jueves, 28 de octubre de 2021

Responso por Rubén Darío



Eliseo Diego 

            

                                                                                      Buey que vi en mi niñez 

                                                                                      echando vaho un día


Amigo, el tiempo que no cree en nosotros

nos lleva el pan, el corazón y el día

como a las nadas del otoño muerto.


¿Qué sabe acaso de tu fiel Francisca,

de tu chaleco decadente, pulcro

entre las sedas del suburbio ambiguo?


Como por juego, distraídamente,

nos echa encima el polvo que levanta

cegándonos las ganas de la vida.


¿Qué es de ti ahora, dime, a los cincuenta

solemnes años de callarte a solas,

de no estar ya jamás cuando te llaman?


Ni qué eres, inerme, sino un soplo

en la boca enemiga de los otros,

cuanto encierran dos cifras en un libro.


¿No será extraño, entonces, que destellen

como bronce los flancos delicados

del buey que viste, a un sol que ni soñabas?


No al sol de tu niñez, el que venía

recatado y risueño en la corteza

del espléndido pan de tus domingos.


Ese no alumbra ya, no más calienta

siquiera a la nostalgia que temblando

buscó un cráneo abolido como abrigo.


Ni al otro en que te hablo, el que persigue

las vanas sombras por la tarde huraña

volándolas del patio a la memoria.


Veloz, vertiginoso, irrestañable

sol de las cosas que perdemos juntos

hacia el único ayer que nos reúne.


Y a cuya luz no fue, Rubén Darío,

que viste al buey de tu niñez, el grande,

pacífico animal que es ya la dicha.


Tenso de sangres y significados,

macizo, puro, de oro transparente,

vida en lo muerto de la inmensa página.


Ni el árbol, que es apenas sensitivo,

ni más la piedra dura, sino el hombre

dichoso es que engendra lo que mira.


Dichoso el buey, el pan y tu Francisca,

Pochás, el caracol, tu Nicaragua,

los tronos, potestades y dominios

eternos hoy al sol de tu palabra.



 Encuentro Rubén Darío, Casa de las Américas, 1967, pp. 92-94. 



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