Rolando Sánchez Mejías
1
En 1957 el poeta y crítico cubano
Cintio Vitier escribió un grueso libro: Lo Cubano en la poesía. El libro había
nacido de una vehemencia moral: era un estudio acerca de las relaciones entre
poesía y patria.
La tesis del autor, según sus
propias palabras, puede resumirse así:
1. La poesía va iluminando al país;
2. lo cubano se revela, por ella,
en grados cada vez más distintos y luminosos;
3. primero fue la peculiaridad de
la naturaleza de la isla;
4. muy pronto, junto con la
naturaleza, aparece el carácter: el sabor de lo vernáculo, las costumbres…;
5. luego empiezan a oírse las voces
del alma;
6. y finalmente, y sólo en momentos
excepcionales, se llega a vislumbrar el reino del espíritu: del espíritu como
sacrificio y creación.
El libro acomete su larga empresa
de crear el Canon Poeticus Cubensis.
Y lo logra. Casi lo logra, entre otros argumentos, ejerciendo la exclusión.
En la décimo cuarta lección, al
referirse a uno de los poetas estudiados, dice que éste no había sabido captar
“el gnomon o número invisible de la
forma”; que sólo había sabido captar Las
destrucciones; y que había convertido a Cuba en “una caótica, telúrica y
atroz Antilla cualquiera para festín de existencialistas”.
Se refería a Virgilio Piñera.
2
Todo hombre grande está condenado a
lanzar su anzuelo en aguas que no ve. Y si las aguas son oscuras, la grandeza
del hombre grande se multiplica.
Lezama era un escritor tan pero tan
grande que cuando lanzaba el anzuelo traía de todo: vasijas griegas,
numerologías, manatíes atolondrados, Eras Imaginarias, sillones de mimbre,
cerveceros bávaros, puestas de sol, gatos térmicos, francesas zarandeadas por
chinos chillones…Y también: la Patria.
Pero la Patria siempre le quedó
chiquita a Lezama. Y esa fue su suerte. (En el fondo, Lezama aspiraba más a la
Matria que a la Patria.)
Lezama tenía algo de domine: todo
hombre grande tiene algo de domine. Lezama trató de organizar la idea de Patria
–de edificar su propio constructo patriótico, el lugarcito donde todos queremos
morir– según su Sistema Poético.
Entonces organizó el fenómeno
(grupo y revista y estado-del-alma) Orígenes.
Allí se escribieron grandes páginas literarias. Y se pergeñaron, también, tesis
como las de Cintio Vitier.
3
No hay mejor enemigo para un poeta
que sus propios poetas contemporáneos. Tal vez “la angustia de las influencias”
no se viva de forma tan angustiosa en relación con el pasado que con el
presente. Se puede soportar con ganancia estoica una influencia que se sostenga
en el tiempo. Se dirá que es en nombre de la Literatura o de cualquier otro
ardid platónico. Pero el peso de un contemporáneo se lleva con ingratitud
masoquista. Y este tipo de influencias tiene más la impronta de una batalla que
se celebra en el caótico paréntesis de
la vida que en los majestuosos órdenes de la Cultura.
Lezama y Virgilio. El Gordo y el
Flaco. El escritor y el anti-escritor. El hombre de letras y el bufón de
barrio. El primero: un tonel jadeante que gozaba con el viaje de la sala a la
cocina. El segundo: un aguilucho feo que picoteaba lo que se encontraba a su
paso. Lezama amaba citar a los griegos. Virgilio hacía el elogio de los
tuertos. Lezama escribió una novela enorme, barroca, descomunal en sus
propósitos. Virgilio cuentos muy breves, casi sin énfasis literario (entre
ellos dos o tres de los mejores cuentos cortos que se han escrito en América).
Se odiaron en público y en silencio. Fueron grandes amigos. Y cada uno se dejó
influir ladina, secretamente por el otro.
No creo que Lezama, al final de su
vida, hubiera podido escribir estos
versos sin Virgilio:
Cuando el negro come melocotón
tiene los ojos azules.
Y Virgilio rozó el “gnomon”
lezamiano en fragmentos así:
vi
a Casal
arañar
un cuerpo liso, bruñido.
Arañándolo
con tal vehemencia
que
sus uñas se rompían,
y
a mi pregunta ansiosa respondió
que
adentro estaba el poema.
Cuando Lezama murió, Piñera quedó
sin su Enemigo. Entonces escribió:
Por
un plazo que no puedo señalar
me
llevas la ventaja de tu muerte:
lo
mismo que en la vida, fue tu suerte
llegar
primero. Yo, en segundo lugar.
4
Si un prosista escribe poemas
siempre se sospecha de él. La sospecha tiene su fundamento: que la prosa no es
poesía. Y este fundamento -por otra parte banal-, es precisamente lo que hace
que un prosista escriba poesía en vez de prosa.( Decía Valéry que el poeta es
aquel que multiplica todo lo que separa al verso de la prosa. Pero el
movimiento contrario –simplificar las diferencias– no carece de misterio.) Y
que la escriba bien, tan bien como la prosa, como es el caso de Lezama, Goethe
y Jorge Luis Borges.
Pero de los tres mencionados
pudiera decirse lo mismo: que poseían, en general, una mente poética. Una mente
que se servía del lenguaje, en cualquier caso, para propósitos sublimes.
Que tras el mundo más o menos
organizado de su prosa se alzaba una abstracción mayor.
Piñera carecía de sublimación
lírica. Por eso no podía ver “el gnomon”, el “número invisible de la forma”.
Tampoco poseía ese oído especial
con el que se han escrito los mejores (y los peores) versos en español.
Un feo aguilucho desafinaría
horriblemente en medio de la magnificencia del idioma español. En cualquier
caso graznaría, graznaría como un cuervo.
Y eso fue lo que hizo el aguilucho:
graznar.
5
Cuando en 1961 en un salón de la
Biblioteca Nacional de Cuba un Comandante le dijo a la intelligentsia cubana lo que podía o no escribir se hizo silencio.
Alguien se levantó y dijo que tenía
miedo. No era un intelectual. Nunca le había interesado ser un intelectual. Si
hubiera sido un intelectual hubiera tenido palabras para erigir su miedo en
nombre de alguna redención.
Dijo. O graznó:
–Tengo miedo.
Y sí que tenía miedo. ¡Cómo
temblaba el pájaro de cuentas! Y cuando dijo que tenía miedo, él, tan poquita
cosa para aquellos nuevos tiempos, se fue derrumbando, despacio, muy despacito,
y no volvió a abrir el pico en lo que le quedó de vida.
6
Para exponer su miedo, Lezama
hubiera apelado a la civilitas o al credo qui absurdum. Lezama no era
tampoco un intelectual en el sentido bélico del término pero hubiera razonado
como un intelectual, al menos como un intelectual de la Edad Media. Supongo que
la ciudad, la polis, tenía para él algo de ludus
sacra. Pero Lezama no iba a ese tipo de reuniones. Era demasiado gordo como
para moverse al compás de las aceleraciones históricas en la ciudad. Y además,
demasiado astuto para cometer errores de mala ubicuidad.
Piñera, ligero como una pluma, se
movía a toda velocidad. Pero era la velocidad del eterno desplazado. No tenía
esa prestancia tan francesa o latinoamericana –Sartre, Octavio Paz, García
Márquez—como para querer colocarse en la vorágine de la historia. La historia
nunca acepta tratos con hombres tan ligeros, a no ser para llevárselos por
carambola, por pura equivocación, en alguno de sus remolinos.
Virgilio era un chismoso como
Lezama; pero ejercía la maledicencia de otra manera. Lo que veía y oía era
materia directa para su espíritu, qué digo para su espíritu, para su carne.
Lezama era un guasón, un gordo asmático y burlón y seguro que le preguntó a
Piñera al día siguiente de la monserga en la Biblioteca Nacional:
– Querido, (jadea) dicen, (jadea)
que lo vieron, (jadea) en el foro, (jadea), defenestrado (jadea) manu
militari (jadea).
Y Piñera seguro que le contestó:
–Sí, Lezama. Y me cagué en los
pantalones.
7
Lo que veía y oía era materia
directa para su carne. Pero no era un escritor “realista” (en el sentido más
estrecho del término). Su cuento “En el insomnio” aparenta haber sido escrito
desde alguna “voluntad de realidad”:
El
hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es
lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarro. Lee un
poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada
se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le
pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse
un poco. Que en seguida tome una taza de tilo y que apague la luz. Hace todo
esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como
siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis
de la mañana carga un revolver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre
está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy
persistente.
Un escritor “realista” hubiera
podido escribir todo el cuento excepto las últimas dos líneas.
Líneas que, por otra parte, no
asegurarían la inclusión de Virgilio bajo las nominaciones del “absurdo” o de
“lo fantástico”, como han hecho en general los críticos al referirse a su obra.
No creo, tampoco, que esas dos
últimas líneas sean producto de alguna “voluntad de estilo”: Piñera no era
precisamente un estilista en el sentido burgués del término.
Si Piñera hubiera sido un escritor
“realista” la “escuela realista cubana” lo hubiera utilizado sin dilación. Pero
los narradores “realistas” cubanos de estos últimos treinta años nunca han
dicho estar influidos por Piñera. Y cuando lo han dicho, ha sido para
confundirse todavía más a sí mismos.
Los escritores “realistas” cubanos
introdujeron en su estilo mecánico la realidad investida de Historia que se
celebraba afuera: suponían que empleando las frases cortas de Hemingway, o
dilapidando a los rudos cosacos de Babel en sus murumacas narrativas, la
historia les daría el espaldarazo redentor. Y este fue su error: hacer de la
realidad una extensión de la Historia.
En manos de un escritor “realista”,
a un cojo o a un manco de Piñera no creo que le falte la misma pierna o la
misma mano.
Respecto a la poesía, cualquier
ingenuo pudiera pensar que eso se logra cortando la prosa como si fueran
versos. Los versos de Piñera dan la idea de que pueden ser escritos por todos.
Son los versos más democráticos del mundo. Parecen los versos de un niño. Pero
de un niño malvado. Pero de un niño esencialmente
malvado.
8
Un miércoles de 1954 Witold
Gombrowicz anota en su Diario:
«Virgilio
Piñera (escritor cubano): – ¡Vosotros los europeos no nos tenéis ninguna
consideración! No habéis creído jamás, ni por un momento, que aquí pueda nacer
una literatura. ¡Vuestro escepticismo en relación con América es absoluto e
ilimitado! ¡Inamovible! Está oculto tras la máscara de la hipocresía, que es
una clase de desprecio aún más mortífera. En este desprecio hay algo
despiadado. ¡Desgraciadamente nosotros no sabemos responder con el mismo
desprecio!»
Sigue observando Gombrowicz:
«Un
arrebato de ingenuidad americana; los tienen las mejores mentes de este
continente. En cada americano, aunque haya tragado todas las sabidurías y haya
conocido todas las vanidades del mundo, siempre queda oculto el espíritu
provinciano que en cualquier momento puede estallar en una queja infantil». Y
le recrimina a Virgilio: «–Virgilio, no sea usted niño. Pero si estas
divisiones en continentes y nacionalidades no son más que un desafortunado
esquema impuesto al arte. Pero si todo lo que usted escribe indica que
desconoce la palabra «nosotros» y que sólo la palabra «yo» le es conocida. ¿De
dónde le viene entonces esta división entre «nosotros, los americanos», y
«vosotros, los europeos»?»
En esos años Gombrowicz se halla
embarcado en una lucha difícil: por un lado, recrimina a los escritores
argentinos que escriben como «buenos alumnos». Se burla de Borges y de Sur en
general: les adjudica la condición de «hombres de letras», rebajando la
condición a la categoría de amanuenses aristocráticos. Asegura que Borges pudo
haber nacido en cualquier parte del mundo.
No advierte que Borges, en realidad, nació en cualquier parte del mundo. Si la
literatura es la verdadera Patria del escritor, veremos que Borges creó una
Patria donde se podía mover libremente. Inventó una escritura «clásica» que era
como un pasaporte en regla para moverse libremente por la República Internacional
de las Letras. Que lo enterraran en Suiza corrobora la intención de su
programa. Programa que hoy prosigue la Kodama divulgando con ejemplar pathos y
dedicación la obra y personalidad de Borges.
9
Gombrowicz había nacido en Polonia.
Que se ensañara con la «forma nacional » polaca explica parte de la incomodidad
que sentía siendo polaco. Le recrimina a la literatura polaca su fe, su
civismo, su patriotismo y entrega… Su falta de realismo. Sobre todo: su falta
de realismo, realismo que sólo encuentra entre las hilachas de la mala
literatura polaca. La mala prosa polaca no soporta por mucho tiempo la mentira.
Gombrowicz escribe mal. No escribe como Borges. Escribe sudando, trastabillando
con la realidad. Escribe como quien corta la prosa en irregulares longanizas,
como en el inicio de Kosmos:
«Sudor.
Fuks avanza. Yo tras él. Pantalones. Polvo. Nos arrastramos. Arrastramos.
Tierra, huellas de ruedas en el camino, un terrón, reflejos de piedrecillas
brillantes. Resplandor. Calor infernal, hirviente. Un sol cegador. Casas,
cercas de madera, campos, bosques. Este camino, esta marcha, de dónde, cómo,
para qué hablar más.»
Se parece un poco a Beckett en el
sentido de que para ambos la realidad es el lugar donde la lógica libra su
campo de batalla. Si Joyce quiso restaurar la realidad de la literatura –Joyce
es el gran Restaurador de la Literatura: lo vemos corriendo de un lado para
otro, restaurando las grietas que deja la realidad en el lenguaje, edificando
su Muralla China del Lenguaje–, Beckett y Gombrowicz adoptan la devastación, la
despoblación, como emblema. Abren huecos por donde pasó el irlandés
enloquecido.
10
Piñera también escribe «mal».
Lleguemos a tal conclusión antes de que los restauradores de la República de
las Letras de Cuba se salgan con la suya diciendo que, de tanto escribir «mal»,
Piñera es un buen ejemplo para escribir «bien». Ya andan imitando a Piñera en
Cuba y el experimento no funciona. Porque para escribir tan «mal» como Piñera
hace falta algo más que escribir «mal». Incluso para escribir tan «mal» como
Piñera, y como Roberto Arlt, hace falta un endemoniado talento, y eso lo
confunden los advenedizos a Piñera: confunden la pose con la lengua, el chisme
con la literatura, la digresión con Proust. Como confunden de la misma manera a
Lezama sus advenedizos, simulando algunas propiedades del hombre: la demasía
verbal, la gordura o la insularidad.
El poeta cubano Antón Arrufat (un
restaurador de Piñera) dice en su prólogo a los Cuentos completos de éste:
«Es
mediante el lenguaje que Piñera naturaliza sus ficciones. Parece en esto seguir
el consejo de Stevenson de narrar con inalterable naturalidad los más
fantásticos argumentos.»
¿Y quién dijo que Stevenson y
Piñera narran con inalterable naturalidad los más fantásticos argumentos?
Dejemos esa naturalidad a los escritores clásicos, que por otra parte no
existen: no hay estilo perfectamente natural. Ni Dante, ni Shakespeare ni
Balzac son clásicos. Ya Chesterton, refiriéndose a Stevenson, comparándolo con
Poe, había descrito su técnica como pobre, débil, tensa y activa. Y prosigue: «Si
da la impresión de que sus palabras son elevadas, de que cuida su estilo, es
porque ante todo está muy despierto, muy vigilante… En resumen, las cosas que
le gustaban eran casi siempre cosas verdaderas y, por regla general, se
evidenciaban por sí mismas bajo la luz del sol.»
A Piñera parece que le gustan las
cosas verdaderas pero en realidad no es así: no le gusta la verdad que hay bajo
la luz del sol. La realidad, para Virgilio, es fea, y ridícula. Es fea y
ridícula por naturaleza; por inclinación intrínseca de la naturaleza hacia el
mal; fea y ridícula porque sí. Porque
le da la gana, diría Piñera, eludiendo algún régimen ontológico como respuesta;
porque Piñera no sabe pensar, para eso tiene a su hermano el Filósofo, Piñera
Llera, para que piense. El afeamiento y ridiculez de la realidad, para
Piñera, no proceden de la política. La
política no la haría más fea y ridícula de lo que es. Un cuento como La carne puede ser leído de igual manera
en cualquier escenario cubano: lo cursi cubano, en sí mismo, es tanto
republicano como totalitario. Tampoco
las palabras de Virgilio, en sus cuentos, son palabras elevadas, ni siquiera
vigilantes. En un mundo de fealdad y ridiculez total la vigilancia es un gasto.
Los feos personajes de Stevenson siempre son salvados por detalles estimulantes
que redondean su figura y la verdad especial que representan. Dice Chesterton:
«Durante
largo tiempo la muleta de John Silver se presenta en el preciso momento y es
casi demasiado verdadera para ser genuina.»
Demasiada verdad estropea la verdad
de la literatura. Pero una verdad dicha a medias, esbozada, secreteada, marca
el territorio de la literatura como un perro marcaría el suyo sin pensar en las
consecuencias morales de su gesto. Virgilio no narra con inalterable naturalidad.
Virgilio orina en su territorio, para que no entren Lezama, Guillén,
Carpentier, los realistas cubanos, los otros, incluso los que hoy quieren
penetrar en su territorio sin saber lo que han de perder como intrusos.
Virgilio es un provinciano, como lo era Macedonio Fernández, pero desprovisto,
Virgilio, de argumentos ontológicos siquiera para darnos literatura por
metafísica. Virgilio le tira trompetillas a la metafísica y por eso parece
natural. Cuando un personaje de Virgilio se presenta a escena, lo hace con
muleta y nunca más la abandona, de ahí que necesite pequeños reductos
literarios como el cuento y el poema, y no espacios mayores como la novela,
donde sostener una muleta durante mucho tiempo puede costar caro. Virgilio
escribe mal porque es provinciano, vitalmente provinciano. No encajó ni en Sur, ni en Orígenes, ni totalmente en Gombrowicz por las mismas razones que
Reinaldo Arenas no encajó en ninguna parte, ni en la Habana ni en Miami. Su
provincianismo les hizo escribir páginas memorables dentro de la literatura en
castellano, y también les hizo escribir páginas deplorables. Estaban partidos
no tanto por el hermafrodismo como por el provincianismo. Fueron escritores
inconsistentes, necesariamente inconsistentes. Las peores páginas de Arenas son
las páginas en que imita los juegos de palabras de Cabrera Infante. No hay peor
cosa que un escritor «provinciano» imite a otro escritor «provinciano».
Entonces sí se produce mala literatura. Mientras Cabrera imitó a Joyce y a
Nabokov todo fue bien (más o menos bien,
leyó “mal” a Joyce y a Nabokov y uno se ríe, un poco, con el tropiezo), pues un
escritor «provinciano» explota con sabiduría la lengua de un hombre de letras,
como hizo Lezama con Góngora y Severo con Lezama. Pero el procedimiento tiene
sus límites. La provincia tiene sus límites. Lo peor que le está pasando a la
literatura cubana, hoy, es el uso inútil, ñoño, del provincianismo. Restringir
a Lezama y a Piñera a una lectura nacional tout
court es parte del desastre nacional del cual su literatura es sólo una
mínima expresión. Imaginar una provincia como salvación o utopía. Qué horror,
diría Piñera, el provinciano irrepetible.
11
La posibilidad de contar una
historia, sin embargo, sugiere la posibilidad de ser feliz. Nadie que no
pretenda ser feliz, aunque sea en la oscuridad de su infelicidad, se dispondría
a contar una historia, a alzar su voz para un auditorio. Tolstoi prefirió las
formas breves –La muerte de Iván Ilich,
Amo y sirviente, El padre Sergio– para su tarea didáctica con la (in)felicidad. Se
habla de Chéjov como del gran cuentista ruso del XIX, y se olvidan las
terribles formas breves con que Tolstoi trató de reconfortar a su auditorio
imaginando las formas felices de la muerte y la desesperanza. Piñera eligió las
formas breves porque su fealdad y ridiculez eran las formas de la felicidad.
Sus cojos son felices. Portan sus muletas como quien entra a la felicidad dando
muletazos de alegría. También el infierno es el lugar de la posibilidad:
«Ya
en la vejez, el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal
necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y
ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever
que acaso podríamos aclimatarnos.» (El infierno).
Si la novela postula lo
inconmensurable de la vida, como quería Benjamin, el cuento no es lo contrario,
como podría suponerse: pues el cuento no le concede tregua al tiempo, el cuento
no deja que se viva de él, el cuento, como el poema, es la sublimidad absoluta,
la abolición de cualquier distancia, incluidas las vitales. Nadie puede vivir a
la altura de un cuento, como nadie puede vivir a la altura de un poema; y sin
embargo, aunque su gesto estuviera marcado por la imposibilidad eterna de la
empresa, se puede vivir en términos de una novela.
El cuento es lo inconmensurable en
sí mismo. No tiene marco propicio para existir. Está condenado al fracaso como
género porque en un futuro será imposible pagar algo por un cuento. La muerte
de Ana Karenina pesa más que la muerte de Iván Ilich en el mercado literario de
valores. Ambos pertenecen a la
literatura pero de modo distinto. Los cuentos de Piñera –excepto dos o tres,
los más programáticos, los más perfectos, como En el insomnio– no pertenecen a la literatura. Sólo en esto pueden
parecer naturales. Como los de Macedonio Fernández, Ror Wolf, Felisberto
Hernández, Lezama Lima, Calvert Casey, Robert Walser, no pertenecen al Mercado
Literario de Valores. Nadie puede vivir a la altura de esos cuentos. No sirven
ni para el metro ni para la oficina. Ni para los suplementos dominicales ni
para las lecturas escolares. No pertenecen tanto al fracaso de la literatura
como al fracaso de las vidas de aquellos que los escribieron. Y ese fracaso se
huele cuando se leen. Robert Walser no puede contar una historia porque no hay
historia que contar, porque la naturaleza, en sí misma, carece de historia que
contar, y Robert Walser no es distinto a la naturaleza. Alrededor de la muerte
de Iván Ilich ronda el propio fracaso de Tolstoi. Ese cuento huele a
chamusquina, es el pellejo del propio Tolstoi Ilich el que arde, el que suda su
muerte, como es el propio Piñera el que se corta una nalga para que todos
comamos de ella en La carne.
(La literatura debe estar en otra
parte, dice el lector asustado y huye de la barbería donde le afeitan el
pescuezo.)
12
Un cuento de Piñera demora en ser
leído un tiempo medio de 6 minutos. Los más largos, como El conflicto y El caramelo,
unos 30 minutos. En el insomnio,
tomado por el reloj, unos 25 segundos.
Pero por lo general uno lo lee por segunda vez: entonces 1 minuto. 1
minuto no es mucho tiempo.
13
En la literatura cubana hay varios
antecedentes de Piñera: el poeta Zequeira, el novelista Miguel de Marcos,
algunas páginas de Ramón Meza, una cuarteta de Martí y la Otra Parte de Lezama
Lima: Lezama el Malo, Lezama Mr Hyde, Lezama el Guasón, Lezama desprovisto de
su Sistema Poético. La prosa de Miguel de Marcos es la más cercana a la prosa
de Piñera:
«Succionaba
un pirulí. Absorto, silencioso, una lumbre de codicia y de euforia en el agua
estancada de sus ojos, parecía extraer todos los éxtasis y todos los jugos de
aquel empeño de su lengua y de sus labios, con el cual redondeaba el vasto
caramelo insertado en una varilla.»
Es Fotuto, en la novela homónima,
el que lame indolentemente el caramelo, y el doctor Borges (¡el doctor Borges!)
le dice: «–Es inútil, muchacho. Tienes la edad del siglo. Estás aquí, en mi
farmacia, hace tres meses, y no adelantas un paso. –Y añadió con aire de
infinita compasión–: No te censuro. Es la lombriz solitaria que te consume.»
14
Hay la buena y la mala alegoría. De
la segunda entendemos todo. De la primera también lo entendemos todo pero
necesitamos que nos lo expliquen una y otra vez. Finalmente, todas las
ficciones son comprensibles. Ningún embrollo puede pasar por buena literatura. El
Finnengans Wake, de Joyce, podría
entenderse perfectamente si le dedicáramos una o varias vidas a su lectura.
Como nos recomendara un cabalista judío, sólo tendríamos que posar la vista con
fijeza en las letras de las palabras todo el tiempo que se pueda –horas,
siglos– y el sentido aparecerá. Alguna vez aparecerá. Brotará de golpe, como
una fuente en medio de un parque yermo. Si uno fija la vista en la prosa
barroca de Lezama un tiempo indefinido, las palabras se pondrán en movimiento.
Con los cuentos de Piñera pasa todo lo contrario: su prosa no admite que la
miren. Podría aplicarse a la prosa de Piñera la denominación de Poe sobre la
alegoría:
«Una
cosa es clara: si alguna vez una alegoría obtiene algún resultado lo obtiene a
costa del desarrollo de la ficción, a la que trastrueca y perturba. Allí donde
el sentido alusivo corre a través del sentido obvio en una corriente
subterránea muy profunda, de manera que de no interferir jamás con lo
superficial a menos que así lo queramos, y de no mostrarse a menos que la
llamemos a la superficie, sólo allí y entonces puede ser consentida para el uso
adecuado de la narrativa de ficción.»
Una a una, no cuentan sus palabras.
Carecen de sentido, de espesor, como dicen los franceses. Juntas, en hilera, en
prosa, producen peor impresión. Ningún heroico Flaubert podrá enmendarlas. Las
que más brillan (caca, zapato, Coco, payaso, Monona, orinal, Pepito, pelos de
punta, excretas, Belisario, hecatombizó, cake, igualito, bañadera…) brillan
para nada. Son las marcas de un territorio para nada, lo cual responde a su
singular estética del cuento.
15
Virgilio Piñera murió en 1979.
Murió pobre. Se lo merecía. Había nacido y había vivido en la pobreza y nada
hace suponer que la pobreza no fuera su hábitat. Apenas se le volvió a publicar
mientras vivió. Su miedo le permitió seguir escribiendo pues aseguran que dejó
unas veinte cajas de manuscritos. Apenas modificó su estilo. Un estilo menor,
irregular, inconfundible. Algo así como un estilo patriótico si la patria nunca
hubiera tenido nombre.
Fotografía: Mario García Joya (Mayito). Virgilio repartiendo croquetas.
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