martes, 27 de agosto de 2019

Cabrera Infante: reencuentro con una Habana perdida [entrevista]


  

  Blanca Berasategui

 Como un extraño voyeur del mundo, parapetado tras sus gafitas y una gran pipa, Guillermo Cabrera Infante pasea estos días por España su ingenio, su humor y su ironía con el último de sus libros bajo el brazo, todo un juego de amor y de palabras, “La Habana para un infante difunto”, o, siguiendo el juego de sus paranomasias, Cabrera Infante para una Habana difunta. En cualquier caso, La Habana está perdida definitivamente para este escritor exiliado que ha cambiado la isla tropical (“no volvería allí nada más que en mis pesadillas”) por la húmeda, fría, apagada y, sin embargo, apasionante Londres (“soy un escritor inglés que escribe en español”) en la que se siente como en su casa. Allí ha escrito Cabrera Infante esta extensa novela-libro de memorias, este “museo de mujeres”, rebosante de humor, de evocaciones al pasado y de erotismo, y deslumbrante, sobre todo, por su mágica y deliciosa prosa.

 La conversación con Cabrera Infante es también un puro juego de palabras, todo un doble sentido en la cuerda floja de la sutileza y la parodia. De ahí que no resulte sorprendente que "La Habana para un Infante Difunto” esté escrito por alguien que más que escritor se considera comediante a quien el miedo escénico no le ha permitido hacer carrera encima de las tablas.

 Con todo, en esta novela prima la evocación de las calles habaneras de los años cuarenta y cincuenta. Una ciudad ya perdida pero, por supuesto, no más perdida para Cabrera Infante que la de “Tres tristes tigres”, su novela hasta ahora más célebre, y la del libro en el que ahora está trabajando, “Cuerpos divinos”, llamados así porque son de mujer, no por una razón celestial.

 -Lo de mi libro no es exactamente nostalgia, es decir, toda literatura está hecha de nostalgia, pero está hecha, sobre todo, de memoria, porque esta es la gran traductora de los recuerdos, una especie de intérprete, a veces genial y a veces equivocada. Además, la nostalgia es un término ahora peyorativo y se ha convertido en algo como una marca comercial y no es eso a lo que me refiero. Sí, en cambio, a la nostalgia como la punta del recuerdo. Por eso, “La Habana para un infante difunto” es la reconstrucción de una ciudad perdida a través de la memoria y, por otro lado, la busca de la mujer perdida o por encontrar. El resultado es... agridulce. El narrador –único en el libro- es cruel con las mujeres, se va haciendo correoso precisamente por esa búsqueda del amor perfecto en la que sufre tantos fracasos. Y la crueldad va aumentado con la que él considera su primer amor.

 Toda la obra de Cabrera Infante es autobiográfica, hasta esa colección de artículos y ensayos titulada “O”. Pero aquí parece estar más él que en otros libros anteriores. “Hay coincidencias buscadas –dice el autor- y el narrador a veces se puede confundir conmigo. Pero, naturalmente, todas esas mujeres no responden a las mujeres de la llamada vida real y el final no puede ser autobiográfico”.

 Lo que sí responde a la realidad es que “La Habana para un infante difunto” ha sido escrito por ese espíritu de libertad que encontró el escritor en la España de hace tres años y que le dio pie para comenzar el libro: Porque yo pienso en español y lo que escribo tiene que dirigirse al público español, no cubano, ni tan siquiera hispanoamericano. Claro que, como tardé tres años en escribirlo, aun trabajando todos los días, se me adelantaron algunos autores. Ocurre que todas las censuras, las de derecha y las de izquierda, son, en último término, censuras sexuales y en Cuba, por ejemplo, es tremenda; por eso allí nunca se leerá mi libro. En cambio, aquí hay una libertad casi escandalosa y se me ha permitido decir cosas que, seguro, no las permitirán en varios países sudamericanos.

 Cuenta Guillermo Cabrera Infante que comenzó a hacer literatura como un simple juego; que el juego se convirtió pronto en vicio; después en neurosis, y, finalmente, en profesión. Así, hasta estos momentos en que su literatura es una combinación perfecta entre juego, vició y profesión neurótica. Pero en realidad, el juego primero de Cabrera Infante se inició después de leer retazos sueltos de un libro execrable, según el escritor, de un autor al que se le concedió nada menos que el premio Nobel.

 -Tanto el libro como su autor –no diré su nombre- eran tan celebrados que decidí hacer una parodia seria del escritor, porque me pareció que era tan fácil lo que hacía que caí en la trampa de emularlo. Sin embargo, según pasan los años, me resulta más difícil escribir. El oficio es mentira; hay como una especie de resistencia de la escritura que aumenta cada vez como las ondas sónicas. Y solo cuando se rompe esa frontera surge un acontecimiento literario, un gran escritor.

 A Guillermo Cabrera Infante no le duelen prendas al afirmar, por ejemplo, que Alejo Carpentier, cubano como él, es un escritor francés que escribe en español sobre tópicos sudamericanos, que la literatura española actual le interesa más bien poco y que el manoseado “boom” no ha tenido una importante consecuencia literaria.

 -Creo que no tengo nada que ver con Carpentier. Escritores cubanos son también Lezama Lima y Virgilio Piñera, que acaba de morir, y era un cuentista extraordinario y un autor dramático de primera fila, un adelantado del absurdo. Pero tampoco me parezco a él, aunque reconozca que el final de mi último libro lo escribí por un cuento verde que Piñera me contó hace casi veinte años. Con Lezama, pocos puntos en común, excepto el amor profundo por La Habana, ciudad en la que él tuvo el privilegio de nacer y tuvo la gracia de adoptarme a mí. ¿El “boom”? Era una especie de club al que no se accedía, sino que había que haber nacido en él. Era, además, un club de bombos mutuos y políticamente yo no estaba de acuerdo con sus distintos miembros. Así que la entrada para mí era tres veces imposible. Pero esto es cosa totalmente pasada, que ha dejado una especie de vacío, en editores y libreros, pero sin ninguna consecuencia literaria. Ahora bien, se ha convertido en “boom” (escoba) y una escoba vieja siempre barre bien.

 “Cuerpos divinos”, título de la próxima novela de Cabrera Infante, está escrita intermitentemente desde 1968 y tiene ya más de seiscientas páginas, para horror de los editores, que lo tendrán su poder más o menos dentro de año y medio. Es, de los suyos, el libro que viaja más fuera de La Habana y en el que el inglés tiene una gran importancia. Y no es por la estancia de Cabrera Infante en Inglaterra, sino porque transcurre en plena dictadura de Batista y los comienzos de Fidel, estando el narrador entre un grupo de amigos que utilizaban habitualmente aquel idioma. El libro, claro, tiene mil vicisitudes y rondará las mil páginas. “Pero no se pueden contemplar –dice el escritor- los cuerpos divinos en tres páginas”.


 Ver original: "Cabrera Infante: reencuentro con una Habana perdida",  ABC, 4 noviembre de 1979, p. 30.


domingo, 25 de agosto de 2019

Himno y escena del poeta en las calles de La Habana


Gastón Baquero


La frontera andaluza está en la Habana. 
Cuando un poeta andaluz aparece en el puerto, 
las calles se alborotan, y en las macetas
de todos los balcones                
florecen de un golpe los geranios.

El marzo de aquel año tuvo dos primaveras para la ciudad: 
una se llama, como siempre, Perfección de la Luz, 
y la otra se llama Federico, 
Federico a solas,
Federico solo, deslumbrado
por el duende de luz de la calle habanera.

No se sabe quién toca, pero repiquetean guitarras
sobre un fondo de maracas movidas suavemente.                     
El aire,
es tan increíble como la dulzura de los rostros,
y el cielo
es tan puro como el papel azul en que escribían 
los árabes                    
sus prodigiosos poemas.                      
  
El poeta sale de paseo. Confunde las calles
de la ciudad marina con plazas sevillanas, 
con rincones de Cádiz, con patios cordobeses,
con el run-run musical que brota de las piedras 
de Granada.                 

No sabe en dónde está. ¿Fue aquí donde nací?
Esa casa con reja en la ventana, 
¿no es mi casa de siempre? 
Y esas muchachas que vienen hacia mí, 
enjaretadas del brazo y bulliciosas 
como las mocitas de Granada cuando pasean la tarde 
por las alamedas para que reluzca, 
¿no son las mismas que en los jardines árabes
deletreaban con las palmas de sus manos el compás
a las guitarras, y la altura del chorro irisado 
a la fuente?  
                        
¿En dónde estoy? No acierto a distinguir 
una luz de otra luz,
ni un cielo de otro cielo. Hay duendecillos burlones
yendo y viniendo por los aires de La Habana,
y me preguntan voces de embrujado: 
¿pero es que no sabes dónde estás, 
Federico, es que no sabes? 
Estás, sencillamente, estás 
de visita en el Paraíso.                    

¡Y qué rica la brisa que ahora sopla
enfriando el reverbero del sol! 
¡Qué alegre el airecillo que sale del mar, 
y se pasea, con un abanico blanco
y una larga bata de olán, 
una bata andaluza refrescando las calle
y embalsamándolas a su paso con el aroma del agua de kananga y con la reminiscencia tenue de los jazmineros sevillanos!                
      
Resuenan himnos callejeros: 
síncopas nacidas del ayuntarse
de una princesa del Benin 
con un caballerito de Jerez de la Frontera.
Resuenan en el alma del poeta enajenado 
por las calles habaneras,
himnos caídos del sol, cantados por espejos,
por las piedras de la ciudad antigua: 
himnos entonados a toda voz
por niños vendedores de frutas, acompañados
de guitarra tañidas por jóvenes etíopes 
con sombreros de jipijapa
y la camisa roja abierta hasta el ombligo:
himnos alucinantes columpiados en la calle habanera 
por el percutir de pequeños bongoses,
arrastran al poeta hacia el Cielo Mayor de la Poesía.                  

Escena

Junto al poeta pasa una niña negra que tararea:
«La hija de Don Juan Abba disen que quiere metedse a monja». 
Él le lleva el compás diciendo: «En el convento chiquito,
de la calle de la Paloma». Y de las casas de vecindad, 
colmenas de los pobres, salen niños 
y más niños tarareando tonadas andaluzas. 
Y rodeando en coro al poeta, bailan en medio de la calle: 
«Venga un tanguillo pa este señó! 
¡Zumba! ¡Dale que dale! 
¡Venga un tanguillo en su honó!».
Y bailan con la música salida de sus pies 
y de sus manos, riéndose,
«¡Zumba que zumba y zumba! 
¡Guasa, guasa Columbia! ¡Zumba!»,
riéndose siempre, como la cordillera 
de espumas en la orilla del mar.

¿Pero dónde, dónde estoy? 
¿De dónde aprendió esta gente
a marcar ritmos así, a trenzar 
de ese modo las piernas, a mover
la cintura con la exactitud de una melodía escrita 
y cien veces enmendada por Manuel de Falla? 
¿Será que estos no son sino 
andaluces disfrazados de niños 
de azabache, y nosotros
no somos sino esclavitos 
de ébano disfrazados de andaluces?
¿Qué misterio es este de La Habana, 
que me parece otro Cádiz
traído por el aire en la alfombra de Merlín, 
o una muchacha granadina peinándose muerta de risa mientras los derviches danzan a la luz de la luna?                       
Alguien toca en el hombro al poeta y le dice:
-Venga usté conmigo pa que le echemos loj caracole.
-¿Qué es eso, pregunta, leerme el porvenir?
-Exactamente, amigo, leerle el porvenir. 
Veo miedo en sus ojos, pero recuerde:
nadie puede huir de su destino. 
Todo está escrito, y ni Changó ni Yemayá pueden borrarlo. ¿Es que le tiene por un casual miedo a la muerte?                           
-Usté, doña Romelia, que es vidente, 
¿qué le dice la figura de este hombre?
(Romelia se ajusta su chal de burato; 
debajo destella la chambra de olán).
-Primero, yo veo una paloma pura; 
y detrás un caballo que huye a galope.
-¡Y detrás?
(Romelia, angustiada, se vuelve a su hija Fragancia 
y le dice:
Fragancia, mijita, sírvenos café).
-¿Y detrás?
-Detrás de la paloma y del caballo 
hay un sombrero que se mueve,
y un perro que no deja de aullar, 
y un cuchillo que anda sólo.               

-Y usted, doña Romelia, 
¿querrá echarle loj caracole a este hombre? 
-Dios me libre con Dios me favorezca! 
¡El trisagio de Isaías! No:
no quiero ver lo que pueden decir loj caracole pa un hombre tan bueno. ¡Voy a taparme la cara con un pañuelito negro!
-Romelia, por tós loj santos, 
¡invoque a las potencias!
-Desde que entró en esta casa y descorrió 
la cortina, vi el aché en su cara 
y la sombra que lo sigue.
¡Déjame darte un remedio pa alejarte 
del acecho, pa que el ñeque no te alcance 
ni los demonios te puedan!
                 
     -Ponte un collar de azabache
     y amárrate un cayajabo                  
     en la muñeca derecha.                   
     ¡Toca, Argimiro, toca                   
     el tambor de Yemayá!                    
     ¡Santígüenlo con la espuma              
     de la cerveza de Ochún!                 
     ¡Toca por él Argimiro,                  
     toca hasta que se rompa                 
     el tambor de Yemayá!
                       
El poeta, estremecido, miró a lo hondo de los ojos de la vidente: el silencio levantó entre ellos un coro de conjuros y oraciones. La vidente, transfigurada, ardiendo de ternura, pidió su guitarra, la templó, y dijo: 
                     
      Ya me cantaban de niña                 
      un romance que decía:                  
      de noche le mataron                    
      al caballero,             
      la gala de Medina,                
      la flor de Olmedo.                 
      ¡De noche le mataron
      al caballero!                          

      ¡Que venga a impedirlo Ochún         
      con su espadita de acero!              
      ¡Qué San Benito de Nursia,             
      negrito como el carbón                 
      ponga sobre ti su mano!                
      ¡Con la flor de la albahaca,
      con el incienso quemado              
      delante de Santa Bárbara,              
      con un ramito de ruda,
      que los santos lucumíes                
      te ofrezcan su protección!

      ¡No te fíes de la noche,               
      que la noche es muy gitana
      y al que le siguen de noche,          
      muerto está por la mañana!
      
      ¡Que se seque el tamarindo             
      antes de que pueda dañarte            
      la pezuña del maligno!                 
      ¡Con rompe-saragüey                   
      y con amansa-guapo,                   
      con polvo de carey                
      y humo de tabaco,                
      con el Iremon                         
      y San Pascual Bailón,                  
      con el manajú, y                    
      con el ponasí,                         
      cada luna llena                      
      rezaré por ti!                          

      Federico, hijito mío,              
      poeta mío, Federico,                   
      ¡no te vayas de La Habana!,            
      ¡no te vayas, no te vayas!,            
      ¡que al que le siguen de noche        
      muerto está por la mañana,            
      muerto está por la mañana!


 Poemas invisibles (1991). 

lunes, 19 de agosto de 2019

La calle de Rimbaud



 José Lezama Lima 

 El súbito de la obra de Rimbaud presupone la revisión de lo que Worringer llama "la cultura de las altas empalizadas". La ciudad de barro que parece que gira con las ordenanzas solares, situada como fin momentáneo del desierto, con el júbilo albar de la llegada y de la despedida a hora indeclinable. La ausencia del padre por la muerte, engendrando la rigidez sustitutiva matriarcal, con el misterioso sentido de su hermana Isabel para seguir, anotar, cuidar mágicamente el prodigio cercano, exacerban la raíz tribal de Rimbaud, como festival por la penetración en la ciudad y con el paso fuerte, sonado sobre el tambor de los conjuros, de una retirada que todavía nos deja encandilados y como invadiéndonos de asombros. Esa insistencia que aparece en las Iluminaciones como un árbol cuña que termina por destruir un paredón por la ciudad a que se llega, por la ciudad que se fue deshaciendo sobre la arena de su imagen, nos deja como la sensación de los gritos de asombro de los cuadrilleros, cuando sin poder anclarse en el sueño, tienen que llegar al cambiante paraíso del mercado, donde su erotismo se evapora por los laberintos y las fuentes, para jugar a perderse y a reconstruirse.
 La ciudad como punto de avanzada en el desierto representa en Rimbaud un deslumbramiento ante la energía de su marcha, más que una preocupación por la finalidad sin fin, palomita kantiana, o con fin, desgarramiento místico por lo inmediato. En el mundo de los egipcios donde la penetración en el desierto estaba fijada en las pirámides, es decir, en la ciudad de los muertos, el alma comenzaba por apegarse a la extensión, al límite de las nubes como cercanía o lejanía; en Rimbaud, cuyo mundo carece de una preocupación teocrática de finalidad, la energía tan solo por llegar a la ciudad del alba o del crepúsculo, el mero asombro ante las empalizadas, la ciudad es para los pocos apoyos que necesita su imaginación al ponerse en marcha el remolino de la caballería, donde al fin la linealidad obstinada del jinete danza con voluptuosidad su propia dispersión. Obstinación de la dispersión, como una descarga de pólvora extendida por toda la ciudad.
 Su imaginación parece mostrar incesantemente el nacimiento del que llega y el asombro alcanzado como su contrapunto y su costumbre, es decir, en él el asombro no nace de dos naturalezas dispares unidas en un tumulto foudroyant, sino de la adecuación a un mundo al que se acaba de arribar. Cuando en las Iluminaciones se alboroza por el descubrimiento de una cascada, no corre a los otros para entregarle el secreto, sino es al gallo a quien le entrega esa ofrenda. "El alba y el niño —nos dice para subrayar el deslumbramiento del nuevo surgir de aguas nuevas— cayeron a lo hondo del bosque". La magia del garzón se ha encontrado con el nacimiento primitivo del alba para penetrar en el bosque. El bosque y el alba participan así en la leyenda del infante, que antes de penetrar en los mercados o en los fortines, en las grutas elaboradas o en los jardines boquirrubios, ha sido tocado por las transmutaciones de la naturaleza. Sus paseos por la ciudad serán siempre la nostalgia primitiva, la salvaje desconfianza por el escamoteo de los distintos trofeos naturales mostrados durante el desenvolvimiento meteórico o vegetativo de cada día, guardados en una imaginación como agazapada mientras se verifican aquellos retiramientos y después suelta de golpe el júbilo de su estar de nuevo, de entregarnos una confianza que se hace fiesta en la sangre.
 Este tipo de imaginación instaura siempre la pequeña ciudad africana, con la casa como finalidad del desierto. En la adolescencia, su obra con ese tipo de ciudad en la imaginación; en la madurez, lograda ya por su realidad esa ciudad que su imaginación necesitaba como su ley de gravedad, constituye el centro de sus contracciones de apetencias y rechazos. Su mismo silencio posterior parece, en su severidad inapelable, que al vivir su imaginación sus propias exigencias mágicas, no necesito de esa lejanía que le comunicaba el golpe súbito, el nacimiento sin casualidad de apoyo de su poesía. A veces, pensamos que si Rambaud hubiese hecho su infancia en una ciudad eritrera, en Casablanca o en Dakar, que desde niño su imaginación hubiese vivido en un fortín de avanzada de uno de aquellos desiertos, tal vez como hijo de un capitán aventurero, y hubiese después pasado a París o a Londres, su poesía se hubiese conservado en el acierto de esa ausencia, de su propia gravedad imaginativa, a lo largo de muchas estaciones. Pero así como es, con ese fragmento que parece como si le faltase y que es su sostén y su prodigio más perdurable, el que se acerca a su poesía parece como si tocase la misma "fuente de seda". La obsesión que muestra en la adolescencia por esas imágenes donde interviene la seda, con su frío de serpiente rozando la piel, con la irritación agradable de las dos pieles, como si avanzasen entrelazadas hasta escaparse voluptuosamente por la punta de los dedos, es del mismo tipo mágico que sus cuarenta mil francos de oro cosidos a su cinturón de colono africano. En un momento de las Iluminaciones, después de trazar uno de esos paisajes que lo hacen parecer como el perenne desembarcado en las islas, nos dice, como si hablase con el timonel de guardia nocturna: tiene que ser el fin del mundo si avanzamos. O el principio, añadimos, de la poesía y ¿quién podrá desplazar al joven cazador de ese lugar?
 La tierra que erotiza su poesía necesita de esa calle que se extiende desde las empalizadas hasta el pintarrajeo portuario. Y en esa calle, ofrecida como una secreta granada salvaje, la catedral, el colegio, la librería, la casa del profesor rebelde, el placer, ferias, la jaula de mimbre, los sombreros turcos, las escarapelas. Y las bibliotecas convertidas en guarida, donde se refugia como escolar fugado, y convierte las lecturas en paisajes, en islas movedizas ancladas en una flora de agua. Mientras leo las Iluminaciones, gusto de fingirme un Rimbaud leyendo los éxtasis de algún iniciado supercherista del siglo XVIII, las Memorias del conde de Saint Germain, por ejemplo. El conde, salido del sueño, conduce la armónica como un paraguas para penetrar en lo desconocido. "El fastidio y el sueño comenzaban a apoderarse de mí, cuando me vi sorprendido con la llegada de algunas carrozas". Lo despierta un palafrenero malicioso, que ahora es el que conduce la armónica. Las trompetas brotan de la gruta, como si quisieran romper la tierra. Penetra en la gruta rodeado de salmodias funerarias, y en el centro de un ataúd con un hombre muerto o adormecido. A su lado una figura vestida de blanco, con la vena de la mano derecha fluyendo una sangre lenta. Los demás en capas negras, con espadas. El visitador de la gruta está ahora en el cenador rodeado de lámparas, y el hombre del ataúd se acerca desfallecido. A los sones de la armónica, el hombre va reapareciendo en sus preguntas. Fugado adolescente encuentra, lo suponemos siguiendo ciertas leyes secretas de la gravitación imaginativa, un islote con su parasol, ensalmos para caminar por una tierra a la que se acerca el oído como para comprobar su propio despertar. Luego visita a su profesor en rebeldía, que no quiere distanciar lo real de su imagen. Lentamente ha llegado hasta el extremo de la calle, donde al nacer en él la conciencia de su persecución, contempla la jaula de mimbre donde una ardilla penetra en una fragata danesa. 
 Este asombro entre misterioso y enérgico del desembarcado, lleva a Rimbaud a esa alternancias que fijan bruscamente la poesía; si interjecciona: ¡palmas!, parece que su barco embriagado raspa la arena por el Indico o el Archipiélago de la Reina. Si exclama: ¡diamantes!, nos da la sensación de haber obtenido de un bandazo las cristalizaciones de las filtraciones por las entrañas del plutonismo. Sus temeridades, sus vertiginosos inicios apartados de cualquier adormecida causalidad, son hoy los primeros caminos seguros de la poesía y las tierras a las que llego están pobladas de colonos vigorosos. ¿El sostén durante los entrecruzamientos de la nueva visión en las nuevas islas? Alimentados del vino de las cavernas, pues Rimbaud se abandona más al tiempo poético del descubrimiento del rezumo inaugural del pámpano que a la era de la escritura del rostro en el espejo. ¿El sitio? En las posesiones de las aristocracias ultraterrenas, japonesas, guaraníes. Qué exultante para nosotros sería para nosotros perseguir esa palabra guaraníes, hasta que se despliega como una cartografía del paraíso en la imaginación de Rimbaud. ¿La fórmula? El espíritu de los pobres y un muy alto clero. De esa manera, Rimbaud en sus fragmentos totalizadores, no es tan solo el vigoroso empujón a la metáfora y a la penetración en la región del incesante nacimiento de las cascadas y de las casas arquetípicas, despertadas en esa nueva tierra de la poesía, al adquirir sus dominios soterrados, sino el hijo secreto del hechicero, que a hurtadillas pronuncia sílabas para las consejas, superiores a las de su padre, y estructuradas para que las enfermedades no se aposenten, con más brevedad y fortuna de toques, que la curación del jefe de la tribu por el venerable y centenario hechicero.

 Agosto 7, 1955.

 Tratados en La Habana, Universidad de Las Villas, 1958.  

miércoles, 14 de agosto de 2019

Lezama en su casa de la calle Trocadero





 Heberto Padilla


 Hace algún tiempo
como un muchacho enfurecido frente a sus manos atareadas
en poner trampas
           para que nadie se acercara,
nadie sino el más hondo,
nadie sino el que tiene
           un corazón en el pico del aura,
me detuve en la puerta de su casa
para gritar que no
           para advertirle
que la refriega contra usted ya había comenzado.
Usted observaba todo,
imagino que no dejaba usted de fumar grandes cigarros,
que continuaba usted escribiendo
            entre los grandes humos.
¿Y qué pude hacer yo,
             si en su casa de vidrios de colores
hasta el cielo de Cuba lo apoyaba?



lunes, 12 de agosto de 2019

23 y 12


 Fayad Jamís

 En la mañana, al mediodía o en la tarde, si estás cerca de 12 y 23, en El Vedado (o si avanzas por la avenida 26 o por Zapata) puede sorprenderte un cortejo que se desliza silencioso hacia las puertas del cementerio de Colón. En 12 y 23 puedes contemplar las más hermosas muchachas de La Habana, o detenerte en una florería o en una tienda de objetos de mármol en los que esculpieron nombres y orlas y frases de una eterna ternura, que los muertos nunca leerán y los vivientes no comprenderán y el olvido se tragará solemnemente bajo el sol.

 Una calle viene desde el mar y se pierde lejos, lejos, en el campo. Una calle viene desde el mar y se pierde lejos, más lejos, en el cementerio. Dos calles que se golpean cortándose bajo la luz, en El Vedado. Si quieres nos sentamos a la espuma de algún café, fumemos y aticemos nuestros ojos en la fiesta del verano.  Mira qué buena está la rubia. Mejor está la negra.  Qué nalgas las de aquella que se quedó mirándose al pasar por el espejo. Qué vulgares somos, criaturas al sol de las Antillas, pasamos del mito del Doctor Fausto, de un tiempo voraz tragándose al tiempo, a estas cosas primarias en que se oxida nuestro barro: la luz devora nuestros huesos, nos cagamos en la cultura occidental, en la oriental, en los grandes poemas épicos, en los pactos con el demonio, en los platos de frijoles sintéticos y en las ruinas de Babilonia.  Pobres engendros antillanos, güijes orejudos, rostros pintarrajeados de blanco, de negro, de amarillo, de azul, de verde, de rojo: carameleros, albañiles, electricistas, locos y poetas. Aquí nos reunimos a veces, hablamos hasta por los codos (incoherentes como chivos discutiendo a Pitágoras en una sala de espera). Nos asomamos al porvenir, reímos y orinamos la cerveza que es como el tiempo que nos envuelve, el tiempo en que hemos crecido hasta ser lo que somos y hasta que el tiempo  es un poco de lo poco que somos.  ¿Para qué hablar de estas cosas? No sabemos hablar en serio. Todo lo tiramos a relajo, menos el relajo y la lluvia, menos las diferentes maneras de asombrarse ante las maravillas que chisporrotean en cada esquina de la vida.

 ¿La vida? ¿Los relámpagos? ¿De qué hablan los diarios? ¿De crímenes pasionales?  ¿De la carrera armamentista? ¿De la poesía del subdesarrollo? Alquilo Cadillac negro. Lujosísimo. ¡Más barato nadie! 30-5352. Mudanzas aseguradas. Cajas especiales. Personal responsable. 22-6191. Sillón ruedas, compro cualquiera; vendo, alquilo. Tel. 195, Guanabo. Traje novia nuevo. San Juan de Dios No. 63, Habana-Compostela. Vendo perritas chinas 6 meses. Informes: 80-0757. Carmita. Vendo smoking nuevo, paño primera. Milagros Este 60, Lawton. Haga felices sus niños. Payaso «Risita». Piñatas, cumpleaños. 9-8104. Recetarios, facturas, tarjetas bodas, bautizo, misarios. 61-2663. Solicito doméstica española. Sueldo $60.00 Águila 559, apto. 14. Reparamos dentaduras rotas al momento. Oquendo 311, apto. 8. 70-2243. Poeta de inframundo vocea titulares de periódicos. Pone lágrimas, cólera, esperanza. No interesa cobrar ni siquiera cucharada de sopa. Sólo pide un poco de atención: Admite el New York Times los éxitos de las FAL. Ataca artillería tres bases yanquis.  Supera fábrica de Regla récord de producción diaria de fertilizantes. Combaten de nuevo los árabes e israelíes. Se acusan ambas partes de haber iniciado el Callonco. Visitó Fidel círculos de interés científico. Charló extensamente con los alumnos y mostró gran interés por el avance de los estudios realizados con los cítricos. Habla Goldherg de paz mientras el Pentágono pide la «guerra total». Defienden derecho a la vivienda. Rechazan agresión policíaca a jóvenes negros en Columbus.

 Todas estas noticias son del viernes 22 de setiembre de este año 1967. Son noticias del mundo en que vivimos, del mundo en que soñamos y comemos, noticias del mundo en que nos pudrimos y luchamos. Leo todo el periódico y trato de archivarlo en las gavetas de mi alma pero ahora descubro que están llenas de materias que no caben en los periódicos. Entonces tomo este ejemplar y lo lanzo desde la ventana y me quedo mirando cómo vuela y se aleja croando sobre la ciudad.

 Desde mi mesa miro a la madrugada deshaciéndose en las luces de 12 y 23. Un borracho llora a carcajadas, los ómnibus se sientan para que suban los obreros. Uno va fumándose un periódico, se entera de las mierdas que ocurren en Brasil, en Argentina. La madrugada desciende en hilos muy delgados. Tómate un chocolate y medita en los fuegos de tu ciudad, sigue despierto, llama por teléfono, despierta al azar una ventana y grita que ya es de día de día de día de día de día de día. Una calle viene desde el mar y se pierde entre dos filas de árboles. Una calle viene desde el mar y se pierde entre muros de cal amarillenta, baja por los mármoles de las fosas, se pone a conversar con las cenizas. Estamos en 12 y 23, donde las calles se cortan con hachas y espejos. Entras en las caras, en las puertas. Las paredes murmuran CON LA GUARDIA EN ALTO. Ya no quedan limpiabotas en las esquinas.  Los políticos se tragaron sus dientes (MONGO TU CANDIDATO VOTA POR EL 9 SOY UN HOMBRE HONRADO CHANO REPRESENTANTE). Te asomas a las vidrieras, te detienes ante un maniquí, una botella o un ramo de rosas.

 Un ramo de rosas para Jacinta 
que estará preocupada por mi silencio.
Un ramo de rosas para mi niña Eunice 
que obtuvo 100 en los exámenes.
Un ramo de rosas para Andrés 
que se enfermó en el trabajo voluntario.
Un ramo de rosas para Stella 
que no sabe cuántas letras tiene mi nombre.
Un ramo de rosas para ti 
que soportas mi eternidad y mis planetas.
Un ramo de rosas para que me recuerdes 
mientras dure tu viaje.
Un ramo de rosas, un jarrón de rosas, 
un grito de rosas, un rayo de rosas.

 En este rincón del mundo también hubo hombres que se pudrieron de hambre. Hay perros que mean en cualquier esquina, ruidos que intentan fulminar la soledad. Hay ese anuncio que nos canta SOROA ARCOIRIS DE CUBA, un trapo que el viento arrastra calle abajo, hacia el mar. Estoy de pie sobre los restos de un corral dc reses degolladas en 1594 o en 1621. Estoy de pie sobre una tumba anónima, sobre un collar de vértebras parpadeantes. Estoy de pie sobre las cenizas de un feto, sobre el recuerdo de un portal en que dos amantes hicieron el amor a la luz de una luna entonces misteriosa. Bajo mis pies chillan gatos y culebras, caracoles y látigos, se extiende una tierra húmeda, la tierra fértil de mi patria regada de excrementos y sudores y músicas.

 Es muy difícil expresar todo esto con la vieja lengua que se consume en mi boca. Preferiría otros instrumentos, Un hocico electrónico, un nuevo sistema de señales, una garganta a la altura de la época para gritar penetrar murmurar calcinar cantar sollozar sondear fulminar. En 12 y 23, no entre los anuncios lumínicos de Tokio, lejos de donde Goethe hubiera goteado las gotas de su sabiduría. (Aquí no hay catedrales góticas y nunca nos hemos visto en la sagrada necesidad de devorar a nuestros gatos.) La filosofía nos queda como una camisa de once varas. Dicen que es culpa del calor, del sexo, de los mil hechizos antillanos.  Otros opinan que la causa es la pobreza. Mejor nos queda el río de la imaginación, la precipitación, la pasión. Mejor nos queda esta humilde camisa con la que avanzamos hacia nuestra definitiva liberación.

 Ayer me .miraste y sentí que mi alma empezaba a gotear y evaporar una miel del color de tus ojos. Fue sólo una mirada pero lo suficiente para que se encendiera la llama de mi amor. Tienes que creérmelo.  Estos dos corazones atravesados por la misma flecha son el tuyo y el mío: esta postal te anticipa lo que será de nosotros cuando regreses a La Habana y me digas que sí.  Piensa en mí un momento y ven pronto, pronto. No le niegues la razón de vivir a quien se muere de amor por ti. Juancito.

 Se despidió quitándose el sombrero. Hizo mutis por el foro. Sólo dijo una frase: «Después de mí el diluvio, las guitarras eléctricas del Juicio Final.» Fue una buena persona, una bellísima persona  que nunca le hizo daño a nadie. Devoró dignamente su ración de carroña, cometió unos pocos crímenes de escaso relieve, viajó por algunos de esos países que sólo aparecen en los mapas roídos por la humedad, trabó amistad -a su modo discreto y cortés- con muchos hombres célebres a los que recordó muy sonriente en el preciso instante de dejarnos a Matías Pérez cómodamente sentado en una nube del cielo de La Habana, a André Bretón dándole patadas a su blanco perro sarnoso, y a tantos otros personajes que podrían llenar una ciudad tan grande, luminosa y tranquila como el cementerio de Colón. Su fin fue modesto y solemne. Cumpliendo sus deseos, no hubo discursos ni coronas, ni pésames siquiera. Sólo una mujer -una desconocida, creo- lloró al ilustre coleccionista de momias de ahorcados que no conocieron el amor.

 En 12 Y 23, en El Vedado, te golpea el tufo de comidas que los dioses ignoran, las excavadoras rompen un pedazo dc calle y una tierra roja se abre como una herida. La multitud avanza presurosa, hay mirones clavados en las aceras. Te detienes a contemplar esos carteles hermosos como dragones antillanos devorando helados de fresa. En 12 y 23, un olor a pan te recuerda el sabor de los senos de aquella mujer que una noche te dijo mi alma mi vida mi corazón mi cielo mi niño mi amor. Navegaste lejos en sus huesos y más tarde la viste alejarse dando saltitos  como una tojosa bajo la llovizna.

 Qué febrilor devoras en estas tardes grises. Qué grisor enamoras con tus cuatro narices. Va a llover y te pones un poco sentimental y semental, te alimentas de deseos insatisfechos, de jugosas violencias, de labios sobre los que triunfa tu ansiedad. Cada vez que miras hacia el cielo, derribas siete auras tiñosas. Confiesa tus envidias, tus temores, tus ideas ofidias, todos tus desamores, resquemores, venganzas y olvidores. Lava tus pequeñas miserias humanas, tus moscas soberanas, los trapos sucios de tu misteriosa razón. Fuego a la lata, hierro a la pata, mata al que mata, ajusticia al burgués con su corbata. Qué nubario de dientes atraviesa tu mente. Llueve tu soledad en los techos de la ciudad. Qué arañor en el agua y en el aire. Qué calor en los huesos. Qué estupor en tu mirada casi pura. Quizás pases con otro que te diga al oído esas frases que nadie como yo te dirá, pero noche tras noche pensarás en mis besos, revivirás los sueños de un ensueño perdido, y si el otro te oyera sollozar le dirás que no es nada, nada, que ha sido el viento, en fin, que acaso te quedaste dormida, tuviste pesadillas y fue sólo un momento.

  Chipe chiro chides chili chiza chirás chila chima chino chihas chita chitu chimus chiÍo chiy chipal chipa chirás chila chici chica chitriz chide chimi chimor chidi chida ¿chiver chidad chimi chine china?

 En 12 Y 23 cambias de ómnibus, saludas a conocidos del batallón o del trabajo, contemplas ese enorme cartel en rojo, blanco y negro que te habla de futuras victorias. Este sitio está ahora en penumbras, escasean los bombillos, las balas tienen la palabra, los nuevos días nacen entre aullidos. Llega la 27, apúrate, ocupa tu lugar, buenas noches, ¿cómo anda la familia? Yo estoy sembrando en Artemisa. Suben niños y ancianos. Hay una multitud a las puertas del cine.  La oscuridad zumba en el cementerio. Mientras avanzas te interrogas acerca de todo lo humano y lo divino y lo general y lo colectivo y lo individual y lo infame y lo hermoso y lo manco y lo social. Esta realidad no es sacudida por el viento en una esquina sino más bien al revés: es ella la que sacude mis raíces, recorre y agita mi pellejo.

 Detrás de la frivolidad de las palabras que escupimos contra un vidrio, detrás de la inutilidad de los largos diálogos que espumean los recuerdos, detrás de mis dientes que mordieron derrotas y lágrimas, detrás de la luz apacible están mis fémures encañonando al enemigo, mi esternón melancólico, mis sudores heroicos, mis humildes verdades mano a mano. Esto no es un discurso ni una carta ni un poema lírico. Más bien una crónica en trance de madurar en el papel, una crónica ungida de toda suerte de fugaces materias, de desperdicios que van quedando de todo lo que se va, porque el mundo se agrieta  pero saltan los retoños, toda creación dispara su grito, y la alegría es la espuma de los muros en que los amantes escriben  VIVA LA REVOLUCIÓN, sus nombres, fechas, y en este papel  mi pobre pedazo de muro resquebrajado por el viento yo escribo mis palabras oxidadas, difíciles de horrar o de cubrir, y dibujo como un niño al mapa de mi isla. ¿Qué es un discurso?  ¿Qué es una crónica? ¿Cuál es el secreto de la luz que reverbera en 12 y 23?

 Dígale al carnicero que su delantal es la bandera de esta época, muela mis huesos en su mortero y reparta el polvo por el mundo. Dígale al buitre que en mis entrañas tiene su casa. Dígale a esa niña que se peina ante su sombra que mis zapatos están llenos de muerte. Mi tiempo se está muriendo en el tiempo de los que pasan, en la muerte de los que llegan. No estoy hecho de una pieza: SOY universo, fuego, mierda. Soy un tiempo que cruje, un viento que empuja las puertas en que se ha recluido, con su acné juvenil, despeinada la soledad. El hombre a quien saludaste en la esquina de 12 y 23 es más que una camisa, una cabeza y un cuchillo. Mi tiempo se desgasta en oscuros motores, en cajas reventadas, en barcos y máscaras que humean. Mi tiempo precipitado y eléctrico. Tu tiempo pastoso y gris. Mi tiempo detenido en una estatua sin cabeza. Tu tiempo elástico y fino rumbo a los ministerios. Mi tiempo de bestia voraz a la mesa del tiempo. El tiempo de los viajes en la máquina del olvido.  El tiempo de las miserias cibernéticas.  El tiempo de la gran primavera del cáncer. El tiempo de la abundancia de los más bellos artículos de consumo. El tiempo de las pesadillas sublimes como una historia de amor en un cinemascope made in Hollywood.  El tiempo del hambre descomunal. El tiempo de la mentira.  El tiempo de las revoluciones.

 Este no es el centro del mundo, desde luego. ¿Pero cuál es el centro del mundo, señor carnicero? ¿Acaso el centro del mundo está en su brazo mientras descuartiza una res? ¿Acaso el centro del mundo está allí donde revienta la última bomba, donde los cadáveres, desintegrándose, bailan y se mueren de risa, mientras usted, sentado en su oficina, cuenta sus razones como hermosas monedas cantarinas?  Este no es el centro del mundo pero es el centro de mi mundo, el centro de la ciudad más clara de la tierra, un lugar en que se cortan dos calles que nacen en el mar y mueren en la violencia de la lluvia, en la limpia ciudad de la muerte. Este es el centro de mi mundo.  Este es acaso el verdadero centro del mundo.


 Poema final de Abrí la verja de hierro (Contemporáneos, 1973). Poema-discursivo, de versos largos, como tantos de ese libro, para facilitar su lectura en formato blog se le estructura como prosa. 

sábado, 10 de agosto de 2019

Calle de las Sierpes



Oliverio Girondo



                 A D. Ramón Gómez de la Serna

Una corriente de brazos y de espaldas
nos encauza
y nos hace desembocar
bajo los abanicos,
las pipas,
los anteojos enormes
colgados en medio de la calle;
únicos testimonios de una raza
desaparecida de gigantes.

Sentados al borde de las sillas,
cual si fueran a dar un brinco
y ponerse a bailar,
los parroquianos de los cafés
aplauden la actividad del camarero,
mientras los limpiabotas les lustran los zapatos
hasta que pueda leerse
el anuncio de la corrida del domingo.

Con sus caras de mascarón de proa,
el habano hace las veces de bauprés,
los hacendados penetran
en los despachos de bebidas,
a muletear los argumentos
como si entraran a matar;
y acodados en los mostradores,
que simulan barreras,
brindan a la concurrencia
el miura disecado
que asoma la cabeza en la pared.

Ceñidos en sus capas, como toreros,
los curas entran en las peluquerías
a afeitarse en cuatrocientos espejos a la vez
y cuando salen a la calle
ya tienen una barba de tres días.

En los invernáculos
edificados por los círculos,
la pereza se da como en ninguna parte
y los socios la ingieren
con churros o con horchata,
para encallar en los sillones
sus abulias y sus laxitudes de fantoches.

Cada doscientos cuarenta y siete hombres,
trescientos doce curas
y doscientos noventa y tres soldados,
pasa una mujer.
A medida que nos aproximamos
las piedras se van dando mejor.