domingo, 1 de agosto de 2021

El son es lo más sublime

 

 Dolores Labarcena


 A raíz de las protestas del 11 de julio en Cuba, recordé dos excelentes documentales que, quizás por separado no dicen mucho, pero si los juntas ya es otro cantar. El primero es The Act of Killing y el segundo PM, esa joya del cine cubano filmada por Orlando Jiménez Leal y el hermano menor de Guillermo Cabrera Infante, Sabá.

 Joshua Oppenheimer asegura que la primera vez que filmó a Anwar -uno de los jefes de los escuadrones de la muerte cuando el gobierno de Indonesia resultó derrocado por el ejército en 1965-, este asesino lo llevó al tejado de una oficina donde le mostró cómo mataba a sus víctimas con un alambre, y con la misma se puso a bailar chachachá.

 Anwar y otros criminales de igual pedigrí accedieron a contar en The Act of Killing sus relatos sobre las matanzas como si fuesen estrellas del cine gansteril o del western. Oppenheimer definió su trabajo, que no por casualidad cautivó a Herzog, como un documental de la imaginación que no pretendía ser una crónica histórica, sino “la exploración del sórdido inconsciente de un país que justifica el ejercicio de lo atroz, un viaje al corazón de las tinieblas que adopta la estrategia de la dramatización terapéutica para hacer emerger la culpa

 El propósito de PM era bien distinto. En principio formaba parte de un reportaje más extenso y propagandístico del ICAIC sobre cómo se preparaba el pueblo para hacer frente a la invasión de Bahía de Cochinos. Dicho material no se llegó a emitir porque recogía la atmósfera de la vida nocturna habanera, variopinta y festiva. En los primeros segundos se observa a un grupo de personas que desembarca de la lanchita de Regla en plena oscuridad, pero alumbrados por los fanales del muelle: hombres con sombreros y corbatas, mujeres con vestidos ajustados, el mismo atracador en boina. Y antes del minuto dos, las luces de un bar: justo ahí la cámara hace un paneo en el recinto e irrumpen unos músicos, ya que el son es lo más sublime para el alma divertir, tocando una pieza.

 Para la censura, y sobre todo para Fidel Castro, PM resultó irreverente por el hecho de no glorificar al “pueblo combatiente”, al hombre de moral socialista, todavía in statu nascendi. Un corto, apenas catorce minutos. “Dentro de la Revolución, todo; contra la revolución, nada”, les dijo el Líder a los intelectuales, pistola mediante.

 Lo que vino luego está ampliamente documentado.

 La novedad es que después de 62 años de férrea dictadura algunos escritores hasta ayer distantes o apolíticos (eso parecía), no ya la claque oficialista, defiendan a voz en cuello lo indefendible. Que incluso en medio del apagón cibernético y mientras seguían apaleando a media Cuba, tuvieran internet gratuito e ilimitado.

 Quienes hemos vivido bajo un régimen totalitario, sabemos de sobra que los tiranos producen en sus adeptos una regresiva fascinación. Más que nada, un sentimiento primario, lo que Kundera llamaría el “helado cubo de miedo”.

 Si algún escritor intentara demostrar que la libertad no le es necesaria, se asemejaría a un pez que asegurara públicamente que el agua no le es imprescindible, escribió Bulgákov a Stalin.

 “¿Cómo serían capaces de mirarse al espejo? ¿Cómo se levantarían día a día, harían sus quehaceres, vivirían sus vidas?”, se pregunta Oppenheimer intentando arrancar un ápice de humanidad a los personajes de ese casting ilusorio donde, al final, como en la metáfora, el pez muere por la boca.

 Da igual la ideología que profesen: pueriles, ubuescos, tan parecidos al extinto dictador, a la marioneta que actualmente funge como presidente de Cuba, y a la gerontocracia que avasalla la isla.

 Nada más ver al trémulo y detestable Díaz-Canel dando la orden sin paliativos de reprimir al pueblo que pedía libertad cívicamente en las calles, me vino a la mente el indonesio bailando chachachá con aquel alambre en la mano. Éramos más crueles que en las películas de gánsteres, le confesó el vulgar y decrepito Anwar a Oppenheimer chupándose el alveolo del que fuera un día antes su canino derecho.


Nuevo Amanecer

 

  Pedro Marqués de Armas


 Para quienes insisten en una revolución fotogénica que no tuvo que levantar pedestales a sus líderes, y olvidan que esas mismas imágenes -no menos que las palabras- sirvieron para desplazar otras y, de paso, para hacer invisible una vida cotidiana que, pese a todo, existía, conviene darse un chapuzón en este impactante documental.

 Equivale a un Theresienstadt cubano. No el gueto, sino el presidio perfecto con festivales deportivos, espectáculos culturales, oficios y talleres de reciclaje, y hasta un quirófano e imprentas para reproducir el material ideológico ante el que debían doblegarse.

 No por gusto el “presidio modelo” de Isla de Pinos surgió como la gran promesa de la rehabilitación, la joya del Estado médico. Pero en promesas de ese tipo subyace más de una trampa. No le bastó, por ejemplo, a Pablo de la Torriente, con denunciar los crímenes de la dictadura de Machado, ni con achacarlos, más que a Castells, al entramado jurídico de la República; sino que creyó a pie juntillas que el presidio era salvable, que incluso –en otras condiciones- podía cumplir su misión.

 Se imponía la "verdadera reforma".

 Hela aquí al cabo de unos años de manos de un Estado mucho más poderoso que, sin renunciar a enunciados médicos -tanto a los higiénicos como a los quirúrgicos- apela sin afeites a una pedagogía más antigua: los preceptos de la ilustración en versión absoluta, teatral.

 Se trata del “tercer paso del plan de reeducación”, una “iniciativa” desarrollada por el Ministerio del Interior hacia 1964. El término “modelo”, el presupuesto tecnocrático, liberal, en franca regresión, es sustituido por el más radiante de “Nuevo Amanecer”.

 Una pedagogía que tiene ahora, no en el delito común sino en el político -o mejor, en la disolución de ambos y, sobre todo, en el trabajo como fundamento humanista-, su razón de ser.   

 Regla y a la vez simulacro, aturde todavía la ambigüedad, la conversión forzosa, la potencia del sometimiento. 

 No la prisión como epítome de la sociedad, sino a la inversa: la sociedad como modelo para esa prisión siempre perfectible que, a modo de doble, de calco, se convierte –también ella– en sucursal del proyecto totalitario. 

 Lo impresionante es el alcance de la organización despótica, las metáforas veterinarias, la pretensión de reproducir, entre rejas, el más siniestro código.

 Realizado por el ICR, con texto de Rafael Coello, fotografía de Héctor Ochoa, y en la voz (o mejor, en el “familiar” ritornelo) de Manolo Ortega, Nuevo Amanecer (1967?) es una excelente muestra de ideología atrapada: una prueba de que, tarde o temprano, ciertas imágenes caen por su peso: imágenes que sirvieron, en su momento, para ocultar la otra cara del plan Camilo Cienfuegos: los abusos, mutilaciones y muertes entre quienes se negaron a aceptar la reeducación.