miércoles, 29 de julio de 2015

Nuevo orden



  
 Rafael Martínez Ortiz


 El general Wood imprimió en todos los ramos la actividad pasmosa de su carácter; actividad quizás algún tanto exagerada en ciertos casos. Las oficinas fueron de las primeras en sentir la mano ruda que empuñaba las riendas de la administración. Se dictó un reglamento severo; las horas de trabajo se aumentaron y cada cual tuvo que ocupar el tiempo exclusivamente en el desempeño de su deber. El buen humor no dejó de satirizar las disposiciones nuevas; una de las caricaturas más célebres de aquellos días llevaba al pie estos versos:

 Reglamento de las oficinas
 
 No refrescar; no escupir;
no rascarse, no fumar;
muy tempranito llegar;
casi de noche salir.
No hay tiempo para almorzar
ni otra cosa que escribir...
¡Quien se quiera colocar
es que se quiere morir!

 La medida traída entre ceja y ceja por el Gobernador era la de un cambio radical en la administración de justicia. Realmente era defectuosísima... Los procesos se eternizaban. Con frecuencia, personas a la postre absueltas de los delitos imputados, envejecían en las prisiones sin que nadie se condoliera ni preocupara del atropello sufrido y de los trastornos graves llevados con él a las familias. Las cárceles estaban en condiciones pésimas, y por regla general los presuntos delincuentes lo pasaban en ellas mucho peor que los condenados a las mayores penas en el presidio. Todo esto, unido a no pocos defectos personales imputados a los investidos con la magistratura, hacía que el Gobernador sintiese hacia ella prevención. En una entrevista con el Sr. Rafael Manduley, persona de gran influencia en Oriente, llegó a decir Mr. Wood: «La corrupción judicial es enorme.» Con semejante creencia arraigada era seguro que no se pararía en barras para poner enmienda; acometería grandes reformas, aunque en algunos casos llevase las cosas más allá de lo conveniente y hasta diese sus golpes de ciego ele cuando en cuando.
 Tal estado de ánimo le hizo, en uno de los primeros días de su gobierno, declarar cesante, con poco miramiento en la forma, al fiscal del Tribunal Supremo, Sr. Federico Mora. La causa ocasional de la medida fue el proceso por fraudes descubiertos en la Aduana de la Habana. Algunos empleados, o se habían prestado a entrar en hilos de la trama, o lo habían hecho con la intención de meter también las manos en la masa, y se asustaron después; el hecho fue que descubrieron el delito y pusieron las pruebas en manos de sus superiores. El general se empeñó en que los denunciantes no fueran procesados. Alegaba que eran testigos de Estado; pero las leyes de Cuba no reconocían tales testigos.
 El Sr. Mora se puso frente a Mr. Wood, y éste decretó su separación. Por otra parte, el Sr. Mora no miraba con muy buenos ojos a las autoridades interventoras y no se recataba mucho para disimular su malquerencia. En las mismas entrevistas tenidas con el Gobernador contestó a las recriminaciones de éste con acritud; le dijo que la demora en la tramitación de las causas era defecto de la propia ley, y a ella, en el asunto de la Aduana, precisaba ajustarse también, en tanto no se cambiase. El general quiso, con la cesantía del fiscal, producir un golpe de efecto, y lo consiguió. La prensa radical puso el grito en el cielo; pero Mr. Wood no cejó. En una conferencia con cierto redactor del periódico La Discusión, dijo: «Aunque considero al Sr. Mora como personalidad brillante, le estimo deficiente como fiscal del Supremo. He querido poner cuanto antes en libertad a más de doscientos individuos que guardan prisión injustamente, y no he podido lograrlo. Para que un pueblo sea verdaderamente libre tiene que cuidar mucho de no vulnerar jamás el derecho a la libertad de los ciudadanos.
 «También —añadió— ha influido en mi determinación el proceso de la Aduana. No se ha querido ver que éstas dependen directamente del Gobierno Federal, y que, por tanto, deben regirse por las disposiciones respecto a ellas establecidas en los Estados Unidos. Conceden éstos la consideración de testigos de Estado a los que han tomado parte en la realización de un delito y denuncian su existencia y señalan a sus coautores. La Administración no ha señalado, pues, arbitrariamente a los que debían ser procesados; ha querido que se exceptúe a los testigos de Estado. Es un error empeñarse en mantener las viejas leyes; no se puede desenvolver un país, dentro de la libertad, por los mismos medios, con igual sistema y con las mismas armas que sirvieron para mantenerlo en el despotismo.» 


 Las razones de Mr. Wood eran de peso; pero no cabe negar que las leyes debieron derogarse previamente. Cualquier resolución tomada sin dar ese paso, tenía que ser objeto de crítica justificada; una ley, por mala que sea, es siempre mejor que ninguna. La mayor desgracia de un país es hallarse a merced de la tornadiza y caprichosa voluntad de sus gobernantes.
 Se recibieron por aquellos días nuevos donativos para los huérfanos de la guerra; la filantropía norteamericana se había mostrado generosa con ellos en alto grado. Desde la terminación de las hostilidades, y aun antes, desde el armisticio, habían recorrido el país comisiones; repartían, a manos llenas, los dones de la caridad. La «Cuban Orphan Society» sola, distribuyó cientos de miles de pesos; hubo suscriptores, como P. Morgan, que contribuyeron con gruesas sumas.
 Entre los filántropos norteamericanos que enjugaron más lágrimas cubanas en aquellos períodos de tristezas, Cuba debe recordar de modo especial dos nombres: Miss Clara Barton y Mr. Charles W. Gould. Este visitó casi todos los pueblos inspeccionando las donaciones por sí mismo. Era hombre de gran cultura y de alto concepto de lo moral, en su expresión más filosófica. En uno de sus discursos, al constituir la Junta de Socorros en Santa Clara, dijo: «El hombre que pudiendo trabajar y debiendo trabajar para vivir no trabaja, no es acreedor a la compasión: debe morir.» 


 Cuba. Los primeros años de la independencia, t-1, Le Livre Libre, París, 1929, pp. 114-17. 


lunes, 27 de julio de 2015

Los asesinos de La Víbora





 Los periódicos de La Habana, repartidos hoy en Madrid, traen la sentencia que ha recaído en la célebre causa denominada de los asesinos de La Víbora.

 Notificación

 A la una y veinte minutos bajó a la Cárcel el Secretario de la Sala, Sr. D. Federico Mora. Llevaba en sus manos la sentencia dictada por el Tribunal.
 El Sr. Mora penetró en la Sala de Justicia.
 Hizo llamar a los reos en el siguiente orden:

 Florentino Villa

 El Sr. Mora, con voz temblorosa, dijo al reo:
 —Vengo en cumplimiento de ineludible deber a notificar a usted la sentencia que acaba de dictar la Sala, y de la que han sido notificados su defensor y procurador.
 Ha sido usted condenado a la pena capital.
 Aún le quedan a usted los recursos que la ley señala.
 Villa, impasible, oyó las palabras del señor Mora.
 Al decirle que firmase, preguntó:
 —¿Dónde?
 —Aquí—1e dijo el Sr. Mora.
 Villa, con mano, segura, puso sus nombres y estampó su rúbrica.
 —¿Puedo retirarme?
 —Sí, señor.
  El segundo Alcaide lo llevó a los salones de distinción, donde guarda prisión.

 Hernández Oliva

 Entró en la Sala de Justicia, pálido y ojeroso. Parecía que un presentimiento terrible le anunciaba la sentencia que iba a oír…
  El Sr. Mora le manifestó lo que a Villa.   
  Al terminar el Secretario, se dirigió al segundo Alcaide, y le dijo: «¿Y para qué hacer reclamaciones, si de seguro de allí ha de venir lo mismo?»
 Firmó con buen pulso.
 Al retirarse, una sonrisa se dibujó en sus labios.
 Volvió para su encierro.

 Fernández Vega

 Entró con pausados pasos, moviendo siempre los brazos.
 El Sr. Mora le repitió lo que había dicho a sus compañeros de causa.
 Se inmutó de una manera notable.
 Firmó la notificación con mano temblorosa.

 Imponente

 Un silencio sepulcral había en aquel recinto, en que se encontraban encerrados más de 6OO hombres.
 Allí, donde el bullicio es constante, la sentencia de muerte de Villa, Fernández Vega y Hernández Oliva, fue, como si dijéramos, una orden de silencio.

 Desengaño

 Era tal la creencia que abrigaba Florentino Villa de que no sería sentenciado a muerte y sí a cadena en Ceuta, que ayer mismo manifestó a algunos presos que pondría botica allí y se daría buena vida.
 De modo que el desengaño que ha experimentado hoy al oír la sentencia, debe haber sido grande. 


 El Heraldo de Madrid, 16 de marzo de 1893