sábado, 30 de abril de 2022

Violencia hard y lógica cool

 


 Gilles Lipovetsky


 La violencia criminal no designa el mundo hard solamente. Menos espectacular, menos noticia, el suicidio constituye su otra cara, interiorizada si se quiere, pero regida por una misma ascensión y una misma lógica. Sin duda el aumento de suicidios no es característico de la posmodernidad; se sabe que a lo largo del siglo xix, en Europa, el suicidio no dejó de aumentar. En Francia, de 1826 a 1899, el número de suicidios se ha multiplicado por cinco mientras que su índice para cada 100.000 habitantes pasa de 5,6 a 23; en vísperas de la Primera Guerra Mundial, el elevado índice es superado, llegando a 26,2. Como Durkheim analizó correctamente, allí donde la desinserción individualista ha tomado gran amplitud, el suicidio experimenta un aumento considerable. El suicidio que, en las sociedades primitivas o bárbaras, era un acto de fuerte integración social preescrito por el código holista del honor, se convierte, en las sociedades individualistas, en un comportamiento «egoísta» cuyo auge fulgurante sólo podía ser, según Durkheim, un fenómeno patológico, (1) luego evitable y pasajero, resultado no tanto de la naturaleza de la sociedad moderna como de las condiciones particulares en las que se había instituido.  

 La evolución de la curva de suicidios, en un momento dado, pudo confirmar el «optimismo» de Durkheim, ya que el índice muy elevado de principios de siglo bajó a 19,2 en 1926-1930 e incluso a 15,4 durante el decenio de 1960. En base a estas cifras se ha podido escribir que la sociedad contemporánea estaba «tranquila» y equilibrada. (2) Sabemos sin embargo que no es así: primero, desde 1977 en Francia, con un índice que se acerca a 20, asistimos de nuevo a un aumento importante del suicidio que restablece casi el nivel que se alcanzó a principio del siglo o entre las dos guerras. Pero, además de ese incremento, quizá coyuntural de las muertes por suicidio, el número de tentativas de suicidio sin alcanzar la muerte es lo que obliga a replantear la cuestión de la naturaleza suicidógena de nuestras sociedades. Si realmente se constata un descenso del número de muertes voluntarias, observamos al mismo tiempo un alza considerable de las tentativas de suicidios, en todos los países desarrollados. Se consideran que hay de 5 a 9 tentativas por cada suicidio consumado: en Suecia, cerca de 2.000 personas se suicidan cada año, pero hay 20.000 intentos; en los Estados Unidos, se cometen 25.000 y se intentan sin éxito 200.000. En Francia hubo, en 1980, 10.500 suicidios-muertes, y cerca de 100.000 tentativas. Pues bien, todo hace pensar que el número de tentativas en el siglo xix no podía ser equivalente al que conocemos hoy. En primer lugar porque las maneras de perpetrarlo eran más «eficaces», ahorcamiento, asfixia, armas de fuego eran los tres instrumentos privilegiados del suicidio hasta 1960; luego porque el estado de la medicina permitía salvar a menos suicidas; por último por el hecho de la alta proporción, en la población suicida, de personas de edad, es decir las más resueltas, decididas a morir. Habida cuenta de la amplitud sin precedentes de las tentativas de suicidio y a pesar del descenso del número de muertos-suicidas, la epidemia suicida no ha concluido ni mucho menos: la sociedad posmoderna al acentuar el individualismo, al modificar su carácter por la lógica narcisista, ha multiplicado las tendencias a la autodestrucción, aunque sólo fuera transformando su intensidad; la era narcisista es más suicidógena aún que la era autoritaria. Lejos de ser un accidente inaugural de las sociedades individualistas, el movimiento ascendente de los suicidios es su correlato a largo plazo.  

 Si bien se ahonda la diferencia entre los intentos y la muerte por suicidio, ello se debe a los progresos de la medicina en materia de tratamiento de intoxicaciones agudas, aunque también al hecho de que la intoxicación por medicamentos y venenos se convierte en una forma predominante de perpetración. Si contemplamos el conjunto de los actos suicidas (incluidas las tentativas), las intoxicaciones, medicamentos y gas ocupan el primer lugar en los medios empleados, ya que cuatro quintas partes de suicidas los han utilizado. De alguna manera el suicidio paga su tributo al orden cool: cada vez menos sangriento y doloroso, el suicidio, como las conductas interindividuales, se suaviza, aunque la violencia autodestructora no desaparece, son los medios para conseguirlo lo que pierde su brillantez. Si los intentos aumentan se debe también al hecho de que la población suicida es cada vez más joven: lo mismo ocurre con el suicidio que con la gran criminalidad, la violencia hard es joven. El proceso de personalización compone un tipo de personalidad cada vez más incapaz de afrontar la prueba de lo real: la fragilidad, la vulnerabilidad aumentan, principalmente entre la juventud, categoría social más privada de referencias y anclaje social. Los jóvenes, hasta entonces relativamente preservados de los efectos autodestructivos del individualismo por una educación y un enmarcamiento estables y autoritarios, sufren sin paliativos la desubstancialización narcisista, son ellos quienes representan ahora la figura última del individuo desinsertado, desestabilizado por el exceso de protección o de abandono y, como tal, candidato privilegiado al suicidio. En América, los jóvenes de quince a veinticuatro años se suicidan a un ritmo doble del de hace diez años, triple del de hace veinte. El suicidio decrece en edades en que antes era más frecuente, pero no cesa de aumentar entre los más jóvenes: en los USA, el suicidio es ya la segunda causa de la muerte de jóvenes, después de los accidentes de automóvil. Quizá sólo estemos al principio, si nos fijamos en la monstruosidad del grado último al que llega la escalada de la autodestrucción en el Japón; hecho inaudito, ahora son los niños de cinco a catorce años los que se quitan la vida, de 56 en 1965 han pasado a 100 en 1975 y a 265 en 1980.  

 Con la absorción de los barbitúricos y el alto índice de tentativas fracasadas, el suicidio accede a la era de las masas, a un estatuto banalizado y discount, igual que la depresión y la fatiga. Ahora el suicidio ha sido incorporado por un proceso de indeterminación en que el deseo de vivir y el deseo de morir ya no son antinómicos sino que fluctúan de un polo al otro, casi instantáneamente. De este modo, gran número de suicidas, absorben el fármaco y reclaman, en el minuto siguiente, ayuda médica; el suicidio pierde su radicalidad, se desrrealiza en el momento en que las referencias individuales y sociales se difuminan, en que la propia realidad se vacía de su substancia sólida y se identifica con una figuración programada. Esa licuación del deseo de aniquilamiento es sólo una de las caras del neonarcisismo, de la destructuración del Yo y de la desubstancialización de lo voluntario.  

 Cuando el narcisismo es preponderante, el suicidio procede ante todo de una espontaneidad depresiva, del flip efímero más que de la desesperación existencial definitiva. De manera que en nuestros días, el suicidio puede producirse paradójicamente sin deseo de muerte, algo así como esos crímenes entre vecinos que matan menos por voluntad de muerte que para librarse de ruidos molestos. El individuo posmoderno intenta matarse sin querer morir, como esos atracadores que disparan por descontrol; uno mira de poner fin a sus días por una observación desagradable, como se mata para poder pagarse una butaca en el cine; ese es el efecto hard, una violencia sin proyecto, sin voluntad afirmada, una subida a los extremos en la instantaneidad: la violencia hard está soportada por la lógica cool del proceso de personalización.  

 Notas

1. Durkheim, Le Suicide, PUF, pp. 413-424.  

 2. Emmanuel Todd, Le Fou et le prolétaire, Laffont, 1979. Asimismo Hervé Le Bras y E. Todd: «Después de la ruptura, los géneros de vida se reconstruyeron y el individuo se integró de otra manera. El suicidio desaparece ya que el malestar de la civilización se acaba.» En L'lnvention de la France, Laffont, col. «Pluriel», 1981, p. 296.

  

 La era del vacío. Ensayo sobre el individualismo contemporáneo. Ed. Anagrama S.A., Barcelona, 2000. 


miércoles, 13 de abril de 2022

Una nota para cierto viejo amigo


 Ryūnosuke Akutagawa


 Probablemente nadie que intente el suicidio, como muestra Regnier en una de sus historias, está totalmente consciente de todos sus motivos, los cuales son usualmente muy complejos. Al menos en mi caso, está provocado por un sentido difuso de ansiedad, un sentido difuso de ansiedad acerca de mi propio futuro.

 Durante los dos últimos años o algo así, he estado pensando solo en la muerte, y he leído con especial interés un notable relato sobre el proceso de la muerte. Mientras que el autor lo hizo en términos abstractos, yo seré tan concreto como pueda, incluso hasta el punto de sonar inhumano. En este punto el deber me pide que sea honesto. Con respecto a mi sentido difuso de ansiedad acerca de mi propio futuro, creo que lo analicé del todo en La vida de un tonto, excepto por un factor social, a saber: la sombra del feudalismo proyectada sobre mi vida. Esto lo omití a propósito, no del todo seguro de que pudiera realmente aclarar el contexto social en el que vivía.

 Una vez decidiéndome sobre el suicidio (no lo veo como un pecado, como lo hacen los occidentales), di con los medios menos dolorosos para llevarlo a cabo. Así excluí colgarse, dispararse, saltar, y otras formas de suicidio por rezones prácticas y estéticas. El uso de una droga parecía ser quizás el modo más satisfactorio. Respecto al sitio, tenía que ser mi propia casa, a pesar de la inconveniencia a mi familia sobreviviente. A suerte de trampolín, como habían hecho Kleist y Racine, pensé en alguna compañía, por ejemplo, amante o amigo, pero, habiendo desarrollado de pronto confianza en mi mismo, decidí continuar solo. Y lo último que tenía que sopesar era el aseguramiento de la ejecución perfecta sin conocimiento de mi familia. Después de la preparación de varios meses he tenido al fin la certeza de esta posibilidad.

 Nosotros los humanos, siendo animales humanos, tenemos un miedo animal hacia la muerte. La tan llamada vitalidad es solo otro nombre para la fortaleza animal. Yo mismo soy uno de estos animales humanos. Y esta fortaleza animal, según parece, se ha retirado gradualmente de mi sistema, juzgando por el hecho de que me queda poco apetito para la comida y las mujeres. El mundo en el que estoy ahora está lleno de nervios enfermos, lúcidos como el hielo. Esta muerte voluntaria debe darnos paz, si no felicidad. Ahora que estoy listo, hallo la naturaleza más hermosa que nunca, tan paradójico como pueda sonar. He visto, amado, y comprendido más que los demás. En esto al menos tengo una medida de satisfacción, a pesar de todo el dolor que he tenido que soportar.

 P.S. Leyendo la vida de Empédocles, sentí cuán antiguo es este deseo de hacer un dios de uno mismo. Esta carta, hasta donde soy consciente, nunca intenta eso. Al contrario, me considero uno de los humanos más comunes. Puedes recordar aquellos días de hace veinte años atrás cuando discutíamos "Empédocles en Etna" bajo los árboles de linden. En aquellos días yo era el que deseaba hacer un dios de mí.


 Traducción: Raúl flores Iriarte


martes, 5 de abril de 2022

Tácito y el barroco fúnebre

 

  Roland Barthes 


 Si se cuentan los asesinatos de los Anales, el número es relativamente escaso (unos cincuenta en tres principados); pero si los leemos, el efecto es apocalíptico: al pasar del elemento a la masa, aparece una nueva cualidad, el mundo se ha transformado. (1) Quizá sea eso el barroco: una contradicción progresiva entre la unidad y la totalidad, un arte en el que la extensión no es una suma sino una multiplicación, en una palabra, el espesor de una aceleración: en Tácito, de año en año, la muerte cuaja; y cuanto más divididos están los momentos de esta solidificación, más indiviso es el total: la muerte genérica es masiva, no es conceptual; la idea aquí no es el producto de una reducción, sino de una repetición. Sin duda sabemos ya perfectamente que el Terror no es un fenómeno cuantitativo; sabemos que durante nuestra Revolución, el número de suplicios fue irrisorio; pero también que a Jo largo de todo el siglo siguiente, de Büchner a Jouve (pienso en su prefacio a las páginas escogidas de Danton), se ha visto en el terror un ser, no un volumen. Estoico, hombre del despotismo ilustrado, hechura de los Flavios, escribiendo bajo Trajano la historia de la tiranía julio-claudiana, Tácito está en la situación de un liberal que vive las atrocidades del sans-culottisme: el pasado es aquí algo fantasmal, teatro obsesivo, más que lección, escena: la muerte es un protocolo.

 Y, en primer lugar, para destruir el número a partir del número, paradójicamente, lo que se necesita fundar es la unidad. En Tácito, las grandes matanzas anónimas apenas alcanzan la categoría de hechos, no son valores; se trata siempre de matanzas serviles: la muerte colectiva no es humana; la muerte sólo empieza en el individuo, es decir, en el patricio. La muerte en Tácito siempre arrebata un estado civil, la víctima es fundada, es una, cerrada sobre su historia, su carácter, su función, su nombre. La muerte, en sí, no es algebraica: siempre es un morir; apenas un efecto; por rápidamente que se evoque, aparece como una duración, un acto durativo, saboreado: ninguna víctima de la que no estemos seguros, por una vibración íntima de la frase, de que sabía que moría; esta conciencia última de la muerte, Tácito la otorga siempre a sus condenados, y probablemente en eso es en lo que funda esas muertes en Terror: porque cita al hombre en el momento más puro de su fin; es la contradicción del objeto y del sujeto, de la cosa y de la conciencia, es este último suspenso estoico que hace del morir un acto propiamente humano: se mata como fieras, se muere como hombres: todas las muertes de Tácito son instantes, a un tiempo inmovilidad y catástrofe, silencio y visión.

 El acto brilla en detrimento de su causa: no hay ninguna distinción entre el asesinato y el suicidio, es el mismo morir, tan pronto administrado como prescrito: es el envío de la muerte el que la funda; tanto si el centurión hiere con su espada como si da la orden, basta con que se presente como un ángel para que lo irreversible se produzca: el instante está ahí, la solución se hace presente. Todos estos asesinatos apenas tienen motivos: basta la delación, que es como un rayo fatal, que mata a distancia: el delito queda absorbido inmediatamente por su denominación mágica: basta con ser llamado culpable, por quien sea, para estar ya condenado; la inocencia no es un problema, basta con ser señalado. Por otra parte, dado que la muerte es un hecho bruto, y no el elemento de una Razón, es contagiosa: la mujer sigue a su marido en el suicidio, sin estar obligada a ello, los parientes mueren por racimos, cuando uno de ellos es condenado. Para todos los que se precipitan a la muerte, como Gribouille al agua, la muerte es una vida, porque hace cesar la ambigüedad de los signos, hace pasar de lo innombrado a lo nombrado. El acto se doblega a su nombre: ¿no puede matarse a una virgen? Bastará con violarla antes de estrangularla: el nombre es lo que es rígido, él es el orden del mundo. Para llegar a la seguridad del nombre fatal, el que es absuelto, el indultado, se suicida. No morir no es sólo un accidente, sino incluso un estado negativo; casi irrisorio: ello sólo ocurre por olvido. Suprema razón de ese edificio absurdo, Coceius Nerva enumera todas las razones que tiene para vivir (no es pobre, ni está enfermo, ni es sospechoso), y a pesar de los reproches del Emperador, se da la muerte. Finalmente, última confusión, la Ratio, desterrada en el momento de lo irreparable, vuelve a ser invocada después: una vez muerta, la víctima es paradójicamente extraída del universo fúnebre, introducida en el de un proceso en el que la muerte no es segura: Nerón le hubiese perdonado, dice, si hubiera vivido: o bien se le da a elegir la muerte; o bien se estrangula el cadáver del suicida para poder confiscar sus bienes.

 Puesto que morir es un protocolo, la víctima siempre es arrebatada en el decorado de la vida: uno se hallaba sumido en sus ensueños, junto a la orilla, otro, sentado a la mesa, otro en sus jardines, otro en el baño. Una vez presentada, la muerte se suspende por un momento: se acicalan, visitan su hoguera, recitan versos, añaden un codicilo a su testamento: es el tiempo de gracia de la última réplica, el tiempo en el que la muerte se arrolla, se habla. Llega el acto: este acto siempre es absorbido en un objeto: es el objeto de la muerte que está ahí, la muerte es praxis, techné, su modo es instrumental: puñal, espada, cordón, raspador con el que se cortan las venas, pluma envenenada con la que se acaricia la garganta, garfio o bastón con el que se golpea, borra que se hace tragar al que muere de hambre, sábanas con las que se asfixia, peñasco desde el que se precipita, techo de plomo que se derrumba (Agripina), carro de basuras en el que se huye en vano (Mesalina), la muerte pasa siempre aquí por la dulce materia de la vida, la madera, el metal, la tela, los utensilios inocentes. Para destruirse, el cuerpo entra en contacto, se ofrece, va a buscar la función asesina del objeto, oculta bajo su superficie instrumental: este mundo del Terror es un mundo que no necesita patíbulo: es el objeto el que se desvía por un instante de su vocación, se presta a la muerte, la sostiene.

 Morir aquí es percibir la vida. De ahí, “el sistema de moda”, como dice Tácito: abrir o abrirse las venas, hacer de la muerte un líquido, es decir, convertirla en duración, y en purificación: se salpican de sangre los dioses, los parientes próximos, la muerte es libación; se suspende, se vuelve a tomar, se ejerce sobre ella una libertad caprichosa en el seno mismo de su fatalidad final, como Petronio abriéndose las venas y volviéndolas a cerrar a voluntad, como Paulina, la mujer de Séneca, salvada por orden de Nerón, y conservando a partir de entonces durante años en la palidez de su rostro exangüe, la señal misma de una comunicación con la nada. Porque ese mundo del morir significa que la muerte es a la vez fácil y resistente; está en todas partes y huye; nadie escapa a ella, y sin embargo hay que luchar con ella, adicionar los medios, añadir al desangramiento la cicuta y la estufa, reemprender sin cesar el acto, como un dibujo hecho de varias líneas y cuya belleza final depende al mismo tiempo de la multiplicación y de la· firmeza del brazo esencial.

 Porque quizá sea eso el barroco: como el tormento de una finalidad en la profusión. En Tácito la muerte es un sistema abierto, sometido a la vez a una estructura y a un proceso, a una repetición y a una dirección: parece proliferar por todas partes, y sin embargo permanece cautiva de un gran objetivo esencial y moral. También aquí es la imagen vegetal la que prueba la presencia del barroco: las muertes se corresponden, pero su simetría es falsa, escalonada en el tiempo, sometida a un movimiento, como la de los brotes en un mismo tallo: la regularidad es engañosa, la vida dirige hasta el mismo sistema fúnebre, el Terror no es contabilidad, sino vegetación: todo se reproduce, y sin embargo nada se repite, tal es quizá el sentido de ese universo de Tácito en el que la descripción brillante del Ave Fénix (VI, 34) parece ordenar simbólicamente la muerte como el momento más puro de la vida.

                                                                                                  1959, L'Arc.

 

(1)  Tácito dice (lV, 1) que, bajo Tiberio, la Fortuna entera se inclinó bruscamente hacia la ferocidad.

(2)   Vetus, su suegra y su hija. “Entonces los tres, en la misma estancia, con la misma arma, se abren las venas, y cubiertos apresuradamente por decencia con una sola prenda cada uno, se hacen llevar al baño» (XVI, 11).

Traducción Carlos Pujol

Tomado de Ensayos críticos, Seix Barral, S. A, 1967-2002, pp. 143-47.