miércoles, 25 de septiembre de 2019

Néstor Almendros



 José Luis Guarner 

 Cuando rodaba para Vicente Aranda "Cambio de sexo" -su única película española-, Néstor Almendros me llamó para preguntarme si había visto el filme de Terence Malick "Malas tierras", que aún no conocía. Malick le acababa de telefonear para proponerle la fotografía de su nueva película. Yo le contesté afirmativamente y que me parecía un director con personalidad, por lo que en mi opinión valía la pena considerar la oferta. Néstor la aceptó tras leer el guión, y ganó un Oscar por "Días del cielo". Para tranquilidad de su director favorito, King Vidor, que le dijo: "Si no te dan el Oscar, me iré de la Academia".
 Néstor Almendros se convirtió así en el primer operador español que conseguía la famosa estatuilla diseñada por Cedric Gibbons. El Oscar no cambió ni sus costumbres ni su estilo. Después de "Días del cielo" volvió a trabajar con Eric Rohmer y Francois Truffaut, los dos ejes sobre los que ha gravitado su carrera europea desde "La coleccionista" y "El pequeño salvaje", respectivamente. Y eligió siempre sus películas pensando no en su lucimiento personal sino en el interés artístico del proyecto. Su aura y su prestigio de operador de la "nouvelle vague" hizo que los directores americanos le siguieran llamando, como Robert Benton, realizador de su película final, "Billy Bathgate", una magistral, muy personal recreación de la iconografía del "film noir".
 Almendros fue un director de fotografía resueltamente idiosincrático, y de ahí deriva tanto su originalidad como su éxito. Su punto de partida era el realismo más estricto en las fuentes de iluminación: Néstor no soportaba la artificialidad ni la falsificación. Pero al mismo tiempo su buen gusto innato, su sofisticada cultura visual le permitían estilizar, llevar a cabo una transfiguración artística de los materiales con que trabajaba; él mismo decía que, en cierto sentido, era más un decorador que un operador. Sus brillantes resultados con luces mínimas por lo veristas -por ejemplo en "Las dos inglesas", de Truffaut- han tenido una enorme influencia en el estilo de iluminación de los grandes operadores norteamericanos actuales. La famosa escena inicial de "El padrino", por ejemplo, donde Gordon Willis y Coppola filman el encuentro de Marlon Brando con sus cofrades en una habitación oscura, apenas iluminada por la débil penumbra que llega de las persianas cerradas, es una consecuencia directa de los experimentos -innovadores y arriesgados- de Almendros. Se da el hecho paradójico de que muchos directores de fotografía -sobresalientes incluso- son magníficos técnicos, pero el cine les interesa muy poco. Néstor Almendros era todo lo contrario. La cultura le apasionaba en todas sus formas; por ejemplo, fue Néstor el primer lector de "La traición de Rita Hayworth" y quien animó a Manuel Puig a obedecer a su vocación de escritor. Cinéfilo militante, conocedor a fondo del mejor cine de todos los estilos y todas las épocas, su aspiración era la de ser director; fue un poco la casualidad lo que le hizo operador. Yo le conocí en 1962, de regreso a su Barcelona natal recién exiliado de Cuba; fue el comienzo de una amistad que ha durado hasta hoy. Yo he aprendido mucho de su apreciación del cine, inmensamente pragmática y perspicaz, una constante influencia en mí desde entonces, como en tantas otras personas que lo trataron o trabajaron con él, compendida en su extraordinario libro sobre sus experiencias, "Un hombre con una cámara"; en mayo aparecerá otro que recoge sus escritos sobre cine, "Cinemanía", en el que ha estado trabajando hasta su muerte.
  A Néstor Almendros le importó la estética, pero también la ética. Su sentido de la responsabilidad cívica le impulsó a manifestarse públicamente sobre la violación de los derechos humanos en Cuba, su patria de adopción cuando sus padres y él huyeron del régimen de Franco, en dos extraordinarios documentales, "Conducta impropia" y "Nadie escuchaba", que son el rechazo visceral de un hombre íntegro y responsable a cualquier clase de dictadura, de opresión. Podría contar muchas cosas sobre Néstor Almendros, pero no es el momento. Pero quisiera decir que fue una persona sensible, un artista exigente y un amigo fiel hasta el final. 

 La Vanguardia, 5 de marzo 1992, p. 42. 


domingo, 15 de septiembre de 2019

El crimen que inventó Edgar Allan Poe



 Guillermo Cabrera Infante 

 No sé nada del tema. Ni siquiera me atrae la literatura de espías ni el mito de la espía bella, traicionera, que es fusilada al amanecer mientras su amante, soldado dos veces ciego ¡cree que la descarga son salvas! Esta visión sólo es tolerable cuando sirve al despliegue de la belleza asexuada o bisexual de Greta Garbo. En cuanto a la literatura de espías, como no he leído todos los libros y puedo todavía creer a la carne alegre, quiero sólo mencionar dos o tres novelas de espías que me intrigaron antes. Ahora ni siquiera he abierto mi ejemplo de cortesía de Gorky Park. Si el único paisaje del espía es desolado y su perspectiva está dominada por el dinamismo de lo sórdido, la novela de espionaje es eminentemente aburrida y su interés para mí viene dado por dos o tres maestros de la novela, como Rudyard Kipling en Kim, Joseph Conrad en El agente secreto y Somerset Maugham en Ashenden. Eso deja una sola obra maestra absoluta de la literatura de espías, The Riddle of the Sands (traducirla por «El acertijo de las Arenas» es injuriar su hermoso título), de Erskine Childers, que defendía en ella a su país, Inglaterra, y murió fusilado por traidor a Inglaterra en la Primera Guerra Mundial. Hay un libro que vuelvo a leer cada año, La máscara de Demetrios es simplemente una novela policial que sustituye el plano de Londres por el mapa de los Balcanes y que comienza en Turquía y termina en París, como podía comenzar en Charing Cross Station y terminar en Paddington. Hollywood, que sabe de géneros, no se equivocó cuando confió sus protagonistas a Peter Lorre y Sdney Greenstreet, los viles villanos de El halcón maltés, arquetipo de la película policial.
 Esa es toda mi relación con la novela de espionaje. He leído a John Le Carré y aunque sus tramas no llevan a cabo la amenaza de ridículo que evoca el nombre del autor, sus libros me parecen espesos, tristes y deprimentes, como una mala niebla. Le Carré es Dostoievsky dictado a una secretaria bilingüe de la KGB en Londres. El otro cultor del género, Graham Greene, no es más que Somerset Maugham convertido al catolicismo. Ustedes dirán que El tercer hombre redime a Green para siempre. Pero The third man fue concebida y desarrollada por Alexander Korda, su productor, ejecutado por Carlo
Raed, su director, y completada por Orson Welles, actor único, Svengali de todos. Graham Greene fue un pálido factotum de toda esa comparsa creadora. Y la música, por supuesto, fue compuesta por Antón Karas, un húngaro olvidable.

Los orígenes

 La literatura de espías es enemiga del cuento, que es esencial a la narración policial. La trama de espionaje es, para citar a Marlowe (me refiero a Christopher, no a Philip), «una rama cortada que debió crecer derecha». No habría novela de espionaje sin dos cuentos, (“La carta robada”, de Edgar Allan Poe y el «El tratado naval», de Arthur Conan Doyle, que pertenecen a los orígenes de la literatura policial. Lo que más limita a la novela de espías es su necesaria contaminación con la política y aún con la inmediata rivalidad de los imperios. Hace falta conocer las divergencias imperiales entre Inglaterra y Alemania para poder leer Riddle of de Sands, la novela que de veras inaugura la colección. O saber el grado de pugnacidad de la Rusia soviética, un imperialismo que se presenta como la única ideología posible. Sólo así se pueden entender las novelas de John Le Carré, que están en los mismos límites del género: el espionaje presentado como un patético combate moral. A la novela de espías le sobra intriga pero le falta misterio y voluntad de juego, que es precisamente lo que caracteriza al género policial, de Poe a John Franklin Bardin. La narración policial, no necesita, como la novela de espías, de baedeker ni de guía para la ficción política: «Si es de John Le Carré éste debe ser Berlín y ese, el muro de la vergüenza erigido en 1961». Podrá ser historia contemporánea pero no es una metafísica futura.
 Todos los historiadores tratan siempre de determinar cuándo comenzó exactamente la historia de la literatura policial. Poe comenzó el cuento policíaco usando posibles inventos anteriores. Poe confesó que la idea que creó una literatura le vino al leer Barnaby Rudge y adelantarse a Dickens con la solución al enigma. De ahí surgió su “método analítico». No importa si Poe miente otra vez, lo que es probable, y no quiere reconocer la deuda que tiene con la novela gótica. Ese es su privilegio de autor: Todas las fuentes, la fuente, como diría Carlos Fuentes. Nuestro privilegio y goce actuales es leer los tres cuentos puramente policiales que escribió Poe y olvidarse de que de veras intuyó al detective antes de que lo nombrara Scotland Yard. La intuición notable es siempre literaria. Poe no creó al policía inglés, pero, lo que es más importante, creó a Auguste Dupin, primer detective de la literatura y dio origen a todos los que vinieron después, del cautivante Sherlock Holmes al lamentable Lew Archer de Ross MacDonald, que Raymond Chandler con toda razón consideraba un plagio permitido por las limitadas leyes pero no por la infinita moral estética.
  Edgar Allan Poe —ya nadie tiene duda de ello— creó el género policial y por lo menos una de sus tres narraciones, «La carta birlada», es la primera obra del maestro del género. Pero es una ironía retórica que el padre de la narración policial fuera hijo adoptivo y además no tuviera otra descendencia que su suegra. Un tanto más para las genealogías del misterio.

 Adivinar París

 Uno de los más memorables momentos de toda la literatura es ese en que Edgar Allan Poe, imitando a su futuro traductor hace bulevardear a Dupin y a su innombrado narrador, un Watson «avant toute la lettre», más cultivado que Watson, más discreto que Watson, y los dos jóvenes recorren París cuando ya ha caído la noche: la rue Montmartre, las calles del faubourg Saint Germain y las callejas vecinas del Palais Royal, envueltos ambos en la noche y los «destellos salvajes de la luz» artificial. He vivido un Virginia y dado cursos en su Universidad (donde la celda de Poe se conserva intacta tras un grueso cristal protector por entrada y bajo un letrero en latín que, según Juan Benet, dice «Esta es la minúscula casa del poeta»), conozco Baltimore, la horrible, y he vivido en Nueva York varias veces. Así puedo decir a sabiendas que el mayor alarde de imaginación del poeta fue haberse imaginado, desde la provincia y las populosas ciudades americanas, el esplendor de un boulevard de París. Este momento, tanto como cuando una página y muchas calles más allá, Dupin revela los mecanismos de su memoria y de su intelecto para conseguir llegar a la verdad de la deducción: la única operación mental capaz de combatir el crimen y enfrentar invisible al cuchillo y la bala.
 Es esa imaginación poética que va a alimentar a dos escritores tan abismalmente opuestos como Baudelaire y Conan Doyle. Pero también muestra que es la creación poética lo que justifica a la narración policial desde el principio. Poeta es Poe y otra clase de poeta es su renuente epílogo Conan Doyle. Poeta es Gilbert Chesterton y poeta es Francis Lles. Poeta es Dashiell Hammlett y poeta es su seguidor y maestro Raymond Chandler. Poeta como Poe de la narración breve es William lrish. Poeta a veces es Rex Stout con su «Nero Wolfe» que cultiva orquídeas, gran gourmet del crimen que sabe todo lo que hay que saber dé vinos y venenos y de motivos y coartadas. Poeta es John Franklin Bardin, que será el último poeta del que les hablaré esta vez.
  Poe con tres cuentos («Los crímenes de la calle Morgue», «El misterio de Marie Roget» y «La carta birlada» y una o dos narraciones contaminadas inventó, él solo, todas las reglas del juego.
  A menudo se ha comprado la novela policial con un puzzle, un enigma para incautos, un juego de engaños sutiles o burdos según la inteligencia del autor. Dije que la narración policial era un juego de ajedrez y dije mal: es un problema de ajedres. Es el juego reducido a su esencia, eliminado el contrincante pero no sus jugadas, anotadas con claves conocidas. Van desapareciendo las fichas fantasmales una a una, eliminadas como términos de una ecuación feliz. Al final no quedan más que dos o tres jugadas posibles. Por último, con la desaparición decisiva, aparece la solución, que es siempre la misma. El problema ha sido resuelto. La partida esencial termina con el triunfo de la lógica y la inteligencia deductiva pero también con la derrota fina del contrincante. Jaque mate quiere decir en iraní muerte al jerarca. La mayor relación entre el ajedrez y la novela criminal es que nunca interviene el azar, aunque una memorable narración inglesa se llama “El azar vengador». La ausencia del azar hace a ambos juegos irreales y mecánicos.
 Hay que admitir sin embargo que algo extraño ocurre con el ajedrez que va más allá del juego mismo —una proyección metafísica—. También ocurre con la novela policial. Aunque Borges dijo que la novela policial no era «la explicación de lo inexplicable sino de lo confuso».

 Memorable Holmes

 Lo confuso es sólo confuso en apariencia. Quiero insistir en que el juego de ajedrez comienza con un orden estricto y evidente, como un teorema. El desorden sólo se establece a partir de la primera jugada o apertura. Desde entonces comienza a entronizarse el caos hasta que éste reina absoluto, al ser un dominio con dos reinas luchando por el predominio. Pero la confusión es más que un desorden de posibilidades, que son incontables como para alcanzar una cifra alucinante sólo comprensible para él matemático y el astrónomo. Pero ese caos universal tiene un centro. Mejor dicho, dos. No son los dos jugadores sino las dos piezas conocidas como reyes, rey blanco y rey negro la fuerza más inútil y a la vez imprescindible al juego. Es con la desaparición de uno de los dos centros que el juego termina y vuelve a reinar la calma inicial en medio de las huellas del desorden.
  La literatura de misterio puede ser, como propone Chesterton, una ocupación teológica porque trata, como fin y principio, del combate a muerte entre el bien y el mal, los absolutos. El bien debe triunfar siempre, pero no sin que el mal trate de ganar, alevoso. En algunas novelas demasiada modernas es el mal el triunfador. Aún en las primeras narraciones el mal aparece no sólo como un ente más astuto sino lo que es más importante, como mucho menos tratado. El bien hay que admitirlo, aburre. No hay más que recordar la trinidad más eminente del género. Watson es el memorista que no olvida. Sherlock Holmes es memorable, fascinante, y no sólo ingenioso sino capaz de inducir el ingenio en otros. Como Falstaff, pero un Falstaff a dieta, valiente que lucha contra el mal y su vicio. Pero el tercero en discordia diabólica, el llamado Profesor Moniarty, es más decisivo que Watson y por tanto digno rival de Holmes. Moriarty inolvidable, hay que decirlo, es el villano que subió del infierno.

 Disertación sobre la novela negra en la Universidad Menéndez Pelayo. La Vanguardia, 14 de septiembre de 1982. p. 37. 
  

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Cabrera Infante: Entre La Habana y la locura


  Ana Basualdo 

 «A escritor argentino muy severo le preguntaron en una universidad norteamericana qué opinaba sobre Tres tristes tigres. El escritor —dejémoslo en prudente anonimato— dijo: ¿Cómo me pregunta por ese libro? No es serio...» Quiso descalificarme pero para mí, fue un elogio. Me alegro de no ser serio.»

 Poco después de levantarse Guillermo Cabrera Infante se dispone a la entrevista con buen humor, a pesar de que —según confesó más tarde— la mañana no es casi nunca el mejor momento de su día. Además: «Me gusta ser entrevistado por una mujer». Pero esta vez evitó ejemplos extremos, como el que aparece en La Habana para un infante difunto«Hasta el día de hoy prefiero conversar con una mujer idiota que con un hombre inteligente».

 «Me gusta lo que escribo cuando en principio me divierte a mí mismo; luego, si se divierte Miriam —mi mujer y primera lectora—, mejor. Si luego logran divertirse los editores, todavía mejor. Y si después lo hacen otras personas —yo querría que fueran muchas—, mi alegría es total. Por eso fue un elogio la crítica del escritor serio. Pero hay otro argentino que es el mayor humorista desde Quevedo; Jorge Luís Borges. Podemos ir a una biblioteca y quedarnos leyendo allí durante días: no encontramos otro más irónico y humorista. También admiro a Bioy Casares un hombre que ama tanto a las mujeres como él no puede ser “serio”.»

 La conversación de Cabrera Infante (así como sus libros) está sostenida por dos o tres pasiones relacionadas entre sí. El cine —a la vez fuente de temas y de recursos técnicos— no es por cierto la menos fuerte:

 «Puig y yo (cada uno a su manera) hemos sido los primeros en incorporar el cine a la literatura. Puig lo hizo sobre todo en su mejor novela —El beso de la mujer araña—: allí hay una Scherezada que cuenta películas. Ahora se hace normalmente, tanto en Estados Unidos como en Europa, pero no en la época en que Manel y yo nos dimos cuenta de las posibilidades del cine en la literatura. Recuerdos de cine, en lugar de recuerdos literarios. Referencias cinematográficas, en lugar de literarias. La diferencia es que Manuel se identifica con dos o tres actrices; para mí, el cine es una fuente total de mitos. Se lo ha asociado muchas veces —y es un acierto— con la caverna de Platón.»

 Pero la adicción indiscriminada a cierto cine puede acaso implicar, para el escritor, una adicción al pasado (y no siempre es el pasado dinámico de la memoria); a imágenes complacientes y repetitivas.

 «Para mí el cine tiene una importancia técnica. Ya no hay que hacer lo que hizo Dickens, qué debía trabajar y fijar una figura para siempre. Y tampoco hay por qué recurrir a imágenes antiguas, consagradas por el arte. Para transmitir la figura de una mujer, se puede recurrir a figuras colectivas, reconocibles por un lector medio. Si digo que la mujer está peinada a lo Verónica Lake es más actual, más cercano que si digo que se parece a la Venus de Botticelli. En mi última novela, Cuerpos divinos (el título es más bien irónico), que no trata de cine, aparecen muchas referencias de ese tipo.»

 Cabrera Infante prefiere el cine americano y detesta, en cambio, el moderno cine alemán: «He visto sólo dos y me juré no ver nunca más ninguno. Me parecen pretenciosas; quieren significar algo que está más allá de ellas mismas. Son extensas metáforas, que me aburren. Me gustaba la gran época del cine alemán, antes de Hitler: aquellos directores que luego se exiliaron en Estados Unidos. Pasó algo en Alemania. Pasó la guerra, claro, pero algo pasó también después. Gunther Grass, con toda esa erudición culinaria de El rodaballo no es por cierto Thomas Mann.» 

 «Me gustan Hitchcock y John Ford. Sus películas también son metáforas de la realidad, pero invisibles. No son presuntuosas; están ocultas debajo de una superficie que entretiene.»

 Su pasión le permite ver cine en cualquier circunstancia: al aire libre, sobre una pared, en pantalla pequeña enorme, de día o de noche. Y tanto en La Habana como en Londres:

 «En Londres hago una vida monótona, casera, agradable. Tengo un excelente televisor (no tengo video) y veo cine todas las noches. Durante los fines de semana, puedo ver —para desesperación y envidia de Gimferrer— hasta cinco buenas películas, en los tres canales. El resto del tiempo trabajo, o trato de trabajar. En realidad, escribo durante más o menos tres horas, todos los días; mejor dicho, las tardes (por la mañana, no funciono). He descubierto que la mayoría de los escritores que dicen trabajar muchas horas por día, todos los días, mienten.»

 «Por la mañana, tomo el desayuno frente a una ventana a través de la cual veo llover. Y me alegro muchísimo de no tener que salir a la calle para trabajar. Veo lluvia, pero no niebla. Cuando llegué a Londres, comprobé que los ingleses no son tan puntuales como siempre hemos creído, que el té no se toma a las cinco sino a las cuatro y —lo que es más grave —que no hay casi niebla. La niebla londinense fue inventada por Conan Doyle para que Sherlock Holmes se moviera con un aire de misterio.»

 Otra de las pasiones de Cabrera Infante —acaso el recurso más notorio de su estilo (detesto la noción de estilos)— es la aliteración. Y toda clase de juegos de lenguaje. Algunas frases aliteradas (ejemplos elegidos al azar, entre centenares) de La Habana para un infante difunto«versión venérea del venerable Gandhi», «salía silbando, súbita sierpe, sola sombra sólida», «escalera de mármol impoluto, de arquitectura en voluta y baranda barroca». 

 «El idioma está lleno de frases gastadas, de consignas carentes ya de sentido. Por eso yo cometo tanta cantidad de paronomasias, aliteraciones y todo eso: para provocar.»

 El vaso de agua mineral está por la mitad. La mano de Cabrera Infante lo busca con un ligero temblor: es casi imperceptible pero él, entre bromas, lo señala: «A veces la gente (mujeres, sobre todo) cree que la saludo efusivamente, pero se trata más bien de ciertos temblores. Provienen de la época —entre el 72 y el 75— en que estuve loco. Estuve muy loco: ya no me importa contarlo. Primero, ataques de parálisis y de amnesia. También depresión clínica, que no tiene nada que ver con la depresión corriente. Y esquizofrenia. 

 También tuve ataques de euforia en los que me creí dueño de los mayores secretos del mundo. Un día fui a buscar a mi mujer al aeropuerto y la llevé corriendo a casa para mostrarle el televisor: creí haber encontrado el secreto máximo de la narración. Mi mujer se preocupó por mi mirada, pero sobre todo porque lo que le mostré (una vulgar serie USA) era una estupidez. Fui a un psicoanalista —que se daba el lujo de publicar en Londres un libro escrito en francés sobre Mallarmé— pero hundí más. A la tercera sesión se dio cuenta de que tenía delante a un verdadero loco; al principio lo confundió el hecho de que yo contestara sus preguntas objetivamente. Finalmente, fui a una clínica psiquiátrica, donde me dieron dieciocho electroshocks y una sal (litio) que cura la esquizofrenia.» «No sé cuál es el origen de los ataques. Y todavía tengo que tomar la sal. Pero hace tiempo que estoy bien —los temblores son efectos del litio—: ahora sólo estoy loco tres horas al día, las horas en las que escribo. Cuando estuve totalmente loco, no escribí una sola línea. Durante tres años, no pisé mi escritorio.»

 La Vanguardia, 5 de agosto de 1981, p. 17. 

jueves, 5 de septiembre de 2019

Entre infantes difuntos



 Mario Vargas LLosa 


 En el bello título, su mejor acierto, están condensados buena parte de los componentes del último libro de Cabrera Infante (1): la nostalgia, el humor, la compulsiva necesidad de jugar con las palabras. No nos dice nada, sin embargo, sobre el ingrediente principal: la obsesión erótica, esa maraña de aventuras y desventuras sexuales que el narrador trata meticulosamente de resucitar. Es un libro curioso, inesperado, de arrebatos de exhibicionismo contrarrestados por una invencible reticencia a desvelar los sentimientos y en el que la imagen de ser sarcástico y frío, egoísta implacable en la realización de sus deseos, que ha conseguido sin saberlo el ideal libertino de hacer del sexo una pasión del cerebro disociada del corazón, que nos propone el autor, es desmentida a cada paso por un sentimentalismo que aprovecha cualquier resquicio -por ejemplo, las referencias a la época, al cine, a la ciudad- para volcarse a raudales.


 Una novedad es su esfuerzo confidencial, infrecuente en la literatura de lengua española, en la que, a diferencia de lo que ocurre en Francia o Inglaterra (países donde la gente son reacias a hablar de sí mismas, pero en los que, paradójicamente, existe una riquísima literatura de esta índole) las memorias y autobiografías suelen ser alusivas, perifrásticas, sobre todo en lo que se refiere al tema tabú. No recuerdo en América Latina ningún libro en el que, en primera persona, se ofrezca un testimonio más explícito sobre el aprendizaje sexual, que refiera con tanto pormenor, sinceridad y gracia, la iniciación sexual y los tormentos, dudas, prejuicios, estímulos, desviaciones y maravillosos hallazgos de que podía venir acompañada en una sociedad como la nuestra. (El habla de la Cuba de los años cuarenta y cincuenta, pero casi todo lo que cuenta hubiera podido ocurrir en el Perú y, estoy seguro, en el resto de los países hispanoamericanos. Aunque, sin duda, una experiencia así debe resultar exótica y apenas comprensible en cualquier país anglosajón.)  

 Pero, pese a esta franqueza -que es a menudo crudeza- el libro difícilmente podría ser llamado una autobiografía; pues, al concentrarse en el tema erótico, aboliendo todo lo demás, da una silueta trunca, deformada, del narrador. Dos son los escamoteos más flagrantes: la literatura y la política. Esta última merece unas pocas menciones despectivas, nada más, y ello tiene quizás, la justificación de que lo que Cabrera Infante cuenta en su libro ocurre en su prehistoria política, antes de esa revolución de la que sería primero adherente  y luego víctima. Con la gran literatura sucede en su libro algo distinto. Hay en él una postura antiintelectual ostentosa, y en sus páginas abundan burlas, escarnios, invectivas contra las personas que, algunas con ingenuidad, otras con desconocimiento, otras con escasas luces, hablan de asuntos culturales, tratan de convertir las lecturas literarias en modelos de comportamiento y hacen esfuerzos, bien o mal encaminados, para ocupar intelectualmente sus vidas. Son las páginas, para mí, más incómodas del libro, las menos creíbles, en la pluma de un intelectual que, si no a cada línea, sí a cada párrafo, hace alusiones en tres o cuatro idiomas a libros y escritores y cuyos chistes son a menudo alambicadas citas de historia y poesía trastocadas. Se trata, por supuesto, de una simple pose. Pero es una pose subliminalmente pretenciosa: sólo quienes se siente cultos, desprecian la cultura, sólo los literatos exquisitos juegan a acabar con la literatura.

 En cambio, hay otro rasgo cultural sobre el que La Habana para un infante difunto resulta directo, ameno, instructivo. Tiene que ver con las fuentes no literarias de Cabrera Infante, y, de manera general, con las de quienes, años más años menos, pertenecemos a su generación. Es decir, quienes, a la vez que por los libros, fuimos educados por el cine, la radio, las revistas y -más tarde- por la televisión. Así como siempre he encontrado fastidioso el antiintelectualismo de los intelectuales, siempre me ha parecido una ingenuidad de avestruz el a menudo muy sincero desprecio que muchos de ellos profesan a aquellas canteras culturales de nuestra época, a esos grandes hacedores de los mitos e imágenes que han forjado buena parte de nuestra sensibilidad y fantasía. Basta haber leído los cuentos y las novelas -para no mencionar sus excelentes críticas de cine- de Cabrera Infante, para saber hasta qué punto él es deudor de aquellos grandes medios de comunicación, y resulta muy grato, por lo natural y agudo que se muestra siempre que lo hace, oírle referir sus recuerdos de espectador cinematográfico o de oyente radial, advertir la precisión amorosa con que su memoria ha retenido todo aquello, no sólo importante, sino también lo trivial o lo efímero, y cómo el mundo de celuloide y del acetato (así decía un presentador de radio, en mi infancia) está selváticamente entrelazado con todos los episodios de su vida (y lo estará, más tarde, con su obra).

 Otra originalidad del libro es el humor, el peculiar e inconfundible humor de Cabrera Infante, un humor que, a ratos, hace reír y otras sonreír y otras lo deja a uno intrigado, tratando de descifrar el acertijo verbal, el rompecabezas semántico, o desconcertado por la elusión y la ruptura del sistema narrativo que significa. Muchas veces tiene un aire frívolo, gratuito, juego de palabras que es una tentación irresistible a la que el autor sucumbe cada vez que una aliteración, una asonancia o una asociación se lo permiten, pero es evidente que se trata de algo profundo, esencial, para quien así escribe, pues el hecho es que esa propensión a la acrobacia estilística, a fabricar el chiste barajando y revolviendo las palabras de manera insólita y absurda, es algo a lo que está dispuesto a sacrificar todo lo demás: la coherencia del relato, la gravedad de un diálogo, la limpieza de una descripción, hasta la intensidad de un coito. Dos y tres y hasta cinco veces en una página, los juegos de palabras salen al encuentro del lector, brillantes, musicales, intrusos, sorprendiéndolo, divirtiéndolo y, también, a veces, frustrándolo. Hay algo de provocación en ellos, y, sin duda, de estrategia inconsciente, para evitar hacer demasiado transparente, aquellas revelaciones que, al mismo tiempo, el autor se empeña en hacer de sí mismo. En pocos libros es tan notoria la naturaleza ambivalente del humor que, a la vez que puede abrir muchas puertas de la realidad humana, permitiendo al artista sacar a luz gracias a él estratos desconocidos de la realidad, es también el instrumento irrealizador por excelencia que trastoca todo aquello de que se apropia de una cualidad ajena, distante, distinta, que parece como emanciparlo de la experiencia humana. El humor, con su naturaleza bifronte, está en el centro de la obra de Cabrera Infante; es, en su caso, ese elemento añadido que todo creador auténtico agrega a aquellos materiales que roba al mundo para erigir su propio mundo. 

 Todo lo que llevo dicho hasta ahora no ha dejado claro todavía si el libro me gustó poco o mucho, que es la primera pregunta que debería absolver el comentario de un libro (la más difícil de fundamental). Lo leí de corrido, como leo los libros que me importan, sin sentir en ningún momento que fuera demasiado prolijo. Me interesó enormemente y aun en los momentos en que me irritaba (ciertas destrezas ecolálicas, esa magia verbal sobreimpuesta al relato me hacía a ratos el efecto de una traición, y me costaba trabajo perdonar esa actitud superior, de perdonavidas, del narrador con aquellas muchachitas cursis de La Habana a las que permite abrir las piernas, pero no opinar de música y de poesía) algo había en él que conservaba el hechizo, esa pregunta ansiosa que mantiene en el lector un relato logrado: ¿y ahora que va a pasar? A la distancia descubro que en mi memoria se conserva como el personaje mejor modelado, el más viviente del libro, la ciudad de La Habana, la de antes, la de las posadas fornicatorias y la de los “night club” y los bares pecaminosas y las oleadas de turistas, la de los radioteatros y telenovelas sensibleras, la de los espectáculos pornográficos del teatro chino y la imitación norteamericana, la de la miseria y la corrupción, pero también la de la frescura vital, la de una cierta libertad de espíritu, y de una belleza fraguada por la conjunción del cielo, el mar, los crepúsculos, la música alegre y la sensualidad a flor de piel. A través de esta Habana es toda la época que vivimos, en América Latina, los que fuimos niños en los cuarenta y jóvenes en los cincuenta, lo que el libro rescata con pinceladas maestras. Fue una época bella y horrible, como todas las épocas, y que la memoria melancólica y la prosa prestidigitadora de Cabrera Infante nos lo recuerde tan bien es algo que, a los infantes difuntos de entonces, no puede menos que dejarnos confusos, sin saber bien si debemos, por ello, felicitarlo o insultarlo.

(1) La Habana para un infante difunto. Barcelona, Seix Barral. Biblioteca Breve, 1979.