domingo, 12 de enero de 2025

Balance y liquidación: Ortiz de Montellano en su isla sin mar

 


  Pedro Marqués de Armas 


 A diferencia de otros poetas mexicanos, Bernardo Ortiz de Montellano nunca salió de México, salvo en sueños; pero no por eso su figura es menos sobresaliente para lo que nos ocupa. Dado a aunar voluntades, no solo se esforzó en acercar entre sí a los Contemporáneos y en hacerlos gravitar en torno a la revista, sino que tendió un denodado puente entre aquellos poetas y los escritores cubanos -en particular los del grupo Avance.

 Su epistolario -con el que atrajo a los principales creadores e intelectuales de su país, viajeros en su mayor parte- es todo un modelo de convocatoria, como puede apreciarse en las cartas que se cruzó con Lizaso, Mañach, Marinello y Florit, y con algunos de sus coterráneos de paso por la isla.

 Desde que en 1925 comienza sus contactos con los minoristas hasta 1932 en que la vanguardia cubana se desvanece, mantuvo frecuentes y sucesivos intercambios: envíos de obras propias y ajenas; una recensión de La Poesía Moderna en Cuba –la antología de Lizaso y Fernández de Castro-; colaboraciones en Social y luego en Revista de Avance y el Suplemento Literario del Diario de la Marina, y; fruto de todos esos vínculos, el intento de dedicar un número monográfico de Contemporáneos a la nueva literatura insular.

 El primer contacto, tan temprano como en noviembre de 1925, se produce a instancia suya cuando remite a Social un ejemplar de su segundo libro, El trompo de siete colores. Será Lizaso quien le responda, prometiendo enviarle la mencionada antología entonces en proceso de edición en Madrid. El ejemplar debió llegarle un año después. Conoce así a los nuevos poetas cubanos cuyas lecturas complementa con publicaciones que va recibiendo desde la isla. En carta a Marinello de mayo de 1927, anuncia su propósito de escribir sobre tales poetas. Y, en efecto, en agosto aparece en Avance su reseña “Poesía nueva en Cuba”.

 Entre los más jóvenes, tres nombres llaman particularmente su atención: el propio Marinello, José Zacarías Tallet y Dulce María Loynaz. Del primero, ya conocía los poemas de Liberación, cuaderno que halagara por su “ponderada belleza”. Su posicionamiento es moderado y apela, también aquí, al término señalado: “Con qué diferente ponderación -ese equilibrio del gusto de linaje goethiano— y valedora cultura emprenden, estos poetas, la ruta alejados del grito romántico, simplemente patriótico o sensual, tanto como del vanguardismo exagerado que es extravío de la incultura”.

 De manera explícita, se coloca ante un mapa más amplio: el de la poesía hispanoamericana. Y un poco al modo de Torres Bodet reniega de las que considera poéticas ruidosas o experimentales, aquellas afectadas por el cine, la novela realista y la política. En este mapa –“nueva orografía del pensamiento en América”- los poetas cubanos vendrían a ocupar un lugar junto a otras “falanges inteligentes”, a las que apenas separa “el mar”, no la sensibilidad ni ciertas voluntades:

Por fortuna todavía el público les ignora, minoristas de todas partes que son a un mismo tiempo predicadores y oyentes, libertándoles, porque el hablar consigo mismo es, desde Gracián, el camino maduro del espíritu, creándoles además el santo y seña tipográfico de las Revistas nuevas, hechas para cruzar el mar, con que estos grupos se entienden, con entendimiento masónico. 

 Entretanto, las producciones del mexicano circulan en la isla. En marzo de 1926 Diario de la Marina publica uno de sus poemas más conocidos: “Lección”. En abril de 1927 Lizaso lo incluye, con generosa muestra de su poesía, en la sección "Poetas de Ahora" del Suplemento Literario, acompañándola de elogioso comentario y del dibujo de Rufino Tamayo que sirvió de pórtico a El trompo de siete colores. Otro tanto hace Avance en diciembre de ese año, con “Prosas de Ortiz de Montellano” (“Espejismo”, “Lotería”, “Líneas”, “Paseo”), y de nuevo, en noviembre de 1928, con “Son de altiplanicie”, que diera a conocer en Contemporáneos dos meses antes. Constituyen el grueso de sus colaboraciones.


 Para entonces los vínculos con Mañach y Marinello, a quienes calificó de “Aquiles y Patroclo de la literatura cubana”, se habían estrechado. Mañach lo invita a publicar en Avance desde el comienzo mismo; y en agosto de 1927 lo menciona en el editorial “Acción de nuestra América ante los últimos sucesos cubanos”, junto al resto de artistas y escritores que mostraron su adhesión al llamado de los intelectuales insulares: entre ellos Torres Bodet, Villaurrutia, Gorostiza, González Rojo, Cuesta y Owen -es decir, casi todo el “grupo sin grupo”- en nómina que integran también Araquistaín, Diego Rivera y Cosío Villegas.

 Cuando en julio de 1928 llega a La Habana el primer número de Contemporáneos, recibe el elogio de los avancistas no solo por la empresa editorial sino por sus poemas “muy acendrados de imagen”. En noviembre de ese año -en el número homenaje de Avance a la literatura mexicana- vuelve a ser encomiado, esta vez en la nota que Lizaso dedica a la Antología de la poesía mexicana moderna editada por Jorge Cuesta. Y en enero de 1929 Marinello reseña por lo alto su poemario Red, señalando esa condición de “viajero sin viajar” que, sin embargo, “descubre” en su travesía “pequeñas américas fugitivas y un mar nuevo”.

 Conmovido, el mexicano le escribe agradeciéndole el título de descubridor: “Nada más “viajero sin viajar”, poemas de Robinson obligado, por la inquietud y la pereza, a inventar utilidad a las cosas que le rodean en el desierto infortunado de su isla. De mi isla sin mar”. Su lectura, le confiesa, prueba su comprensión y amistad, que no sabe si podrá corresponder. Sin dudas, Marinello apuntó bien alto: “Está Ortiz de Montellano haciendo alta obra de poeta, viendo y sintiendo lo que no ven los otros y que después de dicho verán y sentirán muy pocos y ninguno como él”.

 En la misma carta (mayo 14, 1929), Ortiz de Montellano le pide poemas para Contemporáneos, recordándole que con la salida de Torres Bodet hacia Europa se había quedado al frente de la empresa; solo, aunque decidido a continuarla “a pesar de los saltos de nuestra vida mexicana”. Y, en efecto, eso hace, al coste de enormes esfuerzos que, no obstante, no lo disuaden de proyectos mayores.

 También sostuvo intercambios con el músico Pedro de San Juan, director de la Orquesta Sinfónica de La Habana, sobre el que escribió un breve artículo cuando este visitó México y la redacción de Contemporáneos, trayendo consigo junto a “los sones de Castilla” y “los ritmos negros de Cuba”, “la presencia y el tono” de los minoristas y su revista 1929.

 La idea de consagrar un número monográfico a la literatura cubana del momento se gesta a finales de ese año, como parte de un proyecto “antológico” que incluía también a la literatura argentina y la norteamericana. Es evidente la mezcla de entusiasmo y obsesión, como puede colegirse en su carta a Marinello de abril de 1930:

Contemporáneos -como 1929 [es decir, Revista de Avance]- sigue adelante (¿Alcanzaremos pronto, con Nosotros de Buenos Aires el decanato?). Para este año quiero agravar su interés americano, y su preocupación mexicana, dedicando un número a Cuba, en ustedes, otro a la argentina y uno más a Estados Unidos más allá de la política; números antológicos y representativos de lo nuevo propio. A ustedes, tan bien dispuestos siempre, quiero confiar las 75 páginas del texto para formar el número cubano lo más pronto que pueda. El doctor Ortiz y Chacón y Calvo podrían proporcionarnos interesantes estudios inéditos sobre sus temas predilectos; Montenegro -a quien debo una larga carta de agradecimiento por su libro- un cuento de los suyos; Mañach, Lizaso y usted lo siempre bueno de sus plumas que con algunos poetas jóvenes: Novás Calvo, Florit, representados por poemas ya en mi poder o por otros más cercanos si quieren y que usted recogerá. En fin, un número representativo, una síntesis de los valores 1930 que ustedes conducen siempre a puerto.

 En términos parecidos le había escrito a Mañach, quien al respecto respondió: “Muy orondos de que hayan pensado en un número de Contemporáneos cubanos. De antemano le advierto que irán muy pocas de esas firmas que llaman “representativas”. La gente de aquí digna de escribir para la gran revista de ustedes es casi toda gente sin cartel local siquiera. A 1930 la llaman “exclusiva” por eso, porque excluye todo lo “reputado””.

 ¿A quiénes se refería Mañach, tanto entre los sin nombres como entre consagrados? ¿Qué nómina tan heteróclita era aquella, como no sea la que el propio Ortiz de Montellano sugiere?

 Aunque a esas alturas -y con la experiencia editorial de ambas partes- no hubiera sido difícil llevarlo a efecto, lo cierto es que el número en cuestión no se materializa. Queda como un loable empeño que pone en manos de Marinello y Mañach y, por tanto, de quienes le eran afines. En mayo de 1928 Marinello presentó en La Habana, en la conferencia que impartió sobre la literatura mexicana, a Jaime Torres Bodet. En ésta, el grupo de los Contemporáneos quedaba bien retratado, no así -en algunos casos- los de expresión nacionalista. Casi en su totalidad, los criterios del conferencista fueron impugnados en un artículo sin firma.

 Adepto a la literatura más realista y militante, José Antonio Fernández de Castro ya había prestado las páginas del Suplemento Literario del Diario de la Marina para dar rienda a los ataques de Diego Rivera, cuyo partidismo y homofobia compartían algunos en La Habana. De estos, el más directo lo constituye el artículo “La realidad intelectual mexicana”, que apareció en noviembre de 1928 bajo la firma del pintor. En verdad escrito a encargo suyo por Tristán Marof, daba continuación a otros que firmara el marxista boliviano, en lo que ya era una línea bien definida desde el Suplemento.


 Si hasta entonces -y pese a críticas y burlas ocasionales- no se había producido una respuesta por parte de los Contemporáneos, esta vez sí tiene lugar. Firmada por Bernardo J. Gastélum, Jaime Torres Bodet, Bernardo Ortiz de Montellano y Enrique González Rojo, la “carta aclaratoria” apareció a finales de enero, pero no en la página literaria del periódico, como exigían, sino solapada entre información general. Si bien no aluden a los tejemanejes de Fernández de Castro, salvo con el gesto de dirigir la carta al director del periódico, caracterizan de modo contundente al pintor recordando -en breves pasajes- su oportunismo, su proverbial vanidad y sus recurrentes arremetidas.

 Más o menos por esa fecha, Ortiz de Montellano concebía aquel número antológico dedicado a la literatura cubana, pensando desde luego en Avance. Cómo se tomó cada uno en medio tan promiscuo y tironeado como el campo literario, la propuesta en cuestión, cabe más bien imaginarlo. A grandes rasgos, las posiciones y afinidades estaban establecidas, como el impulso que condujo a crear y sostener las revistas algo ya debilitado.

 Aunque el intercambio prosigue -por ejemplo, en junio de 1931, desaparecida ya su homóloga cubana, aparece en Contemporáneos “Verbo y alusión”, ensayo de Marinello sobre la poesía de Eugenio Florit-, no se sostendrá por mucho tiempo, como tampoco la publicación mexicana, cuyas vicisitudes y socorros asoman entretanto. En tales circunstancias, el solitario poeta editor y el poeta de Liberación se cruzan su última carta de aquel periodo con algo de balance y liquidación. “Estoy tratando de reanudar la voluminosa vida en este refugio para la profunda soledad del espíritu”, comenta el mexicano, no más tenaz que aflictivo. Ciertamente nostálgicos, algo de ese orden los mueve: el interés de completar sus respectivas colecciones.



sábado, 11 de enero de 2025

viernes, 10 de enero de 2025

El odio de un patriota

 


  Christopher Domínguez Michael


 No es lo mismo ser patriota que nacionalista. Mientras que un nacionalista suele batirse por abstracciones (raza, soberanía, Estado), un patriota combate por franjas más concretas y precisas como la tierra natal, algunos recuerdos, ciertas personas. Al menos así lo creía Eliseo Reclus, aquel geógrafo y anarquista francés. Un libro como Mea Cuba de Guillermo Cabrera Infante es un insólito testimonio de patriotismo. A lo largo de 600 páginas, compuestas de artículos escritos entre 1968 y 1992, Cabrera Infante ratifica el inmenso poder corrosivo de la prosa de combate que no ceja de ridiculizar a Fidel Castro y a su tiranía. Pero Mea Cuba no es una denuncia más de la sevicia del régimen castrista. Es una obra escrita en una de las prosas más punzantes del castellano contemporáneo. Y con esa fuerza, la de la dignidad de las palabras, Cabrera Infante dibuja con sabrosa precisión al dictador, rescata a la cultura cubana del secuestro y se autorretrata como uno de aquellos escritores latinoamericanos, tan escasos hoy día, que han sabido defender su verdad por encima de la servidumbre ideológica.

 La sorna y la ironía son un veneno letal, aunque moroso, en el cuerpo de los tiranos. Por ello, cada vez que Fidel Castro aparece en Mea cuba, el lector ríe ante el grotesco espectáculo de un hombre sin grandeza, a quien la aberración histórica convirtió en dueño de la isla. Y tras Castro van desfilando los rostros de las víctimas y de los verdugos, de los tontos útiles y de los turistas del trópico revolucionario. La trama del castrismo alcanza a ser develada con mayor audacia en el texto consagrado a la centenaria tradición del suicidio en Cuba. Desde José Martí hasta los revolucionarios defenestrados o decepcionados, el suicidio parece ser la forma electiva que la rebelión individual ha tomado entre los cubanos.

 Cabrera Infante confiesa odiar a Castro como un judío odia a Hitler. Esa renuncia a la complicidad “objetiva”, a las circunstancias atenuantes de todo tipo que tan útiles han sido para justificar a Castro en los cinco continentes, es una de las virtudes totales de Mea Cuba. El odio de Cabrera Infante es un odio con método. Todas y cada una de las historias trágicas registradas en Mea Cuba están sustentadas en fuentes tan precisas como fidedignas. Exiliado desde 1965, Cabrera Infante no ha perdido un día fuera de cuba, acopiando toda la información necesaria para socavar la telaraña de mentiras que sostiene a Castro desde hace más de treinta años.

 El metódico desprecio que Cabrera Infante siente por los propagandistas extranjeros del castrismo –Gabriel García Márquez, Graham Greene, Julio Cortázar y tantos otros –no impide que comprenda las contracciones de personeros literarios del régimen como Alejo Carpentier o Nicolás Guillén. Cabrera Infante analiza con severidad no exenta de simpatía por las debilidades humanas tanto la cobardía del gran novelista –que obedeció a Castro tras haber servido a Pérez Jiménez- como la comedia de equivocaciones sufrida por el poeta mulato, obsesionado por el prestigio que le otorgó la revolución. Y, desde luego, la hiel de Cabrera Infante se vuelve ternura para sus muertos, aquellas víctimas, fuera y dentro de Cuba, del totalitarismo: Calvert Casey, Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas, Néstor Almendros, el comandante Arcos.

 Los editores mexicanos de Mea Cuba advierten al lector sobre la importancia del libro para quienes no somos cubanos. Tienen razón. Ya es hora que los mexicanos hagamos nuestro propio examen de conciencia en relación a la cuba castrista. Es probable que sea mi generación, la de quienes nacismos precisamente cuando el triunfó la revolución cubana en Cuba, la que mayor provecho saque de Mea Cuba, pues crecimos identificando, para bien o para mal, a la isla con su comandante. Es enriquecedor que Cabrera Infante nos recuerde la importancia de una cultura cubana que existió antes de Castro y sabrá reaparecer. En Mea Cuba flota el recuerdo de La Habana cosmopolita y brillante del ajedrecista Capablanca o de ese cuentista maravilloso que fue Lino Novás Calvo, aquella Cuba que era, nada menos, que la puerta del Nuevo Mundo y que hoy es uno de los últimos reductos de la podredumbre del siglo XX.

 México es, y da vergüenza decirlo, un país cuyas élites políticas e intelectuales padecen esa castroenteritis que Cabrera Infante diagnostica como una desastrosa epidemia internacional ¿Quién pedirá cuentas a Echeverría y López Portillo por su tierna amistad con Castro? ¿Qué clase de prensa “democrática” tenemos, eterna cronista del fraude del país electoral, pero anonadada con el maravilloso espectáculo de las “elecciones” cubanas? ¿Qué tipo de confianza podemos otorgar a la vocación democrática de la oposición neocardenista cuando considera que la libertad política es buena para Michoacán pero no para Cuba? ¿Hasta cuándo estaremos escuchando a los universitarios morralinos solidarizarse con todos los pueblos del universo mientras llaman gusanos a los desterrados cubanos? Ya es hora de analizar ese equívoco que emparenta al juarismo con el castrismo y que ha llegado hasta el pueblo llano. Y no puede dejar de recordarse a ese teórico de la democracia en México que ha comparado a Castro con Montesquieu. Si alguno de los piadosos peregrinos que “van por Cuba” quiere regresar a tiempo, hará bien en leer Mea Cuba de Guillermo Cabrera Infante.

 

1993

 

 Christopher Domínguez Michael: Servidumbre y grandeza de la vida literaria, 1998, Editorial Joaquín Mortiz, México, D. F., pp. 42-44.


martes, 7 de enero de 2025

Vislumbración de Lydia Cabrera

  

 José A. Arcocha


 Mi primer encuentro con Lydia Cabrera tuvo lugar en el lobby de un hotel neoyorkino, mientras las nieves de enero azotaban las calles.  Venía de París, donde había sido invitada de honor a un congreso de antropólogos celebrado en esa ciudad.  Iba rumbo a Miami; habita allí desde el año 1960 en que salió de Cuba.  Yo había comenzado a leer en esos días su libro “El Monte”. Desde la primera página fui transportado a un mundo de una intensidad poética como pocas veces me ha sido deparado vislumbrar.  Aquella mujer, cuyo amor por Cuba era profundo como una frase de Heráclito, había preferido abandonar la isla y los altos cargos que seguramente le hubieran sido ofrecidos, para continuar sus trabajos en la incertidumbre total que representa el exilio.  Esa decisión la revestía de un fulgor estelar a mis ojos.  Esa noche habló de muchas cosas: se admiró de que alguien pudiera vivir en New York mucho tiempo sin acabar en un manicomio; hizo el elogio de Miami, “una ciudad humana donde abundan las hierbas’; contó anécdotas de París y de los viejos amigos que había visto por primera vez después de 30 años; finalizó invitándome a visitarla si alguna vez iba por la Florida.  Esa invitación fue profética: una serie de acontecimientos fortuitos hicieron posible que yo pasara recientemente una semana en Miami.  Miami, el South West de Miami, constituye la realidad especular de La Habana de los años 50.  Para aquel que ha mordido la barra electrizada del destierro en las desoladas nieves del Norte, entre edificios de cincuenta pisos y los intrincados laberintos del subway, el momento en que el avión comienza su descenso algodonal en los antiguos predios de Hernando de Soto y Cabeza de Vaca es de una felicidad que bordea en el éxtasis.  En este paraíso secreto los cubanos se han afirmado en sus raíces profundas al duplicar con la minuciosa obsesión de Pierre Menard las superficies fulgurantes que poblaban La Habana.

 Es necesario a estas alturas hablar de la magia: al otro día de mi llegada, fui a almorzar con Fernando Palenzuela, figura fantasmal y eminencia gris de todas estas peripecias, a uno de esos pequeños restaurants que traen a mi memoria los gritos chinos en las fondas misteriosas de la calle Consulado.  Conversábamos sobre la mejor manera de llegar a casa de Lydia, cuando sentí una mano que se apoyaba en mi hombro y una voz que murmuró, incrédula:

 —¿Arcocha?

 Era Lydia.  Continuó diciendo:

 —Ahora mismo le decía a María Teresa: cómo se parece ese señor a Arcocha.  Pero yo le hacía a Ud. en Nueva York.

 Yo me situé en seguida en su mundo de coincidencias y de piedras rociadas con la sangre del gallo.

 —Esto es increíble.  En este mismo momento hablábamos de Ud.  Una de las razones de mi viaje es hacerle una entrevista y le estaba preguntando a Fernando la forma de conseguir una grabadora.  Pensaba telefonearle en cuanto acabara de comer.

 —No se preocupe de la grabadora. No le interrumpo más en su almuerzo.  Mañana por la tarde lo espero en casa.  No le prometo una poción mágica sino una taza de café.

 Se fue tan misteriosamente como había llegado.

 Esa tarde la pasamos en una búsqueda desesperada de la grabadora. Al otro día llovió con ansias de diluvio.  Como es de esperarse cuando de poetas se trata, nos perdimos por el camino. Fue con bastante retraso y totalmente empapados que vinimos a tocar su puerta.  La mirada de Lydia se dirigió, apenas traspasamos el umbral, hacia la grabadora.

 —Me da tanta pena que hayan traído ese aparato. Yo creo que lo mejor es que conversemos sin preocuparnos de él. Con la grabadora andando siempre hay cierta tendencia a lo solemne y a lo pedantesco. Hablemos y Ud. después haga un artículo con lo que se acuerde de nuestra conversación. O si prefiere no escriba nada. Eso no es lo importante.

 Lo que sigue, pues, no es una transcripción de todo lo hablado en esa tarde de lluvia, sino lo que pudieron rescatar los arpones de la memoria.          

 —Yo comencé a interesarme en las cosas negras de Cuba en París.  Nadie puede ver lo que lo circunda si no es poniendo mucho mar por el medio. Por aquella época yo estudiaba los mitos y las leyendas del Oriente. En medio de todas aquellas narraciones altamente poéticas, creí vislumbrar una semejanza con los viejos cuentos que mi ama de crianza negra me contaba en los días de mi niñez.  Tuve algo así como una revelación de la belleza del mundo que yo había abandonado por las nieblas francesas. Decidí volver a Cuba.  No crean que fue fácil penetrar en el mundo del negro. Su desconfianza ante el blanco que le interroga es ancestral y profunda; y mucho más sobre estas cuestiones. Intuí que no era necesario ir a leer los viejos libros de magia en las bibliotecas europeas cuando la verdadera magia, la que se vive, estaba al alcance de nuestras manos y en los patios de nuestras casas. Ud. me preguntó hace un rato si yo alguna vez había utilizado una grabadora en mis conversaciones con los negros. Que va, mi hijo, eso fue un trabajo a punta de lápiz. El negro vive en un universo mágico y la idea de que yo les pudiera robar la voz hubiera sido suficiente para que hubiesen rehusado hablarme. Todo este trabajo fue hecho en las condiciones más primitivas. Todos mis libros fueron publicados con dinero de mis propios bolsillos. A los intelectuales cubanos les interesaba más la última novela publicada en New York o París que bucear en las raíces de su propio destino. Es sólo ahora que hemos comenzado la indagación de nosotros mismos. Esa pesquisa tiene que desembocar necesariamente en el negro. A pesar de que éste constituye sólo el 30 por ciento de la población cubana, su modo de pensar, o, mejor, de ser ha influido grandemente en todas las capas sociales. ¿Quién no le ha rezado alguna vez en su vida a Santa Bárbara? ¿Quién no ha visto tirar los caracoles?  Yo he pensado hacer algún día un libro repleto de anécdotas sobre las creencias de las más altas figuras de la República. 

 En este momento creo recordar que fuimos interrumpidos por el aroma del café que comenzaba a inundar la pequeña sala donde conversábamos.  Aproveché para sacar una hoja de papel donde, una hora antes, había garabateado unas preguntas.

 —¿Qué importancia tuvo Fernando Ortiz en su obra?

 —Los libros de Fernando Ortiz me ayudaron mucho al inicio de mis investigaciones.  El estaba más interesado en las organizaciones sociales, por decirlo así, de los negros que en los mitos propiamente hablando.  Su ámbito era el científico.  Yo perseguía la fuente recóndita de donde brotaba la poesía que parecía permear toda narración y todo mito negro.  Mis libros hay que leerlos en el compás del espíritu abierto a la poesía.

 Entre sorbo y sorbo le preguntamos el motivo de su estancia en Miami durante tantos años.

 —Le voy a confiar un secreto. El centro de la magia lucumí se ha trasladado a Miami.  Los grandes adeptos han abandonado la Isla.  Aquí he podido continuar mis investigaciones.  Tengo cuatro libros inéditos.  También hay razones de índole económica, pero en estas tristes realidades es mejor no demorarse.

 Aquí, de una manera brusca y arbitraria, se detiene mi artículo.  Mucho más, y mejor, se pudiera escribir sobre Lydia Cabrera.  Estas líneas no quieren ser sino un testimonio de mi admiración hacia ella; una manera de agradecerle las horas que he pasado en el círculo mágico de su presencia.

 

 Alacrán Azul, Año 1, núm. 1, 1970.