miércoles, 28 de noviembre de 2018

Tristán Marof en el recuerdo


 Siempre lo veré, severo y esquinado, como cuando lo conocí en Cuba. Es un personaje de mucha entidad, hombre que daba vueltas al cubilete de la situación política de América y que solía protestar con ruidosos silencios o bien con esos gritos que ganan prisiones y pasiones. El hombre que llegaba del Altiplano, que conocía la difícil postura de no estar de acuerdo ahora recibe un homenaje discreto porque pertenece al mundo de los que están fuera de foco, sin megáfono posible, subido a torres de polvo, a vegetales montículos que se desmoronan.
 Saludo a este caballero que sabe lo que se dice y lo que quiere. No estará a la moda, no tiene vociferantes complacientes y sólo algún perseguido, algún pobre de espíritu que no cree en invitaciones ni visitas organizadas le saludará en callado gesto.
 Este es mi caso.
 Casi medio siglo va a hacer que conocí a este hombre que lleva en sí misterio y claridad, fortaleza y afecto. Me lo presentó José Antonio Fernández de Castro en La Habana de entonces; luego puse mi mano en la suya tal vez en casa de Juan Artiga, un médico que adoraba a los valientes. Como escritor, como persona no conformista admiro esa trayectoria que es su vida.
 ¿Puedo decir que me siento honrado con su amistad? Diría que es lo propio en el caso de ser honrado.

 Madrid, Julio; 1976.

 Enrique Labrador Ruíz

 De la Academia Cubana de la Lengua

 Stefan Baciu: Tristán Marof de cuerpo entero, Ediciones Isla, 1987, p. 286. 

  



      Diario de la Marina, 13 de marzo de 1928.
       

viernes, 23 de noviembre de 2018

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Diego Primavera, Pintor Otoñal




  Tristán Marof 

 Viendo en México conocí a Diego Rivera y a una de sus mujeres, Lupe Marín. Las conocí a las dos, también a Frida Khalo. La primera era una morena de ojos verdes en una cara agresiva, de cuerpo flexible y de una locuacidad abrumadora, pero con ingenio y vivacidad, al extremo que el pintor Rivera la temía, y se sometía a veces. La segunda, más discreta, aunque desposeída de las condiciones de belleza de Lupe, fue su compañera hasta la muerte. Ambas vivían en una misma casa "Tampico N° 8" de un barrio residencial de México. Diego se había divorciado, pero Lupe se negó a salir de la casa diciendo que era suya.
 Prejuicios burgueses, alegó el pintor, y vivía en el segundo piso. Lupe recibía a sus amantes en el primero, entre ellos al joven Cuentas o Cuestas y Diego en rueda de amigos dijo que sólo había dos ingenios: el de Lupe y el de su amante, que era de azúcar...
 Diego Rivera a pesar de su monstruosidad, ciento y tantos kilos de peso, se creía conquistador y hasta tiró cartas a María Félix, la estrella mexicana del cine, que luego cayo enredada en la música de Lara y sus millones, el hombre más feo de México desde el tiempo de los aztecas. 
 Esta crónica la escribí hace treinta años atrás y nunca se publicó. Hoy sale en el libro de relatos y no la he variado sino en el exordio.
 Muchas veces escribí para el pintor mexicano Diego Rivera y envié artículos a Fernández de Castro, director de la página literaria de el "Diario de la Marina", el más importante de La Habana.
 Diego escribía con un lápiz grueso como si fuera un pincel y sus más pequeños artículos salían en treinta o cuarenta cuartillas, sin ortografía ni sintaxis. Al día siguiente yo los corregía y les daba forma literaria. Fernández de Castro, travieso y avezado en las lides literarias, publicaba los escandalosos comentarios sobre pintores, escritores y políticos mexicanos con el mayor desparpajo. Luego nos enviaba una veintena de ejemplares para que los distribuyéramos en los círculos intelectuales de la capital mexicana.
 Muchos querían ultimar al pintor y muchos darle una paliza. Diego se ocultaba unos días, mientras Lupe Marín reía a carcajadas.
 Una vez salimos de excursión con Lupe a Xochimilco, uno de los lugares más poéticos y que recordaban el tiempo de los viejos aztecas con su corte y sus flores, una serie de canales de agua que se atravesaba en balsas con música y flores, en medio de comidas y de pulque. Bailamos en una isla y nos divertimos como niños jugando en medio de los árboles a la escondida.
 Lupe me dijo que no lo había hecho con nadie; me contaba su vida familiar y las extravagancias de su marido, que él las exageraba para que le temieran, pues siempre asistían a su círculo cobardes y tímidos que aplaudían a rabiar sus genialidades.
 Esta crónica es de primera mano y no he tratado de rectificarla ni de herir al famoso pintor con el cual conviví un tiempo. Relato con simplicidad lo que otros escritores no se han atrevido a hacerlo por temor o por ciertos complejos que brotaban de su incondicional admiración. Luego los fulminaba con una mirada y la pistola 45 que tenía dispuesta en el cinto.
 Más o menos escribí treinta años atrás:
 El pintor más gordo que he conocido, de la época antediluviana en la cual grandes batracios se arrastraban todavía en los caudalosos ríos y en los arroyos dejando sus improntas pesadas en el suelo. Un cuerpo voluminoso, cabecita pequeña, con rulitos escasos de cabello, ojos como huevos de gallina, crudos, labios sensuales y gruesos, el cuerpo en rollos de carne que se aplastan y se encogen a voluntad como acordeones viejos. Sin embargo, unas manos admirables y en el cerebro un sentido de color y de gracia como nadie ha tenido en estas tierras americanas.
 Es posible que el admirado pintor reaccione y me insulte, siguiendo su costumbre de atemorizar; inclusive me calumnie en "jerga staliniana", pretendiendo ser poseedor de la verdad; desenfunde la pistola mexicana y exclame que me matará sin piedad, como ya en alguna ocasión quiso hacerlo, pero conozco a Diego y sé que jamás ha dado un tiro, y la primera en reír será su esposa Lupe Marín, mi amiga deliciosa, la cual una vez me dijo:
 —No le haga caso. Los que lo conocen no le tienen miedo, pero yo lo domino y me burlo de su genio y de su pintura.
 Cuando escuchaba Diego, como saliendo de un trance onírico respondía con humildad:
 —Es verdad, es verdad, "Lupe eres mi mejor crítico y hasta sabes los trucos que hago. Me rindo: conoces mi fondo y mi trasfondo..."
 —¿Alma?, me atreví a decir. ¿Dónde está? ¿En las vísceras, en el pincel o en esa frondosa imaginación que nunca descansa y que hace tanto bien como hace tanto mal?


 Diego Primavera sonreía. Su enorme cuerpo lleno de complicadas vértebras y el rostro que se le teñía de un lejanísimo rubor. ¡El rostro! Era verde, amarillo, los ojos echaban chispas y caía rendido en la vana tentativa de ponerse de pie. Por fin se incorporaba trabajosamente y la primera vibración estaba en su lengua de cascabel, el áspid siempre fresco y rociado con toda la gama de colores de su paleta.
 Se creía joven y viejo, de una vejez estudiada -unos cuantos siglos- por eso conservaba incólume su memoria. Conoció a los ídolos aztecas, al presidente Guadalupe Victoria, a los guerrilleros del padre Hidalgo, al tirano Santa Anna, que se proclamó Emperador de México, a los revolucionarios actuales...
 Cacique a su manera, al estilo de los viejos mexicanos, no admitía crítica ni réplica a no ser que se tratase de algo muy lamentable: la democracia, por ejemplo. Y entonces el pintor político se erigía en pontífice cuando alguna vez a su “atelier”, reporteros americanos venían para cotizar sus cuadros, o cuando se trataba de algo muy ruin que él, elevado a los cuernos de la luna en su categoría de demiurgo, lo trasmutaba en virtud, para que los tímidos burgueses y los granujas de la prensa le hicieran propaganda servil, y las gentes extrañas dijeran a escondidas: ¡Ese Diego, ese Diego es un fenómeno…!
 Un día fui a verlo, estaba de mal humor y de entrada, me dijo:
 —La prensa revolucionaria ha pretendido silenciarme. Conozco a esos tales por cuales. Aunque los he pintado, los pintaré de nuevo…
 Y su ocupación era pintar, pintar en las paredes que le daba el gobierno revolucionario, en los muros de Educación, en los de Agricultura, los frescos más atroces en estilo apocalíptico y sicalíptico, revolcando a sus personajes en el cieno, descubriendo las partes pudendas y las intención también arbitrándose el papel de moralista supremo, juez de la historia, sin apelación, con tal de estampar su firma en caracteres gruesos: Diego Primavera.
 Así aparecieron en todas partes paneles con los mejores tintes en que se relatan la opresión del siervo y el sadismo del patrón, la estupidez de los conquistadores y la sabiduría de los aztecas, raza incomprendida y cruel que significaba por miles púberes y viejos, vencidos y príncipes que se habían atrevido a dudar del dios sanguinario que estaba presente en piedra y con ojos de zafiro, reclamando siempre nuevos crímenes.
 —Ahora tratamos de volver a la barbarie científica —dijo Diego—. No mataremos sino a los extranjeros, y eso haciéndoles un señalado servicio. Usted, de pronto, puede ser sacrificado uno de estos días y le aconsejó prepararse bebiendo tequila y mexcalt, pócimas admirables para el valor. Nuestra revolución se hizo a base de estas bebidas.
 —No mata a nadie, ni siquiera a un gato —interrumpió Lupe Marín— es el monstruo más domesticado de todos los tiempos. Tiene manía homicida como todos los de su generación pero tiembla a la idea de ser verdugo, a pesar de que se cree emisario de la justicia. Lo dudo.
 Diego se puso a comer un plato de frijoles y chile, divagando en el espacio. Su mujer Lupe, estaba reducida a cero. El genio creaba, su mujer se burlaba. Todas las mujeres de los genios han sido así, cronistas fieles de las debilidades de los hombres.
 —Si Diego se hubiese abstenido de irrumpir en el campo de la sociología como vengador apocalíptico quedaría como un apreciable pintor. Pero su manía de sangras, su afán de defender la historia, su historia, su cropolalia, lo sitúan en el género que él eligió. Mexicano, muy mexicano. Picasso y Dalí son sus rivales, pero él se imponía con su verba florida y su pistola. Los dos españoles son inocentes pajarillos al lado de Diego, ornado como está de un paisaje de basílicas, de endriagos, de vestiglos, de octosaurios y dragones. ¿Lo comprende usted? Toda la obra de Primavera es sexual desde el comienzo del mundo hasta nuestros días. Cualquiera de sus cuadros es la representación de un período de la creación del planeta; planeta, atrabiliario, no responde a reglas ni a escuelas definidas. Primavera es el fenómeno del siglo y además comunista…!
 Lupe Marín me miró con sus ojos verdes profundos en el marco de su piel morena, la cara espigada como el cuerpo, graciosa para hablar y sonreír. Le había tocado la fortuna de domar al monstruo y lo tenía a su voluntad dominante. El monstruo en agradecimiento la pintó varias veces y muchos retratos suyos se lucen en la “Escuela Preparatoria de México”.
 Lupe Marín de origen tapatío, nacida en los valles de Guadalajara conservaba el acento y la picardía de su tierra. Movida por extraña impulsos planetarios aceptaba el rol que le había acordado la sociedad revolucionaria para captar matices y abscesos, tumores y la linfa clara que brotaba del pincel del genio. Soportaba enardecida cuando algún turista o reporteros venía al estudio del pintor para analizar y observar. La mayoría eran cretinos de editoriales. Entonces se sentía huérfana porque no hablaba con nadie y sus impresiones quedaban inéditas.


 Tenía una triste experiencia de sus amigos intelectuales que un tiempo merodearon por su casa, resultando definitivamente “jotos”, es decir homosexuales o pederastas al servicio de la burocracia, tales como el poeta Salvador Novo, el enorme y cretinísimo Salvador, el inefable Javier Villaurrutia y otras más que pastaban en los jardines del presupuesto, en posturas de propaganda para atraer turistas y literatos extranjeros del mismo oficio...
 Oyéndole hablar a Lupe apreciaba sus dotes perspicaces y su sagacidad cuando mencionaba entre risas a sus amigos de otro tiempo:
 —Decía, relamiéndose, ese Salvador ha engordado como una vaca y no tiene ni veinticinco años. Se cree un adolescente y es el “joto” más viejo de su barrio. ¿Lo ha visto usted? Sus mofletes y caderas de jamona. Escribe con pluma de ganso los panegíricos a sus enamorados y los versos más sucios. Javier es más refinado y odia en silencio a Salvador, calificándolo de “joto” de provincia y además ridículo.
 –Y esos mozuelos corruptos —pregunté— ¿son los que redactan los discursos y las proclamas de los generales revolucionarios?
 —Desgraciadamente sí. Le sacan jugo a la revolución y viven de ella.
 El pintor Primavera despreciaba a estos tunantillos y no les concedía piedad, esperando que la revolución social los exterminase irremisiblemente.
 —No puede haber compasión para estos mariconcillos— dijo, e hizo un movimiento con el pulgar y el índice como si matara liendres.
 Pero volvamos al pintor y a sus divagaciones.
 Uno de sus deleites era la revolución social aunque no creía en ella.
 Para matizar sus ocios se había adherido por capricho al partido comunista, veleidosamente yendo de un extremo a otro. Tan lo mismo aparecía italiano como trotskista. No obstante los succionaba, viviendo de la propaganda que le hacían.
 Diego Primavera sentía pasión y mando de líder. Cambiaba de posición como cambiaba de colores. No le importaba pasar del amarillo al rojo y al verde, para volver a encarnarse con el menor pretexto. Tenía sed de sangre y como su sed era mexicana asesinaba por centenas con la imaginación y el pincel, no dando tiempo al entierro. Debido a esto, posiblemente, los cuadros que exponía tenían toda la leprosería habitual: cadáveres, gusanos, gusanos que salían de la boca, de los oídos y de los ojos; putrefacción en todas partes; pintura primaveral según la expresión de los críticos…
 —¡Esos reaccionarios! —gruñía— no merecer ni el honor de ser devorados por los coyotes.
 Tenía costumbre de hablar en tono apocalíptico, tratando de atemorizar a sus admiradores incondicionales, narrándoles las cosas más extraordinarias y falsas, y cuando alguien se atrevía a argüir le insultaba y hasta le calumniaba, usando ese lenguaje dialéctico que aprendió en la “Academia de Moscú”.
 Tampoco creía en Stalin porque una vez me dijo, con toda frescura:
 —Stalin tiene cabeza de maní y es más borracho que Churchill. Su dosis, para acostarse, después de ordenar los fusilamientos, es una botella de vodka. Cuando habla de marxismo se parece a los mexicanos que están en los cursos elementales. Lenin sabía que era un buen asaltarme pero nunca creyó en su talento. Se reía de sus escritos y le enviaba a que se los corrijan. Yo quise hacerle un retrato pero no supe por dónde empezar, si por la cabeza o por los pies…
 No obstante Diego cuando hablaba en público elogiaba a Stalin y tenía el mismo vocabulario de los académicos del Soviet: “vendido, traidor, lacayo del capitalismo, falsario, policía, granuja, espía, cobarde”. Sus amigos pintores eran todos reaccionarios. Y sus insultos caían como lluvia menuda y penetrante, desafiando a los tímidos burgueses que se rendían a sus plantas, algunos en cuatro pies.
 Diego Primavera, alegaba como un marxista cabal:
 —Los que no conocen sociología y el espíritu del burgués, pueden criticarme. Yo soy mexicano y aquí nos insultamos, sacando en “primer término la madre”, luego la pistola, y sobrevive el que tira primero. Esos adjetivos míos desmoralizan. A los revolucionarios les resbalan por la epidermis, sabiendo que la moral no existe, que sólo es un prejuicio y que ha habido tantas morales como los colores de mi paleta.
 Y el famoso pintor tomaba asiento en un taburete, asentando sus enormes nalgas de varias toneladas de peso como si crease un mundo nuevo y los espectadores estuvieran anhelantes de ver el resultado…
 —Si a mí me dicen las peores palabras del diccionario —agregó— inclusive las de mayor brillo en la lengua mexicana como cabrón, bolsiqueador, traficante de cocaína, ¿cree usted que me indignaría? Jamás. Pero, si los calificativos vienen del partido, ya tienen algún valor, representan una acusación y su permanencia.
 —La “Liquidación” tal vez —le respondí— la pérdida de la personalidad ¿Qué le digan a usted que es una especie de Dumas de la pintura?
 Diego Primavera tembló, porque el asunto le parecía serio.
 —Yo, —respondió sin rubor— he pertenecido a todos los partidos, es verdad, desde los más reaccionarios hasta los super-revolucionarios, pero me parece que la política es eso: ser político, revolcarse en la tierra…
 —Pero, ¿qué es la política? —agregó— un trampolín cómodo que se lo puede usar a disposición cuando uno posee talento mediano. La política no es de los grandes talentos, ya lo demostró el pobre italiano Machiavelo que se moría de hambre y nunca llegó a ser sino un simple secretario. Sirve la política para hacerse elogiar por unos u otros y abandonarlos luego, después de que le han dado credenciales. ¡Idiotas! Y también fortuna. Si la revolución mexicana no hubiese sido tan sangrienta, estaríamos todavía pintando paredes para el vecino, como el desdichado Hitler en su primera época.
 —¿Quiere decir, entonces que la revolución ha sido benefactora?
 —No. Las revoluciones no son benefactoras jamás: son justicieras. Si encuentran al que sabe servirles lo utilizan. Poetas, pintores, sociólogos, generales, genios, todos tienen necesidad de escenario y al encontrarlo se acomodan a él, defecto del capitalismo decadente que no los descubrió a tiempo.

                   
 Diego Primavera tuvo veleidades trotskistas de las que se arrepintió muy luego. Alojó en su casa al gran perseguido León Trotsky, para traicionarlo en la primera ocasión. Es decir no lo traicionó: cambió de papel. Tenía su paleta necesidad de nuevos colores y de matices. No obstante apareció Primavera tan fresco como antes, pidiendo su reincorporación al stalinismo porque era parte de su alma cavernaria y cómplice.
 En esa época destiló algunas frases de sus labios gruesos y carnosos:
 –¿Qué le importa al stalinismo que se lo traicione cuando se lo sirve con fidelidad, dándole crédito? Un pintor que se adhiere a las purgas es difícil y menos a la esclavitud. Se precisa tener la pasta de mi querido amigo Alfaro Siqueiros, militar de profesión, guerrillero por temperamento y pintor por afición. Cuando se es Siqueiros, vése la pintura con otros ojos. Se imagina que uno vive en el Renacimiento italiano con filtros, papas y condotieros; se sirve incondicionalmente por el placer de la sangre. Yo soy Primavera. Varío todos los años como las serpientes y cambio de pelaje y de ideas con el viento norte y con el sur, con el mar y con el movimiento del planeta, que no es el mismo en ningún segundo de su larga historia de milenios de siglos. ¿No piensa usted lo mismo?, se atrevió a decirme. Trotsky un vencido, un divagador brillante y un teórico del pensamiento, tenía que ser derrotado por la estupidez y la malicia de ese mundo nuevo que pretendió crear. Lo creó un comisario de policía. La historia humana es cruel y si no fuera así no sería historia de los hombres. Stalin, en cambio, poseía todas las virtudes del mediocre ensimismado y la cabeza de alfiler de los conductores de pueblos. Por eso no se equivocaron los comisarios rusos al elevarlo a la categoría de “Jefe Único y Monarca del Planeta”, para que los escupiera y les diese de puntapiés y el obsequio de un tiro en la nuca.
 Me atrevo a hacerle una pregunta última, sospechando qué es lo que me responderá. Aprovecho la ocasión de que se encuentra manso y que necesita hablar.
 —¿Y por qué esas contradicciones tan frecuentes en su alma y en su organismo?
 —Ya se lo he dicho y me parece que no me ha entendido usted. Jamás Diego Primavera ha sido dos veces igual. Es un planeta en rotación: todas las furias y las gracias en una sola estructura.
 —¿Gracias usted en las gentes?
 —Ahora me doy cuenta de que las gentes me visitan para verme devorar cabritos y batracios que me brinda Lupe todos los días en el desayuno. Un ser que se estima, tiene la obligación de no ser nunca igual. Lo que hoy es verde mañana es mentira y viceversa. Sólo los fanáticos de las religiones creen que el mundo es eterno, inmanente, creado exclusivamente para ellos y a su deseo, para que gocen, forniquen y se mutilen en homenaje a Dios. Yo vivo para el Sol y la Gloria. En la luz y los matices de mi paleta. Por eso cambio de color, que es como cambiar de piel. Alma no tengo; nunca la he tenido. Soy por esta razón amasijo de órganos deformes y monstruosos como la mayoría de los hombres, pero me diferencio de ellos porque hace siglos que he nacido… Todo lo he gustado, y posiblemente si vivo un siglo más los biógrafos que se ocupen de mi arte me describirán “elegante y delgado”, de buen mirar y hasta galante. La actriz de cine María Félix, “esa Casanova con faldas”, ya me vio así, pero se enredó con el músico Lara que es tan horrible y lleno de cicatrices, que a su lado yo soy un Adonis. Todo se perdió en un minuto. Soy el único ejemplar brotado de tierras mexicanas, y debido a eso ya me consideran en vivo, un monumento nacional. “Julio. Jurenito” debido a la pluma de un escritor ruso es una pobre biografía de mis arrebatos de pintor y hombre de acción. Su mérito consiste en que después de ser stalinismo como yo, se arrepintió en la vejez y lloró delante del público ruso.
Lupe Marín, agradable y bella, con la piel tostada del trópico y unos ojazos verdes, me sonrió con alegría. ¿Otra vez a Xochimilco? Me hizo un mueca y señas para que me fuera. Me fui.
 —De un momento a otro Diego Primavera puede romper sus cadenas y como animal antediluviano es muy peligroso.

 México 1929

 Relatos prohibidos, La Paz, 1976, s.n.  

martes, 20 de noviembre de 2018

Rosalía (Visión de una rumba habanera)


  Tristán Marof

 Eso era en los tiempos, (la belle époque) como llaman los franceses. La Habanera era un cabaret de los americanos que disponían a su agrado: finanzas, mujeres, música y todo lo demás… El pueblo más cordial de la América Latina y el más acogedor, sin duda entre todos los pueblos del continente, era La Habana. Más tarde se bañó de sangre y sigue en su afán de ser muy distinto de lo que en realidad es: cordialísimo, amigo de la broma y de la crítica. Ahora se ha vuelto político y pretende convertirse en “líder de la revolución”, aunque la rumba es su himno y todo allí, en esas playas, se mueve a compás de la música y hasta los gestos más fieros se diluyen en sonrisas.
 En ese tiempo visité La Habana y me topé con sin número de amigos tropicales tan expertos en todo y de una locuacidad abrumadora.
 Recuerdo a don Juan Antiga médico homeopático, gran señor, dicharachero y libertino a su sesenta y pico de años, grave y solemne para divertirse a su antojo, curandero y entusiasta por las aventuras y chascarrillos, poniendo su claro ingenio a disposición de sus amistades, la mayoría mujeres, y su sangre liviana para aparecer unas veces monje del Renacimiento italiano, mezcla del Aretino y Tetrarca, y otras como legislador de sus principios y de la isla a la cual adoraba.
 Fue con él que recorrí los barrios pintorescos de La Habana a las dos de la mañana. Nos precedía el embajador de México don Carlos Trejo de Tejada, varón de suficientes hígados y de esclarecida memoria, descendiente de uno de los Presidentes mexicanos que hizo historia y reformas al lado del indio Benito Juárez, el más grande de su tiempo y de su raza; también estaba en la partida el escritor Fernández de Castro, el cubano más jovial y más gentil con los extranjeros. El cubano tiene esa particularidad entre las gentes de América: es extravertido, humano y alegre. En dos segundos le tutea y le invita a la amistad si es que simpatiza con uno. La Habana que yo conocí, es una de las pocas ciudades de espíritu jocoso que no padece de angustias y hasta las lágrimas se transforman en risas…
 Don Juan Antiga caminaba a mi lado tieso como una caña de Indias, flexible de cuerpo a pesar de su edad, vestido impecablemente de traje blanco de lino, cuello duro, corbata negra y en la nariz unos quevedos redondos y enormes de los cuales colgaban unos cintajos que se abrochaban en el ojal de la solapa con broche de oro.
 Yo, más alto que don Juan, la barbilla tupida y con aspecto de faquir, los “bolsillos llenos de poemas y de dólares”, según la expresión del poeta Porfirio Barba Jacob, que también vivió en La Habana e hizo sus correrías entre sorbos de ron y negritas. 
 —Apuesto, me dijo don Juan, que no conoces a las morenillas de La Habana.
 —En verdad, no. 
 —Y te digo, que lo mejor que tiene este país son sus morenillas, naturalmente fuera de los mariscos y de sus revolucionarios…
 En ese entonces Cuba estaba gobernada por el siniestro Machado que liquidaba a sus enemigos arrojándolos a los tiburones.
 —Realmente, añadí, nadie me ha introducido a esos círculos tan elogiados por usted y además que cuente con un amigo tan elegante y de tantas campanillas.
 —¡Oh! Mi dilecto amigo, el plato hay que gustarlo en su propia salsa y tiene que ser después de una cena con langosta y muy buen ron. 
 Luego don Juan me hizo una larga descripción de las diferentes calidades de negros y negrillos desde los ñáñigos fanáticos y supersticiosos hasta los jamaiquinos con trompas de elefante; pero en todo caso los negros habaneros poseían cuerpos flexibles como arco de violín y piel suave como el marfil.


 —Con la explicación deliciosa que usted me ha hecho —le dije— creo que estoy en disposición a gustar esa deliciosa carne negra en su propia salsa y con el honor que se merece.
 Don Juan reflexionó unos segundos y puso cara de filósofo. Cambiase de lentes y voló su imaginación en la búsqueda de negrillas:
 —Ana María, Pagú, tal vez Suspiro. No sé si estarán en casa. Vamos a hablarles por teléfono. Son mulatitas de calidad y muy suaves y tiernas. Te recomiendo a Rosalía (me tuteaba y a ratos volvía a la dignidad del usted). Es admirable y posee un vientre que es un primor. Y nadie hay en La Habana que le gane a bailar rumba.
 Arreglamos la fiesta y les dimos cita en el “atelier” del pintor Valls, cuyos dibujos y pinturas trasuntan valores y matices negros, la sorpresa de rasgos psicológicos en el deleite y delicia de las curvas.
 Jaime Valls en esa época era pintor de éxitos y su taller confortable con tres salas se prestaba a los cultos esotéricos. Además disponía de un coche lujoso, de una magnífica ortofónica y licorcillos guardados en el vientre de un muñeco que servía de cantina.
 Fuera de esto el espíritu de camaradería se notaba al segundo y aún las discusiones enardecidas las suavizaba con tono cordial y de señor. Cuando llegamos ya estaban instaladas en los amplios sillones las negritas. Nos recibieron con muestras de regocijo y ensañando su blanca dentadura. Tenían en la cabeza “foulards” de colores vivos y sus trajes estaban ceñidos y pegados a sus carnes ardientes del trópico. Ana María era un poco gruesa, con las caderas amplias y senos enormes. Rosalía se veía flexible y el color de la piel purificaba con gotas de sangre blanca; su tinte adquiría así el tono feliz de la mulata sin perder las ondulaciones de la negra y la palpitación misteriosa de su tierra. Suspiro, la mayor de todas, llevaba un bazar de adornos en las manos, en el cuello y en las orejas; temblaban sus senos y los dientes blanquísimos estaban enmarcados por labios rojos como heridas. Pagú tenía el traserillo rebelde y levantado y unos brazos como serpientes que deseaban abrazar.
 Indudablemente, había rango y distinción en las negrillas. Se notaba calidad y clase. En los brazos torneados de ébano, inquietos y suaves llevaban brazaletes y joyas baratas; de sus orejas pendían zarcillos de perlas japonesas y se abanicaban con plumas de garza salvaje despidiendo luz y fuego por los ojos que a veces parecían blancos. Para contraste de la fiesta también estaba invitaba una “flapper” americana y rubia, de formas opulentas, pero nosotros teníamos interés en las curvas de las negras.
 El pintor Valls puso discos en su ortofónica, de esos tan populares en los ambientes de América, mientras el doctor Antiga sabio en curar enfermos con sólo una lechuga y su mirada, preparaba cocteles mágicos, explica las fórmulas, y su voz, hacía confidencias, igual que los monjes al preparar sus filtros. Al mismo tiempo la música sensual desataba las piernas y más de una mano exploraba con suavidad los muslos de las negrillas…
 —¡Que baile Rosalía! —dijeron todos.
 De un ángulo de la sala brotó el cuerpo cimbreante, cadencioso, lascivo, incendiando el aire con sus ojos de fuego y la lujuria que se desprendía de sus curvas. Era tal vez la Josefina Baker o mejor que la artista, incansable en el ritmo, el traserillo rebelde que llevaba a compás y lo descomponía para encontrar nuevos ritmos que emergían de sus caderas y del vientre, además el son y el tonito azucarado al hablar, la chispa y la intención amable y zalamera de Cuba.
 —¡Oye chico, no te vayas a ensuciar!: este cuerpo es tuyo, ven tócame.
 Pero Rosalía sin camisa es otra cosa. La rumba según la expresión y el folklore cubano hay que bailarla sin camisa. Rosalía sin camisa estaba en la tela del pintor Valls: fruto sazonado del trópico bajo un sol de fuego junto al mar de tiburones, de langostas y de políticos. Diez y ocho años: cuerpo de diosa nubia, nariz un poquito ancha y graciosa; labios de guinda, carnosos y sensuales que se abren a cada instante para sonreír; senos en flor, terminados en puntas, duros, firmes y desafiantes. De su cuello de marfil, una línea admirable ondula por la espalda y se desliza suave hasta abultarse y dar nacimiento a un traserillo levantado y redondo y brutal. Y su piel fina y sus muslos y sus piernas de bailadoras de rumba. El vientre de comba y reluciente como un espejo. De ese vientre brota la rumba; de ahí nace el ululeo como un mar. Los golpes secos y a compás como las olas al quebrarse sobre las rocas. Baile enloquecedor, lúbrico, afrocubano que enardece y se convierte en lengua de fuego que acomete e incendia, que ofrece y rechaza. Se oyen gritos horribles, mordeduras de serpientes en celo, el espasmo triunfante que a veces es movimiento, quietud, ternura, furor y delicia.
 Y no hay descanso. La rumba es baile de sexos delirantes; desafío de traseros y vientres que hablan su lenguaje; espectáculo tan fuerte como la sangre. Se oyen las maracas, el oboe, el bongo y el cornetín que nos recuerdan cantos y ritos del África. Y las carnes son pinchadas con alfileres al rojo vivo. Un deseo de vivir, de poseer, de entregarse locamente. Y después el largo abrazo y el trasero retozón que viene y va, ondulante, sin descanso. Las caderas se quiebran y las piernas alternan, el torso vibra y el vientre es un espejo de luces.
 Rosalía bailaba admirablemente y nos arrancaba gritos de júbilo. 
 Desde el primer movimiento de entrada hasta el último puso ardor y magia. Y era evidente, según el viejo Antiga, patriarca y arúspice de la isla: esas caderas sabían triunfador en el baile y en el lecho.
 —¿Quieres que te haga un retrato? –interrumpió cándidamente Valls—. Tu cuerpo es hermoso. 


 Los dedos del artista se animaron al catar líneas invisibles pero al instante quebró los pinceles con rabia. ¿Podíase acaso pintar el furor de la danza, el movimiento diabólico y la sensualidad de esta negra? Levantó la copa en alto y a manera de homenaje, exclamó delirante:
 —Brindemos por Rosalía y por la isla. Eso es Cuba: ¡tierra de gente alegre, apasionada, dulce y tremenda!
 Respondimos con la copa en alto. Había más que baile: un rito, una exaltación patriótica que empezaba con la rumba y concluía con la muerte.
 Rosalía desnuda paseaba por la sala entre las sombras que la pincelaban y realzaban su piel de mulata. Bailó muchas rumbas y cayó rendida, los ojos ardidos y anhelante el corazón para refugiarse en los brazos de todos. Ana María y Suspiro bailaron también, igual que Pagú, arrojando una a una sus enaguas de seda y sus trajes en las manos de los invitados como los toreros sus capas en el ruedo. Sus cuerpos jocundos enmarcaron el de Rosalía.
 —Esto es el trópico, el sol y la luz, la selva y lo que imaginaron poetas y pintores al enamorarse de paisaje maravillosos: Baudelaire y el ingenuo “aduanero” Rousseau y Gauguin.
 En un rincón Fernández de Castro cortejaba a la “flapper”. Invitóle a bailar pero el ritmo de sus movimientos no era el mismo. Sus caderas no se partían con rapidez y había algo de pesado y deforme en su cuerpo blanco y opulento. La rumba no era su baile, no entendía el misterio de la tierra caliente y sus ojos no derramaban lágrimas de ternura ni se conmovían.
 En la penumbra, un ahora después, anunciaban nuevos exorcismos. El viejo Antiga nos impuso silencio. Ahora se oían gritos pausados y a veces exaltados como en las macumbas; se desvanecían en quejas y lamentos.
 Ana María y Pagú acompañaban el rito de pie y con un cirio en las manos. Una voz de bajo se oía como si saliera de un cántaro rajado. 
 Tan, tan, tan, luego negrillas desfilaron en procesión y se esfumaron en la sombra. Otra vez el silencio.
 En uno de los ángulos sobre un sofá el cuerpo desnudo de Rosalía se hizo presente al brillo extraño y rojizo de un mechero de luz que filtraba en la estancia. Aquello era otra pintura. Ahora se veían sus muslos admirables, los senos pequeñísimos y firmes y una mancha que sombreaba el sexo. Pintura de Goya, de Manet o de ese extraordinario Modigliani. Estaba cansada y dormida. Me acerqué a ella y la besé en la boca, sintiendo al instante sabor de moluscos y de algas marinas. Entonces sus belfos carnosos me cubrieron la cara, la atraparon, la deshicieron y me pasó por las venas la descarga eléctrica de la anguila: mezcla de rubor y de temor, perfume de nardo en la sangre caliente y la perdición del demonio para siempre en todo mi ser, poseído y aniquilado por el fuego del infierno.

 La Habana, 1930 * 

 Este relato lo encontré inédito en la valija del poeta Barba Jacob, en México.
 Muchos años después, siquiera treinta o más, La Habana volvió a la rumba al compás de la balas y de los gritos frenéticos de la revolución, en baños de sangre y centenas de muertos, fusilados en el Paredón, fríamente.
 El viejo don Juan Artiga, murió muy viejo, después de haber sido ministro de Salud en uno de tantos gobiernos. Con su clarividencia pronosticó que el país sería arrasado de un extremo a otro como en los relatos de la Biblia…
                                                                                           1964

  
 Relatos prohibidos, La Paz, 1976, s.n. 

 Dibujos de Jaime Valls

 * 1928


lunes, 19 de noviembre de 2018

Vida en La Habana




  Tristán Marof

 Cuando llegué a La Habana en 1930* encontré un ambiente magnífico, intelectual y curioso de saber lo que había en el mundo. Yo había vivido en Francia, Inglaterra, Italia y Suiza. Conocí el mundo europeo y tenía un sentido humorístico. La Habana me agradó por su gente cordial, abierta y sin hipocresía, muy diferente del andino —mi país— donde cada cual vive en la reserva y no se da a nadie si no es en la intimidad y a puertas cerradas. Y para ser amigo de un andino es preciso treinta o cuarenta años. Entonces Ud. le puede empujar a la muerte.
 En La Habana se me abrieron todas las puertas. Me invitaron a colaborar en los diarios y me pagaban. En Bolivia nadie paga y los intelectuales y escritores viven de empleos, siempre que sirvan al gobierno de turno. Ganaba hasta treinta dólares diarios, colaborando en los diarios: Escribí en los principales: "Diario de la Marina", "El País", "Heraldo", "Carteles", "Bohemia" y otros. Me pedían artículos y escribí ensayos, dicté conferencias y fui popular. No tengo de esta época copias y jamás he coleccionado mi producción.
 Conocí a Jorge Mañach, a Fernando Ortiz español pesado, sociólogo e investigador del afro-cubanismo, a Ramón de Vasconcellos periodista, hombre fino y de calidades, y a tantos que no me acuerdo. Pero estuve con la intelectualidad cubana de ese tiempo y asistí a un "Congreso Mundial de Escritores". Fui uno de los que pronunció discursos destacados en un clima muy parecido al de otras Repúblicas. Tuve éxito pero ese éxito me perdió porque el dictador Machado, presidente de Cuba, por su cuenta y por indicaciones del embajador chileno, quería suprimirme. Me advirtió el embajador de México, Carlos Trejo de Tejada y me invitó a visitar su país. Abandoné La Habana que me agradaba por ese espíritu ligero, alegre y cordial, donde la vida me era grata.
 (Fernández de Castro, director de la página literaria del "Diario de la Marina" me soportaba colaboración doble y triple, pagándome, con la condición de que disfrutásemos de los emolumentos en cenas, con amigos cordiales).
 Cuando me embarqué para México, el puerto estaba lleno de amigos. ¡No sabía que tenía tantos! Un cubano irónico, me dijo: "Lo que desea el gobierno es que Ud. se aleje de Cuba. ¡Por eso han venido amigos y enemigos a despedirle!" 
 Recuerdo con cariño al Dr. Juan Antiga, médico, que me acompañó y me hizo conocer La Habana de los negros y negritas admirables, esos platos guisados y esos mariscos, y esa música... También al pintor Jorge Valls, al director de la revista "Carteles", Massaguer, que me pagaba hasta 20 dólares por artículo. Al señor Quevedo, que me nombró corresponsal de la revista "Bohemia" en México y de tantos cubanos admirables, los cuales deseaban que me quedara para siempre. No fue posible...
 Siempre almorzaba y cenaba con amigos íntimos y lo mejor de la intelectualidad cubana; con Maribona el pintor, con Sicre, con los amigos más inteligentes de ese tiempo. 
 Alguna vez se coló a estas reuniones el negro Blas Roca! Me acuerdo de Alejo Carpentier, vagamente. No figuraba entonces. 

 Stefan Baciu: Tristán Marof de cuerpo entero, Ediciones Isla, 1987, pp. 63-64. 

 *1928.


domingo, 18 de noviembre de 2018

La caída del arte puro (o los "posteriores")


  Publicado bajo el título “La realidad intelectual mexicana” y firmado por Diego Rivera (Suplemento Literario del Diario de la Marina, 25 de noviembre de 1928), el presente artículo fue escrito, en realidad, por el intelectual trotamundos boliviano Tristán Marof. 
 Quien en su momento fuera amigo (o tan pronto enemigo) de los más significativos intelectuales de izquierda, escribirá, al paso del tiempo, un par de textos donde daría cuenta del asunto:
 “Tengo un libro de recuerdos inédito que intitulé: "Relatos Prohibidos". Allí hablo de la vida de Diego Rivera, de Nahui Olín, del Dr. Atl, de los guerrilleros, etc. El libro lleva crónicas de La Habana, de la Argentina, de Génova, de Bolivia y de muchos países donde he vivido. No ha habido editor que lo publique. Lo escribí hace treinta años”.
 Y añadía en nota al pie: “Yo escribía artículos para Diego Rivera, que se publicaban en La Habana, en el Diario de la Marina. Diego no sabía escribir y decía barbaridades sobre los pintores y políticos. Cada artículo producía un escándalo tremendo. (Stefan Baciu: Tristán Marof de cuerpo entero, 1987).
  Marof había llegado a La Habana, acompañado de su esposa, en marzo de 1928. De inmediato, despertó la simpatía de los intelectuales cubanos, tanto por su condición de exiliado, como por su rampante idealismo, exornado de enorme barba y una escandalosa personalidad. 
 Su estancia fue breve, de apenas mes y medio, pero exitosa, gracias a la acogida de figuras bien situadas como José Antonio Fernández de Castro y un personaje tan pintoresco como el visitante, el médico y escritor Juan Antiga. 
 En realidad, resultó gracioso a todos, alternando su presencia entre los “burgueses” de Social y Revista de Avance, y los apristas de Atuei.
 Como él mismo recuerda en sus memorias, no solo cobró generosamente de estas revistas, participando en uno y otro banquete con los risueños cubanos, sino que estos –sobre todo Fernández de Castro- le mantendrían abiertas las puertas para sus colaboraciones. 
 Durante su exilio mexicano, que se extendió desde su salida de Cuba hasta enero de 1930, publicó en Diario de la Marina y en Bohemia de modo bastante regular.
 Arribista Marof, debe aceptarse que en el presente artículo glosaba ideas de Diego Rivera, quien recrudecía, por entonces, sus ataques contra los Contemporáneos.  
 En México de frente y perfil, libro que publicó en 1934, dedicaría a aquellos escritores un capítulo titulado “Escritores afeminados”, que Carlos Monsiváis cita en extenso en su Salvador Novo: lo marginal en el centro (2000).
 “El viajero o el observador, desde el primer momento se sorprende en México del abuso literario de la palabra “joto”. Cualquiera se imagina que se trata de un nombre consagrado. El encanto se desvanece rápidamente, pues los señores literatos “jotos” son tristes y desvaídos burócratas, que desempeñan oficios inferiores en la administración mexicana (…).”
 “No tienen ni imaginación. Salvador Novo es autor de un libro sedante, jactancioso y para ciertas mujeres lesbias” (…).”
 “Que nunca se han movido de México pero adoran un París corrompido y sádico” (…).
 “Su prosa es acrobática, movible e insignificante. Cada frase suya busca “rectamente un objeto determinado. No usan vaselina. Se creen discípulos de Freud, de Costeau (sic), de Gide”.
 “Luego de esto –acota Monsiváis- la respuesta del aludido podrá ser excrementicia, pero se atiene a la consigna del no dejarse: 
 A un Marof
 ¿Qué puta entre sus podres chorrearía
 por entre incordios, chancros y bubones
 a este hijo de múltiples cabrones
 que no supo que nombre se pondría?
 Marof terminaría rompiendo con Diego Rivera, como romperá, a lo largo de su vida, con otros muchos personajes a los que se acercó en sus etapas socialista, comunista y trotskista. 
 Él mismo se llamó –en alusión a la revolución cubana, a la que criticó fuertemente- el “primer barbudo de América”.
 Testigo a menudo agudo y, por lo general, procaz, dejó confesiones un tanto reveladoras sobre sus “amigos” cubanos, que reproduciré a continuación junto a su “Diego Primavera, pintor otoñal”. 

 Pedro Marqués de Armas

viernes, 16 de noviembre de 2018

Jorge Cuesta: dos poemas




 Réplica a Ifigenia cruel

 Creció mi vida y se hizo
el espacio que invade su presencia,
donde su voz no muere y se termina
y el ademán que olvida a su cuerpo se une.

Nada pierdes de ti
en el tiempo que soy donde te mueves,
nada desaparece o se diluye
sino que fijamente se presenta.

Pero llora su vana vigilancia
la ruina del contorno que medía,
mirando que desborda su apariencia
en la extensa avidez que la vacía.

Desordénate, enloquece, entrégate
al ademán violento con que aspiras
a escapar de la ley que te contiene
o salir del azar donde te viertes:
nada podrás abandonar, y nada
se retira del cuerpo adonde vuelves.


 Delgada

 Delgada, diluida, tenue,
para mis manos ávidas de palparte
gruesa y dura.

Incolora, diáfana,
para mis ojos fatigados sin fruto,
sedientos de tu color espeso y opaco.

Sin olor, sin aliento
en la sombra fría que respiras y abres
y que vuelve a cerrarse expulsando de su aire
la huella móvil que tu vida abandona.

Sin voz, sin palabras
en el murmullo deshilado y deshecho
que pierde la forma que le dan tus labios.

Sin ruido, sin eco
en el largo corredor de mis oídos,
donde te borras antes de que pases.

Y sin peso y sin realidad
sobre mi cuerpo inútil que exagera
el esfuerzo que sueña apoyarte y sentirte.


 Revista de Avance, Año II, Tomo III, La Habana, 15 de noviembre de 1928, núm. 28, p. 316.