Pedro Marqués de Armas
Al subir al poder en 1940, Batista dijo:
“Habrá azúcar o habrá sangre”. Y hubo, en verdad, ambas cosas. Entre otras
razones, para que el relato y la fiesta continuasen. Se trata de un enunciado
que se repite o más bien de un género: rinde las pautas de una ficción criminal
y su acompañamiento es la música.
En La
Gran Puta, Piñera capta el núcleo de esa ficción. Digamos que asimila
ciertas voces que el Estado pone a circular en bruto, cháchara pública bajo la
cual se organiza la realidad y en donde todas las subjetividades están
apresadas. No sólo la voz del artista, sino también las de esas minorías que
migran al texto: soldados, putas, homosexuales, negros, locos y hasta el gran
burgués…
Si el problema de la ley marca su imaginario,
aquí se presenta en su exterioridad y en el cruce entre la voz del escritor y esa
ventriloquia social que arrastra canciones, refranes y anuncios publicitarios. Entre
la ficción privada del escritor y el relato criminal del Estado lo que media es
un pelo. El discurso es paródico; y el crimen, a escala de crónica roja,
aparece entreverado en los mitos de una cultural popular que es también un
efecto de ley. “Confusa gesta del danzón ensangrentado”, las canciones no
ocultan, muestran la sangre que corre; la acompañan, le sirven de cómplice. Y
sin embargo, como en la crónica, es un rumor que tan pronto recrudece como
acalla.
Nunca Piñera fue tan abiertamente social. Todo
en el texto (las “tres gorgonas”, ahora desatadas; el resentimiento de clase;
la condición homoerótica o si se quiere travesti de la ciudad, etc.), todo
apunta a un exterior que se multiplica: relatos que amplifican otros relatos (juegos
de azar, melodramas radiales, Suaritos, en fin...), recortados, en conjunto,
por una misma ley que los desquicia.
Como si desarrollara lo que en su
autobiografía, La Vida Tal Cual, es apenas una presentación, asistimos aquí a la errancia del deseo; y éste se
expresa en su extrema urgencia, forzado por los imperativos del hambre, del sexo
y del dinero, lo que perpetúa a su vez un circulo vicioso donde rigen los
golpes de la suerte y las migajas de la cultura oficial. Virgilio tiene que contar sus versos como si
fueran pesos, de modo que cada flujo es marcado, previamente, por su represión.
La Gran Puta ofrece dos niveles de lectura: uno referencial, que
remite a lugares y eventos del pasado; y otro pulsional, casi oculto y que nos
habla sin embargo desde el presente. Claro que el primero como travestimiento
del segundo, porque, si bien el poema apela a la memoria y recupera una
escenografía que se corresponde con el “lugar de los hechos”, no es menos
cierto que el impulso que lo mueve brota de los años sesenta. Sólo ahora, en el
momento más homofóbico de la historia cubana, se produce este efecto des-represor.
Si la memoria lo desplaza, el deseo (más político
que propiamente genérico y, sobre todo, obsceno, exaltadamente obsceno) lo
delata al señalar una ausencia: el contexto.
Texto imperfecto, inacabado -Piñera no lo
termina de escribir-, forma parte de los tantos poemas de ocasión que concibe
en esa época; más para ser leído en tertulia clandestina que para su
publicación, al menos inmediata.
En los bordes de esta errancia entre las
secuelas de terror del treinta y tres, que Piñera experimentaría al llegar a La
Habana un lustro más tarde, acecha sin duda un trasfondo que se ha vuelto
marginal. Y es esa intensidad (esa salida de escena) la que irriga el texto,
sosteniendo el deseo como anagnórisis y haciéndolo escapar, de paso, de la
cruzada del trabajo y la propaganda.
Como si ciertas fotos tomadas por Walker Evans
hubieran echado a rodar, vamos a la puesta de un archivo cuyas imágenes
desertan al coto cerrado de las letras; se nos muestra, al desnudo, el pathos
tragicómico de esa República siempre devaluada. Secuelas, memoria
postraumática. Virgilio es el perro que, aun trabajando con el olvido (de la
ideología), no puede sin embargo desconectar. Si alguna vez vio La Habana como
puentes cortados ahora los tiende de nuevo.
Obviamente, Piñera trafica el núcleo de un
género que, en voz del Estado, es ya una parodia. Los eventos se suceden “entre
años caídos retumbando como cañones”, de modo que el tiempo de la historia
muestra su carácter vacío y se expresa como una siniestra payasada que la
música contribuye a amenizar. Es Batista dando golpetazos a ritmo de canciones,
mientras las palabras se pronuncian “con el filo de un cuchillo”.
Historia como teatro, el crimen es, por
supuesto, más que un hecho de sangre. Igual que en las fotos de Evans, se
parapeta en todas partes: “Ver al tipo pálido sentado en el café de los bajos
de mi casa, con un palillo en los dientes y un vaso de agua sobre la mesa
pensando en las musarañas”; recala, por tanto, no sólo en los rostros, sino
también en una particular disposición de los cuerpos “en vida” (en “brecha
mortal”), suspendidos entre la pasión y la espera, el dolor y el desahucio.
Es por ello que, lejos de limitar la lectura del
poema a una cuestión de género (o de clase), vemos en cada una de estas
instancias los efectos de un relato que apunta, sin más, a la “pavorosa nada”
de que hablaba Virgilio.
Y es que La Gran Puta se presenta como un paso
más. No el daseinanalyse de “La isla
en peso”: pregunta perfectamente respondida. Se trata ahora de animar un vacío… Si la
nada-historia ponía entre paréntesis tanto un origen como un destino, es porque
esa nada era más bien “algo”: una manera de contar.
De los escritores cubanos del XX Piñera es
quien encuentra ese modo. Más que definir o identificar un espacio tal cual,
habría que tomarlo por “resto” allí donde la lengua lleva la marca de una
singularidad: “Son los monumentos que nunca veremos en nuestras plazas, amorfa,
sí, amorfa cantidad de donde extraigo el canto”.
Diáspora(s). Documentos, No. 7/8, 2002, p.31.
Diáspora(s). Documentos, No. 7/8, 2002, p.31.
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