viernes, 5 de abril de 2013

La indolencia cubana





  Diego Vicente Tejera


 Nada pudiera, amigos míos, serme más grato que la invitación que me habéis hecho para daros algunas conferencias sociales y políticas, porque semejante invitación prueba que comprendéis muy bien la gravedad de la situación, en vísperas de tomar en nuestras manos los destinos de la Patria, y el propósito que abrigáis de haceros merecedores, por el estudio, de vuestra nueva condición de pueblo libre y soberano. Estos días, en efecto, son críticos: todo induce a esperar que, muy en breve, será exclusivamente nuestra esa Cuba, esa patria que llevamos en el alma, que es -mejor dicho- nuestra alma misma, puesto que de Cuba recibimos todo aliento, en Cuba pensamos sin interrupción, por Cuba nos movemos, con Cuba lloramos o sonreímos, a Cuba le damos cuanto nos pide, y si nos pidiera la vida se la diéramos, y hasta en el sueño, cuando el dormido ser yace sin voluntad ni conciencia, todavía persiste despierta en nosotros una imagen: Cuba. Pero no basta que la amemos, es necesario que nuestro amor sea fecundo y provechoso para ella, que sepamos darle paz, justicia, libertad, progreso, riqueza, es decir, decoro y felicidad. Y ¿cómo ofrecerle tales dones, si no los tenemos en nosotros mismos, si no somos pacíficos, justos, libres, progresistas y trabajadores? Así lo entendéis, amigos míos, y al congregarnos aquí para que un viejo cubano como yo os hable de estas cosas, mostráis que queréis ser, que sois ya dignos obreros de esa felicidad que hay que labrarle a Cuba. ¡Lástima que no pueda yo corresponder a la invitación de una manera satisfactoria, señalándoos con claridad los caminos por donde se llega al generoso fin que perseguimos! Pero poco valgo, no soy en realidad sino un hombre a la vez soñador y reflexivo, algo conocedor de la vida y de los hombres, que ha sufrido mucho, mas en quien el sufrimiento, lejos de endurecer, ha ablandado el corazón, llevándolo a amar en lugar de aborrecer. No soy, pues, más que un simple compañero que aspira, por su misma modestia y la sinceridad de su palabra, a despertar o avivar ideas y sentimientos que existen en vosotros, aguardando tal vez, para aparecer y entrar en actividad, el llamamiento de una voz hermana.

   Sí, el obrero cubano debe despertar al nuevo día que ya asoma. Su espíritu, en verdad, ha estado adormecido. Y se comprende. Como colono español, no era nada; nada tampoco, como proletario, en la vieja sociedad. ¿Qué de extraño que hiciera lo que ha hecho, trabajar sin entusiasmo, divertirse locamente y despreocuparse de un mundo que nunca se ocupaba en él? Los mismos vicios que adquiriera encuentran, si no justificación, explicación al menos en su estado de inferioridad y de abandono.
  
    Pero la escena cambia. La colonia desaparece barrida y devorada por huracán de fuego, y sobre el suelo purificado se levanta una república. Con la escena, es natural que cambien también los personajes: bien cuadraba el colono en la Colonia; mal cuadraría el colono en la República. La República quiere republicanos, y no es republicano quien no tenga vivísima conciencia de sus derechos y deberes, quien no estime como su mejor título su ciudadanía, quien no muestre mayor interés por el bien de la comunidad que por el suyo propio. Sí, amigos míos; hay que matar en nosotros al colono, hay que aniquilar al hombre indolente, frívolo y vicioso que en nosotros llevamos, hay en fin que hacer de modo que esos torrentes de sangre que en Cuba se derraman, sean el bautismo de un hombre nuevo, del republicano. Porque esa sangre la tenemos sobre nuestras frentes, y brillará como aureola si acertamos a regenerarnos; pero parecerá borrón o mancha criminal si perseveramos en el vicio, porque será sangre que se habrá vertido inútilmente. No se hace esta revolución para lanzar de la Isla a los españoles y ocupar sus asientos en el festín de la desvergüenza y de la explotación: hácese por el contrario para desbaratar ese festín, para que no haya quien engorde y ría a expensas de quien enflaquece y llora, para que no haya en una palabra explotadores ni explotados. Mas ¿cómo obtener tal fin, si el pueblo no logra sacudir su inveterada apatía de colono, si se muestra incapaz de prestar atención continua a los asuntos serios y no se decide a manejar virilmente sus intereses propios? Si a pueblo semejante volviese alguien a explotarlo, quejaríase sin razón, pues que para que lo exploten ha nacido.
    
    Vosotros, amigos míos, no sois de los apáticos, y el solo hecho de haber fundado esta asociación de trabajadores y de pedir a compañeros como yo que os den conferencias sociales y políticas, delata vuestro afán de regeneración y vuestro firme propósito de ser mañana buenos ciudadanos. Mis palabras de censura deben sin embargo resonar en esta sala, para que, subrayadas por vuestra aprobación, traspasen con mayor brío los muros que nos cercan y vayan a sacudir más bruscamente a los dormidos. Es deber nuestro ser francos en esta obra delicada. No sería amigo vuestro quien os dijese: “Obreros, la redención de la Patria es cosa hecha, pronto podréis gozar de la libertad y sacarle provecho a vuestra soberanía.” No, vuestro verdadero amigo será quien os diga por el contrario: “Obreros, la independencia de Cuba es cosa hecha; pero su libertad, su dignidad y su ventura son cosas por hacer: no es libre ni soberano quien no merezca serlo: suponemos que la libertad es un don del cielo, cuando es en realidad una conquista, y conquista que hay que empezar a realizar sobre nosotros mismos: mientras el capricho o la pasión nos mueva, nos ciegue la ignorancia y la indolencia nos encoja, no seremos libres, no seremos hombres: hay que iluminar la razón y fortalecer la voluntad, y entonces, cuando la razón sepa dirigir y la voluntad ejecutar, entonces, libres ya en nosotros mismos y aptos para equilibrar bien nuestros derechos y deberes, sabremos labrar nuestra libertad social”. Tal es el lenguaje que el amor a Cuba me dicta en estos momentos, compatriotas. Nadie quiere a nuestro pueblo más que yo, nadie tiene más fe que yo en su buen natural y su capacidad. Pero el pueblo cubano, entre sus defectos, tiene algunos que es preciso corregir a todo trance, porque son incompatibles con los propósitos que abrigamos de fundar una república sincera y vigorosa. Entre tales defectos, acaso ninguno sea tan grave, en este sentido, como la indolencia. Esta indolencia nos es sin duda natural. Primeramente, procedemos de españoles los cubanos blancos, y de africanos los cubanos de color; es decir, de dos razas igualmente perezosas. Somos, luego, hijos de Cuba, tierra ardiente y tierra rica, donde si el sol abate las fuerzas, la naturaleza en compensación se deja arrebatar con poco esfuerzo el alimento. Y hemos vivido, por último, en perenne tutela colonial, recluidos en el hogar, sin acción ni significación en la vida pública, sin aliento para la iniciativa ni premio para la diligencia, sin campo para el ejercicio de la voluntad. Estas tres causas no han sido sin embargo, en mi concepto, bastante poderosas -parece increíble- para darnos una indolencia radical e incurable, como la de ciertos pueblos orientales. En estos pueblos la pereza física y la pereza intelectual corren parejas, o se arrastran parejas, mejor dicho. El hombre, ligado flojamente en sociedad, sometido en su creencia a un poder superior incontrastable y respirando en el seno de una naturaleza dulce y generosa, vive echado en tierra, embriagado por el narcótico o despierto a medias en la vaguedad de la contemplación. No es ésta, por fortuna, la indolencia del cubano. Nervioso y vehemente, el cubano, a la menor excitación, se mueve con suma agilidad, y mientras dure el estímulo, muéstrase infatigable, entra en lucha, la sostiene con ahínco, despliega en ella cualidades preciosas, la inteligencia se le afina, inflámasele el corazón, despiértasele imperiosa la voluntad, hínchasele el músculo y pónesele como de acero. Es en fin hombre poderoso, que se marca un objeto y lucha sin descanso hasta alcanzarlo. ¿No son pruebas elocuentísimas de energía y actividad nuestras largas, duras e intensas guerras de separación? ¿Qué enorme suma de esfuerzos violentos, e incesantes, no han exigido y obtenido del cubano? Y descendiendo a hechos más humildes, precisamente, tenemos ahora en este Cayo un ejemplo del ardor inextinguible, del entusiasmo delirante y de la gran perseverancia del cubano cuando se excita. Hace cuatro meses que a todas horas, día y noche, vivimos entre el zumbido de los flys de las pelotas y los golpes secos de los hits. Salta la pelota con solemnidad los lunes junto a la Brisa; salta menos solemnemente entre semana en improvisados matchs, y salta sin solemnidad ninguna, de sol a sol, en todas las esquinas y patios y solares de la población, en un match de muchachos que no se acaba nunca. Los hombres cortamos el trabajo para no perder el juego y discutimos muy largamente si pisó la primera base el jugador que llegó a segunda; en nuestras cocinas la sopa se evapora y el arroz se quema mientras se averigua cómo Felo se dejó ponchar; nuestras lindas cubanitas contraen penosamente los frescos labios para articular la jerga bárbara y no conciben ya a Cupido sino armado de un bat y con medias azules o punzó, y nuestros niños… ¡Oh! Desde que hay pelota, no se ha dado bien una lección, ni se ha hecho un mandado en regla, ni ha habido bolsa bastante para comprar zapatos ni árnica suficiente para lavar chichones. Los hijos nuestros, las esperanzas del mañana, se nos atrasan en instrucción, se nos envician y se nos enferman con tan desmedido abuso; más ¿qué hacer si el ejemplo lo toman de los grandes?
 
    Pero no es mi ánimo, queridos compatriotas, hacer la crítica de esta diversión, aunque esté adquiriendo el carácter y las proporciones de una calamidad. Mi único objeto es demostrar, con este hecho palpitante, que la indolencia cubana no es indolencia física, que el cubano es vivo y ardiente cuando quiere y muy capaz de mantener largo tiempo activa su voluntad. Nuestra indolencia es más bien mental, y consiste en la indiferencia casi absoluta con que sabemos mirar los asuntos serios, especialmente los que corresponden a la vida pública. Apenas hay vínculos sociales entre nosotros, ignoramos la vida colectiva, somos en cierto modo todavía el colono acostumbrado a no cuidar más que de sí mismo, sólo al derecho que se le concedía, ya que en su suelo, que no podía llamar patria, un poder extraño se encargaba de gobernarlo y de administrar sus intereses generales. No fuimos así nunca un verdadero pueblo, y aun el solo ideal que nos fue común, el de la independencia, como era subversivo, no pudo reunirnos exteriormente ni despertar en nosotros el sentimiento de la solidaridad.



    En cambio, fomentábase en el cubano la frivolidad, y también la prodigalidad, no poniéndose coto alguno a sus diversiones y placeres, procurándose por el contrario que el oprimido se sintiese absolutamente libre en el campo del vicio y del libertinaje, para que esa expansión insana le impidiera buscar expansiones de otro orden. Esta pérfida política obtuvo tan brillante éxito, que a un Gobernador General le fue dado decir que con un violín se podía manejar a los cubanos.
    
  Estamos todavía, mis buenos amigos, sufriendo las consecuencias de semejante régimen; todavía nos atrae más la lejana orquesta que preludia los voluptuosos compases de un danzón, que la voz del tribuno que nos llama en la sala solitaria para hablarnos de nuestros más vitales intereses; todavía nos placen más las agrupaciones silenciosas que se agitan en los sombríos rincones de los ocultos garitos, que la instrucción franca y cordial de los abiertos institutos de instrucción y de recreo. Pero ese mismo hecho de haber sido modelado nuestro carácter principalmente por el régimen opresor y pérfido a que hemos estado sometidos, indica al propio tiempo que algunos de nuestros defectos son en gran parte artificiales y, por lo tanto, corregibles. No importa que, como hemos visto, procedamos de razas perezosas y seamos hijos de tierra tropical; tenemos por fortuna un temperamento fácilmente excitable, que no nos deja caer en la incurable pereza física de otros pueblos. De manera que si logramos que nos exciten los intereses superiores de la vida como nos excitan sus placeres, seremos perfectamente aptos para labrar y mantener nuestra felicidad social. Ahora bien; el remedio está en nuestras manos: la reflexión profunda, la reflexión sostenida puede hacernos comprender la necesidad de darle todo su valor a los asuntos serios, y la voluntad debe en seguida esforzarse en atenderlos: que ya luego el hábito facilitará esa atención y acabará por dotarnos de una serenidad enteramente natural.
 
     Otra prueba de que el cubano no adolece de pereza física y es por el contrario activo, más activo que uno de sus progenitores, el español, es que todo el trabajo rudo de Cuba le ha tocado a él, que es quien ha labrado los campos y recogido las cosechas, quien ha creado y mantenido las pocas industrias del país, quien ha estudiado y ejercido las profesiones liberales y desempeñado los oficios, mientras el español tomaba para sí las sedentarias y cómodas tareas del oficinista gubernamental y del mercader de mostrador.
  
    No hay, pues, que luchar sino para darle al cubano una conciencia clara de su nueva situación. Ya ha desaparecido la colonia; en su lugar se alzará mañana una república. Mas ¡ay de esa república, si llevamos a ella nuestros vicios coloniales! ¡Ay si el pueblo persiste en su apatía y, ávido solamente de goces materiales, abandona la gestión de sus propios intereses en manos de los pocos que se dispongan a encargarse de ella! El gobierno habrá caído en poder de una oligarquía, la explotación comenzará, la seguirá la tiranía, y entonces el cubano patriota y pensador, si alguno queda, se preguntará, con llanto de dolor y de vergüenza, para qué predicó y murió Martí, para qué combatió y murió Maceo, para qué lucharon y perecieron generaciones de cubanos, para qué se arrasó la Isla, y se derribó el hogar, y se deshizo la familia, para qué se atrajo en fin, a fuerza de heroísmo, la atención del mundo sobre Cuba, si todo debía parar en la criminal resurrección de aquello que con justicia se mató; si lo que se creyó sacudida iracunda de un pueblo que se juzgaba superior a su condición, no era más que genialidad de esclavo, que sólo quería cambiar de yugo; si aún después de echados los españoles de la tierra, quedaba en ella imperando lo español!
 
     Y esto sucederá inevitablemente si no nos transformamos, si no nos ponemos a la altura de nuestra nueva dignidad de pueblo soberano. Porque hay que fijarnos bien en esto: quien debe dominar, quien debe gobernar en Cuba es el pueblo; para él se hace la República, para que sea su espíritu el que prevalezca; para que formando, como forma, la inmensa mayoría de la Nación, sea su voluntad la que se imponga. El pueblo dirige con su voto desde abajo y puede aspirar a obrar también desde las esferas del gobierno y la administración, pues en las repúblicas democráticas no se le pregunta a nadie de dónde procede sino lo que vale, y aun el humilde obrero puede ocupar la Presidencia, si por sus virtudes y méritos conquistó el beneplácito de sus conciudadanos. Pero la simple emisión del voto es cosa grave, por la responsabilidad moral que entraña, e implica o debe implicar por lo menos el conocimiento exacto de aquello que es objeto de la dotación. Y ¿cómo adquirir ese conocimiento, si el pueblo desdeña la lectura del periódico, la discusión en el seno de las asociaciones del partido y las enseñanzas de la tribuna popular, prefiriendo quedarse en casa o irse a sus diversiones favoritas? Y aun el acto mismo de depositar el voto es entre nosotros materia de escasa importancia, al parecer. El ciudadano se dice: ¿a qué molestarme en llevar mi papeleta a la urna? ¿qué significa la pérdida de mi voto, cuando todos mis correligionarios van a votar lo que yo quiero? De modo que este ciudadano se abstiene de votar, confiando en que ningún compatriota suyo será tan perezoso como él. Mas como cada otro ciudadano va repitiéndose en sí mismo el admirable razonamiento de la desidia universal, la urna quédase vacía y la votación se pierde.
      
      No, amigos míos; es indispensable elevarnos a una concepción más alta de nuestros deberes, es indispensable hacernos dignos de esa patria que se nos está creando, que va surgiendo ya entre los resplandores del incendio y sobre un mar de lágrimas y sangre. Y ya que poseemos excelentes condiciones para el gobierno propio, como son nuestra armónica y clara inteligencia, nuestra notable cultura, nuestra gran libertad de espíritu, nuestra facultad de asimilación, nuestras latentes energías de carácter y abundantes y variados recursos de nuestro incomparable suelo, no lo echemos todo a perder por nuestra frivolidad y nuestra dejadez y nuestra indolencia enteramente coloniales. Sería un crimen, y al propio tiempo una vergüenza, que nos dejaría cubiertos de ridículo a los ojos de la humanidad.
    
      En Europa, amigos míos, es muy bien común figurarse a nuestro pueblo como uno de esos pueblos orientales, que vegetan en la molicie, perdidos en las dulzuras del narcotismo y la contemplación. Muy frecuentemente he visto representar a Cuba con las formas de una joven trigueña, lánguida y hermosa, medio tendida en flexible hamaca, a la sombra del tupido platanal, embriagándose con el fragante humo de un cigarrillo, mientras una negrita, detrás de ella, la refresca con un gran abanico de anchas plumas.
  
     Esta imagen, por graciosa que sea, nos desfavorece en nuestra justa pretensión de pueblo varonil; pero, por fortuna, es en el fondo una imagen falsa, que podemos hacer rectificar. Es preciso que, por nuestra conducta, alcancemos que el mundo no nos represente sino en la forma de un joven ágil y robusto, erguido sobre un inmenso campo cultivado, pisando una cadena rota, la frente ceñida con el gorro frigio, la mirada serena levantada al horizonte, la mano izquierda tocando el pomo del machete redentor, colgado al cinto, y con la derecha empuñando el timón de un arado, clavado profundamente en la tierra generosa.

     He dicho.
                                                                                                                                                             
 Conferencia pronunciada en la Sociedad de Trabajadores, 12 de diciembre de 1899.

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