domingo, 23 de julio de 2017

Conseja vacua

  


 José Zacarías Tallet 


 En noche de Walpurgis africana y criolla,
De danga, donda y dinga y son y chamacuá,
Atracto de blegornismo por tu cruel guarará
Como el múrido Pérez yo me caí en la olla.

 Salí cachifollado de aquella ruin adrolla,
Auriculando a un gato granizar su “sa sa”
Y, boferúleo abscóndito, a otomano bajá
Entonado el astúrico cantar de la panoya.

 Romántico vocíferos con leiros arrumacos
Brindó a su Laura un fétido buquet de tararacos,
Factizando piruetas a lomo de un casuar

 Mientras doce hipopótamos con helénicas túnicas
Balletizaban glébaras melosas danzas únicas
Hasta quedar sin bofes de tanto zapatear.


   Soneto X, de “Vesania zahorí” (1921)


                             Final

viernes, 21 de julio de 2017

Qué captas, nocturnal, en tus canciones




  Francisco de Quevedo


 ¿Qué captas, nocturnal, en tus canciones,
Góngora socio, con crepusculallas,
si cuanto anhelas más garcivolallas
las reptilizas más y subterpones?

 Microcosmote Dios de enquiridiones 
y quieres te investiguen por medallas
con priscos stigmas o con antiguallas,
por desitinerar vates tirones.

 Tu forasteridad es tan eximia,
que te ha de detractar el que te rumia; 
pues ructas viscerable cacoquimia

 farmacopolorando como mumia,
si estomacabundancia das tan nimia
metamorfoseando el Arcadumia.


miércoles, 19 de julio de 2017

Vesania zahorí. Un apunte




  Pedro Marqués de Armas 

 La génesis de “Vesania zahorí”, los doce extravagantes sonetos con que José Zacarías Tallet anunciaba en 1921, a modo de parodia, el agotamiento del modernismo, la ha explicado el propio Tallet en dos escritos suyos que solo se conocerían ampliamente en 1979. 

 He dejado en entradas anteriores fragmentos de ambos textos, “Yo poeta” y “Autobiografía”, así como el soneto que da comienzo al cuaderno en cuestión, el titulado “Confiteor feérico”.

 Tal como el autor de La semilla estéril expresa, “Vesania zahorí” fue un juego, un ejercicio de exhibicionismo fonético con el que solo pretendía divertirse, tomándole el pelo al columnista de El Mundo, Billiken, quien por entonces arremetía patético contra algunos posmodernistas.

 Tallet lleva al límite el estilo ya de por sí liminal de la “Tertulia lunática” del uruguayo Herrera y Reissig. A un registro enigmático y exaltado, pero conseguido, responde con una sarta de jerigonzas burlescas, de matices lúbricos, donde cubanismos, latinismos, neologismos y citas cultas a la tremenda confluyen socarronamente, firmadas por un tal Dante Chateaubriand Fernández. 

 Quiso, en correspondencia con recuerdos de su adolescencia, y acaso para asegurarse de que aquella broma fuera tomada como tal, apelar a un “precursor inconsciente”. Fue así que dedicó los sonetos al célebre poeta matancero Seboruco, al que conociera en la década de 1910, si bien se limitó a citar las iniciales de su nombre: A. H. A. Como el libro en su conjunto, tal clave solo podía estar destinada a un grupo de poetas y pintores amigos.

 “Vesania zahorí” pudo perderse para siempre, por lo que integraría hoy ese catálogo siempre extensible de “pérdidas cubanas”. El manuscrito mecanografiado se extravió en manos del periodista español Manuel Aznar, y Tallet tuvo que reconstruir de memoria los sonetos, salvando algunos íntegramente y otros en parte, respecto al original.

 No se publicaron hasta 2007, a ocho décadas de creados, cuando Fernando Carr Parúas los incluye en el capítulo “De una broma a la fama”, de su enjundioso Cosas jocosas en poesía y prosa de José Zacarías Tallet; más tarde, en 2014, Alfredo Zaldívar los incorpora a su recopilación de poemas de Seboruco, Con mucha melancolía

 No existe aún, sin embargo, edición propia del cuaderno, a pesar de tratarse de una de las piezas más significativas de la poesía cubana, sobre todo, por su contraste con una tradición predominantemente seria y, a menudo, abismada en la falsa excelencia.  

 Tallet siempre supo, y así lo confesó, que aquellos estrafalarios sonetos abrieron el camino hacia su obra poética, la que se fragua a partir de 1923. 

 Tal vez la poesía “narrativa” más eficaz del tránsito hacia las vanguardias, toda ella inversión jocosa, aunque a ratos enfática, de los valores modernistas, en pos de un “principio de realidad” por el que más de una vez fue calificada de anti-poesía. 

 Leyendo desde la perspectiva actual estos sonetos, no puede uno sino inscribirlos en cierta tradición hispánica del disparate, pero también, y esto es clave, dentro de una retórica de la locura que destaca, paradójicamente, por su consciencia, esto es, por el intento de expresar, mediante un juego, algo que se sabe “inconfesable”. 

 En esa dirección apunta el título: demencia, frenesí, pero también perspicacia, clarividencia. 

 “Vesania” no solo parodia el estilo y el ritmo modernistas, sino que extrema esa parodia al tomar la “Tertulia Lunática” como referente, y al colocar a Seboruco en el pórtico. Si Lezama señala un parecido entre la “Tertulia” y “La Ronda” de Zequeira, por lo que tienen ambas de alucinadas, cabe también indicar lo que estos sonetos subvierten y, secretamente, controlan.
 
 La lista es larga y bastaría mencionar algunos lugares: el ingenuo orientalismo de “En la Hamaca” de Tejera; el desbordado satanismo de las “Excéntricas” de Byrne; el culto pictórico y formal -en última instancia, culto al sentido- propugnado por los posmodernistas; y tentativas como La Ruta de Bagdad de Regino Pedroso, y ese rococó nacional que es el cansino La Zafra de Agustín Acosta.

 Verdad que se trata, en el caso de los últimos, de libros posteriores, pero son justamente ellos los que indican el agotamiento del modernismo en Cuba. 

 El mismo año de “Vesania”, por fin Boti daba un giro a su escritura con El mar y la montaña, claro primer indicio de vanguardia. 

 Súmense las efusiones del “perdulario” Barba Jacob, y la falta, en ese justo momento, de un horizonte profano que asomaría solo con el segundo Martínez Villena, el malogrado autor de “Canción del sainete póstumo” (1923).

 No fue la última vez que Tallet parodió a Herrera y Reissig, a quien debe, claro está, la “revelación” del límite al que había llegado la producción de sentido, límite que era necesario “delatar” apelando al juego con los significantes y sometiendo todo exceso, toda locura metafórica (incluso una locura genial como la de "Tertulia"), a la prueba de la parodia. 

 Veamos, por ejemplo, su décima “Palabra vesánica”, donde la referencia al “precursor” Seboruco se instala en el último verso.

 Noche de ronda fañuca
 y de heterodoxos bretes
 noche de los peperetes,
 lóbrega noche fañuca.
 Escolopendra cayuca
 repleta gozosa y senil
 y la viuda de un mandril
 patidifuso y sarniento
 delira con triste acento:
 “sale el toro del toril”.

 Tallet siempre se proclamó “el más loco de los locos”, a la vez que padeció el conflicto de postergar la publicación de su obra y el todavía más acentuado de sentirse un “poeta vergonzante”. 

 El humor de buena parte de su poesía, y el de “Vesania zahorí” en particular, tiene en el soneto de Quevedo, “Al estilo de Góngora”, su antecedente más resuelto. Desde luego, caben en esta genealogía pedazos de Zequeira, la “Camelania espelucífica” de Pérez Zúñiga, y las holgadas cuartetas del vate matancero. 


lunes, 17 de julio de 2017

Confiteor feérico



 José Zacarías Tallet


 Crematuros y sádicos tus labios geniofobos,
Exorna de tu semiperfil crisoberilo,
Cual folias fardedeantes de rútilo mitilo,
Violaron mi mentario con cítricos eufobos.

 Un agrupelamiento de zigzagueantes lobos,
Se inipició impoluto como lilial batilo,
Y demascial mandoble de truculento filo
Ultratumbó mi psiquis en fétidos arrobos.

 Tremé pleto de podre miliunanochescante,
La interna de mi lumen flameó beleorillante,
Se espertriscopió Marte, etéreo y lotófago.

 Mientras tus perloturgos dedos perfirogénitos
Ecumenaron jámblicos ritos urinogénicos
Al violonceleante compás de un ritmo vago.


 Soneto inicial de “Vesania zahorí” (1921).

jueves, 13 de julio de 2017

Nota al pie para Piñera y Seboruco

  


  Cintio Vitier


 Flora, te voy a acompañar hasta tu última morada.
 Tú tenías grandes pies y un tacón jorobado. *

 Esta aguda captación de un aspecto amargo y mágico de lo cubano, se me asocia de modo involuntario, y sin el menor propósito de establecer “fuentes”, con la “Ballade des damas du temps jadis” de François Villon:

  Dictes moy où, n `en quel pays,
  est Flora la belle Rommaine…
 
  La royne Blanche comme lis
  qui chantoit à voix de seraine,
  Berte au gran pié…,

  y con unos versos del extraño poeta desequilibrado Antonio Alemán, Seboruco, que fue personaje popular en Matanzas a principios del siglo. Recuerdo haber oído a Piñera decir estos versos de Seboruco, como descubriendo en ellos una secreta, oscura intuición:

  El sol alumbra de día,
  la luna alumbra de noche.
  Cuatro ruedas tiene un coche
  con mucha melancolía.


 Lo cubano en la poesía [ed. 1970], p. 483. 


lunes, 10 de julio de 2017

Seboruco precursor




 José Zacarías Tallet 

 Habiendo devorado a Herrera Reissig, se me ocurrió darle una broma al purista –luego compañero y amigo mío cuando, en 1926, ingresó en la redacción de El Mundo, Félix Callejas (Billiken), parodiando cierta manera del mencionado poeta uruguayo, doce sonetos en versos alejandrino, disparatados, pero bien medido y rimados, y con el consiguiente y musical ritmo poético. 

 Los mecanografié esmeradamente y José Manuel Acosta, mi fraterno amigo y más íntimo camarada, aficionado al dibujo y la pintura como yo a la poesía, los ilustró con admirables bocetos ad hoc e hizo al cuaderno una magnífica portada en colores a la aguada. Lo aderezamos con elegante cordón de seda roja como Dios nos dio a entender, y me dispuse a enviarlo a Billiken, pidiéndose su opinión sobre aquellos versos a los que di por título “Vesania zahorí” y por subtítulo Versificaciones mixtificantes. Aparecía como su autor Dante Chateaubriand Fernández y estaban dedicados a: “A A.H.A., precursor inconsciente. A. H. A. era Antonio Hernández Alemán, el popular rapsoda matancero del disparate, más conocido por Seboruco a quien, entre otros del mismo jaez, se le atribuían estos versos: “Calamar, calamar / sal del mar / ¿Ya saliste? / Vuelve a entrar / que el toro embiste.” 

 La carta rimbombante con que pensaba enviar los versos a Félix Callejas, que en esto no me ha flaqueado la memoria –porque la tal carta se perdió-, comenzaba diciendo: “Maestro: Tal vez tocado de semilunático temerarismo, heme atrevido a coleguizar con usted, dando a luz mis más cara lucubraciones estéticas que debí haber forzado con adamantina volición a un quietismo incógnito en las más sinuosas reconditeces de mis órganos cogitatorios.” ¿Qué les parece? 

 Para muestra de lo que eran aquellos versos, he aquí un soneto de los que integraban la “Vesania zahorí”.

 Biobalzaciceme en hospedomos clásicos
 esplinizado en fútil lasitud anodina;
 letalicé mi espíritu en abyecta sentina,
 escorial nauseabundo de residuos diastásicos.

 Un anonadamiento de mis principios básicos,
 tarambaneando en rancia batahola supina,
 entre cirrucidades de niebla ultraopalina
 anacronismisome a los milenios triásicos.

 Evidencié asquizado fangosos bovarismos,
 nepentearon en torno de mí, perogrulladas,
 actoré en niquelarios sórdidos cataclismos,

 hasta que mis madrinas protejodientes hadas,
 latinizaron férvida música de Dinorah,
 sopraneando en mi tímpano: “Periculum in mora.” 

 Pero ni el soneto ni la carta llegaron al columnista de El Mundo. Empezaron a correr aquellos de mano en mano entre íntimos amigos, y en tanto ocurrió un acontecimiento que iba a ser, aunque yo no podía ni remotamente sospecharlo, el turning point, el punto decisivo en mi –llamémosla así- “carrera literaria”. Un amigo mío, Hermenegildo Hernández, ya difunto, diletante de las letras, amigo también de José Antonio Fernández de Castro, y conocedor de “Vesania zahorí” y acaso de algún que otro esbozo de ulteriores poemas serios que garrapateé por entonces, nos presentó. José Antonio, tan generoso de su amistad, me la brindó plenamente. Se entusiasmó con la “Vesania” y con aquellos bocetos serios que, ante su acogida cordial y sincera me atreví tímidamente a mostrarle; y me proclamó poeta de tomo y lomo. Me llevó a las tertulias de la revista El Fígaro y conmigo a mi inseparable José Manuel Acosta –se me olvidaba decir que era hermano menor de Agustín, a quien, mediante él conocí- y nos presentó a Rubén Martínez Villena, a Enrique Serpa y a otros jóvenes intelectuales de la antigua tertulia del Teatro Martí a las que yo nunca concurrí. La “vesania” siguió corriendo de mano en mano, ahora de “intelectuales”, hasta que fue a parar a las del periodista español Manuel Aznar que vivía en esa época en La Habana, donde era director de El País. Aznar se quedó con el cuaderno y al marcharse para España más adelante se lo llevó como una curiosidad. A pura memoria hube de reconstruir posteriormente, a petición de mi hijo, los ya “famosos” sonetos, pues no dejé ni copia, aunque sí debe de haber por ahí alguien que guarde una de illo tempore. Me introduje, pues, en los círculos literarios por la puerta excusada de unas imitaciones extravagantes de un gran poeta. 

 Fragmento de “Yo poeta…”, en José Zacarías Tallet. Poesía y Prosa, Editorial Letras Cubanas, 1979, 402-03. 

 Trabajando con Portuondo, en mis ratos de ocio, compuse en la propia oficina unos sonetos disparatados, parodiando a cierto lenguaje de Herrera Reissig. (El primero que hice lo leyó Agustín Acosta al educador don Eduardo Meireles, diciéndole que era de Herrera y Reissig. Don Eduardo se escandalizó y acabó por rechazar aquella paternidad al ver que en el soneto se empleaba la palabra “agrupelamiento”, el conocido barbarismo cubano.) Era una colección de doce sonetos, titulada “Vesania zahorí”, por Dante Chateaubriand Fernández. Bien mecanografiados fueron todos ilustrados por José Manuel Costa, y llevaba una portada en colores. El cuaderno estaba dedicado a “A.H.A, precursor inconsciente”, es decir, a Antonio Hernández Alemán, el disparatado bardo que Matanzas conocía por Seboruco. El propósito de aquellos versos era tomarle el pelo al periodista y poeta Billiken (Félix Callejas) que en su sección “Arreglando el Mundo” arremetiera contra modernas formas poéticas. Acompañaba a los versos una carta cuyo primer párrafo recuerdo. Decía así: “Maestro: Tal vez tocado de semilunático temerarismo, heme atrevido a coleguizar con usted, dando a luz mis más cara lucubraciones estéticas que debí haber forzado con adamantina volición a un quietismo incógnito en las más sinuosas reconditeces de mis órganos cogitatorios.” Pero ni versos ni carta fueron enviado a Billiken. Algo más adelante el cuaderno hizo furor entre los que iban pronto a ser mis amigos literarios y perdí el original que se llevaría para España, como una curiosidad, el periodista que vivió y trabajó en Cuba, don Manuel Aznar. Yo no tenía copia, aunque por ahí alguien hizo alguna. Después he reconstruido los que no recordaba íntegros. Algunos de los que hoy conservo son iguales a los primitivos. Otros parcialmente, no más…”. 

 Fragmento de "Autobiografía”, en José Zacarías Tallet. Poesía y Prosa, Editorial Letras Cubanas, 1979. 

  

sábado, 8 de julio de 2017

Seboruco por Medardo Vitier



 (...) Llegó a tener renombre, sólo por ese motivo. Lo conocí en Matanzas, donde vivió siempre. Por 1910 llegué a aquella ciudad y allí residí buen número de años. Los del auge de Seboruco fueron de esa fecha a 1915, aproximadamente, aunque ya antes del año diez era famoso y no alcancé esa etapa de su vida.
 A la sazón existía cierto movimiento literario en Matanzas producido por la lectura de Darío y sus seguidores en América y en España. Hubo allí un grupo de lectores, más que de estudiosos. Ocupábamos todas las noches uno o dos bancos del parque, cuando no sillas. Fernando Lles, H. Cabrisas, J. Cataneo, M. Macau, Justo Betancourt, Mario González, Ugarte, Félix Campuzano, Buenaventura Hernández... De seguro que omito a alguien.
   Agustín Acosta y Juan D. Byrne eran menos asiduos, pero concurrían con frecuencia. Acosta andaba ocupadísimo: el telégrafo, las novias, los poetas predilectos del Modernismo, sus propios versos y... los códigos, que venció al cabo. 
 De ocho a diez de la noche nos reuníamos. Algunos trasnochadores, no tenían hora para marcharse. Por mi parte siempre tuve hábitos conservadores a ese respecto. 
 Hacia las ocho y media aparecía casi todas las noches Seboruco, apodo con que se conocía al sujeto de mi evocación. Daba vueltas, rara vez se sentaba. Con frecuencia se detenía delante de nosotros, a una vara del banco. 
 Parecía hacia 1910, un hombre de unos cincuenta y cinco años o poco más. Era de baja estatura, ancho más bien que grueso, derecho, de cabeza redonda y mal cutis rojizo; una de esas caras escabrosas que nos parecen no haber visto nunca tersas. En su rostro sereno hacía muy poco gasto la risa. Vestía de negro, todo abotonado, con más arreglo en los detalles que limpieza en el conjunto. Hacía el efecto de cuidar sus maneras, con cierto aire de señor que se vigila. En todo era mesurado. Hablaba poco. Si nos dirigíamos a él o le preguntábamos, se limitaba a responder con las palabras necesarias. 
 Reservado y lacónico, nunca supimos cuál era el nivel de sus lecturas. Había sido, de joven, tipógrafo, pero ni siquiera formábamos idea de su mentalidad mediante su conversación. En realidad no conversaba, al menos con nosotros, si bien gustaba de situarse, espontáneamente, muy cerca. El grupo se adaptaba a aquel modo de extraña dignidad, propio de tan peculiar individuo, y si alguna vez se le asediaba con preguntas, Cataneo, que tenía en todo la nota de prudencia, decía: «No lo irriten, porque se va.» 
 El hombre resultaba impenetrable. Jamás habló de sí mismo, en ningún sentido, ni exteriorizó deseos ni contó anécdotas ni comentó sucesos ni mostró interés por ninguno de nosotros en particular.
 (...)
 No agrega nada a eso ni lo subraya con una sonrisa, sino que se queda muy serio. No sonreía sino a las damas, mientras les decía cosas como ésta:
 Que sabrosas matanceras
 de la calle de Contreras.
 Sería inexacto calificarlo de «pobre diablo», tipo que existe positivamente, y no ha sido tratado en el ensayo ni en la lírica ni en el teatro, al menos con la caracterización que merece. Seboruco no encarna ese tipo. El pobre diablo se abandona en todo y suele ser locuaz. Nuestro hombre mantenía una especie de dignidad patética. Cierto que en ocasiones se oía algún grito: ¡Seboruco! o uno de sus dísticos era saludado con sonora trompetilla, pero él, con el mejor juicio, no hacía caso ni volvía la cabeza, y aquello se desvanecía. Además, ocurría muy pocas veces. 
 Repito que no representaba ese producto social que llamamos «pobre diablo». Que lo fuera, en el fondo, nunca estuvimos seguros de ello. 
 Miguel Macau, hombre de letras, juez actualmente en La Habana, conocía algo más de su vida. Nos decía una vez: «No crean ustedes que es loco; es sereno del Mercado y la casa en que vive es propia.» Oí también una especie de leyenda que le era adversa. Pero tanto más extraño el personaje si era enteramente cuerdo. 
 Una vez llevamos al doctor Sergio Cuevas Zequeira, que habló en un acto cultural. Terminado éste, fuimos al café El Liceo (hoy Velasco). Seboruco vio el movimiento y allá se fue, pero más circunspecto que nunca. Se sentó expectante a una vara de nosotros. 
 Dr. Cuevas, ha oído usted hablar de Seboruco, le preguntábamos. Sí, mucho —Pues, vea, aquí lo tiene— , y le fue presentado. 
 Ni la novedad lo sacó de su marco. Era muy cortés; hizo una reverencia, y volvió a su sitio. Miraba inmóvil. Dejamos de interesar a Cuevas Zequeira, cuya curiosidad crecía, y no atendía sino a la hermética figura. Al fin le espetó esta pregunta: “Y usted, ¿dónde estudió Poética?” Seboruco apenas le dejo decir la última palabra, y le contestó: “En la Naturaleza estética”, volviendo enseguida a su seriedad de esfinge. El doctor Cuevas nos miró asombrado. Dígale algo más, le indicamos. Ahora el profesor y orador le interroga: “¿Cuál es su filosofía? La respuesta fue así, como si hubiera previsto la pregunta:
 “Yo la tengo compendiada: No hay más que Dios y la nada.”
 (...)
 Mientras el doctor Cuevas hacía su comentario e indagaba acerca de Seboruco, éste, silencioso, sin interés por saber el efecto que había producido, se levantó, casi sin que lo notáramos, y se marchó.
 Tenía sus tópicos. Repetía, por ejemplo, lo siguiente: «En este mundo todo se divide en bueno, regular y malo.» Su soneto a Joaquín Cataneo fue la diversión de Alfredo Zayas. Debió ser hacia 1916. Alguna revista local lo publicó. No recuerdo sino el verso que dice: «Joaquín Cataneo, de Bemba oriundo.»
 Ya por esa fecha, nadie decía Bemba por Jovellanos, lo cual comunicaba gracia a la ocurrencia.
 Pasaste, misterioso Antonio Alemán, junto a nosotros, los del banco provinciano. Tal vez fue tu máscara, no más, lo que vimos de ti, que te ocultabas en las zonas inviolables del alma. Quedó tu figura, envuelta en indecisa niebla. El grupo te contempló como a un infeliz. Y bien, ¿sabíamos nosotros entonces o habíamos sabido después en qué consiste ser feliz? 

 "Seboruco" (fragmentos); tomado de Valoraciones, Vol. 1, Universidad Central de Las Villas, 1960, p. 260 y ss. 

jueves, 6 de julio de 2017

Al gran gigante fallecido. –Víctor Hugo. – Francia llorada



Seboruco


Prócer de gloria por la fama alido
Naciste divo de tu ser orlado;
Lanzaste altivo tu genio alboreado
En francés, en inglés y español traducido.

Éter riclado de Favonio ido
En París por Gambetta venerado
Ostión de tu concha glorificado
Mirífico en el ser que tú has tenido.

Homero y Cervantes, y demás que abonas
Dirán de tu talento magnifido
Grietas y perlas y demás coronas

Fulgeando cielos de color subido
Apolo y las musas de Heliconas
Almas dirán a todos: Hugo es fluido.



 Tomado de Con mucha melancolía. Poesías de Seboruco. Selección, prólogo y notas Alfredo Zaldívar. Ediciones Matanzas, 2013, p. 24. Publicado originalmente en Diario de Matanzas, 4 de junio de 1885. 

martes, 4 de julio de 2017

Ibrilio y Seboruco: dos genios



 Federico Villoch

 (...) Ibrilio y Seboruco: dos genios del pasado: el uno, olvidado antes de tiempo y obligado a recluirse en el asilo de dementes de Mazorra, en donde lo encontramos cierto día que visitamos aquel manicomio con el escenógrafo Miguel Arias, que iba a tomar apuntes del mismo para las decoraciones de nuestro sainete “La Brujería”; el otro, un precursor incomprendido y “choteado”, precisamente por aquellas sus extravagantes creaciones que en lo futuro iban a conmover con frenéticos y ensordecedores aplausos a más de un auditorio: el Retroceso.

 Ibrilio: el José Zorrilla del barrio de Tallapiedra, el genio de la décima, de quien, de haber sido su contemporáneo, el poeta vallisoletano, hubiera tomado el modelo para las suyas del “Tenorio”. Seboruco: el Dante de la Plaza de Armas de Matanzas, que vivió su infierno y cantó a su Dorotea, con idéntica inspiración que el florentino a su “Beatrice”.

 A lo mejor, así como cae un aerolito o se produce un violento temblor de tierra, Ibrilio se destapaba con una sarta que dejaban detrás las famosas del “Vértigo”, de Núñez de Arce. No había acontecimiento que él no glosase con su lira criolla -¡a medio la décima! vendida por él en persona por las calles- ni dicharacho callejero que no le sirviese de tema para sus improvisaciones; y cuando la actualidad no le daba ocasión, inventaba un cuento como aquel –homérico- que titulara “La vieja soliviantada”; y que remataba con un arranque lírico que el propio Quintana hubiera envidiado como penacho de su oda más inspirada; y que decía así:

 Cuando la vieja vio
 que la cosa iba de veras,
 arrojó la sorbetera
 y dijo -¿A mí?- y se templó.

 En otro poema dice, refiriéndose al General Salamanca, que como sabemos vino a Cuba a moralizar la administración de la Colonia:

 Yo te lo digo, Gaspar
 Salamanca es un portento
 de valor y de talento
 que a Cuba viene a arreglar;
 así pues, tienes que andar
 pero muy bien del cogote;
 pues si te hace el zote
 y con el civil tropiezas
 vas a parar de cabeza
 al banquillo del Garrote.

 Otra vez, refiriéndose a la explosión del Polvorín que tuvo efecto en La Habana el 29 de abril de 1884, decía:

 De La Habana llegó el fin
 cuando algo más de la una,
 de una manera importuna
 hizo –¡Pun!- el Polvorín.

 Ibrilio era fecundo, fácil y osado. Llegó a graduarse de Bachiller en el Instituto de La Habana. Sería interminable la lista de sus “obras”. Las cazaba al vuelo. Su escopeta lírica disparaba, rápido, sobre el primer asunto nacional, callejero, meteorológico o doméstico que sobrepasase lo corriente. Ahora se hubiera lucido. Se recuerdan sus décimas: “El mono de mi vecina”, “El Polvorín”, “Chuchita se sacó un diente”, “El crimen de los Sanudos”, “El crimen de la Víbora”, “La caída de Machín”, “Salamanca te va a arreglar”, “Huye que viene el Ciclón”, etc., etc., y por el estilo hasta cien; hasta mil, acaso. Probablemente si doctas plumas hubiesen tratado estos asuntos, fechas y jalones de nuestra historia político social, el pueblo se hubiera sentido defraudado en sus gustos; burlado.

 Seboruco era más jeroglífico; más conceptuoso; estampemos el exacto calificativo más gongoreano. Tenía aquél, “Poema para la enseñanza de los niños en las escuelas diocesanas y filosófico-morales”, que publicó en “El Trichino microbiano, periódico de Cuba libre mística con Minerva y Astrea filosófico político, con la santa encarnación de los dioses”, que decía así:

 -Nace el ternero
 en su pequeño lecho,
 y la vaca que lo mira
 le dice -¡Abur chiquito!-

 ¿No era un genio el poeta que le llamaba a la Rosa:

 Retortijón de savia ascendente,
 exponiente bien oliente
 que embalsama el ambiente
       y lo orea
       y lo rosea?

 Varios jóvenes de buen humor de la ciudad yumurina, entre ellos Ricardo de la Torre; el pianista Alberto Saldarriaga; Ramoncito Prendes; y un dependiente conocido por “Vitriolo”, de la botica de San José, de Matanzas, acostumbraban a celebrar allá por las “alturas de Simpson” de dicha ciudad, unas ruidosas cenas a las que de exprofeso invitaban a Seboruco, para que las amenizara con sus geniales elucubraciones poéticas. Si es cierto que existe la inspiración, y que en ocasiones le ha sugerido a los vates grandes cosas, más de una vez el tal soplo divino se apoderó del infeliz Seboruco, dando prueba de su existencia material, y espantando a los testigos que pudieron dar constancia de ello.

 Seboruco que en lo externo pertenecía a la serie del contrahecho Quasimodo, creado por Víctor Hugo picado de la víbora de la inspiración, bufaba; se retorcía, se tiraba de los pelos; abría los ojos hasta sacárselos de las órbitas; y echaba por la boca espuma y versos, unos tras otros, como el Apolo de una fuente pública arroja sin cesar chorros de agua por la boca. En aquellas cenas nacieron las más famosas, por extravagantes, creaciones del Quasimodo yumurino. Se hicieron célebres y populares sus inspiraciones y sus brindis. Sería un dato de gran importancia, para la “historia del disparate”, la publicación de todos los que concibió aquel numen estrafalario. Puesto uno a imitarlos en son de burla, con el mayor ahínco, fracasaría en el empeño. ¿Caería Seboruco en el ridículo por haber llegado precisamente en sus creaciones líricas al extremo de lo sublime? También podría pensarse que en ese mundo misterioso de la gestación artística, el hado que los inspira se hace el propósito de engendrar un genio: más por causas a él ajenas –y también misteriosas como todo lo que proviene de ese mundo superespiritual- cae en un descuido y el genio, a pesar de la intención creadora, deriva en monstruo. ¿Cómo se explica, si no, el número crecido de éstos, que nos amargan la vida; y que no han podido ser creados exprofeso para martirizar al género humano?

 Como se ve por lo que hemos copiado, entre Ibrilio y Seboruco, media un abismo: Ibrilio es clásico, respeta los moldes; Seboruco se sale del tiesto; es renovador; es precursor.

 Bonifacio Byrne, que entonces empezaba y Don Rafaelito Otero, que entonces acababa, y Nicolás Heredia, Garmendía Forn; Fajardo, Ambrosio López, José Luis Prado, joven poeta mexicano emigrado que casó con una matancera; Ricardo y Carlos de la Torre, Lavastida, el galleguito Iglesias, Vicente Tomás que firmaba Riverita; Nicanor A. González, Carlos Trelles, toda la sinsontería matancera en fin, de aquellos tiempos, que desde la siete de la noche hasta la una de la madrugada deambulaba por la Plaza de Armas, recitándose unos a otros sus madrigales al melancólico ritmo de la campana del Reloj del Palacio de Gobierno, que daba los cuartos, las medias y las horas, en un toque doble cuyo eco iba a perderse en el Abra; aquella muchachada, en fin, encendida en Campoamor, Bécquer, Núñez de Arce y los hispanos americanos Nájera, Abigail Lozano, Peza, Plaza, etc., admiraba, sin embargo, con respeto a Seboruco; y entreveían acaso en el nebuloso poeta una incógnita lírica que sólo podría resolver el enigmático futuro… ¿Qui lo sá?

 José Fernández Mora, “Ibrilio”, murió en el manicomio de Mazorra; a Antonio Alemán, Seboruco, se le fue hinchando la cabeza, hasta estallar en un derrame lírico cerebral. Sus restos yacen –no olvidados por cierto- en el cementerio de Matanzas.

 Enrique Gil, y un señor Medina, matanceros de aquellos tiempos, y concurrentes a las famosas cenas de Simpson, tiene coleccionados los “versos” de Seboruco: sería curioso publicarlos en un volumen. Tal vez lo que un tiempo parecieron disparates, en la actualidad no lo fueran (...)


 Título original: "El aguinaldo y sus poetas" (fragmento), Diario de la Marina, 15 de enero de 1939. 

domingo, 2 de julio de 2017

Dos piezas olvidadas de Seboruco



Nace el ternero
en su pequeño lecho,
y la vaca que lo mira
le dice -¡Abur chiquito!-


Retortijón de savia ascendente,
exponiente bien oliente
que embalsama el ambiente
y lo orea
y lo rosea


 Estas dos piezas del poeta matancero Antonio Hernández Alemán, más conocido como Seboruco, fueron citadas por Federico Villoch en una de sus “Viejas postales descoloridas” que publicaba habitualmente en el Diario de la Marina a finales de los años treinta. 
 En lo que transcribimos algún fragmento del artículo en cuestión, valga señalar que ni la cuarteta de la vaca y el ternero, ni el quinteto sobre la rosa (que resulta, por cierto, si no más lograda sí más tangible que cualquiera de las de Brull, acercándose a las rosas objetuales de Martín Adán), aparecen recogidos en la excelente antología que no hace mucho publicó, en Ediciones Matanzas, el poeta e investigador Alfredo Zaldívar.  
 Me refiero a Con mucha melancolía. Poesías de Seboruco, espléndida edición que incluye más de veinte composiciones del poeta callejero, tanto de las publicadas en revistas de la época como de las conservadas por la tradición oral, y que incorpora además el raro poema antiburocrático “Semblanza”, publicado en 1880 y que diéramos a conocer hace unos años en este blog.
 El libro añade la pieza teatral Un tipógrafo. Comedia en un acto y en verso, así como notas del propio Zaldívar, una cronología bastante detallada y una remesa de poemas dedicados al célebre “vate yumurino”.
 Entre éstos últimos destaca el por mucho tiempo inédito “Vesania Zahorí”, docena de sonetos en broma escritos por José Zacarías Tallet en 1921 y dedicados a A.H.A, es decir, a Antonio Hernández Alemán, a quien el vanguardista cubano calificaría de “precursor inconsciente”.
 Pues bien, dedicaremos las siguientes entradas a Seboruco, reproduciendo otros textos suyos menos conocidos, algunos de los incluidos en Con mucha melancolía; y, si damos con ello, reseñas de época y textos de otro poeta de la calle, el versificador habanero hoy olvidado, Ibrilio. 

 Pedro Marqués de Armas