrietada, manchada, cada tabique de urinario pútrido y lleno de grafiti, cada valla con sus desgarrados y globulosos restos de carteles. De modo artificial y estetizante, no se presentan en los salones más que ecos del mundo de la descomposición, de la podredumbre, el mundo de los montones de basura y de los cementerios de automóviles. Se quiere alcanzar lo fortuito, lo desordenado, lo inconsciente, y luego se pone eso en un marco o se instala en un zócalo, y se lo abandona a la organización de un mecanismo comercial. Pero esta obra no tiene nada que ver con eso. Esta obra vive callada. No se expone. Se endurece en la tierra de que ha surgido. Hay que ir hasta ella, si se quiere verla. Se baja por una senda de jardín entre cepas, se encamina hacia matorrales y arboledas, uno se encuentra en el campo, al pie de una aldea a flanco de montaña, ladran perros, cantan gallos, y alrededor se mueve la vida de todos los días. Y ahora, cuando uno ha permanecido en el interior del edificio, y una vez salido de su fría oscuridad, al circundarlo desde fuera, se empieza a comprender hasta qué punto vive por sí mismo, en su cerrazón, en su bárbara exuberancia, en su muda negativa a admitir. En su propio jardín, en su propia tierra, el cartero erige su construcción formal, arraigada en este jardín, en esta tierra, y aquí se quedará hasta que las fuerzas de la naturaleza la corroan y la devuelvan a su originario estado de arena y piedra. En realidad, al cartero le es completamente indiferente el mundo externo. Se ha encerrado en su sueño, el sueño es su fortaleza, y afuera, detrás de la tapia del jardín, está la aldea, la vida cotidiana, pero aquí se edifica él a sí mismo, en una obra de filigrana cada vez más fina. No quiere ya que le comprendan, tal vez las piadosas máximas de la fachada no son más que una burla, sólo una repulsa. Tal vez sólo se ríe del visitante cuando alaba su propia laboriosidad, tal vez se llena de sarcasmo, refugiado tras las aspilleras de sus más altas torres de sueño. Porque al lado del Cheval meditativo, escondido, hundido bajo la tierra, hay otro Cheval, un Cheval que se parece a Don Quijote, un Cheval que sueña en castillos y caballeros, en jefes de ejércitos, en princesas prisioneras, en una vida de grandeza y majestad. Se burla del visitante cuando le dice: no soy más que un simple campesino. Quiere que le dejen en paz. El genio es el trabajo, graba en la pared. Pero sabe que su genio no es trabajo. Su genio es clarividencia. Su genio consiste en haber dejado que el mundo entero, con todas sus apariencias formales, ascendiera dentro de él, ante él, a su alrededor. Ante la puerta de la fachada principal ha puesto tres grandes guardianes. Tres gigantes terribles, muy erguidos, apenas despegados de la pared, que sostienen con los hombros y los cascos sillares de soporte, y entre ellos surgen cabezas de animales de presa con afilados dientes, tres gigantes con los largos cuerpos recubiertos con corazas de láminas pétreas, que levantan los brazos extrañamente cortos, lo cual todavía larga los cuerpos: los levantan y apuntan al muro, al grupo de torres como penes, y las pequeñas caras redondas miran hacia arriba, con la sombría inquietante expresión de los locos. Él les da nombres. El gran defensor de la Galia, el gran sabio de Grecia, el gran conquistador romano: en esta trinidad se encarna su sueño de poderío, el sueño de su propia superhumana grandeza. Confía su edificio a la protección de aquellos gigantes. Entre los gigantes, a la altura de sus rodillas, están dos figuras femeninas, en actitud estilizada y de ejecución simplificada. Tal como todo detalle en esta obra es ambiguo y lleva de asociación en asociación, así esas dos figuras casi idénticas, que él llama druidesas y a las que da los nombres de Veleda e Ineze, son un apoyo para la fantasía desbordada. Sus actitudes y formas corporales recuerdan la escultura egipcia, y las rodean inscripciones árabes. Y son figuras maternales, ideales amorosos, levantan los brazos como para saludar al maestro o a coger sus caricias. Estas mujeres ideales reaparecen por todas partes, aquí como Eva con la serpiente del paraíso, allí como la reina del mundo, aquí como señora de las grutas, allí como ángel de la torre, aquí como Venus, allí como esfinge alada, aquí como virgen santa, allí como servidora de un templo primitivo. Al recorrer el edificio se da siempre con motivos en los que su fantasía encontró alimento, motivos que ha incorporado a las paredes y que producen el efecto de temas paralelos, las columnas ante las tumbas de los faraones, las torres-arcos de Babilonia, las mezquitas del Islam, los templos hindúes, las pirámides de los Incas, los palacios de las mil y una noches, la fortaleza de Argel, los jarrones y urnas prehistóricos, los castillos medievales, los reptiles antediluvianos, los animales exóticos, las plantas tropicales, los dioses paganos y los grupos de profetas y evangelistas, y los peregrinos al Santo Sepulcro, y la gruta del Grial, y los laberintos y las catacumbas, todo está preservado y elaborado en el edificio de su alma. Y en todos estos días, mientras medito la obra del cartero Cheval, gana riqueza y sentido aquel encuentro. Me transformo y me ensancho con aquel encuentro, como es raro que transformen y ensanchen los encuentros con obras grandes y perfectas. El frenesí del mundo exterior se aquieta al pensar en el silencio oso monumento del cartero Cheval, en las honduras de un jardín del sur de Francia.


                                                                      Biot, del 28 de julio al 4 de agosto de 1960


  Traducción Gabriel Ferrater

      

  Informes, Editorial Lumen, Barcelona, 1969, pp. 37-50. Imágenes: Archivo Breton.