domingo, 15 de septiembre de 2019

El crimen que inventó Edgar Allan Poe



 Guillermo Cabrera Infante 

 No sé nada del tema. Ni siquiera me atrae la literatura de espías ni el mito de la espía bella, traicionera, que es fusilada al amanecer mientras su amante, soldado dos veces ciego ¡cree que la descarga son salvas! Esta visión sólo es tolerable cuando sirve al despliegue de la belleza asexuada o bisexual de Greta Garbo. En cuanto a la literatura de espías, como no he leído todos los libros y puedo todavía creer a la carne alegre, quiero sólo mencionar dos o tres novelas de espías que me intrigaron antes. Ahora ni siquiera he abierto mi ejemplo de cortesía de Gorky Park. Si el único paisaje del espía es desolado y su perspectiva está dominada por el dinamismo de lo sórdido, la novela de espionaje es eminentemente aburrida y su interés para mí viene dado por dos o tres maestros de la novela, como Rudyard Kipling en Kim, Joseph Conrad en El agente secreto y Somerset Maugham en Ashenden. Eso deja una sola obra maestra absoluta de la literatura de espías, The Riddle of the Sands (traducirla por «El acertijo de las Arenas» es injuriar su hermoso título), de Erskine Childers, que defendía en ella a su país, Inglaterra, y murió fusilado por traidor a Inglaterra en la Primera Guerra Mundial. Hay un libro que vuelvo a leer cada año, La máscara de Demetrios es simplemente una novela policial que sustituye el plano de Londres por el mapa de los Balcanes y que comienza en Turquía y termina en París, como podía comenzar en Charing Cross Station y terminar en Paddington. Hollywood, que sabe de géneros, no se equivocó cuando confió sus protagonistas a Peter Lorre y Sdney Greenstreet, los viles villanos de El halcón maltés, arquetipo de la película policial.
 Esa es toda mi relación con la novela de espionaje. He leído a John Le Carré y aunque sus tramas no llevan a cabo la amenaza de ridículo que evoca el nombre del autor, sus libros me parecen espesos, tristes y deprimentes, como una mala niebla. Le Carré es Dostoievsky dictado a una secretaria bilingüe de la KGB en Londres. El otro cultor del género, Graham Greene, no es más que Somerset Maugham convertido al catolicismo. Ustedes dirán que El tercer hombre redime a Green para siempre. Pero The third man fue concebida y desarrollada por Alexander Korda, su productor, ejecutado por Carlo
Raed, su director, y completada por Orson Welles, actor único, Svengali de todos. Graham Greene fue un pálido factotum de toda esa comparsa creadora. Y la música, por supuesto, fue compuesta por Antón Karas, un húngaro olvidable.

Los orígenes

 La literatura de espías es enemiga del cuento, que es esencial a la narración policial. La trama de espionaje es, para citar a Marlowe (me refiero a Christopher, no a Philip), «una rama cortada que debió crecer derecha». No habría novela de espionaje sin dos cuentos, (“La carta robada”, de Edgar Allan Poe y el «El tratado naval», de Arthur Conan Doyle, que pertenecen a los orígenes de la literatura policial. Lo que más limita a la novela de espías es su necesaria contaminación con la política y aún con la inmediata rivalidad de los imperios. Hace falta conocer las divergencias imperiales entre Inglaterra y Alemania para poder leer Riddle of de Sands, la novela que de veras inaugura la colección. O saber el grado de pugnacidad de la Rusia soviética, un imperialismo que se presenta como la única ideología posible. Sólo así se pueden entender las novelas de John Le Carré, que están en los mismos límites del género: el espionaje presentado como un patético combate moral. A la novela de espías le sobra intriga pero le falta misterio y voluntad de juego, que es precisamente lo que caracteriza al género policial, de Poe a John Franklin Bardin. La narración policial, no necesita, como la novela de espías, de baedeker ni de guía para la ficción política: «Si es de John Le Carré éste debe ser Berlín y ese, el muro de la vergüenza erigido en 1961». Podrá ser historia contemporánea pero no es una metafísica futura.
 Todos los historiadores tratan siempre de determinar cuándo comenzó exactamente la historia de la literatura policial. Poe comenzó el cuento policíaco usando posibles inventos anteriores. Poe confesó que la idea que creó una literatura le vino al leer Barnaby Rudge y adelantarse a Dickens con la solución al enigma. De ahí surgió su “método analítico». No importa si Poe miente otra vez, lo que es probable, y no quiere reconocer la deuda que tiene con la novela gótica. Ese es su privilegio de autor: Todas las fuentes, la fuente, como diría Carlos Fuentes. Nuestro privilegio y goce actuales es leer los tres cuentos puramente policiales que escribió Poe y olvidarse de que de veras intuyó al detective antes de que lo nombrara Scotland Yard. La intuición notable es siempre literaria. Poe no creó al policía inglés, pero, lo que es más importante, creó a Auguste Dupin, primer detective de la literatura y dio origen a todos los que vinieron después, del cautivante Sherlock Holmes al lamentable Lew Archer de Ross MacDonald, que Raymond Chandler con toda razón consideraba un plagio permitido por las limitadas leyes pero no por la infinita moral estética.
  Edgar Allan Poe —ya nadie tiene duda de ello— creó el género policial y por lo menos una de sus tres narraciones, «La carta birlada», es la primera obra del maestro del género. Pero es una ironía retórica que el padre de la narración policial fuera hijo adoptivo y además no tuviera otra descendencia que su suegra. Un tanto más para las genealogías del misterio.

 Adivinar París

 Uno de los más memorables momentos de toda la literatura es ese en que Edgar Allan Poe, imitando a su futuro traductor hace bulevardear a Dupin y a su innombrado narrador, un Watson «avant toute la lettre», más cultivado que Watson, más discreto que Watson, y los dos jóvenes recorren París cuando ya ha caído la noche: la rue Montmartre, las calles del faubourg Saint Germain y las callejas vecinas del Palais Royal, envueltos ambos en la noche y los «destellos salvajes de la luz» artificial. He vivido un Virginia y dado cursos en su Universidad (donde la celda de Poe se conserva intacta tras un grueso cristal protector por entrada y bajo un letrero en latín que, según Juan Benet, dice «Esta es la minúscula casa del poeta»), conozco Baltimore, la horrible, y he vivido en Nueva York varias veces. Así puedo decir a sabiendas que el mayor alarde de imaginación del poeta fue haberse imaginado, desde la provincia y las populosas ciudades americanas, el esplendor de un boulevard de París. Este momento, tanto como cuando una página y muchas calles más allá, Dupin revela los mecanismos de su memoria y de su intelecto para conseguir llegar a la verdad de la deducción: la única operación mental capaz de combatir el crimen y enfrentar invisible al cuchillo y la bala.
 Es esa imaginación poética que va a alimentar a dos escritores tan abismalmente opuestos como Baudelaire y Conan Doyle. Pero también muestra que es la creación poética lo que justifica a la narración policial desde el principio. Poeta es Poe y otra clase de poeta es su renuente epílogo Conan Doyle. Poeta es Gilbert Chesterton y poeta es Francis Lles. Poeta es Dashiell Hammlett y poeta es su seguidor y maestro Raymond Chandler. Poeta como Poe de la narración breve es William lrish. Poeta a veces es Rex Stout con su «Nero Wolfe» que cultiva orquídeas, gran gourmet del crimen que sabe todo lo que hay que saber dé vinos y venenos y de motivos y coartadas. Poeta es John Franklin Bardin, que será el último poeta del que les hablaré esta vez.
  Poe con tres cuentos («Los crímenes de la calle Morgue», «El misterio de Marie Roget» y «La carta birlada» y una o dos narraciones contaminadas inventó, él solo, todas las reglas del juego.
  A menudo se ha comprado la novela policial con un puzzle, un enigma para incautos, un juego de engaños sutiles o burdos según la inteligencia del autor. Dije que la narración policial era un juego de ajedrez y dije mal: es un problema de ajedres. Es el juego reducido a su esencia, eliminado el contrincante pero no sus jugadas, anotadas con claves conocidas. Van desapareciendo las fichas fantasmales una a una, eliminadas como términos de una ecuación feliz. Al final no quedan más que dos o tres jugadas posibles. Por último, con la desaparición decisiva, aparece la solución, que es siempre la misma. El problema ha sido resuelto. La partida esencial termina con el triunfo de la lógica y la inteligencia deductiva pero también con la derrota fina del contrincante. Jaque mate quiere decir en iraní muerte al jerarca. La mayor relación entre el ajedrez y la novela criminal es que nunca interviene el azar, aunque una memorable narración inglesa se llama “El azar vengador». La ausencia del azar hace a ambos juegos irreales y mecánicos.
 Hay que admitir sin embargo que algo extraño ocurre con el ajedrez que va más allá del juego mismo —una proyección metafísica—. También ocurre con la novela policial. Aunque Borges dijo que la novela policial no era «la explicación de lo inexplicable sino de lo confuso».

 Memorable Holmes

 Lo confuso es sólo confuso en apariencia. Quiero insistir en que el juego de ajedrez comienza con un orden estricto y evidente, como un teorema. El desorden sólo se establece a partir de la primera jugada o apertura. Desde entonces comienza a entronizarse el caos hasta que éste reina absoluto, al ser un dominio con dos reinas luchando por el predominio. Pero la confusión es más que un desorden de posibilidades, que son incontables como para alcanzar una cifra alucinante sólo comprensible para él matemático y el astrónomo. Pero ese caos universal tiene un centro. Mejor dicho, dos. No son los dos jugadores sino las dos piezas conocidas como reyes, rey blanco y rey negro la fuerza más inútil y a la vez imprescindible al juego. Es con la desaparición de uno de los dos centros que el juego termina y vuelve a reinar la calma inicial en medio de las huellas del desorden.
  La literatura de misterio puede ser, como propone Chesterton, una ocupación teológica porque trata, como fin y principio, del combate a muerte entre el bien y el mal, los absolutos. El bien debe triunfar siempre, pero no sin que el mal trate de ganar, alevoso. En algunas novelas demasiada modernas es el mal el triunfador. Aún en las primeras narraciones el mal aparece no sólo como un ente más astuto sino lo que es más importante, como mucho menos tratado. El bien hay que admitirlo, aburre. No hay más que recordar la trinidad más eminente del género. Watson es el memorista que no olvida. Sherlock Holmes es memorable, fascinante, y no sólo ingenioso sino capaz de inducir el ingenio en otros. Como Falstaff, pero un Falstaff a dieta, valiente que lucha contra el mal y su vicio. Pero el tercero en discordia diabólica, el llamado Profesor Moniarty, es más decisivo que Watson y por tanto digno rival de Holmes. Moriarty inolvidable, hay que decirlo, es el villano que subió del infierno.

 Disertación sobre la novela negra en la Universidad Menéndez Pelayo. La Vanguardia, 14 de septiembre de 1982. p. 37. 
  

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