viernes, 31 de agosto de 2012

La sonrisa y la mano





Rogelio Saunders



Qué lejos estamos
de esas sonrisas,
de esos surcos amables,
de esos sueños sin final.
El camino de piedra acaba
allí
pero pasó de largo
hace mucho tiempo.
Como un boxeador,
hizo una última comida
dos horas antes,
y luego descendió
por la absurda calle
hacia el mar
(o el lago, nunca se supo).
Denso cabeceo del fin,
caminito perpetuo
punctuado de faroles rotos.
No quería decir
(y menos aún escribir)
que no volvería
pero así fue.
Canción del monje lelo
que pinta
con tiza de color.
Traza el jardín de piedra
con su árbol (el mismo
que se alza
junto a la villa
de cartón)
y luego lo borra, rabioso
con roja sonrisa bermellón.
El carillón, oxidado
intenta resonar
arriba
como un dedo que escarba
entre el trigo,
también absurdo, también
hijo del retablo, de la noche
de la tela.
Se hizo un pantalón como ése
y persiguió, también él,
a la muñeca despeinada
por sobre las tablas temblequeantes.
Hubo o no hubo aplausos.
El rechinar del organillo,
los zapatones incrustados
en los adoquines.
Un adiós de clown tornadizo,
fingido bajo las luces
apagadas,
olvidado ya entre el brillo
de pequeñas estrellas
de papel de aluminio.
Ido, pero sin ausencia.
Allá
o aquí
el cinturón verdugado y los claxons
o las trompetas
equivocando el paso de la que cruza
la calle y la escena,
el edificio que no es suyo
junto con su lavandera,
pintada junto con su vaso
y su falda roja,
el vaso en la falda,
la mano en un ángulo
difícil,
la calle franjada, el paso...
el paso en falso
y la falsa vidriera
con el falso reflejo.
Ido, luego aquí.
Todo vulgar,
como el lápiz de plomo
que sobresale
en el bolsillo del faldón
deshilachado.
Nieve sincera en la falsa
nieve que cae como un
polvillo del techo.
Nieve perpetua
que pinta sin color
y moja sin lluvia.
Un mendrugo más
apretado en la mano fría.
Sonrisas, oscuras
como el vuelo de las serpentinas.
Nadie recogió el cigarro apagado
que voló en la franja de las medias,
en la charca dormida
soldada al aceite,
al escupitajo del golfo
privado de cabeza
que pasó silbando
con las manos en los bolsillos.
Todos los jueves sonrieron,
lelos ajardinados.
Si caminar era esto,
ya había caminado lo suficiente.
Si soñar era esto,
ya hacia soñado lo suficiente.
No era posible quedarse
en ningún sueño
como si se abriera una ventana.
No había un hogar esperando
en alguna parte,
y eso era aún mejor
pues todas las casas estaban dibujadas
allí
ínfimas como los ojitos
del escarabajo
que ya no era ágil,
que ya no repetía el Quién
eres tú deslizándose
por el canalizo
como por un tobogán.
No había nada
ni nadie
en el todo centelleante.
Los tropeles se alejaron cantando,
dichosos como alanceadores
que van a morir,
camino arriba, en el sendero
abrupto debajo del cual
seguía hormigueando la vida, infinita.
El día era claro, con esa
luminosidad monocorde,
fija entre la noche
y el error.
Pero no había error,
así como no había noche.
El algodón azul reinaba
hilado por los anillos desligados
de las tejedoras,
y los caballos perpetuos esperaban
detenidos para siempre en la luz de un salto.
El sol era un ahogado
que se aleja de una barca,
esmerilado dudoso.
No era nada
ni era nadie.
Hubiera querido oír,
con la oreja soldada
al tintineo de monedas.
Pero era imposible, la boca saludó
desde el espacio en blanco.
Brilló, escarabajo sin color
arrastrando sus sílabas
incomprensibles.
Ella (la) sostenida
por una vida imposible.
Ella, aún, lajando
como papel de lija.
Oreja en la lona,
insonora hipertrofiada.
Como un país, o un sueño
al que no podría volver.
Como la arena cayendo
dentro de un cuerpo.
Como una moneda sonando
en la alcancía.
Vértigo de la sutura,
de lo que cae
sin acaecer.
(El cielo de estuco
con su cordelera vivaz
cayendo sin fin
sobre las flores
amarillas.
Lo vio, lo escribió,
lo borró.)
Hipertrofia del sueño
y de la hoja.
Del día sin día.
De la hora sin hora.
Esta vez estaba
allí
y pudo verse
a sí mismo: sombra
en el espejo: espejo
en la sombra.
La bailarina bailó
con su paso triste,
y los saltimbanquis
saltaron,
alquitranados como sombríos
arlequines.
El gallo cantó en lo alto
de la veleta,
como un dibujo al carboncillo
de un maestro
olvidado,
periclitado
con su extraño pincel,
inciso en la nota.
La habitación, encalada y alta.
El ventanal, más alto aún.
Simple, alargada, vacía.
Como una sonrisa
en el azul
a la que no responde
ninguna mano.



(Sabadell, 23. 07. 2011)

martes, 28 de agosto de 2012

Memorias del circo




Ramón López Velarde


                     A Carlos González Peña

Los circos trashumantes,
de lamido perrillo enciclopédico
y desacreditados elefantes,
me enseñaron la cómica friolera
y las magnas tragedias hilarantes.

El aeronauta previo,
colgado de los dedos de los pies,
era un bravo cosmógrafo al revés
que, si subía hasta asomarse al Polo
Norte, o al Polo Sur, también tenía
cuestiones personales con Eolo.

Irrumpía el payaso
como una estridencia
ambigua, y era a un tiempo
manicomio, niñez, golpe contuso,
pesadilla y licencia.

Amábanlo los niños
porque salía de una bodega mágica
de azúcares. Su faz sólo era trágica
por dos lágrimas sendas de carmín.
Su polvorosa apariencia toleraba
tenerlo por muy limpio o por muy sucio,
y un cónico bonete era la gloria
inestable y procaz de su occipucio.

El payaso tocaba a la amazona
y la hallaba de almendra,
a juzgar por la mímica fehaciente
de toda su persona
cuando llevaba el dedo temerario
hasta la lengua cínica y glotona.
Un día en que el payaso dio a probar
su rastro de amazona al ejemplar
señor Gobernador de aquel Estado,
comprendí lo que es
Poder Ejecutivo aturrullado.

¡Oh remoto payaso: en el umbral
de mi infancia derecha
y de mis virtudes recién nacidas
yo no puedo tener una sospecha
de amazonas y almendras prohibidas!

Estas almendras raudas
hechas de terciopelos y de trinos
que no nos dejan ni tocar sus caudas...

Los adioses baldíos
a las augustas Evas redivivas
que niegan la migaja, pero inculcan
en nuestra sangre briosa una patética
mendicidad de almendras fugitivas...

Había una menuda cuadrumana
de enagüilla de céfiro
que, cabalgando por el redondel
con azoros de humana,
vencía los obstáculos de inquina
y los aviesos aros de papel.

Y cuando a la erudita
cavilación de Darwin
se le montaba la enagüilla obscena,
la avisada monita
se quedaba serena.
como ante un espejismo,
despreocupada lastimosamente
de su desmantelado transformismo.

La niña Bell cantaba:
«Soy la paloma errante»;
y de botellas y de cascabeles
surtía un abundante
surtidor de sonidos
acuáticos, para la sed acuática
de papás aburridos,
nodriza inverecunda
y prole gemebunda.

¡Oh memoria del circo! Tú te vas
adelgazando en el frecuente síncope
del latón sin compás;
en la apesadumbrada
somnolencia del gas;
en el talento necio
del domador aquel que molestaba
a los leones hartos, y en el viudo
oscilar del trapecio...

sábado, 25 de agosto de 2012

El Maelstrom




 En los diarios modernos menudean relaciones de los sucesos causados por el encuentro de grandes monstruos marinos. El Diario de La Habana, en uno de sus números del año 1830, contenía la narración de un capitán que menciona el hallazgo de una animal de especie desconocida.
 “Salidos de Matanzas en día 3 de enero, dice el capitán, hacíamos rumbo hacia nuestro destino, cuando a eso de mediodía divisamos, a cuatro millas de la costa que seguíamos, un objeto muy alto sobre la superficie de la mar. A primera vista, creyeron los marineros y pasajeros que era un buque que había zozobrado; mas para cerciorarnos de la verdad, mandé yo gobernar de suerte que nos acercásemos a él cuanto pudiésemos. Llegados a corta distancia, pareció mudar de aspecto el objeto en que estaban fijos nuestros ojos, pues creímos que era una embarcación grande que pedía socorro. Creyendo poder ser útil a algunos infelices, la atracamos a tiro de fusil, y entonces se aclararon nuestras dudas. Aquella apariencia de embarcación nos presentó la quijada superior de un monstruo de espantosas dimensiones, que, elevándose quince o veinte pies sobre el agua en posición casi horizontal, estaba rodeado de una infinidad de peces de varias magnitudes que nadaban en todas direcciones, y ocupaban un espacio de cerca de una milla en derredor suyo. Acercándonos más a aquel inmenso cetáceo, le vimos mover las quijadas, y se oyó un terrible estruendo, semejante al que resulta ruando se desploma una pared; dejose ver pausadamente una aleta de color negro, de unos nueve pies de elevación, colocada a unos sesenta pies de la boca, y no pudimos estimar la longitud total de aquel monstruo cuya cola no se manifestó sobre la superficie del mar. Si no por las reiteradas instancias de los pasajeros cuyo miedo era manifiesto, yo me hubiera arrimado a él, de suerte que hubiera podido dar pormenores más terminantes acerca de este extraordinario encuentro.
 En el instante en que mudamos de rumbo, desapareció el monstruo hacia el noroeste, pero después se manifestó al norte, a una grande distancia, y nos pareció que había vuelto a tomar la posición que tenia cuando lo vimos por la primera vez. Sus dimensiones son infinitamente mayores que las que podría ofrecer la más colosal de todas las ballenas; y su conformación, que en nada se parece a la de este ultimo género de cetáceo, me induce a creer que debe de pertenecer a una especie de todo punto desconocida basta el día."
 Certificado verdadero y sincero en la Habana, el día 5 de enero de 1830. Siguen las firmas de los pasajeros y marineros del Neptuno, con la del capitán José María López.


 "El Maelstrom" (fragmento) El Museo de las Familias, 1839, Vol. 2, pp. 99 y 100.



viernes, 24 de agosto de 2012

Manifiesto del profesor Robertson sobre los peligros de las mongolfieras o globos de fuego




 Yendo de París a Petersburgo, habrá cosa de 20 años, me detuve en Varsovia con ánimo de ejecutar mi 38vo viaje aerostático; pero los vanos esfuerzos que había hecho un italiano en la expresada ciudad me hicieron desistir del intento. Con efecto me enseñaron varios descalabros de un globo de papel con que repetidas veces hizo por elevarse. La viciosa construcción de máquina tan floja y poco subsistente, los riesgos a que se expuso aquel hombre temerario, y el temor que había inspirado, me decidieron desde entonces a escribir sobre el peligro de los globos de fuego; pero los inconvenientes de mis viajes y mis ocupaciones no me permitieron poner en planta aquel útil pensamiento sino dos años después con motivo de la muerte del italiano Olivari, cuya desgracia fue lo que más me determinó a publicar mis ideas. Sentí mucho en aquella ocasión no haber hecho imprimir antes la citada instrucción, que ilustrando en esta parte al magistrado que dio sin reflexión licencia para que arriesgase su vida un infeliz, también le hubiera prevenido a este de los riesgos a que le exponía su ignorancia; y acaso hubiera salvado una víctima que podría haber seguido una carrera más proporcionada a sus conocimientos, y ms útil a su familia.
Un francés, que se llamaba Mr. Mongolfier, inventó el primer globo de papel, y por eso se les dio el nombre de mongolfieras. Es fácil de inferir la imperfección de un primer pensamiento; y así el tiempo y la instrucción, que todo lo adelantan, hicieron abandonar esta clase de globos frágiles y peligrosos, sustituyendo la física el invento de los globos de seda barnizados con goma elástica, ayudada de la química que ha descubierto un gas ocho veces más ligero que el aire atmosférico; cuyas dos circunstancias constituyen la grande diferencia que hay entre una mongolfiera y el aerosta. La mongolfiera sube por la dilatación del aire interior con el fuego, y solo se consigue sostenerla algún tiempo en el aire, dándole siempre fuego, pues baja al instante que se enfría, y por lo regular se quema al tiempo de descender. El aerosta por el contrarío, está lleno de gas hidrógeno por medio del hierro, el agua y ácido-sulfúrico. Cuando contiene ya este gas tan ligero, propende a elevarse majestuosamente; pero cautivo en una redecilla de seda con que se sostiene el carro de su conductor, no puede desviarse sin su orden. El físico dirige la marcha del aerosta, sosteniéndole en la elevación que juzga conveniente: y semejante al piloto puede prolongar su viaje por 10, 20 o más días sin tocar tierra. Cuando quiere terminar su viaje, si descubre a sus pies un soto, árboles o un río, para evitar el peligro el aeronauta instruido, disminuye el contrapeso, arrojando parte de la materia que lo forma (que por lo regular es arena); y elevándose de nuevo, dilata su viaje hasta donde quiere abordar.  
 Toda la experiencia en general de un globo con el gas hidrógeno presenta interés desde el principio hasta el fin. La descomposición del agua y los demás aparatos son tanto más atractivos cuanto el desprendimiento y la marcha tienen de majestuoso y extraordinario. La descensión de un aeronauta ofrece un espectáculo en algún tanto augusto y religioso! la imaginación se complace en asimilar a un espíritu celeste y sobrenatural el hombre privilegiado que viaja de este modo en alas del mismo viento. ¡Cuán diferente sería la disposición de una mongolfiera preparada para elevar a un ser animado!
 Durante mi permanencia en Berlín por el año de 1819, un alemán llamado Bitorf, anunció una ascensión en la ciudad de Dresde con un globo de papel. Yo sin poderme persuadir de que expusiese un hombre su vida con tantos y tan conocidos peligros, fui sin embargo a dicha ciudad para el día señalado; y la experiencia no pudo tener efecto hasta ocho días después, porque el globo no tenía más que 31 pies, cuya dimensión no era proporcionada para elevar a un hombre. Se aumentó mucho la máquina, y se dispuso entre dos maderones. El empresario hizo también disponer una especie de bóveda para comunicar con el globo por debajo de tierra, acaso con el objeto de ocultar los triviales procedimientos que empleaba. Con todo se llenó perfectamente el globo con el auxilio de una fogata de paja; pero el Sr. Bitorf, que pesaba 148 libras, aun no pudo elevarse, y arrimando segunda vez la mongolfiera al fogón, aumentaron en tanto grado el fuego, que resecándose el papel estuvo a pique de desgraciarse enteramente. Sin embargo el fuego prendió en una parte; pero un hombre pudo apagarlo en su principio con el auxilio de una esponja humedecida. Entre tanto la infeliz joven, esposa del miserable aeronauta, toda deshecha en llanto, ajustaba y pegaba pedazos de papel sobre los agujeros que el fuego había hecho. Llegó por fin el instante de romper la marcha: figúrese cualquiera al Señor Bitorf, lleno de hollín y sudoriento, más negro que un carbonero, metiéndose en un saco prendido en la boca del globo con una hornilla sostenida encima de su cabeza, derritiéndose sobre su cuerpo. Esta es la verdadera y rara imagen de la ascensión de un hombre en globo de papel. Sin embargo de todo, el globo se elevó, pero el papel resecado, siendo demasiado endeble para llevar unas 190 libras de peso, se rasgó en la parte superior. El aeronauta lo advirtió con tiempo, y se precipitó a tierra sin matarse por una feliz casualidad. La mongolfiera abandonada a sí misma continuó elevándose algún tanto; pero se incendió muy luego, y vino a caer a pocas varas de la ciudad hacia el lado de las casas de los arrabales.
 Es un hecho incontestable que todas las ascensiones que se han verificado con globos de seda barnizados y llenos de gas hidrógeno, hasta ahora no han ocasionado la menor desgracia. La sola acaecida á madama Blanchard, quien habia ejecutado en Paris felizmente 67 ascensiones, es constante que se la buscó ella misma, puesto que llevó fuego, y era desobedecer la ley terminante de la indispensable precaución; y con efecto ¡cuán extravagante debia ser la muger que á las 11 de la noche quiso subir en un globo rodeado de un fuego artificial!
En mis dilatados y numerosos viajes por Alemania, Suecia, Rusia, en medio de las largas noches y nieves inaccesibles, y en los que igualmente hice por los mares Báltico y el Océano en medio de horribles tempestades, muchas veces me he hallado en un inminente peligro de perder la vida; mas jamás he corrido este riesgo viajando por los aires. Mis cabellos, que la edad y el color deben dentro de poco hacer respetables, pueden testificar que no he perdido uno solo de los que tenía, en todos mis viajes aerostáticos. Sentado tranquilamente en mi barquilla, mi nave aérea caminaba en una bonanza y sosiego, que ofrecía la imagen de la inmovilidad. La más fuerte tempestad no puede perjudicarla, porque el aerosta es un cuerpo que nada. Si el viento es fuerte, el globo camina con la misma celeridad; por manera que el más impetuoso no apagaría en la barquilla la llama de una bugía, porque aquel en su marcha es tan veloz como éste.
En comprobación de que jamás ha acaecido desgracia alguna con los globos por gas hidrógeno, quiero recordar hechos que certifican, que si en el arte aerostático puede citarse algún accidente, son la causa de él las mongolfieras. Las primeras víctimas fueron Pilatre de Rossier y Romain, que quisieron pasar desde Francia a Inglaterra en una mongolfiera de lienzo; y habiéndose incendiado, perecieron. En Italia subió el conde de Zambecari en otra de seda; y el espíritu de vino de que se servía, incendió sus vestidos, y perecieron él y su invención. En el año de 1802 Olivari en Orleans, y en 1810 Bitorf en Nuremberg, hicieron una ascensión en globos de papel, y también fueron víctimas.
Debo igualmente hablar de los acaecimientos de menos entidad que todo el mundo conoce; de la caída de Mr. Bouche, de nación francés, que se rompió una pierna, cayendo de una mongolfiera de lienzo, la primera que quiso hacer subir en Madrid. En el año de 1806 se elevó en Vilna un tal Koparenko, y el globo cayó incendiado a muy corta distancia de un almacén de pólvora. En el de 1788 el Sr. de la casa de Seitendorf, cerca de Neutitschein (en la Moravia) en un regocijo público que ofreció a sus vasallos, quiso hacer subir una mongolfiera de papel: luego que esta se elevó algunas toesas, el viento la volteó, e hizo cayese toda incendiada sobre una casa; y extendiéndose el fuego casi por toda la aldea, redujo a cenizas la mitad del palacio. Este desgraciado acontecimiento ha sido anunciado en los diarios de varias capitales, y Mr. Times, que al presente se halla en Madrid, fue testigo de este suceso.
 Todavía, sin embargo, no eran bastante notorios estos incidentes, puesto que en una capital que habitan tantas personas de ilustración y conocimientos, un hombre sin instrucción, sin nociones algunas de física ni de química, y sin saber las reglas geométricas que aseguran la forma y solidez de un globo, se atreve a formar el loco proyecto de ascender por medio de fuego. Sin duda para inspirar confianza el citado individuo, proclama su ignorante nulidad, rechazando todo lo odioso con que quiere disfamar a un físico instruido, cuyos conocimientos han merecido algún honor, y que adquirió ya cierta nombradla en los 55 viajes aerostáticos que tiene hechos. Además, si en arte alguno se requiere instrucción, ciertamente será en aquel en que se pone la vida, pues nada es más precioso para el hombre. Llega ya al colmo de lo extravagante la necedad de hacer alarde de la ignorancia en esta carrera, y a los magistrados distinguidos toca la providencia que deben tomar con los insensatos.
 Diré, para acabar esta carta, que en la Francia, que es, por decirlo así, la cuna del arte aerostático, ha prohibido el Gobierno los globos por el fuego desde que la física y la química han descubierto los procedimientos mucho más seguros de los aerostas de seda barnizada, que se hinchan con el gas hidrógeno. Tampoco se tardó en tomar esta medida en Rusia, Prusia y Alemania; y a la verdad, una prohibición dictada por la prudencia, la sabiduría y la humanidad, debe por consiguiente adoptarse en todos los Gobiernos ilustrados, que siempre consideran la vida de un hombre como un bien perteneciente a la sociedad y al Estado.


 Eugene Robertson, ex-profesor de física, miembro de la sociedad galvánica de París.

 Diario de la Habana (reproducido en Gaceta de Madrid, no 88 y 89, 22 y 24 de julio de 1828).  

miércoles, 22 de agosto de 2012

Diversiones y pasatiempos





  Serafín Ramírez



 Teníamos cosmoramas, maromas, corrida de toros, ascensiones aereostáticas, recreaciones físicas, funciones ecuestres de un tal Piculín en donde figuraba el aplaudido «Romano» que bailaba en la cuerda unas tiranas con primorosas actitudes. En el Tívoli mil diversiones y pasatiempos que proporcionaban al pueblo grato solaz: allí se exhibían hombres incombustibles, fieras, jugadores de mano, figuras de cera; se hacían fuegos artificiales y se daban grandes asaltos de esgrima. 
 En la calle de Mercaderes, casa conocida por de la Cruz Verde, se construyó por un mexicano un teatro automático en el que se hacía entre otras piezas, una titulada «Armida y Reinaldo» en la cual se veía, perfectamente imitado, un mar embravecido, una nave que se sumergía, serpientes echando fuego, furias infernales, etc. Este teatro se exhibió mucho tiempo en distintos puntos de la Capital y en toda la Isla, hasta que volvió a esta ciudad y en 1831 lo admiraban las gentes en la calle de la Muralla número 70. Mr. Flottes, flautista, y Guillot, clarinete, ambos primeros premios del Conservatorio de París daban conciertos, asociados a otros muchos artistas que encontraron aquí. También tuvieron lugar por esa época las sesiones clásicas del violinista Halma, más adelante las de los esposos Canderberck, arpista y violinista, y por último las de la célebre Feron, cantatriz de fama europea (…)
 …En la calle de San Ignacio no. 15, se presentó en 1820, durante algún tiempo, un italiano, don Pedro Hellene, que ejecutaba un armonioso concierto a solo tocando a la vez cinco instrumentos e imitando al mismo tiempo el canto de varios pájaros.  


 Fragmentos de la Habana Artística, Revista cubana, tomo VI, 1887, pp. 76-77.