lunes, 19 de agosto de 2019

La calle de Rimbaud



 José Lezama Lima 

 El súbito de la obra de Rimbaud presupone la revisión de lo que Worringer llama "la cultura de las altas empalizadas". La ciudad de barro que parece que gira con las ordenanzas solares, situada como fin momentáneo del desierto, con el júbilo albar de la llegada y de la despedida a hora indeclinable. La ausencia del padre por la muerte, engendrando la rigidez sustitutiva matriarcal, con el misterioso sentido de su hermana Isabel para seguir, anotar, cuidar mágicamente el prodigio cercano, exacerban la raíz tribal de Rimbaud, como festival por la penetración en la ciudad y con el paso fuerte, sonado sobre el tambor de los conjuros, de una retirada que todavía nos deja encandilados y como invadiéndonos de asombros. Esa insistencia que aparece en las Iluminaciones como un árbol cuña que termina por destruir un paredón por la ciudad a que se llega, por la ciudad que se fue deshaciendo sobre la arena de su imagen, nos deja como la sensación de los gritos de asombro de los cuadrilleros, cuando sin poder anclarse en el sueño, tienen que llegar al cambiante paraíso del mercado, donde su erotismo se evapora por los laberintos y las fuentes, para jugar a perderse y a reconstruirse.
 La ciudad como punto de avanzada en el desierto representa en Rimbaud un deslumbramiento ante la energía de su marcha, más que una preocupación por la finalidad sin fin, palomita kantiana, o con fin, desgarramiento místico por lo inmediato. En el mundo de los egipcios donde la penetración en el desierto estaba fijada en las pirámides, es decir, en la ciudad de los muertos, el alma comenzaba por apegarse a la extensión, al límite de las nubes como cercanía o lejanía; en Rimbaud, cuyo mundo carece de una preocupación teocrática de finalidad, la energía tan solo por llegar a la ciudad del alba o del crepúsculo, el mero asombro ante las empalizadas, la ciudad es para los pocos apoyos que necesita su imaginación al ponerse en marcha el remolino de la caballería, donde al fin la linealidad obstinada del jinete danza con voluptuosidad su propia dispersión. Obstinación de la dispersión, como una descarga de pólvora extendida por toda la ciudad.
 Su imaginación parece mostrar incesantemente el nacimiento del que llega y el asombro alcanzado como su contrapunto y su costumbre, es decir, en él el asombro no nace de dos naturalezas dispares unidas en un tumulto foudroyant, sino de la adecuación a un mundo al que se acaba de arribar. Cuando en las Iluminaciones se alboroza por el descubrimiento de una cascada, no corre a los otros para entregarle el secreto, sino es al gallo a quien le entrega esa ofrenda. "El alba y el niño —nos dice para subrayar el deslumbramiento del nuevo surgir de aguas nuevas— cayeron a lo hondo del bosque". La magia del garzón se ha encontrado con el nacimiento primitivo del alba para penetrar en el bosque. El bosque y el alba participan así en la leyenda del infante, que antes de penetrar en los mercados o en los fortines, en las grutas elaboradas o en los jardines boquirrubios, ha sido tocado por las transmutaciones de la naturaleza. Sus paseos por la ciudad serán siempre la nostalgia primitiva, la salvaje desconfianza por el escamoteo de los distintos trofeos naturales mostrados durante el desenvolvimiento meteórico o vegetativo de cada día, guardados en una imaginación como agazapada mientras se verifican aquellos retiramientos y después suelta de golpe el júbilo de su estar de nuevo, de entregarnos una confianza que se hace fiesta en la sangre.
 Este tipo de imaginación instaura siempre la pequeña ciudad africana, con la casa como finalidad del desierto. En la adolescencia, su obra con ese tipo de ciudad en la imaginación; en la madurez, lograda ya por su realidad esa ciudad que su imaginación necesitaba como su ley de gravedad, constituye el centro de sus contracciones de apetencias y rechazos. Su mismo silencio posterior parece, en su severidad inapelable, que al vivir su imaginación sus propias exigencias mágicas, no necesito de esa lejanía que le comunicaba el golpe súbito, el nacimiento sin casualidad de apoyo de su poesía. A veces, pensamos que si Rambaud hubiese hecho su infancia en una ciudad eritrera, en Casablanca o en Dakar, que desde niño su imaginación hubiese vivido en un fortín de avanzada de uno de aquellos desiertos, tal vez como hijo de un capitán aventurero, y hubiese después pasado a París o a Londres, su poesía se hubiese conservado en el acierto de esa ausencia, de su propia gravedad imaginativa, a lo largo de muchas estaciones. Pero así como es, con ese fragmento que parece como si le faltase y que es su sostén y su prodigio más perdurable, el que se acerca a su poesía parece como si tocase la misma "fuente de seda". La obsesión que muestra en la adolescencia por esas imágenes donde interviene la seda, con su frío de serpiente rozando la piel, con la irritación agradable de las dos pieles, como si avanzasen entrelazadas hasta escaparse voluptuosamente por la punta de los dedos, es del mismo tipo mágico que sus cuarenta mil francos de oro cosidos a su cinturón de colono africano. En un momento de las Iluminaciones, después de trazar uno de esos paisajes que lo hacen parecer como el perenne desembarcado en las islas, nos dice, como si hablase con el timonel de guardia nocturna: tiene que ser el fin del mundo si avanzamos. O el principio, añadimos, de la poesía y ¿quién podrá desplazar al joven cazador de ese lugar?
 La tierra que erotiza su poesía necesita de esa calle que se extiende desde las empalizadas hasta el pintarrajeo portuario. Y en esa calle, ofrecida como una secreta granada salvaje, la catedral, el colegio, la librería, la casa del profesor rebelde, el placer, ferias, la jaula de mimbre, los sombreros turcos, las escarapelas. Y las bibliotecas convertidas en guarida, donde se refugia como escolar fugado, y convierte las lecturas en paisajes, en islas movedizas ancladas en una flora de agua. Mientras leo las Iluminaciones, gusto de fingirme un Rimbaud leyendo los éxtasis de algún iniciado supercherista del siglo XVIII, las Memorias del conde de Saint Germain, por ejemplo. El conde, salido del sueño, conduce la armónica como un paraguas para penetrar en lo desconocido. "El fastidio y el sueño comenzaban a apoderarse de mí, cuando me vi sorprendido con la llegada de algunas carrozas". Lo despierta un palafrenero malicioso, que ahora es el que conduce la armónica. Las trompetas brotan de la gruta, como si quisieran romper la tierra. Penetra en la gruta rodeado de salmodias funerarias, y en el centro de un ataúd con un hombre muerto o adormecido. A su lado una figura vestida de blanco, con la vena de la mano derecha fluyendo una sangre lenta. Los demás en capas negras, con espadas. El visitador de la gruta está ahora en el cenador rodeado de lámparas, y el hombre del ataúd se acerca desfallecido. A los sones de la armónica, el hombre va reapareciendo en sus preguntas. Fugado adolescente encuentra, lo suponemos siguiendo ciertas leyes secretas de la gravitación imaginativa, un islote con su parasol, ensalmos para caminar por una tierra a la que se acerca el oído como para comprobar su propio despertar. Luego visita a su profesor en rebeldía, que no quiere distanciar lo real de su imagen. Lentamente ha llegado hasta el extremo de la calle, donde al nacer en él la conciencia de su persecución, contempla la jaula de mimbre donde una ardilla penetra en una fragata danesa. 
 Este asombro entre misterioso y enérgico del desembarcado, lleva a Rimbaud a esa alternancias que fijan bruscamente la poesía; si interjecciona: ¡palmas!, parece que su barco embriagado raspa la arena por el Indico o el Archipiélago de la Reina. Si exclama: ¡diamantes!, nos da la sensación de haber obtenido de un bandazo las cristalizaciones de las filtraciones por las entrañas del plutonismo. Sus temeridades, sus vertiginosos inicios apartados de cualquier adormecida causalidad, son hoy los primeros caminos seguros de la poesía y las tierras a las que llego están pobladas de colonos vigorosos. ¿El sostén durante los entrecruzamientos de la nueva visión en las nuevas islas? Alimentados del vino de las cavernas, pues Rimbaud se abandona más al tiempo poético del descubrimiento del rezumo inaugural del pámpano que a la era de la escritura del rostro en el espejo. ¿El sitio? En las posesiones de las aristocracias ultraterrenas, japonesas, guaraníes. Qué exultante para nosotros sería para nosotros perseguir esa palabra guaraníes, hasta que se despliega como una cartografía del paraíso en la imaginación de Rimbaud. ¿La fórmula? El espíritu de los pobres y un muy alto clero. De esa manera, Rimbaud en sus fragmentos totalizadores, no es tan solo el vigoroso empujón a la metáfora y a la penetración en la región del incesante nacimiento de las cascadas y de las casas arquetípicas, despertadas en esa nueva tierra de la poesía, al adquirir sus dominios soterrados, sino el hijo secreto del hechicero, que a hurtadillas pronuncia sílabas para las consejas, superiores a las de su padre, y estructuradas para que las enfermedades no se aposenten, con más brevedad y fortuna de toques, que la curación del jefe de la tribu por el venerable y centenario hechicero.

 Agosto 7, 1955.

 Tratados en La Habana, Universidad de Las Villas, 1958.  

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