También en The Stranger in the Tropics, una de las primeras guías turísticas de Cuba, con
recomendaciones especiales para enfermos del pecho (y tanto más para quienes no
lo estaban), se señala al Telégrafo como el hotel más confortable de la ciudad
y el único que había sido construido con tal propósito. Aquí lo escrito, la
descripción de los principales hoteles y pensiones, se hace acompañar de
publicidad, es decir, de una particular producción tipográfica.
De un vistazo sabemos quién es el propietario:
un catalán llamado Juan Miguel Castañeda; qué otros sitios de interés lo
circundan: el Campo de Marte, la Estación de Villanueva, los famosos cafés
Marte y Belona y Flor del Valle; como también que el hotel ofrece no solo
servicio “at all hours” sino que los oferta en varias lenguas: además de
inglés, alemán, francés y español.
No hay más que echar una ojeada a este
extraordinario compendio de cuanto La Habana y provincias vecinas ofrecían
hacia 1868, para constatar la existencia de una poderosa imagen turística y de
una industria del ocio con casi todos sus ingredientes. El clima de seguridad
creado desde tiempos de Tacón ha hecho lo suyo, y aunque acaba de comenzar una
guerra al este del país, el occidente sigue presumiendo de tranquilidad.
Lo cierto es que ni el volumen comercial ni el
flujo de pasajeros decaen por lo pronto; y que el año en cuestión se gestan
libros maravillosos escritos por viajeros norteamericanos, como Cuba a pluma y lápiz de Samuel Hazard,
que trasmiten cada vez de manera más explícita esa imagen turística.
Quiméricamente ordenado, The Stranger in the Tropics desglosa no
solo lo relativo a aquellos lugares emblemáticos que todo turista debe visitar,
sino que orienta también, de modo pragmático y sin perder elegancia, a ese
mismo turista sobre una serie de dispositivos que debe conocer, frecuentar y
consumir. Así, junto a oficinas diversas –consulares, aduanales, de correo,
etc.- aparecen agencias que contratan intérpretes, guías y caleseros, y se
despliega abundante información sobre rutas de transporte, tabaquerías,
tiendas; a lo que suman carteleras, tarifas y menús.
El orden
no concluye ahí… Como estaciones que no deben saltarse, cada servicio aparece
ligado a otro. Desde que el viajero realiza sus gestiones de viaje en Boston o
Nueva Orleans, hasta que las continúa en la aduana y luego en las diversas
oficinas habaneras, se le conduce por un mapa a la vez que detallado
suficientemente ilusorio; todo es señal que lleva a nuevas estaciones y a
sucesivos señalamientos. De modo que el recorrido por la ciudad (o “el interior”)
se parezca lo más posible a lo que la guía mapea; es decir, a cuanto decanta para
el deseo y la memoria.
No faltan en este libro de bolsillo las oportunas sugerencias
sanitarias, o monetarias. Al cambio de clima corresponden particulares y
justificadas aprehensiones. Una casa de salud, la de Belot, brinda su
experiencia en materia de enfermedades tropicales; y en una oficina aledaña al
consulado, una caja de cambio asegura las transacciones.
Tampoco se echan en falta esos espectáculos que
contribuyen a forjar una imagen negativa aunque a la vez seductora de la
Colonia (luego explotada durante la Intervención por todo un ejército de
fotógrafos como expresiones de barbarie hispánica): bailes de negros, peleas de
gallos y de toros, y hasta el tenebroso patio de prisión donde se realizan las
ejecuciones en garrote vil. En suma, nada que no hayan descrito con
anterioridad numerosos viajeros, ofrecido ahora á la carte.
Por haber (o mejor, por ofertar) hay hasta
insospechados pormenores, como una “cabeza frenológica”, o esas “ondas
fosforescentes” que solo pueden percibirse al atardecer y cuando una luna
todavía no brillante asoma sobre el puerto y la luz refracta en los surcos que
deja en el agua el movimiento de una lancha. Incitación sutil, desde luego, a
visitar el Muelle de Caballería.
Pero lo más convincente son las ilustraciones.
No, en este caso, escenas típicas (por demás no abundantes), sino esas
estampas de publicidades que, como la del Hotel Telégrafo, el lector encuentra
cada cierto número de páginas. Especie de fresco tipográfico, reúne variedad de
tipos, recuadros, y elegantes (o más bien variopintos) nombres de negocios con
sus respectivas especialidades; parecen saltar de la realidad a la edición y
resultan, en efecto, de una paciente y anhelante acumulación de documentos,
acariciados por anteriores viajeros, y que
ahora han ido a manos de quienes confeccionan la guía.
Se trata, en fin, de un libro que
resume a otros (por ejemplo, al tanta veces citado del doctor Wurdeman), a los
que despoja y aligera, conservando junto a lo quimérico, lo útil, y junto a lo
soñado, la puerta de salida. Indesligable de un aura visual que con el tiempo
será puramente glamurosa, estamos ante un género acabado, que hace acopio de lo
oportuno, no menos de imágenes evocadas en palabras que conferidas visualmente.
Descendiente de esos “bancos de datos” que
fueron los libros de viaje, las topografías médicas y los bosquejos históricos
y geopolíticos que proliferaron en la primera mitad del siglo XIX, y que tantas
veces sirvieron para orientar a sus lectores en los nuevos territorios, a estos
géneros, también indudablemente turísticos y productores de
información-deseante y de estereotipos –esto es, de una mirada reificada del
otro-, debe su nacimiento la guía de viaje.
Pedro Marqués de Armas
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