martes, 28 de junio de 2022

Yerbas del tarahumara

 

Alfonso Reyes


Han bajado los indios tarahumaras,
que es señal de mal año
y de cosecha pobre en la montaña.
Desnudos y curtidos,
duros en la lustrosa piel manchada,
denegridos de viento y de sol, animan
las calles de Chihuahua,
lentos y recelosos,
con todos los resortes del miedo contraídos,
como panteras mansas.

Desnudos y curtidos,
bravos habitadores de la nieve
—como hablan de tú—,
contestan siempre así la pregunta obligada:
—"Y tú ¿no tienes frío en la cara?"

Mal año en la montaña,
cuando el grave deshielo de las cumbres
escurre hasta los pueblos la manada
de animales humanos con el hato e la espalda.

Los hicieron católicos
los misioneros de la Nueva España
—esos corderos de corazón de león.
Y, sin pan y sin vino,
ellos celebran la función cristiana
con su cerveza-chicha y su pinole,
que es un polvo de todos los sabores.

Beben tesgüiño de maíz y peyote,
yerba de los portentos,
sinfonía lograda
que convierte los ruidos en colores;
y larga borrachera metafísica
los compensa de andar sobre la tierra,
que es, al fin y a la postre,
la dolencia común de las razas de los hombres.
Campeones de la Maratón del mundo,
nutridos en la carne ácida del venado,
llegarán los primeros con el triunfo
el día que saltemos la muralla
de los cinco sentidos.

A veces, traen oro de sus ocultas minas,
y todo el día rompen los terrones,
sentados en la calle,
entre la envidia culta de los blancos.
Hoy solo traen yerbas en el hato,
las yerbas de salud que cambian por centavos:
yerbaniz, limoncillo, simonillo,
que alivian las difíciles entrañas,
junto con la orejela de ratón
para el mal que la gente llama "bilis";
y la yerba del venado, del chuchupaste
y la yerba del indio, que restauran la sangre;
el pasto de ocotillo de los golpes contusos,
contrayerba para las fiebres pantanosas,
la yerba de la víbora que cura los resfríos;
collares de semillas de ojos de venado,
tan eficaces para el sortilegio;
y la sangre de grado, que aprieta las encías
y agarra en la nariz los dientes flojos.

(Nuestro Francisco Hernández
—El Plinio Mexicano de los Mil y Quinientos—
logró hasta mil doscientas plantas mágicas
de la farmacopea de los indios.
Sin ser un gran botánico,
don Felipe Segundo
supo gastar setenta mil ducados,
¡para que luego aquel herbario único
se perdiera en la incuria y el polvo!
Porque el padre Moxó nos asegura
que no fue culpa del incendio
que en el siglo décimo séptimo
aconteció en El Escorial.)


Con la paciencia muda de la hormiga,
los indios van juntando sobre el suelo
la yerbecita en haces
—perfectos en su ciencia natural.



domingo, 26 de junio de 2022

Visita a Alfonso Reyes

 

 Félix Lizaso 

 Llegar a México y preguntar a los amigos que nos rodean por Alfonso Reyes, es el primer trámite obligatorio para muchos escritores que visitan la gran ciudad. Y desde los últimos años, en que se supo que el maestro y generoso amigo había tenido algún trastorno de salud, ese interés ha crecido: "¿Cómo está Alfonso Reyes?"

 Por suerte el maestro de las letras americanas superó cierta crisis circulatoria que hace tiempo le aquejara y su salud ya no da temores excesivos. Sin embargo, el informe primero que recibo de Chacón y Calvo, que ha llegado tres días antes, es que Alfonso está de vacaciones en Cuernavaca, pero había venido a la ciudad con motivo del Congreso de Academias de la Lengua, que a todos nos había convocado y reunido. Ya nuestro fraternal José María había tenido oportunidad, cuando nos informaba, no sólo de visitarlo, sino de pasar casi medio día en su casa, invitado a la mesa cordial, junto a Manuelita, la gran compañera y bibliotecaria insustituible, al punto de que sin ella no sabría a ciencia cierta dónde se encuentran muchos de sus libros, en la extensa, clara y nutrida biblioteca que es su casa.

 Ahora también fuimos allí a saludarlo, aunque ya lo habíamos visto y cambiado algunas palabras en la propia sede de la Conferencia. Aunque oficialmente su intervención era mínima, el maestro había acudido una y otra vez al tanto de esa obligación de la cortesía, ya tan proverbial en el mexicano, pero de la que Alfonso hace culto, al punto de que uno de sus libros —libro encantador por cierto— tiene ese simple título: Cortesía.

 Allí estaba Alfonso, siempre rodeado de admiradores y de amigos lejanos, para quienes saludarlo y conversar con el eminente hombre de letras era uno de los puntos esenciales de su programa en México. Porque no ya al llegar, sino aun antes de salir, ya en nuestro programa se apunta ese nombre, asociado siempre a lo mejor del país hermano.

 Queríamos después despedirnos, y la voz de Manuelita nos invitó a ir en seguida a su casa un poco retirada, en Tacubaya, al extremo de la Avenida Tamaulipas, con señas muy concretas para que no haya pérdida, como ésta: "al llegar al cine Lido". Y Alfonso estaba allí esperándonos, a pesar de su mucho quehacer, de la correspondencia extensísima, de las pruebas siempre pendientes de revisar, de los libros en que está trabajando.

 Los que hemos penetrado en su biblioteca, no podremos olvidar nunca la impresión que produce en el ánimo aquel amplio cuerpo, de altura como de dos plantas, todo tapizado de libros, que dan sus vistosos y variados lomos a la contemplación, entre diplomas y cuadros, y por acá y por allá, sobre estantes simétricamente dispuestos, objetos de arte, desde lo popular a lo de más exclusiva cultura. En larga vida de diplomático y de hombre de letras acumuló rarezas en todos los órdenes, que ahora lucen en esa iluminación maravillosa que entra por los cristales y baña los objetos y los espíritus. Allí, cuando por primera vez lo visitamos, fue una larga conversación en que participaban Cossío Villegas y Raimundo Lida, dos magníficos y fraternales amigos.

 Ahora estamos solos. La conversación es sencilla, humana, apenas rozando los temas literarios. De pronto, una dama francesa entra en busca de una revista. Commerce tal vez. Allá está, en un lugar en que se alinean las revistas modernas de Europa. Acaso la colección estaría completa y podía hallarse el número buscado. Pero era una lástima que Manuelita no pudiera venir, recogida en su habitación por alguna molestia de salud. Y eso nos hizo pensar lo que siempre se piensa cuando vamos a visitar a Alfonso Reyes en su casa.

 No es propiamente una casa, sino una biblioteca en todo el rigor de la palabra, con unas cuantas habitaciones de vivienda disimuladas, que dan acceso al gran salón principal. Su mismo comedor es una pieza así, pequeña, sin lujo, meramente funcional.

 En aquella casa lo que importa es el sitio donde se piensa, donde se escribe, donde se crean esos grandes libros en que el autor ha ido dejando la huella más profunda de su vida, de sus experiencias literarias, de sus pesquisas y meditaciones, de su gran estilo vital.

 Y salimos, como siempre, pensando en Goethe; pues ¿quién en nuestra América tiene más puntos de contacto que Alfonso Reyes con el gran animador de la cultura moderna? Como los viajeros del pasado siglo iban a Weimar para verlo y saludarlo, los viajeros que vamos a México preguntamos, antes que por ninguna otra cosa de interés, por Alfonso Reyes. Vamos a llevarle nuestro saludo y nuestra admiración.


 EL Mundo, 15 de Mayo de 1951. Tomado de Páginas sobre Alfonso Reyes 1946-1957, Edición de Homenaje, Universidad de Nuevo León, Monterrey, 1957, pp. 164-67.  


sábado, 25 de junio de 2022

Un error de Alfonso Reyes


  

 Lino Novás Calvo

 Los “altafrentes” están inclinando la mirada. Como tenía que suceder, los últimos en hacerlo han sido los latinos, generalmente más secos, rígidos y quebradizos. Pero todo llega. Primero fue Gide. Ahora es Alfonso Reyes. El género bastardo está siendo reconocido por ellos. Este género es el detectivesco.

 Pero aquí asoma ya un cisma de índole intelectual. Gide, cismático por naturaleza, no cae, sin embargo, en él. Gide, que nunca fue buen novelista —cosa que él sabe y confiesa— sabe apreciar como pocos lo que es una buena novela, y tiene siempre el valor de aclamarla, por mucho que niegue su propio modo de sentir y pensar. Así ha ocurrido con sus notas sobre literatura norteamericana moderna, literatura juvenil que es, en sus mejores ejemplos, la negación de todos los Gides. Pero el viejo André tiene aún bastante juventud en las venas para proclamar, por ejemplo, a Red harvest (novela policiaca) como una de las grandes obras de la literatura contemporánea.

 Esto es sintomático y de gran alcance. A mi ver el respeto que está conquistando ese género entre los “frentealtas” se debe a que existe una cosecha de escritores, revelados entre las dos guerras, que, aún dentro de la receta detectivesca, han producido novelas que son buenas en sí mismas, que valen por su técnica, sus personajes, su atmósfera, su estilo, su lenguaje y su drama humano, aparte del cebo y gancho que usen para el mercado. Pero se debe a algo más. Yo creo que la novela ha llegado a una etapa en que tiene que volver a ser… novela. Nada menos, pero nada más, que novela. Y es ahí donde enlaza con el género policíaco, que fue (en los pasados años de soberbia, confusión, intelectualismo y sofisticación) el que conservó su legítima e indisputable posición de narración pura de una historia ficticia.

 Y es al llegar ahí donde nos encontramos con Alfonso Reyes. Reyes se ha inclinado de poco acá a esa nueva ciencia, o lo que sea, que se llama teoría de la literatura. Reyes es también un viejo joven. Vive alerta y, desde su México picajoso, capta con ductilidad las nuevas corrientes. Muchos lectores cultos en nuestra América siguen sus escritos y algunos hacen de ella su cartilla. Pero Reyes se queda más acá y más arriba de Gide. Su referencia respetuosa y acogedora a la novela policíaca de seguro que repercutirá en otros que hasta ahora la leían y comentaban de un modo vergonzante. Por eso es arriesgado dejar pasar, junto a sus aciertos, sus errores.

 Uno de los errores de Reyes, a este propósito, es vicio de origen. La frente alta, el ceño intelectual, se inclinó al género, pero no lo bastante. Se quedó en las capas altas, depuradas, elecubrativas y cerebrales. Es decir, en lo que precisamente lo amuralla, constriñe y ciega: su problema y su forma. No ha podido Reyes bajar a la vida misma. Así se explica que cite, como figuras descollantes en épocas sucesivas, a Poe, Chesterton y Dorothy Sayers. Nadie, desde luego, tiene por qué escatimar méritos a esas figuras —méritos en el problema, en la intriga, en la forma, en el misterio y en el ingenio. Pero han llevado a la narración policíaca a la zona donde se esteriliza la novela, a donde no van las magníficas novelas que, en la literatura norteamericana, han logrado un brillante compromiso entre las dos zonas: la policíaca y la novelística simple. Así se explica también que Reyes cite, como dechado en nuestro idioma, los acertijos intelectuales de un tal “Busto Domecq” (según mis noticias, Jorge Luis Borges) y desconozca intentos anteriores sin dudas mucho más vitales y duraderos.

 El error de Reyes es una preferencia que puede ser dañina en nuestra literatura cuando la novela (perdida en el caos experimental y los contrabandos políticos, científicos, sociológicos y filosóficos de los últimos años) quizás vuelva a encontrar su camino guiada, en parte, por lo que la narración policíaca ha conservado de novela. Existen grandes ejemplos de reorientación en la novela norteamericana, donde lo detectivesco enlazan, pero no por la punta que propone Alfonso Reyes, que es la elucubrativa e intelectual, sino por el cabo de la trama del drama vital y el documento humano que impresionó a Gide en las novelas de Dashiell Hammet.

 Es en esa zona de empate donde acaso se esté nutriendo la próxima generación de novelistas que habrán de suceder a los Hemingway, los Faulkner, los Caldwell y los Steinbeck. Crimen y castigo había dado la norma, luego olvidada, en que se borran las fronteras de la novela policíaca y la novela sin adjetivo. Acaso ahora sea el momento de recoger, con nuevos alientos, materiales, técnicas y motivos, la lección perdida. Y es seguro que esos jóvenes novelistas habrán olvidado, antes de empezar, la existencia de Poe, Chesterton y Sayers, tanto como la de todo ese fárrago de whoduniters, de acertijeros y simples entretenedores de que está atrofiado el género policíaco. En cambio, con seguridad tendrán muy presentes, junto a los citados precursores de la novela-novela, thrillers de tan alta calidad como The postman always rings twice (Cain); Red harvest; The glass key y The maltese falcon (Hammet); Fine sinister characters; The big sleep y, sobre todo, Farewell my darling (Raymond Chandler). Por lo menos, yo lo haría así.

 Es por este camino por el que, a mi ver, hay que tender la mirada. Desde luego, no para seguir servilmente los ejemplos, por buenos que sean, sino para ejercitar las propias facultades de modo que no vayan a quemarse en juegos intelectuales, en cerebralismos policiales. En este punto, el maestro Reyes ha equivocado la plana y corresponde a sus discípulos enmendársela.


 Información, La Habana, 9 (139): 36, junio 10, 1945. Tomado de Órbita de Lino Novás Calvo, Ediciones Unión, 2008, pp. 427-30. 

viernes, 24 de junio de 2022

La casa de las fieras

 

  Alfonso Reyes 

 Reír es propio del hombre. Y, sobre todo, reírse de sí mismo. La sátira del «disfraz animal», desde Bilpay, Bercebuey o Esopo —hasta el Chantecler, de penosa memoria (confieso que a mí me divierte mucho a ratos)— disfraza nuestros pecados de ardillas y zorros, de urracas, de cigarras y hormigas, sin que los pobres animalitos de Dios se llamen a ofensa, porque la burla no va contra ellos, sino contra el Rey de la Creación.

 Cuando «Segismundo» se enfrenta con los animales y las plantas, sinceramente se declara inferior a ellos en todos los órdenes físicos y metafísicos que recorre. Pa­rece, en efecto, que, teniendo yo más alma, tengo menos libertad que las aves.

 Poco a poco, nos aficionamos al animal en sí. Las costumbres hieráticas del escarabajo sagrado —descritas por el dulce viejo de Aviñón—, la danza nupcial de los alacranes, nos van cautivando por sí mismas, y ya no buscamos aquí un simple pretexto para censurar los vicios del hombre.

 Cansado de bucear en los siete pecados de los hijos de Adán, el novelista Alfonso Hernández Catá empuja hoy la reja, y entra, decididamente, en la casa de fieras. ¿Quién, entre mis amigos de Cuba, no conoce a Hernández Catá? Se acerca a los animales con un ánimo mezclado de observador y de satírico. Muchas cosas que no había querido decir en los otros libros va a decirlas ahora. Hay aquí, por estas páginas, muchas sonrisas dispersas. Sonreír es lo propio de algunos hombres...

 Leyendo sus amenas páginas, amigo y tocayo, me he acordado muchas veces de la revelación más plena que he tenido de Ud., de su carácter y su trato, de su experiencia de novelista y de hombre, de las cosas que le ha enseñado la vida o, mejor dicho, que le han enseñado los sufrimientos: rodeado por sus criaturas, Ud. les improvisaba un día cuentecillos, fábulas, explicaciones concisas e ingeniosas de las cosas del mundo. Y una atención sería, sagrada, dilataba los lindos ojos de sus dos niñas. 

 Ahora tiene Ud. un auditorio menos inteligente, es cierto. «Contigo hablo, bestia fiera», clamaba nuestro Ruiz de Alarcón enfrentándose, desde un prólogo, con el público de sus comedias. Y Ud. entra en la casa de fieras bajo el signo, por la señal de los nombres que Ud. mismo invoca: Michelet, Anatole France, Fabre, Kipling, Abel Bonard, Jules Renard, Maeterlinck, Colette (¡oh, Colette! Esa perra de su última novelita, llena de perfecciones, pero que tenía el defecto de no gustar de los animales, al grado de abandonar a sus crías para cumplir con el deber domestico de acudir al teléfono, esa perra, Colette —digámoslo a la antigua— vale un Potosí). También recuerda Ud. a Lugones, al mexicano Tablada, a Apollinaire, a Moreno Villa y a Charles Derennes. Y añade Ud., con gracioso tino: «Además, no se trata de enfrentarse inexorablemente con la verdad, sino de hacerle un guiño al paso.» ¿Ha escrito Ud. mismo una línea más sugestiva? ¿Se puede definir mejor la obra del poeta? 

 Porque aquí ya no sé si trato con novelista, con fabulista, con satírico o con poeta. Acaso porque trato con el hombre todo, con el hombre en su oficio más exquisito —y no generalizado en la especie—, en su oficio de son­ reír. A los animales —dice Chesterton— hay que tratarlos en forma que no se jacten de que el hombre los toma en serio. Hay que pensarlo bien desde el nombre que se les pone. Yo creo firmemente que el largo cuello de la jirafa se debe al orgullo con que se vio traída y llevada en las discusiones de Lamarckianos y Darwinistas, sobre aquello de la función y el órgano, de la selección natural, del carácter adquirido y del hábito hereditario. 

 Y ahora que le hemos torcido el cuello al cisne, yo propondría que le torzamos el cuello a la jirafa. De esta nueva estética, toda una literatura nacería armada, como los guerreros de Cadmo, hijos de los colmillos del Dragón mitológico. Aniquilaríamos a los vegetarianos que tienen piedad de las reses, y a los filántropos que creen que una mala vida humana vale más que una alta idea. Tomaríamos nuestras precauciones con el Hermano Lobo, y haríamos lo del cuáquero que —por si estaba escrito que muriera, no él, sino su enemigo— salía siempre como el cazador que se echa al monte: con el arma en la mano.

 Bienvenido el nuevo libro de Hernández Catá, lleno de motivos y mensajes. ¡Dichosa miel madura! Él también —como el personaje que tenía a diario una cita con el elefante del Zoológico— ha salvado, sin que se le entremezcla el alma, esa media muerte que está en la mitad del camino de la vida.


 Social, La Habana, noviembre de 1923. Tomado Alfonso Reyes: Entre libros: 1912-1923. El Colegio de México, 1948, pp. 221-22. 

lunes, 20 de junio de 2022

Un libro de versos de Alfonso Reyes: Pausa


 Alfonso Reyes, nuestro colaborador y amigo, nos ha enviado con dedicatoria llena de cariño, éste nuevo libro de versos: Pausa. Con el gusto de releer, y sobre todo, “lo que no estaba impreso de igual modo”, como reza el lema de la primera parte, hemos vuelto a gustar de sus versos de Huellas, su primer libro de poemas publicado en México, del que entresaca: aquellas composiciones que están más de acuerdo con su actual sensibilidad poética.

En las composiciones de Pocas sílabas y Ventanas, las otras dos partes del libro, nos parece hallar una antología de momentos culminantes de una sensibilidad, aun cuando no sea siempre fácil desentrañar su verdadero sentido. 

Y hay en toda la obra una mezcla de fragancia ingenua como de romance y de gongorismo, que le da un aire propio e inconfundible. En esta página de Social ofrecemos dos composiciones de este libro, correspondiendo a cada una de sus partes.

  

El mal confitero

 

Es Toledo ciudad eclesiástica.

Para sola una noche del año,

Sus vides domésticas

Dan un vino claro.

 

Un vinillo que el gusto arrebola

Del epónimo mazapán,

Y que predispone muy plácidamente

Para recibir hasta el alma del aroma Canonical

De las uvas negras en aguardiente.

 

Y es que la Iglesia

Consiente la gula:

Para cada antojo hay una licencia;

Para cada confite, una bula.

 

Y cándida azúcar chorrea

Por el transparente de la Catedral;

Y en sus brazos arrulla la Virgen

Al pequeño dios comestible,

Rosado y salmón;

Y ¡oh, que famosas tajadas de Alcázar

Si, como es granito, fuera turrón!

 

Y es que la Iglesia consciente la gula;

Y monja sé yo que toda es azúcar.

Y que tiene vicioso al cielo

De la miel hilada al pelo,

Y sabe hacer unos letuarios de nueces,

Y otros de zanahorias raheces,

Y el diacitrón, codonate y roseta,

Y la cominada de Alejandría,

Y otras cosas tantas que no acabaría.

 

¿Pero aquel confitero que había,

que en azúcar y almendra y canela

los santos misterios hacía?

La Pentecostés y la Trinidad,

Y el Corpus y la Ascensión,

Y un Jesús casi de verdad

Con una almendrita en el corazón.

 

Pero tiene sus reglas el arte,

Y a cada figura, su parte.

Y también había un Luzbel

Con una cara ácida y larga,

Y le ponía en el corazón

Una insólita almendra amarga.

 

¡Terror de las madres: muerte solapada

en las golosinas!

¡Sazón a mansalva,

con el cardenillo de las cocinas!

 

Bien se yo que tiene sus reglas el arte,

Y a cada figura le toca su parte.

Mas ¿garapiñar almendras amargas,

así sean las del corazón?

Caridades escusadas,

A fe mía, son.

 

¿Disfrazar un Luzbel con maña,

que se lo confunda con un Salvador?

Caridades excusadas,

A fe mía, son.

 

¡Oh, buen hacedor!

Hay arte mejor:

No me vendas rencor en almíbar,

Si he de hallar acíbar

En el corazón.


La Pipa del Cantábrico



La pipa que ataqué en Lequeitio llega humeando hasta Motrico, 

donde suelta una murga marinera, desde un balcón aéreo, su música a la plaza.

Casas negras —los ojos venecianos— se arrojan sobre el mar a pico, 

y, a lomos de la iglesia —telaraña de yodo— una inmensa red se solaza.


Hinchada de domingo, brinca en el frontón la pelota.

Ruedan por la calle en torrente, los destrozos de música.

El aire en guiñapos irrumpe por la tarde rota,

y un agua de plomo en los regazos del muelle se acumula.


Anda en la resaca de boinas y camisas la danza 

—pueblo vegetal que agradece los regalos del suelo.

Y cuando el cohetero sus racimos de estrellas lanza, 

descorchado el astro, saltan temblorosos rayos de sidra por el cielo. 



Social, marzo de 1927, p. 38. 

sábado, 18 de junio de 2022

Trópico, tropo, tropismos. La Habana en “Golfo de México”



  Pedro Marqués de Armas  

  1.

 Tras once años de exilio en Europa, Alfonso Reyes retornó a México en 1924. Los preparativos de ese viaje le tomaron tiempo; los dilató cuanto pudo. Pero al fin, el 14 de abril, embarcó en Santander junto a su esposa e hijo en el vapor Cristóbal Colón. Dieciocho días de travesía con una escala de setenta y dos horas en La Habana. En el trayecto hacia Veracruz, adonde arriba el 7 de mayo, trazará unos versos (quizás unos apuntes) que, meses más tarde, se convierten en uno de sus mejores poemas: “Trópico”.

 De La Habana tenía el recuerdo de 1913. Esas imágenes, y otras que llegan en cartas de Pedro Henríquez Ureña o por la frecuentación de Chacón y Calvo en Madrid, conforman su universo cubano. Desde luego, recibe los números de El Fígaro, Gráfico, Heraldo de Cuba o Social, donde colabora. Y se suman algunas reminiscencias paternas, de cuando el general Bernardo Reyes, ya con el destino encapotado, pasó por aquella ciudad.

 Reyes atracó entonces un 14 de agosto. Se encaminó a saludar a sus amigos, y al no topar con ninguno, terminó visitando a un representante de su país en una casona del Vedado en la que departe en un “jardín lleno de brisa”. Había visto en aguas territoriales de su país cómo un acorazado americano “ensayaba sus cañones sobre una barquita lejana” en alarde de fuerza. Y a la entrada de la bahía habanera debió ver los restos del Maine, ahora en la superficie.

 Sin embargo, evoca motivos más gratos que aquel armatoste: “¿Quién puede olvidar los refrescos de La Habana? ¿Y el Malecón, en puesta de sol? ¡Oh de color y calor, una vez sentido y siempre evocado! Andamos bajo el fuego de Dios, como beduinos, con la cría a cuestas”. Señala, por último, una inesperada visita cuando se dispone a partir: “Al otro día, muy de mañana, vino al barco a saludarme el poeta Chocano”.

 Este saludo se torna predictivo de una mirada de América que, con el tiempo, al dominarse a sí misma, se volverá más diversa y precisa. Reyes descree del poeta, pero admira al personaje, no menos expansivo que su poesía. Y mientras uno escapa al convulso escenario de su propio país, el otro extranjero expulsado– conspira a lo grande y se apresta a encontrar el filón que le conduzca de vuelta “a la entraña de la revolución”.

 Al haber diferido su destino a la Hélade, Reyes tendrá todavía que bregar un trecho para dar con un tono más próximo: para que entre el entorno a su poesía. Chocano por más que lo intenta no alcanza el detalle. En sus muchos poemas de inspiración tropical las palmas tapan las ruinas y otros símbolos –el Morro, el Maine– quedan adheridos a una misma pátina efusiva.

 En Madrid, en 1915, Reyes escribe estos versos: “Yo de la tierra huí de mis mayores / (¡ay casa mía grande, casa única!)”. Significan un cambio de orientación que, si bien tiene que pasar todavía por la prueba dramática de Ifigenia Cruel (1923), prepara ya desde entonces un estilo propicio a sus futuros poemas de viajes, como a su propio, soterrado, regreso.

 Mientras tanto, los contornos del trópico se delinearon de modo cada vez más nítido en la poesía de José Juan Tablada y de Carlos Pellicer, entre otros. Y no falta nada para que esa noción se torne crítica y sea asumida sin recatos.

 En su artículo “Palabra que hemos manchado. Tropicalismo”, publicado en El Fígaro en 1922, Gabriela Mistral enumeraba las causas que habían reducido el término: el apego a las teorías de Taine, la tesis climática, un nuevo exotismo para solaz y consumo de países fríos, cuando se trata, decía la poeta chilena, de una geografía espiritual. No encuentra tropicalismo alguno, en el sentido de exuberancia, en los poetas de la región. El término se ha impuesto para señalar una expresión inacabada, de barbarie artística, de cultura por cuajar. Pero resulta todo lo contrario, un vector espiritual que, según Mistral, debía entenderse como un revulsivo frente a la idolatría y los lugares comunes.

 ¿Por qué no el colibrí se pregunta– en vez del papagayo tornasolado? Para afirmar: “El trópico no es excesivo, es intenso”. Esta intensidad, este trópico intensivo, ya estaba en Darío: vertical y errante, meridiano y meditabundo a un mismo tiempo. No en el Darío de la América-Idea, sino en el más fáctico de “Epístola a la Señora de Leopoldo Lugones”, aquel que pone en jaque toda quimera:

 Y si había un calor atroz, también había

 todas las consecuencias y ventajas del día

 en panorama igual al de los cuadros y hasta

 igual al mejor de la fantasía.

 Una luz, en fin, que dejará ver los “cuadros” de la realidad como se ven en el poema las nucas de los delegados panamericanos donde ya no clava su aguijón el mosquito de la fiebre amarilla.


  2.

 Entretanto la idea de Reyes sobre México se había hecho más universal, como también su imagen de América, sus mares e islas. También había cambiado su concepción de la figura del viajero, que se vuelve menos mítica y encarna el lugar de la persona. Viajero y viaje se funden en un observador común, capaz de llevar al poema en su desplazamiento– todo un tejido ubicuo y referencial como el de sus crónicas breves.

 En estas transformaciones debe ubicarse “Trópico”. El propio Reyes sostendría que los poemas escritos en 1924, en el curso de aquel viaje a su país o durante su estancia en él, implicaron un cambio de signo en su poesía que avanzaba el estilo de su producción posterior. Definió los poemas concebidos en este tránsito como “poesía objetiva”, por oposición a una subjetividad (anímica, en algún grado biográfica) de la que quería librarse. Apunta al efecto su deseo de domeñar cierto pathos, lo que, en sus términos, requería no “meterse” en sus propios versos.

 Poema largamente depurado, todavía el 30 de junio lo trabajaba de esa manera más objetual. La define como un “entretenerse” en la labor, como un dejarse ir en ella. Un proceso, pues, que demanda continuidad en la medida en que no agota, como en una composición mallarmeana, sus posibilidades.

 Algo de esa depuración reflexiva, pero también práctica, sin descontar que no es para nada un poeta a tiempo completo, quizá explique lo accidentado de su publicación. El poema va a aparecer primero en sus traducciones al inglés y al francés, cuando, una vez instalado en París, se intensifican sus relaciones con los poetas surrealistas y, en general, con revistas de carácter creador. En 1925 sale en Transition, en traducción de Marquise d’Elbée, la versión inglesa, mientras al año siguiente aparece en Le Naviere d’Argent traducido por Marcelle Auclair et Jean Prévost. A una solicitud de Manuel Altolaguirre y Emilio Prados, Reyes respondió enviando el poema a la revista malagueña Litoral, que lo saca a la luz en abril de 1927.

 De modo que pasaron más de tres años para su aparición en español. Por otra parte, no será recogido en ninguno de sus libros y su autor le reserva, en cambio, “edición definitiva” como cuaderno aparte y bajo un título nuevo, “Golfo de México”. Pero esta sólo aparecerá en 1934, tras algunos años en Argentina y a una década de haberse escrito.

 En Cuba, el poema fue descubierto por los avancistas a pocos meses de publicado en España. Alborotados por el acontecimiento y por la parte que dedica a La Habana, lo reproducen en Revista de Avance precediéndolo de esta nota:

¿Quién dijo que Alfonso Reyes es un ausente? Si suele pasar por La Habana sin apenas detenerse –premura ingrata a sus mil amigos cubanos– es, acaso, porque una vez La Habana se detuvo en él para siempre y hasta la rumba de Papá Montero se le alojó definitivamente en la caña de sus huesos sonoros. Dígalo si no este mágico y socarrón elogio del trópico nuestro, que acabamos de encontrar –el elogio del trópico, para el caso es lo mismo en las claras páginas de Litoral, la suntuosa revista malagueña. El poema es de 1924: ¿cómo anduvo tanto tiempo escondido, incógnito? ¿Diferencia de las simpatías, o simpatía de las diferencias? Como quiera que sea, 1927 está alborozada con el hallazgo y, como quien roba un faro, se lo ha traído de aquel litoral para nuestro malecón, que es donde más claro luce.

 Si bien es cierto que “Trópico” tiene por objeto Veracruz y que La Habana aparece en función de ese propósito, es decir, como recurso para privilegiar la invención jarocha, no debe olvidarse el significado del conjunto. Y menos, lo que esa escala significaba para Reyes en ese justo momento, como a niveles, digamos, más ocultos. En este sentido, y al margen de los agenciamientos de los avancistas, ávidos –desde luego– de imágenes locales, se trata también de una invención cubana que no solo admite, sino que exige, una lectura desde esa perspectiva. Tanto más, tratándose de uno de los primeros poemas modernos –el ese sentido que le atribuye el propio Reyes– sobre la isla.

 Se suma que en “Trópico” no se definen tanto territorios como relaciones, sobre todo, entre puertos y rutas marítimas. Un poema como “Viento en el mar”, como parte de esa serie de “poemas objetivos”, supondría, por decirlo así, el preámbulo de una concepción fásica que no se limita al viaje como tal, sino que incluye, también, la escritura. Y no existe, pese a la sucesión de etapas, estricta linealidad sino un contrapunto de referencias que reverberan y remiten, más bien, a vínculos contractuales como los que existían entre Veracruz y La Habana, que a una oposición cultural fuerte entre las partes.

 Aunque Reyes no había introducido aún los subtítulos que dividen la versión final en tres estaciones: “Veracruz”, “La Habana” y “Veracruz”, éstas estaban naturalmente implícitas. Sin embargo, en tanto demarcaciones venían a denotar aún más los contrastes entre partida, escala y llegada y, por tanto, entre las ciudades involucradas en el recorrido. Ciudades contrapuestas, ciertamente, pero que resultan también la expresión desplazada de otra mirada, la europea y de otro modelo cultural, el Mediterráneo– en busca de una fórmula propia, o, si se quiere, genuina.

 Pero Reyes sabe. Conoce lo relativo de toda propiedad y lo que su manera de ver debe a los préstamos de otras culturas. Es consciente, pues, de esos riesgos, por lo que prefiere tantear en las diferencias, exacerbándolas con lucidez, antes que lanzarse a definirlas de modo directo. De esta forma y sin salirse de ciertos estereotipos, logra una aproximación cardinalmente plástica, es decir, una visión que entrevera imágenes y conocimiento del espacio, al tiempo que reduce, en lo posible, el ruido de lo discursivo. Una geopoética que no atiende solo al paisaje físico, sino que cala el humano, aboliendo sus distinciones en la medida en que engarzan como piezas de un ámbito dinámico.

  Un sol de campo adentro:

  hombres color de hombre,

  que el sudor emparienta con el asno… 

 Al confrontar ángulos y perspectivas, como al apelar a lo simultáneo y yuxtapuesto, genera una estructura cubista, de un cubismo como de notas sueltas, salpicado tanto por el recurso a la crónica como por el vaivén mismo del mar. En lo esencial, un montaje de estampas al compás de los giros y posiciones de la mirada, donde partida y arribo componen una figura bifronte, mientras el intermezzo hace función de contraste, de ineludible frontera.

 El Veracruz dejado atrás en 1913 en su traumática salida de México, plantea ahora a Reyes una acusada dualidad, acaso más conflictiva: es lo mismo tierra que corta bruscamente su relación con el mar, que amplia ventana por donde emprender, con no menos brusquedad, la partida:

  La vecindad del mar queda abolida:

  basta saber que nos guardan las espaldas,

  que hay una ventana inmensa y verde

  por donde echarse a nado. 

 La etapa siguiente corresponde a La Habana… Síntesis de recuerdos y de la experiencia inmediata, el objeto dominante es el mar y no la tierra. Cierto que otros atributos, como la luz, la brisa y el sol, tienen su importancia, pero será el mar la cualidad por excelencia, aquella de la que Reyes hace, si no una definición, sí un marcador para visionar la identidad. Y esta tiene dos maneras o estilos de expresarse: primero, en la negación aliterativa “No es Cuba”, que opera a la vez como “reflexión” sobre lo que no es Veracruz y acerca del tópico de las islas y de su uso por el arte europeo; y, segundo, en la exposición de los diferentes “tipos” cubanos, según un modo que recuerda a Humboldt; esto es, como registro étnico-geográfico:

No es Cuba –que nunca vio Gauguin,

que nunca vio Picasso–,

donde negros vestidos de amarillo y de guinda

rondan el malecón, entre dos luces, y los ojos vencidos

no disimulan ya los pensamientos.

 

No es Cuba –la que nunca oyó Stravinsky

concertar sones de marimbas y güiros

en el entierro de Papá Montero,

ñáñigo de bastón y canalla rumbero.

 

No es Cuba –donde el yanqui colonial

se cura del bochorno sorbiendo “granizados”

de brisa, en las terrazas del reparto;

donde la policía desinfecta

el aguijón de los mosquitos últimos

que zumban todavía en español.

 

No es Cuba –donde el mar se transparenta

para que no se pierdan los despojos del Maine,

y un contratista revolucionario

tiñe de blanco el aire de la tarde,

abanicando, con sonrisa veterana,

desde su mecedora, la fragancia

de los cocos y los mangos aduaneros. 

 En “La Habana”, el mar ya no es ventana sino totalidad: intemperie que “disuelve el alma”. Parecería señalar con ello un estado primordial; pero se trata solo de un contrapunto entre lo que podrían haber visto los “primitivistas” sin necesidad de remontarse a las antípodas, y lo que resulta indemne a esa mirada y se revela todavía incontaminado. Desde luego, la mirada misma de Reyes viene cargada de mitos. Pero hay que decirlo, también, de poético entendimiento.

 De este modo, la negación da paso al recuento, al inventario de cualidades. Y, por tanto, a lo afirmativo. Color, ritmo, ruidos, etc., son transferidos del paisaje físico al humano. O mejor, resultan imbricados en idéntico resorte visual. A la vez, los versos se distribuyen como apuntes de una crónica destazada, dispuesta en líneas que testifican más que fantasean el contexto. Así, el contraste de colores explicita por sí mismo a los diferentes estamentos sociales, siendo los negros los únicos distinguidos por su mirada que, en este caso, apenas oculta el “pensamiento”.

 La estampa del entierro de Papá Montero contrapone la rumba cubana, su ritmo de “marimbas y ruidos”, a la música de vanguardia, denotando su carácter aún incólume. Al mismo tiempo, se descorre una visión que conjuga el movimiento y el duelo, el espectáculo y el sentimiento popular. Esas referencias, entonces prácticamente inéditas en la poesía moderna, que operan no por mímesis sino por síntesis descriptiva, con un efecto casi gráfico, tensan justamente los lugares comunes en virtud de su novedad, como también, al responder a la “divergencia” que Reyes se propone: una Cuba que no oyó Stravinski. 

 Tampoco la presencia norteamericana sucumbe a la mera condición de estereotipo, al avivar Reyes sus indicaciones mediante imágenes no solo logradas, sino lo suficientemente complejas, en las que el trasfondo ideológico –esto es, su omnipresencia– no ocupa en totalidad el primer plano. Existe siempre, en este sentido, cierta distancia entre el referente político y la riqueza de la imagen. Así, el muy directo “yanqui colonial” es conjurado en la imagen “se cura del bochorno sorbiendo granizados / de brisa”, que anticipa sin dudas a Stevens y a Lezama.

 La policía, por su parte –y esto es alusión a Darío–, “desinfecta/ el aguijón de los mosquitos últimos que zumban todavía en español”, en una acabada inventiva del higienismo tropical (que ya estaba presente en la “Epístola a la Sra. de Leopoldo Lugones”).

 Y, por último, el recurrente símbolo del Maine –a cuya percepción no escapan Chocano, Tablada y Pellicer, por mencionar solo a algunos– es contrarrestado por un “contratista revolucionario” que tiene todo el aire del antiguo libertador devenido hombre de negocio, caricaturizado en su mecedora donde se abanica bajo la fragancia de “cocos y mangos aduaneros” al tiempo que muestra su “sonrisa veterana”.

 Se trata, pues, de una visión que explora en la historia y cuyas imágenes en buena medida salen ilesas ante el peso de los estereotipos. Decir lo contrario, sería caer en el anacronismo y devaluar el poema.

 Por otra parte, habría que situarse en las búsquedas de Reyes y en su experiencia emocional, esto es, a la vez en un nivel conceptual no explícito, y en otro, soterrado. Si la “transparencia” es el umbral que hizo posible Visión de Anáhuac, aquí la cita de Humboldt, convertida en método de trabajo, anuncia igualmente una concepción poética afincada en el discernimiento visual. De algún modo “Trópico” –luego “Golfo de México” – resulta un complemento de esa otra región donde la transparencia –es decir, la visión panorámica– funciona como instrumento de (re)conquista. Se trata de ajustar la lente a otro espacio y momento hasta configurarlo del modo más diáfano posible.

 La cultura cada vez más vasta de Reyes, fundada en el barroco y el modernismo, en el cruce de literaturas y lenguas, en la exploración de documentos y mapas, en la sucesión de viajes y epístolas, y su presencia en el París de las primeras vanguardias, lo colocaban en una posición ventajosa para mirar a América con los ojos de un clásico. El entendimiento y la cita permean una voluntad poético-histórica que deviene método.

 En este sentido, “Trópico” es un ensayo. Su objetivo, la comprensión del orbe veracruzano en sus relaciones con el Atlántico y la cultura occidental, sino que con todo el sistema-mundo como se aprecia en las últimas estrofas, solo era factible como resultado de una exploración y montaje amplios, que desbordara las latitudes (esos “trópicos” por otra parte tan manoseados), al tiempo que vislumbra una región por sus específicos intercambios: el golfo de México o mar Caribe, animada con las huellas de otros tantos desplazamientos, sean textos, afectos, pasajes previos.

 3.

 En aquella estancia en La Habana, que como apuntamos más arriba se prolongó por setenta y dos horas, Reyes expandió su idea de Cuba al calor del trato con escritores y artistas y del reconocimiento intelectual; pero nada como su propio entendimiento de hombre en tránsito hacia su país y de la existencia de un interlocutor. Este último, Chacón y Calvo, a quien Reyes trasmite sus impresiones a pocas semanas de su escala, no era sino el depositario de una filiación cuya larga escucha –secreto, complicidad, convivencia– lo convierte en privilegiado destinatario del poema.

 Por su interés incluyo toda la misiva:

      Querido José María:

 Como un genio tutelar, tu fantasma andaba entre nosotros, y casi te hemos dirigido la palabra durante el almuerzo. En el muelle, aparte de toda mi Legación, me esperaban Lizaso, Mariano, Emilito, Conrado y algunos otros. Llego en horas de turbulencia, y no pude menos de soltar las lágrimas, como un niño, al ver entrar en la bahía un crucero gris… El contacto con mi América me ha devuelto al furor sentimental de mi primera juventud, y siento el corazón henchido de amor y de llanto. La Habana me recibe, la deliciosa Habana, con ese calor acariciador que sólo sirve para que disfrutemos mejor el don de la brisa. A todos, por la calle, les veo cara de amigos, y casi saludo a todo el mundo. No sé explicarme: hay como un deshielo en mi alma. ¡Oh, qué ruido interior de cascadas de primavera y desperezo de pájaros! ¡Qué isla, José María, qué isla! He llegado a la isla aquélla de Rabelais, donde la dulzura del estío hacía derretirse en el aire las palabras que el invierno había congelado. ¡Oh alegres dolores de pueblos jóvenes! Tengamos fe, puesto que sabemos dar nuestra sangre. Tengo como un embarazo en mí, como un hijo en las entrañas; siento esos dolores que hacen desmayarse de esperanza a nuestras mujeres cuando se adivinan fecundadas. Gracias, José María, gracias por haberme dado a tus amigos; gracias por haberme puesto tu isla a las puertas de mi México.

 Te abrazo con perfecta amistad.

 Sentimentalidad, sin dudas, y cursilería de época. Pero no debemos equivocarnos, mucho más. En las capas profundas de ese aprendizaje están la muerte y la salvación. En realidad, debemos precisar, el universo cubano de Reyes reverbera desde sus episodios más tempranos. En La Habana publica uno de sus primeros textos, allí recala su padre en las postrimerías del porfirismo acechando ya la tragedia, y desde allí le llegan –a través de Henríquez Ureña– imágenes y sugestiones decisivas. Así se lo hacía saber al maestro dominicano, su otro íntimo interlocutor: 

Por la pintura que me haces y la impresión que me dejan los recortes que me envías he llegado a formarme la opinión de que en La Habana se vive como en Grecia: en un ambiente de salud, de vida y de alegría. Acaso allá no puedan darse los ejemplos de concentración, que aquí, al menos potencialmente, existen, pero se cumple con el primer deber de la vida. Acá el mundo, por regla general, es doloroso: se pierde mucho tiempo en sufrir. Allá me parece que el mundo es cosa alada y ligera; además todo el mundo trata de satisfacerse esta necesidad de comodidad material que para mí es casi urgente. Con tal de no dejarse marear se puede trabajar allá idealmente….

 Cuba se ha convertido en tentación, a la vez que en reducto o remanso que lo ampararía de la violencia. Deseo suyo en el que asoma el temor por su padre y por el curso de los acontecimientos en México. De ahí que añada:

Aquí la vida se hace dura, insoportable, somos un pueblo trágico; ya verías las noticias políticas. Quizás mi padre va a tener que quedarse en La Habana (de lo que yo me alegraré).

 En efecto, en mayo de 1911, en plena revolución y coincidiendo con la renuncia de Porfirio Díaz, el general Bernardo Reyes se encontraba en Cuba. Había recibido órdenes de detenerse, pero a comienzos de junio decide regresar. Venía preparando una sublevación contra el gobierno de Madero que fracasará, terminando encarcelado. Después, se sabe, acaba acribillado. Reyes dirá: “Aquí (ese día) morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que se lo pregunte a los hados de febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día”.

 Así que ya entonces la isla implicaba fuga, salvación y, en última instancia, vida, mientras México concentra el trauma y la tragedia. México es la muerte. Debe cargar con su mudez y distanciarse. Si la literatura ya era el lugar supremo, ahora será el camino, esto es, el exilio.

 Volviendo a la carta a Chacón y Calvo, en ella Reyes habla de turbulencia. No es sino la defensa exaltada de un duelo nunca resuelto. El “furor sentimental” lo devuelve a los años juveniles. No es en modo alguno las antípodas, sino la ruta de América. Es la lengua (por fin suelta), la brisa, la soñada antesala. En suma, una frontera y eso que no puede explicarse pero que se siente como un “deshielo” en el alma.

 Si bien convoca a todas las islas, se trata de un lugar literario: un tropo. Sí, una figura. Para eso se regresa y para eso sirven los dones de la sangre, para inventar esa relación de lugar, para arrimar toda experiencia cualquier pretexto, emoción, etc.– a la literatura. Una isla, en efecto, rabelesiana, donde “la dulzura del estío hacía derretirse en el aire las palabras que el invierno había congelado”. Inventiva que, sin perder su obstinada propensión al cliché, revela al país como ilusión, o mejor, como fe.

 

  Notas

 Texto publicado inicialmente en la revista Ganso Primordial

 Imagen 1. A bordo del trasatlántico Cristóbal Colón. En primera fila, de derecha a izquierda, el primer oficial Roselló; Tomás Rivero, propietario de El Cantábrico; el Capitán Fano; el Sr. Goicochea; Alfonso Reyes, exministro de México en España; Javier Bóveda, poeta gallego, y Ricardo Bernardo. En segunda fila: oficial Cebreiros; el Capellán de abordo, y el oficial Madrazo. (La Montaña, revista semanal de la colonia montañesa, 1924, 13 de julio, p. 10.). Imagen 2. Muelle de Luz, La Habana. Imagen 3. Alfonso Reyes en la Legación Mexicana en compañía de Lucrecia de Mediz Bodio, la recitadora argentina Berta Singerman, el Ministro de México en Cuba Ldo. Hernández Ferrer, y el director de Carteles, Conrado W. Massaguer. (Carteles, mayo 18, 1924, p. 15). En el curso de la escala, Reyes fue homenajeado por los minoristas que le dedican uno de sus almuerzos sabáticos. A la tarde fue recibido en la Legación Mexicana, donde Berta Singerman recitó el poema “Amapolita roja” [“Glosa de mi tierra”, 1917]. “Menudito y pacato –escribió Jorge Mañach– desde el fondo de un hidalgo butacón renacentista, que lo erigía más bien que lo sentaba, el maestro de gongoristas que es Alfonso Reyes se oía en la Singerman con una gloriosa fruición de paternidad mimada. Cuando Berta terminó, estremecida aún de la congoja creadora, Alfonso Reyes la tomó ambos manos, y tenía los ojos brillantes y la voz trunca. Al cabo dijo: “Usted ha hecho de nuevo mi poema. ¡Es como si le avisaran a uno por teléfono que le ha nacido un hijo y, al llegar, se lo encontrara ya andando…!” Aquella risotada vino muy bien para despejar los ánimos fatigados de belleza”. (“Glosas. Berta Singerman”, Diario de la Marina, 1924, 6 de mayo, p. 1.)