viernes, 29 de octubre de 2021

Con la voz del suelo


  José Manuel Poveda


  La sociedad editorial Mundo Latino está editando la Obra Completa de Rubén Darío: ninguna cosa inédita, dispersa u olvidada del gran poeta de América va a quedar inédita, ni ignorada ni dispersa. Para la nueva escuela, es un motivo de alegría. Tendremos, perenne, presente y perfecta ante nosotros, la obra insuperable. Será la cátedra sin treguas, la enseñanza viva y sin fatigas. Releyendo ahora al Maestro, después que ha muerto y después que mi entusiasmo juvenil se ha convertido en admiración tranquila, le encuentro a Darío cada vez más grande y sin antepasados. La poesía ha tenido en América grandes portaliras, la prosa ha tenido formidables estilistas. Pero esta poesía de Darío y esta prosa suya son únicamente suyas. No por la forma, sino por el fondo. En cuanto a la forma Darío no es el más rico, ni el más audaz, ni el más revolucionario, ni el más original. En cuanto al fondo, sí es él, y casi no hay más que él. Darío nos prestó, a los hombres de la actual generación, un servicio eminente: nos condujo a través del alma moderna; nos mostró sus abismos y sus cumbres astrales; nos hizo penetrar en lo íntimo del milagro de su época. Muchos libros han sido escritos sobre la literatura del fin de siglo; pero ningún libro es como Los raros. Otros habían dicho cosas más eruditas, pintorescas o deslumbrantes; pero ninguno, como Darío, pudo revelarnos el misterio, porque ninguno llevó su alma misma tan adentro, en los caminos secretos. El gran mérito de la obra de Darío es su propio genio: él explicó lo desconocido, engrandeció, exaltó lo pueril, creó en lo inexistente, y nos habló de una literatura y de un pensamiento que sobre ser los de su tiempo, eran esencialmente los suyos. En verso, Darío entonó canciones inmortales, porque tenía en su pecho dos almas, dos sangres, dos fuerzas, dos virtudes: las unas, las que produjo el gran siglo decadente, después de las grandes revoluciones; las otras, las de su raza nueva, las de los pueblos mestizos del Continente, casi vírgenes después de haber sido violados por todas las codicias. Así es este hombre excepcional para nosotros, los hombres de esta generación, un iniciador y un precursor. Formó nuestros gustos y tuvo nuestras ansias; nos enseñó todo cuanto él había aprendido del mundo viejo, y nos guio por los primeros caminos del mundo nuevo. Era “decadente” y revolucionario, hipersensible y rudo, sapiente e instintivo, un tipo de selección y una fuerza de la naturaleza. Aun para los que ya hemos ido mucho más lejos que él, en las innovaciones y en las nuevas pasiones, es adorable. Nosotros somos más patriotas, más nacionalistas, más americanos, y menos refinados, menos viciosos, menos exóticos. Pero tenemos que seguir adorando en él al maestro que nos condujo hasta nosotros mismos, libertándonos del castellano rancio, del necio quijotismo y de las querellas coloniales. Como somos una raza sintética, este poeta sintético nos encanta: de él tenemos casi todo lo que hoy somos. Por último, le admiramos, nosotros los que “ya” no tenemos maestros, porque él no fue un maestro. Él no enseñaba, él no predicaba, él no tenía reglas ni fórmulas; si algo enseñaba, era a cantar libremente; y su canto hecho de sombra y de luz, de noche y de aurora, tenía del ruiseñor y de la alondra. Él nos enseñó a libertanos a todos, incluso de él mismo. Y, cantando sobre su propio suelo, con la voz del suelo, sin estar ligado a él por ningún amor tradicional ni puramente patriótico, fue el verdadero poeta de esta raza americana que, sobre un territorio sin dueños, creará las patrias sin fronteras.  


 “Rubén Darío”, Orto, 2 de junio 1918; José Manuel Poveda: Prosa, T.2, 1981, Editorial Letras Cubanas, pp. 263-64.    

jueves, 28 de octubre de 2021

Responso por Rubén Darío



Eliseo Diego 

            

                                                                                      Buey que vi en mi niñez 

                                                                                      echando vaho un día


Amigo, el tiempo que no cree en nosotros

nos lleva el pan, el corazón y el día

como a las nadas del otoño muerto.


¿Qué sabe acaso de tu fiel Francisca,

de tu chaleco decadente, pulcro

entre las sedas del suburbio ambiguo?


Como por juego, distraídamente,

nos echa encima el polvo que levanta

cegándonos las ganas de la vida.


¿Qué es de ti ahora, dime, a los cincuenta

solemnes años de callarte a solas,

de no estar ya jamás cuando te llaman?


Ni qué eres, inerme, sino un soplo

en la boca enemiga de los otros,

cuanto encierran dos cifras en un libro.


¿No será extraño, entonces, que destellen

como bronce los flancos delicados

del buey que viste, a un sol que ni soñabas?


No al sol de tu niñez, el que venía

recatado y risueño en la corteza

del espléndido pan de tus domingos.


Ese no alumbra ya, no más calienta

siquiera a la nostalgia que temblando

buscó un cráneo abolido como abrigo.


Ni al otro en que te hablo, el que persigue

las vanas sombras por la tarde huraña

volándolas del patio a la memoria.


Veloz, vertiginoso, irrestañable

sol de las cosas que perdemos juntos

hacia el único ayer que nos reúne.


Y a cuya luz no fue, Rubén Darío,

que viste al buey de tu niñez, el grande,

pacífico animal que es ya la dicha.


Tenso de sangres y significados,

macizo, puro, de oro transparente,

vida en lo muerto de la inmensa página.


Ni el árbol, que es apenas sensitivo,

ni más la piedra dura, sino el hombre

dichoso es que engendra lo que mira.


Dichoso el buey, el pan y tu Francisca,

Pochás, el caracol, tu Nicaragua,

los tronos, potestades y dominios

eternos hoy al sol de tu palabra.



 Encuentro Rubén Darío, Casa de las Américas, 1967, pp. 92-94. 



miércoles, 27 de octubre de 2021

A Rubén Darío


 Nicolás Guillén 


 Señor Rubén Darío: ¿qué arcaicas mariposas

tejieron sus ensueños de luz en su pensil?

¿Qué céfiro le dijo rondeles a tus rosas?

¿Qué fuente fue tu fuente de plata y de marfil?


 Tu bosque tuvo un coro de ninfas prestigiosas

que puso en tus sonatas su cántico gentil

y en tu rosal, cuajado de flores luminosas,

gimió perennemente sus músicas de Abril.


 Yo he visto en mis delirios tus pálidos jardines

y he oído el coro ilustre de líricos violines

que desgranaba en ellos sus ritmos de cristal.


 Señor Rubén Darío: por eso es que mi lira

también tiene en sus cuerdas la cuerda que suspira

con el temblor alado de un blanco madrigal.



 Orto, 19 de diciembre de 1920; Obra poética, compilación, prólogo y notas de Ángel Augier, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1972, T.1, p. 62. 


lunes, 25 de octubre de 2021

Los últimos instantes de la marquesa Eulalia



Agustín Acosta 


I


Cerró los ojos, de mirar cansados

la sombra de la muerte por su alcoba,

espía que acechaba en los bordados

damascos de su lecho de alcoba.


Quiso bajar hasta el jardín. Decía

cosas tan vagas, que ya nadie sabe

si en su palabra sin matiz había

algo que fuera humano. Limpia y suave


el agua de la fuente discurría

entre hojas secas. Ella, sonriente,

fue más de luz bajo la luz del día.


Y con voz dulce de convaleciente,

mientras su boca blanca sonreía,

pidió que la llevaran a la fuente.


II


Pidió que la llevaran a la fuente,

junto al blanco jazmín de hojas marchitas,

y la envolvieron perfumadamente

las azucenas y las margaritas.


Estaba bella como un taciturno

crepúsculo de sol ágata y lila,

con mucho de sonata y de nocturno

en el piano sin voz de su pupila.


Pálida, como un pétalo guardado

en las hojas de un libro de pecado,

a sus últimos pajes sonreía…


Mientras sobre la linfa de la fuente

la anemia sofocada del poniente

reflejaba su lánguida agonía…


III


Reflejaba su lánguida agonía

la peregrina del amor, en tanto

la fuente insinuadora discurría

como un dolor que se resuelve en llanto.


Dijo después con lentitud: —Deploro

no recordar, para consuelo mío,

el canto aquel en que Rubén Darío

comenta mi cruel risa de oro.


Todos la contemplamos. De repente,

un paje que mirábase en la fuente

volvió su rostro… Y como canto de avemarías


en el jardín callado y vespertino,

vibró en la tarde dolorosa el trino

maravilloso de «Era un aire suave».


IV


En su blando sillón de terciopelo

ella escuchaba la canción querida.

Alguien dijo: —¡Rubén está en el cielo!

Y ella afirmó: —¡Rubén está en la vida…!


Se espaciaron las sombras en la altura,

bajaron al jardín, y sobre ella,

para esconderse en su pupila obscura,

vino la luz de la primera estrella.


No se sabe qué dijo a su pupila

aquella luz que cada vez titila

con más fulgor en nuestro absorto duelo…


Ella quedó como transfigurada,

pálida y sonriente, arrellanada

en su blando sillón de terciopelo.


V


Oh triste tarde, entre tu gasa fría

viste con qué solícitos cuidados

cargó el sillón de Eulalia la sombría

tropa de los alegres convidados…


Cuando dejamos en el blanco lecho

el cuerpo de la dulce soñadora,

vimos que le brillaba sobre el pecho

una medalla de Nuestra Señora…!


La estancia se llenó de los rumores

de la muerte. Piadosas nuestras manos

sobre el lecho de espuma echaron flores…


Y la Marquesa Eulalia parecía

una flor de jardines ultrahumanos

que entre flores del mundo se escondía.


VI


Así murió, junto a la fuente inquieta

en que como un dolor temblaba el agua,

la lírica y romántica coqueta

del inmenso cantor de Nicaragua.


Y pues quiso que al menos una lira

sus últimos instantes relatara,

mi lira es la devota que delira

por dejar esta flor sobre su ara.


Y si queréis saber donde reposa

la que tan alto galardón tenía,

tomad una vereda misteriosa


hacia el jardín aquel, y sabiamente,

arrancadle el secreto a la armonía

melancólica y cauta de la fuente.



 Agustín Acosta hizo zafra del gran modernista, en el que se inspiró no solo de joven sino hasta el final de su obra. Comenzó con un “Responso a Rubén Darío” (El Fígaro, 13 de febrero de 1916) escrito en Matanzas a dos días de la muerte del poeta nicaragüense, para seguir un año más tarde con el réquiem “Elegía de las sombras” (El Fígaro, 4 de febrero de 1917). Dedicó además una serie de sonetos a los últimos instantes de cada uno de los tres personajes del poema de Darío “Era un aire suave”, así como siete sonetos a los instantes postreros del propio Rubén, recogidos estos Los últimos instantes (La Habana, La Verónica, 1941). Entre sus muchos versos de miedo recuerdo a menudo éste: “Bajo la pobre manta de su lecho, /desintegrado, mas no desecho, / quedó Rubén Darío.”

 Sin embargo, toda esta molienda dariniana no estuvo exenta de sinsabores o pequeños traumas que tal vez se volvieron síntomas. Uno de los primeros en herirle fue Jaime Torres Bodet en un artículo sobre la nueva poesía española que publicó El Universal (1926), y que la prensa cubana no tuvo reparos en reproducir. Allí decía el mexicano: "Todo poeta hace uso de un bazar de imágenes propias. Pero, en tanto que el bazar de un discípulo de Rubén Darío como el cubano Agustín Acosta está lleno de pelucas y de cisnes disecados, el de este hombre de hoy contiene cosas actuales". 

 Ese poeta del momento al que se refería Torres Bodet era Gerardo Diego, al que, en su habitual rechazo a las poéticas más experimentales, colocaba por encima de Vicente Huidobro y de Oliverio Girondo. Así que el ramalazo hacia el cubano no era tan crudo como podría creerse. Hasta sus amigos más cercanos, Mañach por ejemplo, le echaban en cara el excesivo, casi enfermizo apego a Darío. 

 Como confesó alguna vez a Manuel Díaz Martínez, allá por 1910, en pleno ímpetu juvenil (es decir, por la época de la fotografía que acompaña esta entrada) el poeta matancero se topó con el mismísimo Rubén en el vestíbulo del Hotel Inglaterra. Era, en efecto, él, pero de espaldas. Pudo abordarlo pero no se atrevió a hacerlo. Una fuerza superior se lo impidió. De modo que no pudo ni saludarle, quedándose con el recuerdo de aquel dorso (tal vez tambaleante) y no menos con el de su espantada timidez.  

 No obstante, por esos mismos días de septiembre de 1910 le escribía desde su refugio en Matanzas llamándole “maestro amado” y deseándole que La Habana le fuera propicia y recuperase su salud. No se priva de enviarle "un manojo" de versos y se excusa de no haber ido a verle a causa “de las fatigosas necesidades de mi destino”, despidiéndose como el más humilde de sus discípulos cubanos. 

 A saber si el amago de encuentro fue antes o después de la carta en cuestión. Acaso su tortuosa aproximación a quien tanto le encandilara, explique algunas de sus poco felices observaciones sobre Darío, Casal y Martí. Acaso. Pero no vamos a entrar en ello. Sería leña para otra estufa. 


domingo, 24 de octubre de 2021

A Rubén Darío



Manuel Serafín Pichardo


Pienso al verte en el Gólgota iracundo

donde te infligen sátiras agudas,

que estirpe hicieron Barrabás y Judas

y más de un Cristo sangra por el mundo.


El nimbo llevas de los santos reos

que fueron en las almas sembradores

e hirió y clavó en el leño de dolores,

la turba de villanos fariseos.


De ella, hi un gesto de piedad demandes

-¡no imploran de los míseros los grandes!-

y, altivo, diles: -Continuad, malvados;


desde la Cruz de mi gloriosa vida,

puedo soñar aún con la sien partida,

puedo volar aún con los pies clavados!



 El Fígaro, 5 de mayo 1907, p. 209; Revista Moderna de México, mayo de 1907, p. 165; Prisma. Revista Ilustrada de Artes y Letras, Lima, Año III, Núm. 53, 24 de agosto 1907, p. 5. Ver Pichardo por Darío aquí

 

sábado, 23 de octubre de 2021

Rubén Darío y Blasón



Paulino G. Báez


Rubén Darío: dicen que fuiste de los astros

centurión, en palacios irídeos del vacío;

que por ti comulgaron todos los Zoroastros,

todos los Jesucristos… ¡Verdad, Rubén Darío!


Un pedestal glorioso la suerte te depara

y tu fama, al pináculo, Padre Darío llega,

pues fuiste quien un día su amor le declarara

—ebrio de sol y luna,— a la bacante griega.


Deja a los detractores seguir su obra malvada;

tu gloria, Padre nuestro, tu gloria está salvada…

Deja, pues, que la Envidia irreverente ladre.


El mastín de la inquina ladrará hasta cansarse

y el cuervo, el negro cuervo de Poe, irá a posarse

sobre tus viñas muertas… ¡Dios te bendiga, Padre!




Pluma y Lápiz, 25 de octubre 1907, p. 13. 


jueves, 21 de octubre de 2021

Homenaje lírico



René López

               

                            para Rubén Darío


Yo saludo al poeta de las «Prosas profanas»,

al Apolo moderno de los versos de oro,

en cuyo escudo se halla un caracol sonoro,

la máscara de Grecia, la flor de lis de Francia.


Dime, mago risueño de las urnas paganas,

¿qué espíritu visita tu corazón-tesoro,

que hace que tu mano escriba versos de oro

en cuya urdimbre juega la risa de la Francia?


Emperador del ritmo, ante tus pies me postro;

vuelve tu altivo rostro hacia mi triste rostro;

concédeme la gracia de una dulce sonrisa.


Hermanos yo no tengo, ni escudo ni nobleza;

yo soy un sacerdote de la diosa Belleza

que ha soñado tus versos y tu melancolía.


 
                                                                                        1906


miércoles, 13 de octubre de 2021

lunes, 11 de octubre de 2021

«Javel» decían las grandes placas de esmalte

 

   Alfonso Hernández Catá

 París, nombre-promesa para cualquier buscador de cualquier alcaloide de vida, lo acogió con esa sonrisa de fin de otoño hecha de grises y de cielos bajos. De la estación al hotel reflejáronse en sus ojos las imágenes desconocidas y empero familiares del Sena, de la Catedral de las dos torres truncas, de la Torre Eiffel y del jardín ilustre de las Tullerías. Una cándida sorpresa de que su Vélez-Gomara no significase en el hotel sino por la calidad de la habitación elegida, complacíale. Su proyecto era cambiar de hotel apenas se orientase, e ir a otro más apartado, con falso nombre. La indiferencia con que era escuchado el verdadero lo disuadió de esta precaución. Al abrir las maletas regaladas por Amparo e Isabel-Luisa, emergió de ellas un hálito embalsamado. José-María comprendió que su ropa deshonraba aquellas maletas que acababan de hacer un viaje nupcial, y salió dispuesto a comprar prendas que terminaran de una vez su ascetismo estúpido. 

 En la tienda su diestra palpaba con delectación los hilos frescos, las sedas tibias y crujientes, las batistas traslúcidas, los crespones de lujosa granulación. Fuerte de su dinero y poseído por esa incontinencia adquisitiva que sienten las mujeres en las tiendas, separó calcetines, tirantes, camisas, pijamas, mudas interiores, corbatas... Todo era leve, de calidad extrema. Le ofrecieron marcárselo en poco tiempo y se negó. Como el comerciante interpretase que no era el precio sino el plazo de ejecución lo que retraía al cliente, disminuyó éste y subió aquel con tanta obsequiosidad que José-María estuvo a punto de gritarle: «¡Pero si lo que yo quiero es no llevar ninguna marca! ¡Si he venido a suprimirme los apellidos, idiota!» Camino del hotel compró jabones, agua de lavanda y una loción. 

 Sus trajes le parecieron indignos de lo adquirido y, seguro de hallar buena ropa hecha para su cuerpo, entró en una sastrería y compró de todo, sin que apenas hubieran de reformar las prendas. 

 Luego volvió al hotel y abrió la mampara que separaba su alcoba del baño. El agua tibia, borboteante, subía en la bañadera de porcelana, y un rayo de sol se refrescaba en ella abriéndose de placer en luces de colores magníficos. José-María se bañó como jamás en su vida se había bañado: en una inmersión larguísima, llena de ensueños sin forma. No era aquel el baño de la mañana, de aseo: era un goce de sentirse liviano en la olorosa transparencia y de descubrir, además, que el agua no merece siempre su fama de casta. 

 Bajó a comer y, antojándosele angosto el comedor del hotel, echóse a la calle. EI vaivén de la muchedumbre, las terrazas, los guiños luminosos de los anuncios, multiplicaban la sensación concreta que desde la subida al tren experimentase: ¡El mundo era grande, grande! Cada uno de aquellos seres quizás, muchos de seguro, tendrían sobre su conciencia no sólo pasiones inevitables, sino crímenes, ¡y vivían! Comió con apetito, bebió, y a los postres sintió la impaciencia de ir a ver si sus compras habían ya llegado. La ropa interior, sí; pero hubo de telefonear al sastre y, no obstante los apremios, tardaron cerca de dos horas. Cuando los sastres llegaron subió a su cuarto y se transformó, maravillándose de la propia magia. ¡Era otro! Pero no sólo por las obras: era otro ya cuando, al despojarse de la bata de felpa, sin atreverse a mirar cara a cara la inmensa luna del armario, se vio íntegro, terso y túrgido el cuerpo de que tantas veces se había avergonzado, la cara iluminada por la sonrisa... 

 Salió de nuevo, de continuo alegre y atónito de que nadie le preguntase nada, de que nadie se fijase en él; y fue a un teatro frívolo. Ya tarde se acostó aturdido y feliz. 

 Casi lo mismo hizo al otro día y al siguiente. No tenía impaciencia. Estaba seguro de que su ocasión, su aventura, había de llegar. Y mientras tanto bastábale la dicha de no sentir pesar sobre su alma el pétreo escudo de su casa, de contemplarse ya sin rebozo en el espejo, y de sentir, a modo de anticipo de todas las caricias, las de la ropa fina. Gustaba de situarse en las terrazas de los cafés a ver el río humano. Por la tarde iba a los salones de té y, rechazando con denegaciones desdeñosas e inapelables las invitaciones a bailar de las muchachas, pasaba horas y horas sintiendo en la carne el ritmo desmoralizador de la música e interesándose por los jóvenes de belleza profesional que bailaban con viejas restauradas y sin miedo al ridículo. Cada día comía en un sitio, visitaba un barrio, cambiaba de universo, y esperaba seguro, sin premuras. 

  Tenía la certeza de que le habría abastado un gesto en cualquier espectáculo, en cualquier bulevar, para acelerar su destino. Pero no quería. Sin duda muchos de aquellos hombres solos y bien vestidos pertenecían a la funesta secta de las víctimas del error de Dios, y un solo ademán, un solo relumbre de ojos hubiera bastado. Si en su ciudad –de la que pasaba días enteros sin acordarse– lo identificó uno, allí, en el inmenso París, ¡cuán fácil hallar cien! No quiso. Estaba seguro de que al aproximarse el instante decisivo sentiría la emoción de las anunciaciones. Y ésta hízole palpitar las sienes una tarde, de vuelta del Bosque de Bolonia, en donde él creía hallar siempre un poco de primavera rezagada. 

 Iba en automóvil, echado con indolencia en el respaldo, y de pronto una figura destacóse en la muchedumbre de la acera. Al pronto José-María no advirtió que no iba sola porque primero sus ojos y en seguida todos sus sentidos se sumaron a la vista para contemplarla. Y hubo un choque de miradas instantáneo y especioso como un largo convenio. 

 José-María despidió el automóvil y siguió a pie. El mozo era alto, hercúleo, con una extraña fatiga en el rostro –que a él le recordaba otro rostro visto sólo dos veces en la existencia–. Un anciano iba a su lado. De soslayo, cada vez que el oleaje de gente amenazaba separarlos, el joven se cercioraba de que José-María le iba a la zaga. Tras lenta caminata se detuvieron ante el escaparate de una librería y entraron. José-María penetró también, impelido por extraña audacia. Mientras el anciano –«Su padre», pensó José-María al comparar las facciones– husmeaba en la mesa de los libros recién publicados, el hijo sacó una hoja de papel y escribió con lápiz en ella. Cual si tuviera larga práctica, José-María comprendió la maniobra y, en el apelotonamiento de la salida, el billetito estuvo en su mano. 

 Los desconocidos tomaron un coche y él se quedó en la acera, con el papel quemante. Lo puso en el bolsillo del chaleco, y tomó otro auto, hacia el hotel. Un rubor tardío subióle de todo el ser, sofocándolo, y desabrochóse la chaqueta que, a pesar del bolsillo interior hinchado de billetes y documentos, expandióse hacia atrás sin que él se ocupase de repetir el gesto desconfiado de rústico en viaje hecho tantas veces en los días últimos. Su diestra, en cambio, oprimía trémula el bolsillo del chaleco donde estaba el billetito con estas palabras: «Mañana cinco tarde salida metro Javel.» 

 Al subir al hotel el portero le dijo que habían venido a procurarlo y tuvo la idea disparatada de que el mancebo hubiera podido adelantársele. Imposible –se dijo en seguida–: No sabe quién soy. Y sin curiosidad, atribuyéndolo a un error, para darse en seguida por entero a sus emociones, se acostó y estuvo hasta muy tarde insomne, con una impresión de miedo dulcísimo en toda la carne y en toda el alma. 

 En vez de pensar en «aquello», cien ideas fútiles salpicaban su inquietud. Se durmió, y despertó cuando mediaba el día. Su baño fue lento, con minuciosidades de rito. No quería pensar en nada. Cuantas ideas intermediarias entre el presente y las cinco de la tarde acudían a su mente, eran rechazadas por una euforia azorada, vagamente temerosa de quedarse quieta. Iba y venía, tarareaba canciones, cosa rara en él. En el fondo tenía miedo, y cantaba cual si estuviera en senda oscura. 

 Bajó a comer, y luego fue a una peluquería donde entregó las manos a los cuidados dolorosos de una manicura. ¡Qué despacio avanzaba el tiempo! Volvió al hotel a mudarse de ropa, y, al bajar, halló, en el casillero donde colgaba su llave, una carta. La puso en un bolsillo exterior, desentendido de cuanto no era su aventura, y salió para estudiar en la estación subterránea de la Ópera el mapa del Metropolitano. Como le sobraba tiempo, volvió a subir y siguió a pie hasta la Magdalena. EI tiempo precipitóse de súbito y empezó a faltarle. Iban a dar las cuatro y media ya. Descendió presuroso, y con el hacinamiento de la multitud sintió que algo en la americana le crujía: era la carta olvidada. Rasgó el sobre, y un efluvio de su ciudad, de su vida anterior, escapóse de él y entróle imperativo en el alma... Era de Claudio. «Ojalá que la razón social pudiese algún día ser: «Osuna Vélez Gomara y Compañía» –decíale tras de las primeras frases. Le advertía, después, haber enviado telegramas a los corresponsales, quienes, de seguro, irían a buscarle para atenderlo... Había llegado una carta del extranjero, abierta por él en persona, por fortuna, y en ella el Cónsul de Kingston anunciaba la muerte de Jaime a bordo de un barco contrabandista apresado cerca de la Florida. Esto no lo había dicho a nadie, ni a IsabeI-Luisa... ¿Para qué? Cuanta discreción se tuviese con las cosas atañederas al honor familiar era poca...» Toda la carta respiraba suficiencia, vanidad. Le recomendaba distraerse, no ser demasiado económico, no olvidar nunca no ya su apellido, sino la representación de la casa... 

 Era cual si la ciudad entera le hubiese escrito para sacarlo del olvido... ¡No, no podía ser! ¿Adónde iba? ¿A qué precipicio lo llevaba aquella sierpe de luces horadando sombras? 

 Un reflujo moral destruyó toda su voluptuosidad, toda su manumisión; y comprendió que ya no podría volver jamás a la ciudad fundada por los suyos ni emprender otra vez la vida oscura de secretas ignominias y de constante enfrenar las bestias de su cuerpo. 

 La idea de volver al hotel, de recibir la visita del corresponsal –sin duda el visitante del día anterior– también le horripilaba. ¡La muerte, sólo la muerte, le abría una puerta pura! Pero tampoco podía suicidarse sin un motivo, dejando la menor pista de sospecha hacia el verdadero. Era preciso proceder con cautela. Su padre mismo habíale dado ejemplo... 

 La imagen de su cabeza destrozada por una bala llevaría a la ciudad, a Claudio, a las hermanas por quienes se había sacrificado tantos años, una incomprensión dolorosa y, tal vez, a Cecilia, una comprensión que era necesario evitar. La estirpe de Los Vélez-Gomara acababa en él y no podíale poner broche sucio. La muerte, sí; mas no en cita declarada, sino en encuentro casual. ¿No había en toda casualidad un cabo voluntario sujeto por la mano de Dios? Ahora ese cabo lo tendría él. 

 El convoy se detuvo. «Javel» decían las grandes placas de esmalte; y la carne obedeció al conjuro del nombre. ¡Ay, ya no mandaba ella, sino la conciencia! Quedó en el andén, sólo, como indeciso, mientras muchos subían y llegaban otros para aguardar al tren siguiente. Todos los días la torpeza de los no habituados al tráfico de la gran urbe originaba accidentes. Habría uno más. 

 Cuando, poco después, dos ojos amarillos, miraron a la estación desde lo profundo del túnel, él se acercó al borde de la plataforma, despacio, con una cautela femenina, que ni a los más próximos infundió sospechas, y en el instante justo dio un traspiés. 

 Un largo estrépito de hierros y de gritos pasó sobre su carne virgen e impura.

 

 El ángel de Sodoma, Cap. X, Madrid, Mundo Latino, 1928. 


sábado, 9 de octubre de 2021

El doctor Zapote

 

 Fray Candil 

 Atravesando un terreno baldío se llegaba al manicomio. Le componían cuatro cuevas inmundas y tenebrosas, separadas entre sí por barrotes de hierro. De las dos más grandes, una la ocupaban las mujeres, y otra los hombres. Una negra, en camisa, con las pasas en revolución, se acercó automáticamente a la reja del patio.

 —Dame un cigarro —le dijo al doctor.

 Luego se acercó otra, con andar de gato, y se le quedó mirando con la boca abierta, sin decir palabra. En un rincón, sentada en el suelo, la cabeza contra la pared, cotorreaba consigo misma una mulata vieja. 

  En el centro de la celda, una mestiza haraposa rezaba de rodillas, con las manos juntas y los ojos extáticos. Otra lloraba paseándose y dándole vueltas a un pañuelo hecho trizas. De súbito se apareció una blanca, color de aceituna, consumida por la fiebre, de perfil de parca y ojos fulgurantes. Apenas vio a los hombres se levantó las enaguas mostrando unas piernas cartilaginosas y un vientre de sapo. Luego se puso a frotarse contra la reja...      

 —Es una ninfomaníaca —dijo el doctor volviéndose a Petronio que la tiraba irónicos besos con la mano.

 En una celda aparte llamaba la atención un negro echado boca abajo, como su madre le parió, a lo largo de una tarima. Era un jamaiqueño curvilíneo y robusto, un discóbolo de antracita, de músculos de acero y piel lustrosa como el charol. Tenía la cabeza de perfil apoyada en un brazo que le servía de almohada y en el que resaltaba un tatuaje. Sus ojos duros, metálicos, ausentes del mundo exterior, parecían seguir el curso de una idea fija.

 —Ese es más malo que la quina —dijo el alcaide. Ha mandado más gente al otro barrio que el cólera. 

 —Nadie lo diría al verle tan inmóvil —observó Garibaldi.

 —¿Inmóvil? Cuando hace mal tiempo hay que ponerle la camisa de fuerza. Se tira contra las paredes y se muerde.

 —Un epiléptico —dijo Baranda.

 —¿En qué consiste la epilepsia, doctor? —pregunto Petronio. 

 —En una irritación de la corteza cerebral, acompañada de convulsiones y de amnesia. Según Lombroso, lo mismo produce el crimen que crea lo genial.

 —¿Cómo, doctor? —preguntó Garibaldi asombrado.

 —Que en todo genio, como en todo criminal, late un epiléptico.

 —¡Qué raro! 

 En otra celda, un austriaco, sentado en un taburete, en calzoncillos, de profética barba de oro y cinabrio, cara pomulosa, cejas selváticas, frente espaciosa y pensativa, mirada azul y puntiaguda —vivo retrato de Tolstoi—,amasaba picadura de tabaco con los dedos. De cuando en cuando gruñía y blasfemaba. Era un ingeniero que —según contaba el alcaide—, vuelto loco por el calor y el aguardiente, la pegó fuego a una iglesia. 

 Cuatro centinelas, que apenas podían con los fusiles, se paseaban a lo largo de la parte exterior de la penitenciaría.

 En lontananza el sol —inmenso erizo rubicundo- se hundía en el mar abriendo una estela de sangre en el agua. El río, también purpúreo, corría gargarizando en el silencio de la tarde. De la calma soñolienta de las llanuras distantes llegaban hasta la costa indefinidos susurros y piar de pájaros. En los charcos cantaban las ranas y un pollino rebuznaba a lo lejos. 

 Cuando los visitantes se disponían a regresar al pueblo, se encontraron de manos a boca con el doctor Zapote que había ido a la cárcel a ver a un preso, acusado de homicidio, y de cuya defensa se había encargado. Llevaba un panamá de anchas alas echado sobre los ojos. 

 —¿Usted por aquí, doctor? ¡Cuánto gusto! Triste opinión formará usted de nosotros... 

 —Tristísima. Precisamente hace un momento le manifestaba al alcaide mi indignación... Usted, que es abogado, ¿por qué no gestiona para hacer menos aflictiva la situación de esos infelices? 

 —¿Infelices? Aquí, el que más y el que menos merece la horca. Son una cáfila de bandidos.

 —Lo serán o... no lo serán. Eso no justifica el régimen medioeval a que viven sometidos. 

 —¿Cree usted entonces que se les debía soltar?

 —Soltar, no; pero sí ponerles a trabajar al aire libre. ¿Qué gana la sociedad con tener encerrados e inactivos a esos hombres que pueden ser útiles a la agricultura? Lejos de ganar, pierde, porque gasta en darles de comer. 

 —La pena es un castigo, doctor. No hay que ser piadoso con el que delinque. 

 —¿Y usted presume de cristiano?

 —¿No es usted partidario de la responsabilidad? 

 —Sí, pero no de la responsabilidad moral como la entiende la escuela clásica. El hombre geométrico de los idealistas, regido por una voluntad libre, ¿dónde está? 

 —¿Niega usted el libre albedrío? —preguntó entre irónico y sorprendido Zapote.

 —Le niego. El libre arbitrio es una ilusión. La conciencia —ha dicho Maudsley— puede revelar el acto psíquico del momento, pero no la complicada serie de antecedentes que le determinan. El hombre que se cree libre —ha dicho a su vez Espinosa— sueña despierto. Cada individuo reacciona a su modo, según su temperamento. Por otra parte, no hay principios morales y jurídicos absolutos. La moral, el derecho y la religión varían según los períodos históricos, la raza, el medio y los individuos. Entre los chinos, por ejemplo, es una señal de buena educación eructar después de comer, y entre los europeos, una grosería.

 —Que no le oiga don Olimpio —interrumpió Petronio.

 —Ustedes, los de la antigua escuela, no estudian al delincuente, sino el delito, y le estudian como una entidad abstracta. Y al estimar un delito urge estudiar desde luego antropológicamente al culpable, puesto que no todos obran del mismo modo, y después, los factores sociales y físicos. 

 —Si el hombre —argüyó Zapote esponjándose- es una máquina que obra, no por propia y espontánea deliberación, sino impulsado por causas ajenas a su voluntad, ¿en qué se funda usted entonces para exigirle responsabilidad de sus actos? 

 —A eso le contesto con los modernos criminalistas. La pena es una reacción social contra el delito. El organismo social se defiende, por un movimiento que equivale a la acción refleja de los seres vivos, del individuo que le daña; sin preocuparse de que el criminal sea consciente o no, cuerdo o loco. 

 —Eso es rebajar al hombre equiparándole a los brutos. Y si hay algo realmente grande sobre la tierra es el hombre; el hombre, que esclaviza el rayo, que surca los mares procelosos, que interroga a los astros, que arranca a la naturaleza sus más recónditos secretos; el hombre, con justicia llamado "el rey de la creación"... 

 —Y que está expuesto, como acabamos de verlo, a podrirse en un calabozo, o a reventar de una indigestión...

 —Esos no son hombres. Son fieras. 

 —Pues si son fieras ¿por qué no se les mata?

 —¡Y me tilda usted de anticristiano! 

 —Al criminal nato, al criminal incorregible, debe eliminársele por selección artificial, como creo que opina Haeckel.

 —Nosotros hemos abolido la pena de muerte —exclamó Zapote ahuecando la voz.

 —Sí, para los delitos comunes; pero no para los políticos. En épocas de guerra, ¡cuidado si fusilan ustedes!

 —Pues su escuela de usted es enemiga de la pena de muerte.

 —No hay tal cosa. Lombroso...

 —¡No me cite usted a Lombroso! Lombroso ¿no es ese italiano lunático que sostiene que todo el mundo es loco?

 —El crimen, salvo los casos en que concurren las circunstancias eximentes y atenuantes previstas por el Código, es un producto deliberado de la voluntad del agente, y no hay que darle vueltas.

 —Pero, usted ¿ha leído a Lombroso?

 —Yo, no, ni quiero.

 —Entonces ¿cómo se atreve usted a juzgarle?

 —Es decir, he leído algo suyo o sobre su doctrina, y eso me basta. ¿Cómo voy yo a creer que se nace criminal como se nace chato o narigudo? ¿Qué tiene que ver la forma del cráneo con el acto delictuoso? ¡Eso es absurdo! ¡Eso sólo se le ocurre a un cerebro delirante!

 —¡Oh, qué taravilla!

 Petronio y Garibaldi que, durante el trayecto, se iban atizando copas y copas de ginebra en los diversos tabernuchos que salpicaban el camino, aplaudían con el gesto a Zapote cuyos ojos se iluminaban de regocijo.

 —Es lástima —pensaba para sí— que esta discusión no fuera en el Círculo del Comercio, delante de un público numeroso. ¡Qué revolcones se está llevando!

 —Vamos, doctor, continúe —añadió Zapote en voz alta.

 —¡Pero si usted no me deja hablar!

 —¡Vamos, doctor, no sea pendejo! —intervino Garibaldi ya a medios pelos —Siga, siga. 

 —Entre usted y yo —dijo Baranda á Zapote— no hay discusión posible. Usted no ha saludado un solo libro de antropología criminal. 

 —¡Si en París sólo se lee! —exclamó Zapote con ironía.

 —Estoy seguro de que ignora usted hasta lo que significa la palabra antropología. 

 Zapote sacudía la cabeza arqueando las cejas y sonriendo con fingido desdén.

 —Usted es uno de tantos abogadillos tropicales...

 —Eso no es discutir —le interrumpió Petronio.

 —Eso es insultar —agregó Zapote.

 —Tómelo usted como quiera —continuó Baranda clavándole a este último los ojos.

 —Ea, doctor, no se caliente —repuso Zapote echándolo a broma.

 —Usted sabe que se le aprecia.

 —No necesito su protección. Y se equivocan ustedes si creen que me pueden tomar el pelo —añadió en tono seco y agresivo.

 La luna brillaba como el día, diafanizando los más lejanos términos. Las ranas seguían cantando y de tarde en tarde resonaba el ladrido de los perros.

 —De suerte, doctor —rompió el silencio Zapote— que, según usted, la responsabilidad moral...

 —No existe. Y como yo opinan los más calificados antropólogos. 

 —¿Usted cree lo que dicen los libros? Se miente mucho. Créame, doctor. Mire usted: yo, pobre abogadillo tropical, sin haber leído esos autores, que serán probablemente unos farsantes (usted sabe que en Europa se escribe por lucro, por llamar la atención...), sé más que todos ellos juntos y tengo práctica. Me basta ver a un hombre una vez para saber de lo que es capaz.

 —Eso es instinto —dijo tambaleándose Petronio. 

 —No, práctica.

 Baranda no respondió. ¿A qué seguir discutiendo —se decía— con semejante bodoque? 

 A medida que entraban en el pueblo, Zapote iba alzando la voz. 

 —¡Qué teorías las de usted, doctor! ¡Usted es un ateo, un hombre sin creencias! 

 Baranda comprendió la intención aviesa de Zapote, de echarle encima a aquel pueblo de supersticiosos y fanáticos. 

 Por fortuna no había un bicho en la calle. Todos comían o estaban ya durmiendo. En eso una lechuza atravesó el aire graznando. Petronio y Garibaldi, estremecidos, exclamaron a una:

 —¡Sola vayas!



  Fragmento de A fuego lento, Madrid, Renacimiento, 1913. 

miércoles, 6 de octubre de 2021

Camello simbólico

 

  Mario Muñoz Bustamante 

 La redacción de El Triunfo, con toda su gente reunida, esperaba la visita de dos bichos raros: el poeta guatemalteco Julián de Mendoza, rimador en ágata de versos azules, y el prosista uruguayo Manrique de la Cruz, cincelador en ónix de párrafos índigos. Ya eran muy conocidos de todos ambos artistas. Las revoluciones de sus países respectivos los había vomitado sobre Cuba. Astrosos, melenudos y ridículos, iban por calles y plazas alardeando su sucia bohemia. Aquí recitaban sus desatinos, allá pegaban la gorra y donde quiera movían la hilaridad y la befa del público.

 —¿Cuándo vendrán las cebras? —preguntó un redactor bajito, de mostachos canosos y mirar avieso.

 —Verdad que tardan los caníbales rosáceos —agregó un repórter intranquilo y gracioso.

 Por fin llegaron con Luis las esclarecidas lumbreras.

 El periodista hizo solemnemente la presentación.

 —Nosotros —dijo el poeta guatemalteco— saludamos con cariño a la chusma luminosa de este periódico. Somos almas blancas que peregrinamos por el mundo en nostálgica romería. Ansiamos la victoria aurea del ideal, la derrota negra de la burguesía y la muerte oscura del cretinismo. Cierto que el hambre venablea nuestros estómagos y que el hastío de la vulgaridad ensombrece nuestros corazones; pero, sitibundos de gloria, sobrellevamos estoicos la miseria, con tal de vivir mañana entre mirras aromosas. ¡Salve, hermanos en poesía!

  El prosista uruguayo añadió a su vez en tono cantarín:

 —¡Yo os saludo como un beduino que va silente por el desierto polvoroso y encuentra la caravana fraterna! Hierofonte del nuevo rito, guardo en el corazón odio superabundantísimo contra el arte viejo y apolillado, contra los pedantescos dómines del latín y la gramática. Vivo para la emoción pálida, en las coruscantes regiones de los sueños orientales, misteriosos, verdinegros. Yo soy semilla fragante de inmortalidad. Yo soy un iniciado triunforoso. Yo llegaré a entender hasta el lenguaje místico de los osos y las focas polares que se acarician felinamente en la llanura gélida. ¡Ave, hermanos videntes!

 —¿Y qué se hacen ustedes ahora? —les interrogó el director de El Triunfo.

 —Nosotros peregrinamos, señor, peregrinamos en artística caravana — contestóle el poeta. Ayer estuvimos en el circo «Pubillones» donde se exhibe un camello simbólico. Fuimos a besarle la sagrada giba. Nos apedreó el vulgo ignaro. Cobardías de la canalla! En breve partiremos para el remoto Egipto, a bañarnos en las aguas perfumosas del Nilo, a ver los cocodrilos soñadores, a aspirar el aroma de los lotos edificantes, a confesarnos con las giganteas pirámides, a evocar el espíritu flébil de Cleopatra.

 Trabajo costaba domeñar la risa. Brindóseles dulce, cerveza y tabacos. Comieron y bebieron en grande. Mas rechazaron con desprecio los puros. Ellos no fumaban sino opio.

 Luis, que estaba de vena, alzó su copa y habló así: 

 —Brindo por el famoso poeta guatemalteco Julián de Mendoza y por el eximio prosista uruguayo Manrique de la Cruz, magos sublimes que nos han honrado con su presencia en esta casa. Imponíase que dos geniazos como nuestros huéspedes pasaran por este país estulto, para que lo purificasen y redimiesen. Almas gemelas, almas de aurora, almas superiores, Mendoza y Cruz realizan una obra de santo amor al difundir por el mapa sus elevadísimas ideas sobre el Egipto, el Nilo, los cocodrilos, los lotos, las pirámides y Cleopatra. En la tierra del choteo se comprenderá algún día cuánto bien nos hicieron con la iniciación del nuevo culto entre nosotros. Empero, la emoción, por ser muy fuerte, me embarga, y no puedo seguir usando de la palabra. Eureka, artistas inmortales.       

 Por las mejillas de Cruz y de Mendoza corrieron sendos lagrimones.

 El uno y el otro besaron en la frente a Luis.

 ¡Y se armó la gorda!

 —Ese no es Oscar Wilde —vociferó el revistero teatral, ahogado de risa.

 —¿Escarnecéis á Wilde? —replicóle descompuesto el vate Mendoza. Wilde, polilla de bastidores, fue un evocador exquisito. Por despertar magníficas memorias del pasado, practicó nuevamente las sabias costumbres gomorranas. Verlaine, el padre Verlaine, ese mágico pastor del rebaño poético, tenía también la atrayente afición de Wilde, y la llamaba, en soberbia forma, su pecado radioso. ¿Y Julio César, y Nerón, y Miguel Ángel, y Leonardo de Vinci? Cruz y yo mismo no nos desdeñamos de oficiar en el templo socrático.

 —¡Fuera, maricas! —chilló alguien.

 —¡Fuera! ¡Fuera! —rugieron escandalizadas otras voces. El cotarro se había revuelto. Cruz y Mendoza, temerosos de que los mantearan, huyeron a escape entre la rechifla imposible. En la fuga abandonaron un bultico. Abierto el paquete, resultó que contenía lana del camello simbólico...

 

 El Pantano, cap. VIII, La Habana, El avisador Comercial, 1905.