miércoles, 10 de abril de 2013

Chinitos en La Habana





  Ángel Lázaro


  Chinito y no chino, porque en Cuba se dice el chinito.
 El chino vendía viandas, que, según el Diccionario, quiere decir en Cuba frutos de huerta. Estos frutos, lo que aquí llamamos vegetales, son allí abundantísimos y muy variados. Quien no ha comido una sopa de vegetales frescos de Cuba no sabe, en verdad, lo que es una sopa de vegetales. El chinito viene a vender a la casa; se detiene con su carrito a la puerta, y espera que baje la sirvienta, o sube él mismo a cada piso. El espectáculo del ama de casa, o de la simple criada, con el cesto o la bolsa de la compra de aquí para allá por las mañanas, no existía en Cuba. Todo lo llevaban a la casa; había familias —las que estaban en "cierta posición"— que se hacían llevar a la casa para escoger sus compras, el calzado, las sedas, los vestidos... Tiempo hubo en que la señora no se bajaba de su coche para comprar en la sedería.
 Los chinos cultivaban las extensas huertas que circundaban La Habana, y por las mañanas se les veía bajar a la ciudad con sus carritos o sus  canastas, colgadas éstas a manera de los dos platillos de una balanza, cimbreando en la caña brava atravesada sobre los hombros. Andan como equilibristas sobre el alambre, a velocidad asombrosa.
 Los chinitos tenían freidurías que hubieran hecho la delicia de quienes concurren a nuestras tascas. ¡Qué variedad de fritos, qué delicia de sabores y qué baratura! Con la fritura del chinito no se puede competir. En la trastienda se veía al chino fumando su pipa o comiendo su arroz blanco con palillos. Los dedos se movían como los de la encajera sobre su labor.
 Recuerdo un puesto de chinos que había en la esquina de las calles de Chacón, y Compostela, en el barrio del Ángel, que es lo más gaditano de La Habana; allí bajábamos los redactores de "El Comercio" a tomar el refrigerio. Alguna vez nos desviábamos hacia cualquier próxima accesoria en cuya penumbra brillaban los ojos de una mulata; entrabamos, y a la media hora salíamos para volver a nuestra faena como si tal cosa. No era infrecuente llevarse un cartucho del puesto de chinos con que obsequiar a alguien. Por supuesto, las frituras del chino completaban casi siempre el menú familiar. "En los tiempo difíciles, eran la solución.
 El chinito vendía primores en la calle de San Rafael: objetos de marfil, abanicos, perfumes, pañuelos, sandalias, chales... Olía a sándalo nada más entrar en la tienda de chinos. Había tres o cuatro en la calle más céntrica, y acaso más comercial de La Habana, en donde las señoras perdían el sentido. Los chinitos eran afables, excelentes vendedores, de una cortesía exquisita; sonreían siempre. El chinito trataba de tú a la dama porque no sabía emplear el usted, tan respetuoso e incluso tan de buen gusto, no digamos ya tan ineludible entre personas de distinta edad, jerarquía (espiritual y de las otras), etc. En Cuba, donde casi todo el mundo se trataba de tú, el chinito no iba a ser la excepción.
 El chinito tenía su barrio, su "China town", como diría un corresponsal con aire cosmopolita, pero que en La Habana era simplemente el barrio chino, un barrio chino auténtico, es decir, de chinos exclusivamente. Y aquí viene otra gran actividad del chino en Cuba: la lavandería. El barrio chino estaba cuajado de chinos lavanderos; eran más baratos que los otros, y lavaban y planchaban a maravilla: recogían la ropa a domicilio, y luego la devolvían envuelta en un papel blanco, como de bobina de periódico, con nuestra dirección —y acaso nuestro nombre —en caracteres chinos. Recorriendo el barrio chino se les veía planchar en camiseta tras las mamparas, pues la Policía no permitía que nadie se exhibiese en camiseta ni aun en el interior de su casa, si podía vérsele desde la calle.
 ¿Había fumaderos de opio en el barrio chino habanero? Es indudable que los habría, aunque estaban perseguidos por la autoridad. Nuestra curiosidad y nuestra obligación periodística, no se adentró —cosa rara— hasta ningún fumadero. Los vimos, como quien dice, asomándonos al escaparate. Por cierto, en Cuba se le llama escaparate al armarlo, lo cual no está descaminado, porque se trata de un estante; a lo que llamamos aquí escaparate, allí se le dice vidriera; es decir, que el dependiente de una tienda nos indica que tal artículo "está en la vidriera" cuando se exhibe con vistas a la calle para el público. La Academia recoge algunos de estos modismos, porque la Academia trabaja; también nos dice que en Cuba un "aliado" es un coche de punto, escrúpulo lingüístico hasta la minucia, pues "aliados" se les llamó durante unos meses en la primera guerra mundial, hace más de medio siglo, a los coches de punto que no habían aumentado el precio de la carrera y llevaban una franja roja en el farol.
 Volvamos a los chinitos. Tenían últimamente grandes establecimientos de víveres (aquí ultramarinos), y se caracterizaban por el buen servicio, la abundancia de mercancías y lo ajustado del precio; tenían de siempre fondas por todas partes —la clásica "fonda de chinos"—, pero luego se pusieron a tono con los tiempos y establecieron las más flamantes cafeterías, donde por un peso —sesenta pesetas— comía usted un cubierto donde podía entrar el solomillo, postre variado y riquísimo, desde el flan hasta el pastel de manzana.
 —¿Y del teatro chino en el barrio de ese nombre? Usted que tiene cierta afición al teatro ¿no nos va a hablar del teatro chino en La Habana?
 Claro está que habría mucho qué hablar del teatro chino habanero en la calle de Zanja. Llevamos a él una noche al autor de "Los Intereses creados", a su paso por la capital de Cuba; tuvimos tan buen asiento, que un puñal con el puño de marfil y preciosas incrustaciones, que formaba parte de la utilería escénica, vino a parar al alcance de nuestra mano... Era un buen recuerdo. Y además, una noche, a bordo del barco inglés "Oruba", en viaje de La Habana a La Coruña...
 Pero esto es otra historia, como diría Kipling, y no tiene nada que ver con los chinitos de La Habana, aunque aquel puñalito, sin llegar a utilizarlo, nos hiciera recordar a los chinitos habaneros con verdadera gratitud.


 ABC, Madrid, 20 de enero de 1966.

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