viernes, 29 de octubre de 2021

Con la voz del suelo


  José Manuel Poveda


  La sociedad editorial Mundo Latino está editando la Obra Completa de Rubén Darío: ninguna cosa inédita, dispersa u olvidada del gran poeta de América va a quedar inédita, ni ignorada ni dispersa. Para la nueva escuela, es un motivo de alegría. Tendremos, perenne, presente y perfecta ante nosotros, la obra insuperable. Será la cátedra sin treguas, la enseñanza viva y sin fatigas. Releyendo ahora al Maestro, después que ha muerto y después que mi entusiasmo juvenil se ha convertido en admiración tranquila, le encuentro a Darío cada vez más grande y sin antepasados. La poesía ha tenido en América grandes portaliras, la prosa ha tenido formidables estilistas. Pero esta poesía de Darío y esta prosa suya son únicamente suyas. No por la forma, sino por el fondo. En cuanto a la forma Darío no es el más rico, ni el más audaz, ni el más revolucionario, ni el más original. En cuanto al fondo, sí es él, y casi no hay más que él. Darío nos prestó, a los hombres de la actual generación, un servicio eminente: nos condujo a través del alma moderna; nos mostró sus abismos y sus cumbres astrales; nos hizo penetrar en lo íntimo del milagro de su época. Muchos libros han sido escritos sobre la literatura del fin de siglo; pero ningún libro es como Los raros. Otros habían dicho cosas más eruditas, pintorescas o deslumbrantes; pero ninguno, como Darío, pudo revelarnos el misterio, porque ninguno llevó su alma misma tan adentro, en los caminos secretos. El gran mérito de la obra de Darío es su propio genio: él explicó lo desconocido, engrandeció, exaltó lo pueril, creó en lo inexistente, y nos habló de una literatura y de un pensamiento que sobre ser los de su tiempo, eran esencialmente los suyos. En verso, Darío entonó canciones inmortales, porque tenía en su pecho dos almas, dos sangres, dos fuerzas, dos virtudes: las unas, las que produjo el gran siglo decadente, después de las grandes revoluciones; las otras, las de su raza nueva, las de los pueblos mestizos del Continente, casi vírgenes después de haber sido violados por todas las codicias. Así es este hombre excepcional para nosotros, los hombres de esta generación, un iniciador y un precursor. Formó nuestros gustos y tuvo nuestras ansias; nos enseñó todo cuanto él había aprendido del mundo viejo, y nos guio por los primeros caminos del mundo nuevo. Era “decadente” y revolucionario, hipersensible y rudo, sapiente e instintivo, un tipo de selección y una fuerza de la naturaleza. Aun para los que ya hemos ido mucho más lejos que él, en las innovaciones y en las nuevas pasiones, es adorable. Nosotros somos más patriotas, más nacionalistas, más americanos, y menos refinados, menos viciosos, menos exóticos. Pero tenemos que seguir adorando en él al maestro que nos condujo hasta nosotros mismos, libertándonos del castellano rancio, del necio quijotismo y de las querellas coloniales. Como somos una raza sintética, este poeta sintético nos encanta: de él tenemos casi todo lo que hoy somos. Por último, le admiramos, nosotros los que “ya” no tenemos maestros, porque él no fue un maestro. Él no enseñaba, él no predicaba, él no tenía reglas ni fórmulas; si algo enseñaba, era a cantar libremente; y su canto hecho de sombra y de luz, de noche y de aurora, tenía del ruiseñor y de la alondra. Él nos enseñó a libertanos a todos, incluso de él mismo. Y, cantando sobre su propio suelo, con la voz del suelo, sin estar ligado a él por ningún amor tradicional ni puramente patriótico, fue el verdadero poeta de esta raza americana que, sobre un territorio sin dueños, creará las patrias sin fronteras.  


 “Rubén Darío”, Orto, 2 de junio 1918; José Manuel Poveda: Prosa, T.2, 1981, Editorial Letras Cubanas, pp. 263-64.    

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