martes, 20 de noviembre de 2018

Rosalía (Visión de una rumba habanera)


  Tristán Marof

 Eso era en los tiempos, (la belle époque) como llaman los franceses. La Habanera era un cabaret de los americanos que disponían a su agrado: finanzas, mujeres, música y todo lo demás… El pueblo más cordial de la América Latina y el más acogedor, sin duda entre todos los pueblos del continente, era La Habana. Más tarde se bañó de sangre y sigue en su afán de ser muy distinto de lo que en realidad es: cordialísimo, amigo de la broma y de la crítica. Ahora se ha vuelto político y pretende convertirse en “líder de la revolución”, aunque la rumba es su himno y todo allí, en esas playas, se mueve a compás de la música y hasta los gestos más fieros se diluyen en sonrisas.
 En ese tiempo visité La Habana y me topé con sin número de amigos tropicales tan expertos en todo y de una locuacidad abrumadora.
 Recuerdo a don Juan Antiga médico homeopático, gran señor, dicharachero y libertino a su sesenta y pico de años, grave y solemne para divertirse a su antojo, curandero y entusiasta por las aventuras y chascarrillos, poniendo su claro ingenio a disposición de sus amistades, la mayoría mujeres, y su sangre liviana para aparecer unas veces monje del Renacimiento italiano, mezcla del Aretino y Tetrarca, y otras como legislador de sus principios y de la isla a la cual adoraba.
 Fue con él que recorrí los barrios pintorescos de La Habana a las dos de la mañana. Nos precedía el embajador de México don Carlos Trejo de Tejada, varón de suficientes hígados y de esclarecida memoria, descendiente de uno de los Presidentes mexicanos que hizo historia y reformas al lado del indio Benito Juárez, el más grande de su tiempo y de su raza; también estaba en la partida el escritor Fernández de Castro, el cubano más jovial y más gentil con los extranjeros. El cubano tiene esa particularidad entre las gentes de América: es extravertido, humano y alegre. En dos segundos le tutea y le invita a la amistad si es que simpatiza con uno. La Habana que yo conocí, es una de las pocas ciudades de espíritu jocoso que no padece de angustias y hasta las lágrimas se transforman en risas…
 Don Juan Antiga caminaba a mi lado tieso como una caña de Indias, flexible de cuerpo a pesar de su edad, vestido impecablemente de traje blanco de lino, cuello duro, corbata negra y en la nariz unos quevedos redondos y enormes de los cuales colgaban unos cintajos que se abrochaban en el ojal de la solapa con broche de oro.
 Yo, más alto que don Juan, la barbilla tupida y con aspecto de faquir, los “bolsillos llenos de poemas y de dólares”, según la expresión del poeta Porfirio Barba Jacob, que también vivió en La Habana e hizo sus correrías entre sorbos de ron y negritas. 
 —Apuesto, me dijo don Juan, que no conoces a las morenillas de La Habana.
 —En verdad, no. 
 —Y te digo, que lo mejor que tiene este país son sus morenillas, naturalmente fuera de los mariscos y de sus revolucionarios…
 En ese entonces Cuba estaba gobernada por el siniestro Machado que liquidaba a sus enemigos arrojándolos a los tiburones.
 —Realmente, añadí, nadie me ha introducido a esos círculos tan elogiados por usted y además que cuente con un amigo tan elegante y de tantas campanillas.
 —¡Oh! Mi dilecto amigo, el plato hay que gustarlo en su propia salsa y tiene que ser después de una cena con langosta y muy buen ron. 
 Luego don Juan me hizo una larga descripción de las diferentes calidades de negros y negrillos desde los ñáñigos fanáticos y supersticiosos hasta los jamaiquinos con trompas de elefante; pero en todo caso los negros habaneros poseían cuerpos flexibles como arco de violín y piel suave como el marfil.


 —Con la explicación deliciosa que usted me ha hecho —le dije— creo que estoy en disposición a gustar esa deliciosa carne negra en su propia salsa y con el honor que se merece.
 Don Juan reflexionó unos segundos y puso cara de filósofo. Cambiase de lentes y voló su imaginación en la búsqueda de negrillas:
 —Ana María, Pagú, tal vez Suspiro. No sé si estarán en casa. Vamos a hablarles por teléfono. Son mulatitas de calidad y muy suaves y tiernas. Te recomiendo a Rosalía (me tuteaba y a ratos volvía a la dignidad del usted). Es admirable y posee un vientre que es un primor. Y nadie hay en La Habana que le gane a bailar rumba.
 Arreglamos la fiesta y les dimos cita en el “atelier” del pintor Valls, cuyos dibujos y pinturas trasuntan valores y matices negros, la sorpresa de rasgos psicológicos en el deleite y delicia de las curvas.
 Jaime Valls en esa época era pintor de éxitos y su taller confortable con tres salas se prestaba a los cultos esotéricos. Además disponía de un coche lujoso, de una magnífica ortofónica y licorcillos guardados en el vientre de un muñeco que servía de cantina.
 Fuera de esto el espíritu de camaradería se notaba al segundo y aún las discusiones enardecidas las suavizaba con tono cordial y de señor. Cuando llegamos ya estaban instaladas en los amplios sillones las negritas. Nos recibieron con muestras de regocijo y ensañando su blanca dentadura. Tenían en la cabeza “foulards” de colores vivos y sus trajes estaban ceñidos y pegados a sus carnes ardientes del trópico. Ana María era un poco gruesa, con las caderas amplias y senos enormes. Rosalía se veía flexible y el color de la piel purificaba con gotas de sangre blanca; su tinte adquiría así el tono feliz de la mulata sin perder las ondulaciones de la negra y la palpitación misteriosa de su tierra. Suspiro, la mayor de todas, llevaba un bazar de adornos en las manos, en el cuello y en las orejas; temblaban sus senos y los dientes blanquísimos estaban enmarcados por labios rojos como heridas. Pagú tenía el traserillo rebelde y levantado y unos brazos como serpientes que deseaban abrazar.
 Indudablemente, había rango y distinción en las negrillas. Se notaba calidad y clase. En los brazos torneados de ébano, inquietos y suaves llevaban brazaletes y joyas baratas; de sus orejas pendían zarcillos de perlas japonesas y se abanicaban con plumas de garza salvaje despidiendo luz y fuego por los ojos que a veces parecían blancos. Para contraste de la fiesta también estaba invitaba una “flapper” americana y rubia, de formas opulentas, pero nosotros teníamos interés en las curvas de las negras.
 El pintor Valls puso discos en su ortofónica, de esos tan populares en los ambientes de América, mientras el doctor Antiga sabio en curar enfermos con sólo una lechuga y su mirada, preparaba cocteles mágicos, explica las fórmulas, y su voz, hacía confidencias, igual que los monjes al preparar sus filtros. Al mismo tiempo la música sensual desataba las piernas y más de una mano exploraba con suavidad los muslos de las negrillas…
 —¡Que baile Rosalía! —dijeron todos.
 De un ángulo de la sala brotó el cuerpo cimbreante, cadencioso, lascivo, incendiando el aire con sus ojos de fuego y la lujuria que se desprendía de sus curvas. Era tal vez la Josefina Baker o mejor que la artista, incansable en el ritmo, el traserillo rebelde que llevaba a compás y lo descomponía para encontrar nuevos ritmos que emergían de sus caderas y del vientre, además el son y el tonito azucarado al hablar, la chispa y la intención amable y zalamera de Cuba.
 —¡Oye chico, no te vayas a ensuciar!: este cuerpo es tuyo, ven tócame.
 Pero Rosalía sin camisa es otra cosa. La rumba según la expresión y el folklore cubano hay que bailarla sin camisa. Rosalía sin camisa estaba en la tela del pintor Valls: fruto sazonado del trópico bajo un sol de fuego junto al mar de tiburones, de langostas y de políticos. Diez y ocho años: cuerpo de diosa nubia, nariz un poquito ancha y graciosa; labios de guinda, carnosos y sensuales que se abren a cada instante para sonreír; senos en flor, terminados en puntas, duros, firmes y desafiantes. De su cuello de marfil, una línea admirable ondula por la espalda y se desliza suave hasta abultarse y dar nacimiento a un traserillo levantado y redondo y brutal. Y su piel fina y sus muslos y sus piernas de bailadoras de rumba. El vientre de comba y reluciente como un espejo. De ese vientre brota la rumba; de ahí nace el ululeo como un mar. Los golpes secos y a compás como las olas al quebrarse sobre las rocas. Baile enloquecedor, lúbrico, afrocubano que enardece y se convierte en lengua de fuego que acomete e incendia, que ofrece y rechaza. Se oyen gritos horribles, mordeduras de serpientes en celo, el espasmo triunfante que a veces es movimiento, quietud, ternura, furor y delicia.
 Y no hay descanso. La rumba es baile de sexos delirantes; desafío de traseros y vientres que hablan su lenguaje; espectáculo tan fuerte como la sangre. Se oyen las maracas, el oboe, el bongo y el cornetín que nos recuerdan cantos y ritos del África. Y las carnes son pinchadas con alfileres al rojo vivo. Un deseo de vivir, de poseer, de entregarse locamente. Y después el largo abrazo y el trasero retozón que viene y va, ondulante, sin descanso. Las caderas se quiebran y las piernas alternan, el torso vibra y el vientre es un espejo de luces.
 Rosalía bailaba admirablemente y nos arrancaba gritos de júbilo. 
 Desde el primer movimiento de entrada hasta el último puso ardor y magia. Y era evidente, según el viejo Antiga, patriarca y arúspice de la isla: esas caderas sabían triunfador en el baile y en el lecho.
 —¿Quieres que te haga un retrato? –interrumpió cándidamente Valls—. Tu cuerpo es hermoso. 


 Los dedos del artista se animaron al catar líneas invisibles pero al instante quebró los pinceles con rabia. ¿Podíase acaso pintar el furor de la danza, el movimiento diabólico y la sensualidad de esta negra? Levantó la copa en alto y a manera de homenaje, exclamó delirante:
 —Brindemos por Rosalía y por la isla. Eso es Cuba: ¡tierra de gente alegre, apasionada, dulce y tremenda!
 Respondimos con la copa en alto. Había más que baile: un rito, una exaltación patriótica que empezaba con la rumba y concluía con la muerte.
 Rosalía desnuda paseaba por la sala entre las sombras que la pincelaban y realzaban su piel de mulata. Bailó muchas rumbas y cayó rendida, los ojos ardidos y anhelante el corazón para refugiarse en los brazos de todos. Ana María y Suspiro bailaron también, igual que Pagú, arrojando una a una sus enaguas de seda y sus trajes en las manos de los invitados como los toreros sus capas en el ruedo. Sus cuerpos jocundos enmarcaron el de Rosalía.
 —Esto es el trópico, el sol y la luz, la selva y lo que imaginaron poetas y pintores al enamorarse de paisaje maravillosos: Baudelaire y el ingenuo “aduanero” Rousseau y Gauguin.
 En un rincón Fernández de Castro cortejaba a la “flapper”. Invitóle a bailar pero el ritmo de sus movimientos no era el mismo. Sus caderas no se partían con rapidez y había algo de pesado y deforme en su cuerpo blanco y opulento. La rumba no era su baile, no entendía el misterio de la tierra caliente y sus ojos no derramaban lágrimas de ternura ni se conmovían.
 En la penumbra, un ahora después, anunciaban nuevos exorcismos. El viejo Antiga nos impuso silencio. Ahora se oían gritos pausados y a veces exaltados como en las macumbas; se desvanecían en quejas y lamentos.
 Ana María y Pagú acompañaban el rito de pie y con un cirio en las manos. Una voz de bajo se oía como si saliera de un cántaro rajado. 
 Tan, tan, tan, luego negrillas desfilaron en procesión y se esfumaron en la sombra. Otra vez el silencio.
 En uno de los ángulos sobre un sofá el cuerpo desnudo de Rosalía se hizo presente al brillo extraño y rojizo de un mechero de luz que filtraba en la estancia. Aquello era otra pintura. Ahora se veían sus muslos admirables, los senos pequeñísimos y firmes y una mancha que sombreaba el sexo. Pintura de Goya, de Manet o de ese extraordinario Modigliani. Estaba cansada y dormida. Me acerqué a ella y la besé en la boca, sintiendo al instante sabor de moluscos y de algas marinas. Entonces sus belfos carnosos me cubrieron la cara, la atraparon, la deshicieron y me pasó por las venas la descarga eléctrica de la anguila: mezcla de rubor y de temor, perfume de nardo en la sangre caliente y la perdición del demonio para siempre en todo mi ser, poseído y aniquilado por el fuego del infierno.

 La Habana, 1930 * 

 Este relato lo encontré inédito en la valija del poeta Barba Jacob, en México.
 Muchos años después, siquiera treinta o más, La Habana volvió a la rumba al compás de la balas y de los gritos frenéticos de la revolución, en baños de sangre y centenas de muertos, fusilados en el Paredón, fríamente.
 El viejo don Juan Artiga, murió muy viejo, después de haber sido ministro de Salud en uno de tantos gobiernos. Con su clarividencia pronosticó que el país sería arrasado de un extremo a otro como en los relatos de la Biblia…
                                                                                           1964

  
 Relatos prohibidos, La Paz, 1976, s.n. 

 Dibujos de Jaime Valls

 * 1928


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