Eliseo Diego
Buey que vi en mi niñez
echando vaho un día
Amigo, el tiempo que no cree en nosotros
nos lleva el pan, el corazón y el día
como a las nadas del otoño muerto.
¿Qué sabe acaso de tu fiel Francisca,
de tu chaleco decadente, pulcro
entre las sedas del suburbio ambiguo?
Como por juego, distraídamente,
nos echa encima el polvo que levanta
cegándonos las ganas de la vida.
¿Qué es de ti ahora, dime, a los cincuenta
solemnes años de callarte a solas,
de no estar ya jamás cuando te llaman?
Ni qué eres, inerme, sino un soplo
en la boca enemiga de los otros,
cuanto encierran dos cifras en un libro.
¿No será extraño, entonces, que destellen
como bronce los flancos delicados
del buey que viste, a un sol que ni soñabas?
No al sol de tu niñez, el que venía
recatado y risueño en la corteza
del espléndido pan de tus domingos.
Ese no alumbra ya, no más calienta
siquiera a la nostalgia que temblando
buscó un cráneo abolido como abrigo.
Ni al otro en que te hablo, el que persigue
las vanas sombras por la tarde huraña
volándolas del patio a la memoria.
Veloz, vertiginoso, irrestañable
sol de las cosas que perdemos juntos
hacia el único ayer que nos reúne.
Y a cuya luz no fue, Rubén Darío,
que viste al buey de tu niñez, el grande,
pacífico animal que es ya la dicha.
Tenso de sangres y significados,
macizo, puro, de oro transparente,
vida en lo muerto de la inmensa página.
Ni el árbol, que es apenas sensitivo,
ni más la piedra dura, sino el hombre
dichoso es que engendra lo que mira.
Dichoso el buey, el pan y tu Francisca,
Pochás, el caracol, tu Nicaragua,
los tronos, potestades y dominios
eternos hoy al sol de tu palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario