lunes, 29 de abril de 2013

Campo de Marte





 El Campo Militar, que es la plaza más extensa de la Habana comprende en su recinto enverjado todo el espacio descubierto que aparece entre los extremos orientales de las calles Real de la Salud, Reina, Estrella y calzada del Monte, y termina junto a los terrenos ocupados antes por los fosos y cortinas del recinto, entre los baluartes de San Pedro y Santiago.

 El lado N. de esta plaza lo componen la manzana de casas que forma ángulo con la calle de la Amistad, y la estación principal de los ferro-carriles de la capital, llamada de Villanueva; y su lado meridional, las manzanas con que terminan por el N. las calles de Palomar, Factoría, Someruelos y Cienfuegos.

 La figura de su recinto es un trapecio de 250 varas en el lado mayor y 150 en el menor. Está cercado en sus cuatro frentes por un enverjado de lanzas de hierro con moharras doradas, cuyas varas se apoyan sobre un muro de mampostería de un solo metro de elevación, para no privar a los transeúntes del espectáculo de los ejercicios militares, a que está principalmente destinada esta localidad, e interrumpido por pilares equidistantes de tres varas de altura, coronado cada uno por una bomba. Junto al vértice de cada ángulo del recinto aparece una garita octógona y almenada, de más de cinco varas de elevación, con tres cañones de hierro que se apoyan verticalmente sobre su base.

 En el centro de cada uno de sus cuatro frentes hay una gran puerta de hierro enverjada y adornada en su parte superior con trofeos militares, y una inscripción que recuerda los nombres históricos del gran Colón, Cortés y Pizarro, y el del general Tacón, bajo cuyo mando se emprendieron y terminaron todas las obras de esta plaza en 1835. El paralelogramo que ciñen las verjas está enteramente descubierto, y los costados de la plaza no tienen otro adorno que la fuente de la India y los árboles del paseo de Isabel II, que se extiende por la paralela de todo el lado oriental del Campo Militar, que también se designa con el nombre de Campo de Marte.


 Pezuela, Crónica...



sábado, 27 de abril de 2013

Estación del ferrocarril de Villanueva




 Jacobo de la Pezuela


 Este elegante aunque sencillo edificio, se construyó después de inaugurarse el ferrocarril de la Habana a  Bejucal en 1839, siguiendo el mismo orden arquitectónico que se observaba ya para esta case de fábricas en los Estados Unidos y en Europa. Se compone de dos cuerpos principales y separados uno de otro por el área del mismo ferrocarril.

 El primero es un cuadrilongo de unas 40 varas de longitud, cuya preciosa fachada mirando al Campo Militar, forma dos arquitrabes sostenidos por seis columnas dóricas, por cuyo intermedio interior abre una puerta ojívica de piedra, como aquellas a un recinto de 6 varas de anchura, que es el único espacio ocupado por la obra en el segundo piso, y cuyo techo, como el de todo el piso bajo, es de azotea almenada.

 En este cuerpo residen la dirección, las oficinas de la empresa, el despacho de billetes, la caja, las básculas y el despacho de los equipajes de los pasajeros.

 El segundo piso o más bien el otro edificio separado, que forma parle de la estación, se levanta paralelamente al norte y en la misma longitud que el primero, es todo de planta baja y también con azotea almenada como el otro.  Está ocupado por los dependientes de residencia perpetua en la estación y por una parto de sus almacenes.

 Todo el vasto cuadrilongo comprendido entre el Campo Militar, la alameda de Isabel II y las calles de San José y de la Industria, está cerrado por una empalizada que parte a derecha e izquierda de la fachada del edificio principal, en cuyo centro aparecen hasta otros cinco separados y destinados a depósitos, almacenes y talleres de los artículos que necesita la explotación de este principal punto de arranque del primer ferrocarril de la isla.

 Así es que, esta estación con todas sus dependencias, ocupa un perímetro de 830 varas de circuito.


   
  Diccionario…, 1863, vol. 3, p. 176.


viernes, 26 de abril de 2013

La Estación de Villanueva



   
   Por Ramón Meza


  Qué situación tan ideal, la que ocupa en el centro mismo, en el corazón de la ciudad el ferrocarril de Villanueva!
 Los vecinos próximos son arrullados por el silbo de las calderas; los dilettantes del Nacional, oyen los trinos de las primas donnas interrumpidos por un pitazo de la locomotora; los carros, los niños, los transeuntes corren peligrosos; las casas se agitan por el trepidar de los vagones cargados y ennegrecen su fachada por el humo. 
 El comercio gana; el lugar es cómodo. No hay cosa más bella que locomotoras y vagones, y montones de leña y de hulla, teniendo por perspectiva las casas. 
 Solamente algún maniaco pudo ocurrírsele la idea de pedir la traslación de ese paredero a Tallapiedra, al Arsenal, al lado del mar, o a los terrenos del Almendares, en Carlos III, para que se levante una estación digna de la ciudad y de los ferrocarriles cubanos.
 Qué situación tan ideal, la del paradero de Villanueva, en el corazón mismo de la ciudad!


     

martes, 23 de abril de 2013

Cuba à la carte



 También en The Stranger in the Tropics, una de las primeras guías turísticas de Cuba, con recomendaciones especiales para enfermos del pecho (y tanto más para quienes no lo estaban), se señala al Telégrafo como el hotel más confortable de la ciudad y el único que había sido construido con tal propósito. Aquí lo escrito, la descripción de los principales hoteles y pensiones, se hace acompañar de publicidad, es decir, de una particular producción tipográfica.
 De un vistazo sabemos quién es el propietario: un catalán llamado Juan Miguel Castañeda; qué otros sitios de interés lo circundan: el Campo de Marte, la Estación de Villanueva, los famosos cafés Marte y Belona y Flor del Valle; como también que el hotel ofrece no solo servicio “at all hours” sino que los oferta en varias lenguas: además de inglés, alemán, francés y español.
 No hay más que echar una ojeada a este extraordinario compendio de cuanto La Habana y provincias vecinas ofrecían hacia 1868, para constatar la existencia de una poderosa imagen turística y de una industria del ocio con casi todos sus ingredientes. El clima de seguridad creado desde tiempos de Tacón ha hecho lo suyo, y aunque acaba de comenzar una guerra al este del país, el occidente sigue presumiendo de tranquilidad.
 Lo cierto es que ni el volumen comercial ni el flujo de pasajeros decaen por lo pronto; y que el año en cuestión se gestan libros maravillosos escritos por viajeros norteamericanos, como Cuba a pluma y lápiz de Samuel Hazard, que trasmiten cada vez de manera más explícita esa imagen turística.
 Quiméricamente ordenado, The Stranger in the Tropics desglosa no solo lo relativo a aquellos lugares emblemáticos que todo turista debe visitar, sino que orienta también, de modo pragmático y sin perder elegancia, a ese mismo turista sobre una serie de dispositivos que debe conocer, frecuentar y consumir. Así, junto a oficinas diversas –consulares, aduanales, de correo, etc.- aparecen agencias que contratan intérpretes, guías y caleseros, y se despliega abundante información sobre rutas de transporte, tabaquerías, tiendas; a lo que suman carteleras, tarifas y  menús.
 El orden no concluye ahí… Como estaciones que no deben saltarse, cada servicio aparece ligado a otro. Desde que el viajero realiza sus gestiones de viaje en Boston o Nueva Orleans, hasta que las continúa en la aduana y luego en las diversas oficinas habaneras, se le conduce por un mapa a la vez que detallado suficientemente ilusorio; todo es señal que lleva a nuevas estaciones y a sucesivos señalamientos. De modo que el recorrido por la ciudad (o “el interior”) se parezca lo más posible a lo que la guía mapea; es decir, a cuanto decanta para el deseo y la memoria.
 No faltan en este libro de bolsillo las oportunas sugerencias sanitarias, o monetarias. Al cambio de clima corresponden particulares y justificadas aprehensiones. Una casa de salud, la de Belot, brinda su experiencia en materia de enfermedades tropicales; y en una oficina aledaña al consulado, una caja de cambio asegura las transacciones.
 Tampoco se echan en falta esos espectáculos que contribuyen a forjar una imagen negativa aunque a la vez seductora de la Colonia (luego explotada durante la Intervención por todo un ejército de fotógrafos como expresiones de barbarie hispánica): bailes de negros, peleas de gallos y de toros, y hasta el tenebroso patio de prisión donde se realizan las ejecuciones en garrote vil. En suma, nada que no hayan descrito con anterioridad numerosos viajeros, ofrecido ahora á la carte


 Por haber (o mejor, por ofertar) hay hasta insospechados pormenores, como una “cabeza frenológica”, o esas “ondas fosforescentes” que solo pueden percibirse al atardecer y cuando una luna todavía no brillante asoma sobre el puerto y la luz refracta en los surcos que deja en el agua el movimiento de una lancha. Incitación sutil, desde luego, a visitar el Muelle de Caballería.
 Pero lo más convincente son las ilustraciones. No, en este caso, escenas típicas (por demás no abundantes), sino esas estampas de publicidades que, como la del Hotel Telégrafo, el lector encuentra cada cierto número de páginas. Especie de fresco tipográfico, reúne variedad de tipos, recuadros, y elegantes (o más bien variopintos) nombres de negocios con sus respectivas especialidades; parecen saltar de la realidad a la edición y resultan, en efecto, de una paciente y anhelante acumulación de documentos, acariciados  por anteriores viajeros, y que ahora han ido a manos de quienes confeccionan la guía. 
 Se trata, en fin, de un libro que resume a otros (por ejemplo, al tanta veces citado del doctor Wurdeman), a los que despoja y aligera, conservando junto a lo quimérico, lo útil, y junto a lo soñado, la puerta de salida. Indesligable de un aura visual que con el tiempo será puramente glamurosa, estamos ante un género acabado, que hace acopio de lo oportuno, no menos de imágenes evocadas en palabras que conferidas visualmente. 
 Descendiente de esos “bancos de datos” que fueron los libros de viaje, las topografías médicas y los bosquejos históricos y geopolíticos que proliferaron en la primera mitad del siglo XIX, y que tantas veces sirvieron para orientar a sus lectores en los nuevos territorios, a estos géneros, también indudablemente turísticos y productores de información-deseante y de estereotipos –esto es, de una mirada reificada del otro-, debe su nacimiento la guía de viaje. 

 Pedro Marqués de Armas

domingo, 21 de abril de 2013

Una crónica del Hotel Telégrafo




  William Henry Tylor


 La proximidad a la Habana y su vista desde el agua es famosa en todo el mundo por su belleza. Lo adorable de su situación, lo pintoresco de sus edificios y su extraña arquitectura, conforman en todo momento una escena interesante y placentera; mientras la extrema brillantez del sol matutino bajo el cual la contemplábamos ahora, arrojaba sobre ella una especie de atmósfera romántica que capturaba la mirada y atrapaba la atención, de modo que más de tres horas mirando el espectáculo no se hacían para nada intolerables. El puerto es de más de dos millas de largo y amplio en proporción, siendo todo un dechado por su comodidad, seguridad y belleza. Es un gran defecto el hecho de que no huela bien, según me dijeron; pero para ser franco debo decir que aunque a menudo me detuve a olfatear con cierto cuidado, no fui capaz de detectar dicho defecto. La mano del hombre ha hecho mucho para mejorar el entorno. Los barcos de cada nación del globo se ven aquí empaquetados en masa en los muelles o repartidos azarosamente por todo el puerto; y mientras te paras en la cubierta de tu buque y miras alrededor el espíritu es reconfortado por la vista de un dique seco y flotante, varios almacenes, el tejado del Teatro Tacón, la apertura de las alcantarillas de la ciudad, un asilo de huérfano, un hospital, la cárcel, y fortificaciones de diversas formas en varios lugares.
 Entre los barcos mi compañero de viaje divisó uno que llevaba el estandarte del Hotel Telégrafo, y en él al notario o intérprete perteneciente a aquella hostelería. El intérprete le reconoció casi al mismo tiempo, o más bien un poco antes; y fue una alegre coincidencia, pues el intérprete recordaba que el último año él había pasado cinco meses en la Habana, gastando una buena cantidad dólares en las arcas del Telégrafo. En este mismo barco embarcamos y navegamos hasta el desembarcadero bajo la vigilancia de un guardián de la ley. 
 Al llegar a la orilla fuimos sometidos al atropello de tener que abrir los equipajes con nuestras propias manos, viendo como lo revolvían todo sin la menor misericordia. Llenos de indignación pero no exentos de miedo vimos nuestras ropas sucias revueltas, nuestros cuadernos de trabajo manchados con los dedos, las fotografías de nuestros seres queridos miradas de reojo, y mi paquete de tabaco perforado por varios sitios. Se me preguntó con exigencia si traía cartas para alguien en la isla; a lo que respondí negativamente. También fui interrogado en español sobre la posesión de alguna pistola. Resulta que llevaba un revólver en el bolsillo del abrigo, que en ese momento colgaba del brazo; pero como soy una pobre e insegura criatura, y temiendo que pistola y revólver pudieran no ser términos transmutables en español, tenía miedo de delatar mi ignorancia exponiendo una cuando me preguntaran por la otra, así que respondí estrictamente al tema negando tales posesiones. Al no encontrar en nuestras maletas ningún botín que valiera la pena quitarnos, nos las devolvieron, y entonces fuimos arrojados a las garras de uno de quien era imposible escapar ileso. Este era un funcionario menor, bastante descarado, que estaba sentado en una especie de celda desde donde controlaba las entradas y salidas, impidiendo el paso de los viajeros hasta tanto no fuesen “aligerados” para el camino. En su primera aparición nos robó dos dólares a cada uno, y luego echó mano a nuestros pasaportes; y toda la satisfacción que pudimos obtener fue un trozo de papel trilingüe llamado permiso de desembarco, del que solo diré que si su español y su francés eran tan horriblemente execrables como su inglés, debería ser usado como bala de cartón para la ejecución del villano analfabeto que lo confeccionó; eso fue todo lo que nos dieron por nuestros dos dólares, además de una información por la que pretendía sacarnos cuatro dólares más antes de que saliéramos de la isla. En consideración de estos hechos, no suscitaría sorpresa en cualquier mente equilibrada, decir que durante nuestra estancia, molestos como estábamos, pasamos día y noche pidiendo bendiciones por la causa rebelde.
 Al escapar del edificio de la aduana, el intérprete nos arrastró hasta un vehículo que nos condujo rápidamente al hotel, donde el establecimiento entero, desde el dueño hasta el segundo ayudante de cocina o  lavaplatos, salieron a recibirnos en honor a mi compañero. Grande fue nuestro regocijo, cuando nos prometieron las mejores habitaciones de la casa. Sin embargo, al estar ocupadas en ese momento, tuvieron que alojarnos temporalmente en una de las peores; nos proporcionaron agua, jabón y toallas en abundancia, que renovados y repuestos a su debido tiempo, permitió que nos relajáramos hasta que le fuimos tomando gusto al hostal.
 El Hotel Telégrafo se sitúa en la parte extramuros de la ciudad, al frente de la parada militar; para que los ojos de sus huéspedes puedan disfrutar la conversión  de un rudimentario hijo de Marte en perfecto hombre de guerra; y cerca de la estación de ferrocarriles de la Habana; para que sus oídos puedan ser maltratados fácilmente por los eternos aullidos que salen de los silbatos de las locomotoras allí congregadas –pues seguramente no exista ferrocarril en todo el mundo que con semejante cantidad de movimiento, o mejor dicho, con cien veces más tráfico, haga un escándalo comparable.. Sus locomotoras son construcciones americanas, equipadas con silbatos, lo más desastroso para el aparato auditivo que hasta ahora la ciencia haya ideado, y empiezan a chillar horas antes del amanecer, lo que se repite constantemente en largos, ruidosos, y tremendos estallidos hasta que llega de nuevo la hora de empezar a la siguiente mañana. De haber podido los rebeldes capturar este ferrocarril y destrozarlo habría sido motivo de felicidad general, pues es difícil entender cómo pueda existir la verdadera paz mientras éste sobreviva. El hotel está bajo el mando de Don Juan Miguel Castañeda, un anciano venerable, todo cortesía, que por desgracia ignora el inglés, pero que se hace acompañar de un intérprete y procura en todo la comodidad de sus huéspedes; y pobre del sirviente que se queje de Don Juan, pues sería reprendido y echado afuera con ira y violencia. Bajo su administración el Telégrafo es estimado tal vez como el mejor hotel de la Habana. Se mantiene limpio –cosa muy deseable y algo raro en países hispánicos. Cuando se atrapa un chinche, éste ya está muerto, y, algo admirable de decir, ni una pulga se atrevió a molestarnos en nuestra estancia. Los conocimientos de esta época de enormes inventivas mentales han fracaso a la hora de desarrollar algún instrumento más fiable contra los mosquitos que las mallas y mosquiteros usados por nuestros padres, los cuales al menos nos permiten, en nuestra agonía, sustituir la sangría por un sofocante calor –y estos son proporcionados gratuitamente por Don Juan, y por lo tanto hay que admitir que también en este caso ha cumplido con su deber, así que no es por consentimiento suyo que algunas veces la casa resulte demasiado caliente para sus inquilinos.
 Los sirvientes en este hotel son todos de género masculino. El que se ocupaba de nuestro apartamento era un africano flaco y joven de una oscuridad cimeria, muy atento y sociable, y al parecer de inclinaciones políticas rebeldes, a juzgar por el entusiasmo con el que gritaba  vivas a la independencia cubana en voz baja cuando creía que ningún oído leal escuchaba. Su nombre era Benito o Bonito, una distinción que implica una notable diferencia; el primero significa Benedicto, y en consecuencia es un nombre razonable y de buen gusto, mientras que el último es sinónimo en español de lindo, y en este caso no puede ser aplicado sin despertar en la mente del receptor, si éste posee una pizca de sensibilidad, el más conmovedor sentimiento de incredulidad. Siendo personalmente algo fastidioso en cuanto a temas filológicos, consideré el asunto, y, llegando a la conclusión de que Benito era la verdadera apelación, la adopté en mis comunicaciones con él. Mi compañero, en cambio, a quien no le importaba un pepino las nimiedades del lenguaje, pero que disfrutaba con el arte de la elocución, siempre le llamaba Bonito (o más exactamente Bone-eater (come-huesos), siendo este modo de llamarlo propicio a una cadencia más enfática y adecuado para la pronunciación exclamatoria.
 Benito estaba imbuido de una admirable sed de conocimientos, aspiraba a ser competente en la lengua inglesa ya que ardía en deseos de llegar a los Estados Unidos; el gran impulso que lo mueve a realizar esta hégira, según su propia declaración, es el anhelo que nunca se apagará en él de poder ejercer su derecho al voto. Su aspiración se vio alentada por varios invitados, quienes le enseñaron muchas palabras en inglés, que aprendió rápidamente, pues tenía un eminente talento para la filología. Pero sus profesores eran mayoritariamente de un nivel intelectual ridículo, e, ignorando los refinamientos del lenguaje, le llenaron de palabras anglo-sajonas extremadamente simples y de refranes, así que temo que cuando llegue a nuestra tierra y empiece a conversar siguiendo el modelo impuesto por sus instructores, solo servirá para repetir el apólogo de los niños y las ranas, topándose con que lo que era deporte para sus maestros sería la muerte para él.
 En la Habana la costumbre son dos comidas al día –desayuno entre nueve y diez, cena de cuatro a seis. Al despertar por la mañana el hotel te otorga gratis una taza de café; por la noche puedes obtener una taza de excelente chocolate, por el cual te cobrarán, a no ser que reclames que no la pagarás, y Don Juan graciosamente la suprime de la cuenta. Entre las comidas, lo más voraces pueden realizar un almuerzo formal (todas las mujeres pensionistas lo hacen), si bien más frugal y cuyo contenido incluye naranjas, plátanos, o un trozo de piña, frutas siempre expuestas en la oficina para comodidad pública, donde también se puede encontrar un pedazo de carbón de leña que brilla en un cenicero plateado para beneficio de los fumadores. La lista de platos es tan larga y variada como un  buen gourmet pueda desear, pero el estilo de la cocina es bastante decepcionante. Para obtener vegetales debes conformarte con que sean sacados de una olla, que es un conglomerado hervido de casi cada elemento culinario en los reinos animal y vegetal, desde salchicha a col. El postre es simple, consiste generalmente en mermeladas de frutas, aunque a veces se las acompaña de pasteles que son muy inferiores respecto a lo que constituye nuestra idea de un pastel, y con un tipo de pudin de nata insufrible que probablemente te haga rebosar de bilis. Un buen vino de mesa es proporcionado con cada comida, y al final de ella, te puedes tomar tu café. Ahora bien, al igual que a la generalidad de mis compatriotas, me gusta cuando desayuno beber mi café mientras mastico la comida; pero el camarero nunca alcanza a comprender esta anomalía, y cada mañana requiero de una nueva y reiterada expresión de mi deseo para que éste sea respetado y obedecido. Haciendo justicia a los cocineros de Don Juan, es bueno añadir que el apetito se encuentra tan desmoralizado por el fiero calor de la Habana que el comensal podría fácilmente culpar a su proveedor, cuando más bien debería denunciar a su delicado estómago e hígado.



 Traducción Mónica Marqués Reyes


viernes, 19 de abril de 2013

Boda y teatro chinos



  
   José Martí


   Una boda china


 (...) De un rico se ha hablado estos días mucho; y no es de Carnegie, que con una mano escribe, celebrando a la libertad, la “Democracia triunfante”, y con otra se une con el sindicato francés, vendiendo al extranjero la nación que lo protege, para que en virtud de una liga de productores pueda venderse a diecisiete centavos la libra de cobre que cuesta de tres y medio a seis.
 No es de Carnegie, el amigo de Blaine, sino de Ynet-Sing, el comerciante chino que se ha casado, sin dientes y sin espina dorsal, con un nomeolvides, una gentileza de dieciocho años que le ha venido de China. Convidó a China entera, que por cuenta de Ynet calmará el hambre y la sed en las casas y fondas de la calle de Mott en la fiesta de bodas, que es de cincuenta servicios, y dura quince días; allí el pollo cortado de este a oeste en pedazos menudos, cada uno con su tanto de hueso; allí la col sin sal, y el arroz sin grasa, y el pescado pardo en salsa dulce: allí los buñuelos, redondos como una naranja, manando el aceite, y el vino de arroz, rojizo y como ahumado, que no va en vasos, sino en tazas de juguete, donde cabe lo que en la cuenca de una uña. La calle entera es música. Ynet ríe, encuclillado desde hace dos días, y los comensales se levantaron de las mesas de ocho asientos en el vigésimo quinto servicio, para asistir, con dos óbolos rojos en las manos, a la ceremonia de la boda.
 El gran Joss de oro, cerdoso por el bigote pendente y por las cejas, presidía, sentado sobre finísimo papel, entre luminarias de colores.
 Entra la novia. La asamblea se pone en pie en silencio. Sobre la seda roja, tendida al pie del altar, se arrodilla, junto a Ynet, la linda flor de la China, una gola, una menudez, una avellana envuelta en sedas: seda la túnica encarnada, con listas de oro y florería, de seda azul: seda el manto de perlas: con grandes recamos de oro, y seda azul celeste las dos domas que aguardan de pie a los lados.
 Le clavan en el manto los sacros cirios, y luego se los quitan, para ponerlos en una urna ante Joss: Primero a Joss, luego a Ynet! ¡JOSS se come las flores! Flor de China saluda a Joss tres veces; y después a la asamblea, cubriéndose la cara con el abanico. Y ofrecen luego a los huéspedes en las tazas menudas té oriental, y por la taza que toma, deja el huésped, envuelta en papel fino, una moneda de oro, que es el óbolo rojo. Pasan luego tabacos de la Habana, que entre los chinos es gran riqueza; y otro óbolo. Y luego es lo más bello de la boda, en que los chinos se parecen a los indios: la novia va a pedir la bendición al chino más anciano.

 La Nación, Buenos Aires, 17 de noviembre de 1888.(Obras Completas, V. 12, p. 64.)


  Teatro chino
 

 (...) La misma novedad del teatro chino ha parecido poca, y los más han ido a ver de burla las suntuosas cortinas, los trajes legendarios de plata y seda carmesí, los músicos que timbalean frenéticos sus tonos de guerra, de amor o de funeral, los tramoyistas, vestidos como de calle, que entran a poner en los respaldos de las sillas las decoraciones, mientras el general, con la túnica de alas al cinto y el casquete de seda negra, se trae de atrás a la cadera, en señal de ira, la pluma larguísima, de las dos del casco, o simula con el emperador de barba blanca y cabezal de oro una batalla de mucha mortandad, dándose como de lanzazos con dos varillas encintadas en la punta, con gran acompañamiento de vueltas aéreas, veloces y precisar, hasta que uno de los dos tiende la varilla para que pase debajo el otro, que es el ejército vencido, o levanta la pierna, lo cual significa que monta a caballo o cae por tierra dando tres zapatetas, o tres vueltas en redondo, con lo que indica que está muerto: y el tramoyista viene a ponerle un banquillo debajo de la cabeza, para que no se le quiebren las plumas durante la larga conversación del vencedor con su mujer, que llega de ganar otra batalla a lanzazo limpio, y lo cuenta con un falsete ansioso, levantando sobre apoyaturas, con coro de platillos, timbales, flautín y violinete, que celebran o lamentan, según lo que va cantando la princesa tártara, con modales tan acompasados y propios como es violenta y monótona la voz; de pronto se levantan todos, dan tres vueltas rápidas al escenario, y desaparecen, como escolares de asueto, por la puerta de la izquierda, porque las tres vueltas quieren decir que la escena ha cambiado: como cuando figura uno que tropieza, y es que va de novio a aspirar el aroma de la flor del naranjo, y quiere significar que está entrando en el cuarto de la desposada, cuyo papel, como todos los de mujer, no los hacen una Kung de pies como nueces o una Yung de pies mayores de criada, sino un hombre que ha de ser de muchas letras, porque a los actores como a los músicos no les dan la parte escrita, sino el asunto de su parte, tal como lo compuso el historiador Koong-Ming hace dos mil años; y cómico y músico ornamentan e imaginan su papel, con gran cuidado de que no digan los personajes cosa que no sea de su tiempo y dignidad, ni salga de los timbales, del violinete, del flautín, de los platillos, acorde alguno impropio para que lo oiga y presida el Joss dorado, que desde su palco divino asiste a la función.

 Nueva York, 9 de julio de 1889 (La Nación; Obras Completas, V.12, pp. 279-80.