lunes, 27 de febrero de 2012

A través del crimen. Final



  Anoche a las dos y media de la madrugada,  ha sido capturado en la Habana, el célebre asesino Eyraud, que en todas partes del mundo se buscaba por la policía y que procuraba tanto la atención general de Europa.
 En Suplemento esta tarde, damos detalles y publicaremos el retrato.
 En la calle de Amargura esquina a Villegas, trató de suicidarse, al ser conducido a la Jefatura.
       El Guardia de  Orden Público número 391
 En la calle de Lamparilla y Villegas y custodiando los alrededores de la plaza del Cristo, hay dos guardias de Orden Público.
 Escasos paseantes bajan a la una de la madrugada. La catástrofe del sábado deja sentir fuerte impresión, y la ciudad está triste.
 De pronto, un hombre alto, de barba canosa, edad unos 45 o 50 años, viene a todo correr, jadeante, se acerca a los guardias hablando francés.
 El guardia no lo entiende y dirigiéndose a su compañero, le dice:
 -Este hombre habla un chapurreado, que no entiendo, debe estar chiflado.
 El compañero, guardia 391, entiende el francés y escucha al hombre que le dice:
 -Venga, corra, el asesino que mató al Notario, el del muerto dentro del baúl, allí está, corra, se nos va, en esa casa de mujeres públicas de la vuelta en la calle Teniente Rey, allí acabo de dejarlo.
 Hablan los guardias y se dirigen incontinenti por la calle de Teniente Rey, piden permiso en casa de unas mujeres públicas, entran; registran; todo es en vano; acaba de marcharse.
 Van por todos los cafés de los alrededores los dos guardias acompañados del hombre; y todo inútilmente. El hombre había desaparecido.
 -Es un chiflado, decía el guardia.
-No –insistía el 391-, si estuviera chiflado, hablaría de cosas incoherentes, y el habla siempre de los mismo.
 El viejo desapareció, los guardias marcharon a sus puestos.
           DETALLES DE LA CAPTURA DE EYRAUD
            Escenas en el costado del Cristo
                La verdad de las cosas
  Serían las dos y media de la madrugada del martes. En el costado de la Iglesia del Cristo un grupo de hombres hablaban quedo. Eran el Celador Leal, el Celador municipal Enrique Hernández, y los serenos particulares don Agustín Freixas y don Domingo Barro.
 Leal dijo a los serenos particulares que andaba tras la captura de un renombrado criminal.
 Por indicaciones del Jefe de Policía Sr. López Haro, se velaban las inmediaciones aquellas.
 Aunque Eyraud había sacado billete para Matanzas, era probable que no se hubiera marchado; que se quedara en La Habana para asesinar al matrimonio francés que lo denunciaba y a Sautier que lo conocía.
 Precisamente. Se dio la batida a la casa de mujeres públicas en la calle de Teniente Rey sin resultado. Cuando hablaban los del grupo, pasa un hombre con dirección a la calle de Compostela donde viven los esposos Pecheu y dice: “Buenas noches”.
 -¿Dónde va usted por ahí? –le dice sospechando el Sr. Leal.
 -Voy al Hotel Roma donde vivo.
 Leal hizo una seña, a la vez que se abalanzó sobre el hombre apoderándose de un revólver que llevaba al cinto: los serenos particulares Freixas y Barro lo agarraron por los brazos. Quitado ya el revólver lo mandaron seguir adelante. Más adelante se les unió la pareja del Orden Público.
 Leal mandó otro registro: Eyraud alzó los brazos. No le encontraron nada. Pero como se practicó rápidamente, en otro registro en la Jefatura se le encontró en uno de los bolsillos de los faldones del chaquet un puñal.                                   
 M. Pucheu se niega a aceptar el premio ofrecido por la captura de Eyraud.
 ¿Por qué no lo admite destinándolo a la caritativa suscripción iniciada a consecuencia de la catástrofe del día 17?
                Eyraud en la Jefatura
 Interrogado Eyraud, por el Juez instructor de la causa, manifestó que ya hace tiempo concibió el proyecto de suicidarse porque estaba demasiado aburrido de la vida.
 Añadió que esperaba hacerlo en el momento de ser detenido y que él mismo se había inferido las heridas que presentaba en su cuerpo.
 Dijo que una de las causas de su desesperación, era que se le imputaban muchos crímenes que no había cometido, ni hubiera cometido jamás.
 -Los hombres son muy malos, exclamó luego de un acceso repetido de indignación, son malos como nadie se puede figurar. 



                 INTERVIEW CON MR. PUCHEU
                 Descubrimiento de Eyraud 
 Apenas tuvimos noticia de la captura de Eyraud, nos trasladamos a la calle de Compostela no. 48, en la tienda de Sedería y Modas, del señor Miguel Pucheu y celebramos con este amable y correcto caballero, el siguiente Interview.
 Nos recibió con la proverbial fineza que caracteriza a los franceses.
 -Somos de La Discusión –le dijimos- y desearíamos que nos manifestase usted cómo pudo adivinar que era Eyraud el sujeto capturado.
 El Sr. Pucheau nos contestó:
-Hace tiempo, el día 10 de febrero, por este año, estuvo en mi casa un hombre, de aspecto raro, hablándome en correcto francés parisiense. Me decía que traía un traje de señora turco, de estilo oriental y quería venderlo para arbitrar recursos con que poder marchar a Méjico, donde había vivido mucho tiempo, y donde tenía muchos amigos. Que el traje lo había traído para una amiga llamada Amelie, pero que le habían dicho que había muerto. Junto con el traje llevaba una alfombra oriental que no quise comprar.
 Reporter: Y le compró usted el traje.
 Sr. P. Sí, señor, en cuatro centenes.
 R. Y no supo usted más nada de él.
 Sr. P. No señor; me dijo que ese mismo día se marchaba para Méjico por el vapor americano que estaba en bahía.
 R. ¿Y qué habló con usted cuando le vendió el traje?
 Sr. P. Pues nada; me dijo que él también tenía un traje turco, que había comprado en Turquía, donde tenía tíos y había pasado gran tiempo, y que ese traje por lo ancho y fresco que era se lo solía poner en los vapores cuando viajaba.
 R. ¿Y cómo sospechó usted que aquel hombre era Eyraud?
 P. Pues verá usted. Apenas abandonó el establecimiento, me llamó mi señora y me dijo: “Ese hombre es Eyraud”. ¿Y tú cómo lo sabes?, le contesté. “Nada –replicó mi señora- es una impresión”.
 Después no hablamos más del asunto, hasta que una tarde leíamos mi señora y yo el periódico de New York, el Courrier des Etats-Unit, cuando leíamos en la sección “La Chasse a l’homme”, que Eyraud había salido el 5 de febrero de New York, y que llevaban con él un traje turco que había pedido prestado a un huésped del Hotel “América”, pretextando que lo quería para fotografiarse, y entonces a una exclamaron: “Pues tate! aquel que nos vendió el traje era Eyraud; efectivamente estuvo aquí el 10 de febrero, esto es, cinco días después de salir de Nueva York, los que se necesitan para llegar a la Habana”.
 R. ¿Y cuándo volvió a ver a Eyraud?
 Sr. P. El sábado por la tarde del día de la catástrofe, el 17 del mes actual: -Me lo encontré delante de la puerta de la casa. Y le dije: “!Cómo! ¿Usted por aquí?” Le invité a pasar adelante; y así lo hizo. Se sentó y estuvo hablando como dos horas de sus viajes, que había estado por Méjico, por Mérida, citó varios nombres de franceses establecidos allá, que lo habían querido asesinar y que se había defendido, pero que le habían dado un balazo debajo del brazo. Después se marchó. Mi señora me hizo observar cómo se contradecía este hombre; había dicho primero que estuvo varios años en Méjico y después decía que no conocía bien a Méjico. Y decía que su amante Amelie con quien había vivido 10 años, tenía 22 años, de suerte que había vivido con mujer; ¡de 12 años…!
 Al marcharse este hombre me dijo mi señora: “Acuérdense lo que les digo, Eyraud se encuentra aquí; ese hombre es Eyraud, hay que avisarle al Cónsul”.
 R. ¿Y con qué nombre se presentaba él?
 Sr. P. Con ninguno; se presentaba como comisionista, representando la casa Delaunay de París.
 Al preguntarle cómo se llamaba nos dijo de Dosski. 

 
 R. ¿Y cuándo lo volvió a ver usted?
 Sr. P. Antes de ayer, lunes. Como todos sospechábamos, convenimos en atacarlo de frente en las conversaciones. Una modista de la casa, Madame Albertina Biemler, sin levantar la vista de la costura, le preguntaría si conocía a Eyraud, si lo había visto en Méjico, si estaba en París cuando el crimen, y yo colocado junto a él, observaría su cara. Así se hizo efectivamente. Apenas empezaron las preguntas las facciones de Dosski se contraían, su rostro se cubría de ligera palidez, pero recobraba pronto su color; sus manos se movían en temblor indomable, las apalabras salían con trabajo de su garganta… estaba impresionado. Cuando Mad. Biemler le dijo: “Si habría retratos en el Consulado, y si podrían irse a ver”, contestó Eyraud que él creía que habrían mandado a todos los cónsules, y que el de aquí lo debía tener. Después que se le hicieron esas preguntas, ya Dosski era otro. Al principio estaba decidor y alegre: después estaba preocupado, como distraído, no se daba cuenta de lo que se le preguntaba.
 Se marchó Eyraud; nosotros nos vestimos y salimos a ver el entierro de las víctimas de la explosión. Estando en el Parque Central, vimos a Dosski (Eyraud); él apenas nos vio, a mi señora, a la modista señora Biemler, y a mí, se dirigió a nosotros; y sacando del bolsillo La République Ilustrée dijo: “Aquí tengo para satisfacer su curiosidad, les voy a enseñar los retratos de Gabriela Bompard y de Eyraud”, y nos los enseñó; al mostrar el de Gabriela dijo: “Vean ustedes, es muy fea y no tiene nada de particular, en fin”. Al mostrarnos el de Eyraud, nos dijo: “Miren ustedes, qué ojos canallas que tiene”. Mi señora, de carácter vehemente, no pudo contenerse y clavándole la mirada con fijeza en los de él, le dijo acentuando las palabras: “Efectivamente, los tiene muy canallas”.    Nos marchamos, dejándolo en el Parque. El nos dijo que iba a devolver los retratos en el café del “Louvre” donde se los habían prestado.
 R. ¿Y entonces qué hicieron ustedes?
 Sr. P. Figúrese usted; ya con el mismo retrato que nos había enseñado no nos quedó ninguna duda; era Eyraud. Fuimos al consulado, el cónsul tomó nuestra relevación a risa diciendo: “¿Cómo no han de ver aquí también a Eyraud?”
Pero, el Sr. Cónsul, a pesar de eso, recibiéndonos con esa fina atención corriente en Mr. Monclar nos ofreció que tomaba en consideración lo que decíamos, y que esa misma noche se ocuparía de eso. Y efectivamente, tan bien trabajó el Sr. Cónsul, que hoy a las tres de la madrugada llamaba la policía en mi puerta, y me preguntaba si conocía a un hombre que llevaban preso. Era el mismo que buscaban: el supuesto Dosski.
 R. ¿Y al preguntarle, no le dijo nada Eyraud?
 Sr. P. Nada; mi señora temía, pero la policía nos dijo: “No teman; va amarrado y además tenemos su revólver”.
 Dimos las gracias y nos retiramos.


                  LA ASTUCIA DE EYRAUD
                 Perdido por las mujeres
 Eyraud, Michel, ocupaba recientemente en la Habana, una habitación en el Hotel “Roma”, en unión de otro individuo, que le acompañaba desde Méjico.
 Después que hizo la última visita a los esposos Pucheu, en la calle de Compostela, el lunes último, y después que en el Parque Central enseñó al matrimonio y a la modista Biemler los retratos de él y de la Bompart, comprendió que era hombre perdido.
 Cuando después del entierro de las víctimas de la catástrofe de la calle Mercaderes, el matrimonio Pucheu y la Sra. Biemler, se dirigen al consulado y entran y salen, denunciando a su Cónsul lo que pasaba, en la acera del frente, desde su propia habitación observa sigilosamente un hombre todos los movimientos: ese hombre era Eyraud. Obsedido por la persecución incansable que por la policía francés, inglesa y norteamericana se le hacía, había alquilado una habitación frente al consulado Francés, y desde su cuarto observaba todos los movimientos.
 Eyraud se puede decir que ha sido capturado por carecer de recursos, por no tener cien onzas. Con todo y carecer de dinero, vivía en su cómoda habitación del Hotel “Roma”, y tenía su habitación garita en la calle Teniente Rey, para vigilar el Consulado. Así se explica el golpe que dio para despertar a la policía de la Habana, como la despertó. Gracias a Gautier, destilador, el que lo conoció en el Havre y trabajó junto a Eyraud en París. Eso de cierto periódico de atribuir al 2do Jefe de Policía, señor Pérez, toda la captura, son falsas novelas imaginadas por el agradecimiento.
 Véase:
 Eyraud recelaba del matrimonio Pecheu. Aquellas preguntas insistentes de la señora Biemler, sobre Eyraud, y si lo había visto en Méjico, y si estaba en París cuando el crimen; luego las reticencias de la señora Pucheu; cuando él le decía, quejándose del calor, “se necesita haber asesinado a su padre y a su madre para vivir en la Habana con este clima”: y ella, acentuando la frase le contestaba: “Sí, es preciso haber cometido un asesinato para estar en la Habana”; luego, el incidente del retrato, “los ojos canallas” de que hablamos en el interview con Pucheu; luego la visita de los Pucheu al Cónsul de Francia, le hicieron comprender que estaba descubierto.


 Además, él sabía que en la Habana estaba Gautier, que lo conocía íntimamente; y si era cogido, Gautier lo identificaría, y siguió los pasos a Gautier. Era preciso evitar esto a toda costa. Y vio a Gautier, y tuvo lugar la escena violenta de la calle de San Rafael y el espionaje del Parque que narramos más adelante.
 Le importaba despistar las revelaciones que hicieron los Pucheu. Y se fue al Hotel “Roma”, sacó su equipaje, pidió su cuenta, y dijo que se marchaba al campo, luego se dirigió a la Estación de Bahía, sacó pasaje para Matanzas. Y naturalmente, cuando la policía llegó por la noche al Hotel y preguntó por Dosski (Eyraud), y le dijeron que se había marchado con el equipaje, y cuando en la Estación, le dijeron a los policías, Pérez y Velasco y al señor Dussage, que efectivamente un hombre de acento francés había sacado boleta para Matanzas, no les cupo duda: Eyraud había volado de la Habana… y sin embargo, Eyraud no había salido de ella.
 Ocultarse de los Pucheu y de la Biemler; libre de la identificación, la Policía lo buscaría inútilmente por el interior, volvía a escapar de las garras de la Policía, que tanto lo buscaba por todo el orbe.
 Digamos lo que hizo respecto a Gautier:
     Escena violenta de la calle de San Rafael
               El espionaje del Parque
              Otro asesinato: se frustra
            La energía previsora de Gautier.  
 Gautier sentado en el Parque Central de la Habana departía vivamente con un amigo. Hablaba de Eyraud; se sospechaba que estaba en la Habana; él lo conocía mucho, como que habían trabajado juntos en París; ¡oh, sí! él había visto pasar desde lejos a Eyraud, no le cabía duda.
 Cuando esto decía Gautier a su amigo, un hombre situado detrás de ellos, oculto tras uno de los leones del Parque aplicaba atentamente el oído. Ese hombre era Eyraud. Lo había oído todo.
 Gautier se despide de su amigo, y emprende su marcha por la animada calle de San Rafael, invadida como nunca ese día, por el mundo de paseantes que la cruzan incesantemente en su tramo del Louvre a Galiano. 

 
 Trescientos metros no había andado Gautier, cuando siente que le tocan suavemente en el hombro. Vuelve la cara, y no puede contener un movimiento brusco; y se queda mirando fijamente, sin proferir palabras, al que le detenía.
 -¿No me conoces, Gautier? –le dice.
 -No –contesta con decisión Gautier.
 -Sí; tú me conoces. Yo soy Eyraud.
 -¡Ah!; miserable asesino –le apostrofa Gautier. –Bien; aquí hay mucha gente –le dice Eyraud- vamos un poco para allá que tengo mucho que hablarte…
 Al decirle esto, le enseñaba la red de calles que dividen la barriada de San Lázaro.
 Gautier, le responde en tono de mezcla de inocente sinceridad y de ironía.
 -¡Oh! No; aquí en la Habana no se puede ir por esos barrios porque lo matan a uno muy fácilmente.
 -Pues bien -le dice Eyraud- sea. Necesito que te calles la boca, y que me facilites dinero. Estoy perdido; he visto a unas mujeres (¡malditas mujeres siempre han de perderme!) entrar en el Consulado a denunciarme. Carezco de recursos, dame algunos; y dime cuáles son las horas de salida de los trenes y para dónde van.
 Gautier le respondió con evasivas; le explicó la salida de los trenes; se excusó de no poderle prestar dinero, y así que se separó, nervioso y emocionado del lado de Eyraud, procuró confundirse entre la multitud. Gautier adivinaba, que aquel hombre, buscaría cualquier momento para asesinarlo, y librarse de él, testigo terrible, único que lo conocía y lo acabaría de perder. Y logró Gautier, burlar la atención de Eyraud; retornó al Parque, y en zic-zac atravesaba la muchedumbre, huyendo como si fuera un criminal que escapa de la Justicia.
 Gautier fue inmediatamente a ver al Sr. Dussage, el caballero a quien acuden regularmente los compatriotas franceses de la Habana, en sus tribulaciones.
                 EN EL HOTEL “ROMA”
                     Interview
               Eyraud en el Hotel Roma
 En el Hotel Roma, situado en la amplia terminación de la calle Teniente Rey, tiene Eyraud una habitación.
 Este hotel, como se sabe, es uno de los mejores de la Habana, no sólo por sus comodidades sino por estar situado en punto céntrico de la población.
 Reedificado recientemente, está recibiendo cada día mayor número de huéspedes, especialmente de extranjeros que encuentran allí las mismas ventajas que en otros de igual categoría.
 Su fachada anchurosa pintada de nuevo; su alumbrado eléctrico, necesario en aquella calle; sus frescas habitaciones, suntuosamente amuebladas; todo contribuye a aumentar su merecida reputación.                
  Llegamos al hotel, tuvimos el gusto de celebrar una entrevista con el señor Juan Peppo, quien respondió gustoso y amablemente a las preguntas que le dirigimos.
  -¿Qué día llegó M. Eyraud?
  -El día catorce a bordo del “Orizaba”.
 -¿Usted le propuso que viniera a este hotel?
 -No señor; un amigo me dijo que había recomendado esta casa a un francés que venía a bordo. Me decidí a esperarlo. Pero viendo que tardaba mucho tiempo en levantarse, me iba a marchar, cuando le vi salir del salón de fumar, después que habían desembarcado todos los pasajeros.
  -¿Notó usted algo en su fisonomía?
 -Nada de particular, señor.
 -¿Qué cuarto tomó en el hotel?
 -El 17 que da a la calle de Teniente Rey.
 -¿Qué vida llevaba?
-La de los demás huéspedes: salía y entraba a todas horas. En los dos primeros días comió aquí, pero al tercero me dijo que no le convenía seguir abonándome el importe de la comida, porque cada día estaba invitado a hacerlo con un amigo.
 -Y en la mesa, ¿de qué hablaba?
 -De nada, señor; es lo único que me sorprendió en él. Los franceses hablaban mucho, por regla general y éste solo decía lo necesario.
 -¿Y el equipaje de Eyraud….
 -¡Se componía de una maleta grande y de otra pequeña!
 -¿Y nunca notó usted algo extraño en él?
-Ahora sé quién es, le diré que no me gustaba nada su manera de mirar, y que cada mañana se levantaba más pálido, más demacrado, más abatido, en fin.
 -Y ¿hasta cuándo permaneció aquí?
 -Hasta el día 20.  Al levantarse, pidió la cuenta, la abonó, y dijo que iba a marcharse a la Chorrera, por algunos días.
 -Y ¿qué más puede usted de Eyraud?
 -Como no sea que se hizo llamar M. Dosski y que era de procedencia polaca; detalles ya conocidos, nada más tengo que agregar.
 -Muchas gracias.


                  FORTALEZA DE EYRAUD
                    LUCHA CON INDIOS
                      LA FAMILIA
 Solo se altera cuando habla de su mujer y su hija, que están en París. Siente la mancha que cae sobre ellas y deplora que un cuñado suyo, hombre honrado, esté preso por su causa.
 Hace alarde de fuerzas y valor.
 Cuenta que tuvo un encuentro en Méjico con 5 indígenas y los venció. Dice que en París había un hombre muy fuerte con quien nadie se atrevía, y él lo venció.                  
 Al preguntarle cómo era que estando tan perseguido, cometía la imprudencia de llevar en el bolsillo la cartera con su nombre Eyraud Michel, contestó que siempre había tenido el pensamiento de suicidarse y quería que el día que realizase su intento se supiera quién era.                 
 Dice que cuando joven poseía tres millones de francos y que todo lo había gastado con mujeres y que las mujeres siempre han sido su desgracia hasta el extremo que hoy se encuentra preso por causa de mujeres.                  
 Manifiesta que nunca dormía tranquilo y que únicamente goza de reposo y satisfacción desde el tiempo que falta de París, hasta ahora que ya no teme nada.
                    EL CRIMEN
 El célebre Eyraud, el asesino del escribano Guoffé ha sido preso. Eyraud vivía con una mujeres joven bonita llamada Gabriela Bompart. El 24 de junio último le dijo a su querida:
 -Tengo meditado un buen golpe.
 -¿De qué se trata –interrogó ella.
-Oh, es bien simple –repuso él. Tendrás que entrar en relaciones con un señor que le gustan las mujeres. Le gustarás.
 -Le dirás que me has dejado y que lo quieres a él.  Lo atraerás a tu casa y yo me encargo de lo demás.
 -¿Quién es él?
 -El escribano Gouffé.
 En efecto, Gabriela entró en relaciones con Gouffé y un día lo citó para su casa de la calle Tronton-Decaudray.
 Ya Eyraud había preparado su aparato de muerte. Una cuerda, una alcayata en el techo, por la que pasó aquélla, y un lazo corredizo.
 Llegó Gouffé. Eyraud escondido bajo un portier esperaba.
 Gabriela lo invitó a sentarse, lo que hizo ocupando el sillón  del lado del lecho. Una vez así y por atrás, Eyraud le echa el lazo y tira rápidamente. Viendo que Gouffé no moría, lo remató Eyraud con sus manos.
 Grabiela, muda, contemplaba la horrible escena, Eyraud toma el cadáver, lo registra, le quita 150 francos, papeles, llaves y una sortija. Después lo colocan en una maleta completamente desnudo. Eyraud tenía un cómplice, según dice Gabriela en su declaración.
 Al otro día Eyraud trae un coche, coloca la maleta en él y se dirige con su querida a la estación de San Lázaro, después a la Lyon.
 Ya en el tren y al llegar a Millery, toman un coche. Eyraud desciende y deja la maleta en el camino de hierro; vuelven a la estación y toman el tren para Marsella.
 Luego toman el tren para Londres en donde reciben dinero de un hermano de Eyraud y siguen a América.
 Vuelve Gabriela a Francia y se presenta voluntariamente en el despacho de M. Losé, prefecto de policía.
 En América se separó de Eyraud y tomó otro querido que la convenció de que debía presentarse puesto que ella decía que era inocente.
 Eyraud la  hacía pasar por su hija con el nombre de Labordese.
                  
 El motivo del crimen fue el robo.
 Después de asesinado Gouffé fue Eyraud a su escritorio pero no pudo llevarse nada a pesar de tener las llaves de todos los escaparates.
 El portero del escritorio del escribano al verlo bajar lo confundió con Gouffé por llevar Eyraud el paletot de Gouffé. 

  Estas fueron las informaciones que se publicaron en La Discusión en mayo de 1890, y de las que se sirviera el cronista Julian del Casal en su acercamiento a Michel Eyraud. Las ilustraciones proceden del dossier La malle sanglante... (París, 1891), donde se recogen los más mínimos detalles del crimen y de todo lo relacionado con la persecución, captura y enjuiciamiento de Eyraud y su amante Gabrielle Bompard. 


     

sábado, 25 de febrero de 2012

La captura de Eyraud en La Habana





 Desde la Habana dirige don Tesifonte Gallego una curiosa carta a El Liberal relativa a la captura del asesino del escribano Gouffé.
 La captura de Eyraud se debe a los esposos Pucheu. He aquí como refiere el señor Gallego la entrevista que tuvo con aquellos.
 «En los primeros días de Febrero —me dijo madame Pacheu— se presentó en nuestra casa un francés, no muy bien vestido, diciendo ser comisionista de una casa de París, la de Dalaunay; pero que escaso de recursos, necesitaba vender algunas cosas raras, entre las cuales se encontraba un traje turco de estilo oriental, pues solo de esa suerte podría realizar el dinero que necesitaba para ir a México, donde había vivido mucho tiempo y tenía negocios. Vimos el traje y lo compramos en cuatro centenes, pero no dejó de extrañarnos aquel aspecto poco en consonancia con su cargo.
 Sin embargo, se expresaba tan bien y daba muestras de conocer tan al detalle los negocios mercantiles, incluso al de modas de sombreros, que se le oía con gusto.
 Por aquellos días llegaba la prensa de Europa con las noticias sobre el crimen, y a madame Pucheu le asaltó la idea de que pudiera ser el asesino de Gouffé, y así hubo de manifestarlo a su esposo.
 Transcurrieron unos días, y al leer Le Courrier des Etats Units, aquellas sospechas adquirieron visos de certidumbre, pues allí se dice que Miguel Eyraud había salido de Nueva York el 5 de Febrero, después de robar en el hotel, con el pretexto de irse a retratar, el célebre traje turco a un compañero de fonda.
 Desde entonces no se conocía en el taller al vendedor del traje más que como Eyraud, y se hablaba de él con la persuasión de que no se equivocaban, cada vez que un periódico se ocupaba del crimen.
 Madame Pucheu sentía el pesar de no haberse dejado guiar de sus primeras impresiones, pues de esa suerte habría prestado un servicio a Francia (frase textual), librándole de un miserable que quizá ya no sería encontrado.
 Y así transcurrió el tiempo, hasta que el último sábado volvió a pasar por la casa. Estaba la señora detrás del mostrador y le vio por la vidriera. Salió con rapidez a la puerta y le dijo:
 —¿Ud. por aquí? Pase y siéntese.
 Aceptó y volvió a hablar de sus viajes y de mujeres y pendencias, y hasta propuso un negocio en tabacos que fue rechazado.
 La aparición del vendedor del traje turco fue un acontecimiento en la casa y todos a una se propusieron descubrirle.
 Pronto madame Pucheu logró cogerle en algunos detalles, como el de poseer diversos idiomas, contradicciones sobre viajes y amores, etc., etc.
 Cuando aquel día salió de casa, nuestra convicción   —dice madame— era absoluta y terminante, y convinimos comunicarlo al cónsul general para que procediera.
  —¿Qué nombre tenía?
 Con bastante dificultad pudo averiguarse que decía llamarse Dostki.
 —Si vuelve, que volverá —dijo— madame Pucheu,  hay que resolverse a todo.
 —Yo le ataco, si es preciso, de frente —dijo madame Biember, modista de la casa; pero nos convendría un retrato. ¿Los habrá en el consulado?
 —Es preciso mucho cuidado —dijo Mr. Pucheu— porque una imprudencia, a más de hacer inútiles todos los trabajos, puede costamos cara.
 —Es verdad; pero ya nos arreglaremos y saldrá bien, porque conviene a Francia.
 Y así estiban las cosas cuando el pretendido Mr. Dostki se presentó de nuevo el lunes en la tienda. Iba sudoso, fatigado por el calor, y a poco de sentarse hubo de quejarse de aquella temperatura, diciendo: «Es preciso haber asesinado a su padre y a su madre para vivir aquí.»
 Madame Pucheu.—Es verdad; para vivir aquí de cierta manera es preciso haber cometido algún asesinato.
 Se habló de muchas cosas, y para que la conversación fuera más expansiva se le invitó a refrescar con cerveza, que él aceptó.
 Madame Pucheu decía por lo bajo: Dios mío, alternar yo con un asesino y chocar con él mi copa! ¡Pero todo debe nacerse por el interés de la patria!
 Mostróse la familia, sin embargo, algo disgustada,  hasta el extremo de obligarle a preguntar si tenía algún disgusto.
 —No —contestó madame Pucheu— sino que con la horrible catástrofe del sábado, nadie puede estar contento. Tantos muertos, víctimas del deber.
 —Señora —dijo Dostki— a mi me preocupan más los vivos.
 —Lo que es yo —dijo madame Biember como distraída con la labor —me encuentro afectada, casi tanto como cuando los periódicos de París nos traían el relato del asesinato del notario Gouffé.
 Dostki palidece, su palabra ya no es tan fácil.
 Mr. Pecheu le observa atentamente. Toda su astucia y su valor fueron inútiles. Estaba descubierto. Bebió la cerveza y brindó, sin embargo, por la prosperidad de la casa y madame Pucheu brindó, mirándole, por su pronto retorno a París.
 La conversación continuó algunos momentos, y después Eyraud se alejó. Los esposos Pucheu y la Biember se vistieron para asistir al entierro de las víctimas del incendio, y estando en el Parque Central presenciando el fúnebre desfile, se encontraron de nuevo con Dostki; éste les saludó con exquisita cortesía, y luego sacó un número de la Republique Ilustrée, diciendo:
 —Aquí tienen los retratos de Gabriela Bompard y de Eyraud. Miren que fea es la primera y qué ojos de canallas tiene el segundo.
 Madame Pucheu contestó sin poderlo remediar:
 —Efectivamente, los tiene muy canallas.
 Dejaron a Dostki y se fueron al consulado.
 El marqués de Momlar, cónsul general de Francia, creyó al principio que se trataba de una de tantas equivocaciones como vienen sufriéndose en la persecusión de Eyraud; pero cuando oyó a la señora Pucheu empezó a creer que se trataba de algo importante.
 En el consulado no había retrato, pero un agente que se llama San Germain recordó que podía identificarle por un francés establecido en la Habana, que se llama Gautier y que tuvo a sus órdenes en Sevres a Eyraud.
 El cónsul tomó sus medidas y desde entonces sucedieron algunos incidentes notables.
 Dostki se creyó descubierto y en vez de retirarse de la escena y esconderse, vigiló el consulado, al extremo de que la familia Pucheu le vio al salir de la casa de monsieur Momlar. Desde aquel momento empezaron a tomar precauciones para evitar cualquiera agresión que pudiera intentar Eyraud. Llagaron los agentes a su casa y por la noche vieron en las cercanías al Dostki, y por lo que pudiera ocurrir manifestaron sus temores a la policía, consiguiendo la vigilancia de la casa.
 El cónsul dio parte al gobernador, poniendo en sus manos todos los antecedentes para la segura captura, incluso el dato de que en la madrugada siguiente saldría para Matanzas.
 El agente del consulado, Cumberman, se vio con Gautier por la noche en el Parque, y cuál no sería la sorpresa de éste al notar que les seguía el individuo en cuestión.
 Separóse Gautier del otro y tras él siguió Dostki y al llegar a una calle de escaso tránsito le acometió de la siguiente manera.
 —Buenas noches. Usted es francés y me conoce.
 Gautier.—Yo soy francés y no le conozco a usted.  D.—Si usted no tiene inconveniente, podríamos adelantar hasta esa calle para hablar de un asunto que me interesa.
 G.—Por ciertas calles de la Habana no se puede ir porque asesinan fácilmente.
 D.—Usted es licorista.
 G.—¿A. usted que le importa? _
 D.— Me importa mucho, va en ello mi vida. Us ted me ha conocido; yo soy Eyraud y necesito que no me denuncie y me de algún dinero para huir, porque no tango nada.
 G. -Sí, te había conocido, pero te ofrezco no denunciarte. Vete.
 En cuanto se convenció de que había sido descubierto, se fue al Hotel de Roma donde se hospedaba, y sacó sus maletas, disponiéndose a marchar pero ya era tarde. .
 Eran las señas tan cabales y precisas, que la policía no ha tenido que hacer otra cosa que echarle el guante, y así se hizo en la madrugada de hoy por el celador señor Leal y el inspector señor Hernández, momentos antes de dirigirse a la estación Salamanca, donde ya tenía las maletas para ir a Matanzas.
 En los comienzos mostró serenidad y extrañeza; amarrado convenientemente le presentaron acto continuo en casa de la familia Pucheu y ésta dijo era el señor Dostki en cuestión, o sea el que tenían por Eyraud.
  Conducido a la jefatura de policía, se dio parte al cónsul y al gobernador, se presentó el juez y comenzó la instrucción necesaria para la identificación.
 Dostki al ser interrogado, no tuvo inconveniente en  decir: “Soy Miguel Dostki, de 45 años, soltero, natural de Polonia, y vecino accidental de la Habana, con domicilio en el Hotel Roma».
 Como es consiguiente, se le registró, y cosa rara, entre los efectos que le encontraron, había un certificado judicial a nombre de Michel Eyraud y una cartera que con todas sus letras dicía: Eyraud Michel.
 Una vez detenido, fácil fue recoger su equipaje, y en el se encontraron las siguientes prendas: Una llave inglesa, tintura para teñir el pelo, palanquetas, pelucas, navajas de afeitar, papeletas de empeño de México, varios documentos con distintos nombres y uno de ellos con el de Eyraud, y los periódicos Le Pettit Parisién, Le Republique llustree y Le Courrier des Etats Unís, todas ellos con extensas noticias sobre el asesinato de Gouffé.
 Ya está Eyraud detenido e identificado, pero sobre todo, está amarrado y en disposición de ser entregado al guarnían de los calabozos de la jefatura.
 Entra sereno Eyraud por el portalón de la casa de policía, ábrase un calabozo de la galería de la izquierda y allí es metido con las esposas puestas.
 Ciérrase la puerta y queda al exterior un vigilante con bayoneta calada. Pronto apunta el día y gracias a esto pudo evitarse un suceso doblemente terrible. 



 Intento de suicidio

 Eyraud había dicho que no le cogerían vivo; pero se equivocó. Vivo y sano le metieron en el calabozo. En cuanto se quedó solo pensó en el suicidio y no teniendo soga con que ahorcarse, ni puñal con que herirse, se le ocurrió un medio brutalmente ingenioso. Rompió con los dientes el cristal de sus gafas, cogió con los dientes el pedazo más afilado y se rasgó el brazo con intención de romper la artería humeral; pero como va muy profunda, no pudo conseguirlo. En vista de esto, se mordió el brazo para que la pérdida de sangre fuera mayor y se hirió en las piernas para que la muerte fuera más rápida, y cuando creyó que no tenía necesidad de más, dejó correr la sangre, y aguardaba con calma la pérdida de la última gota.
 No quiso la suerte que tal sucediera y al despuntar el día y abrir la puerta del calabozo para hacer la limpieza, el guardia vio la sangre, dio aviso al médico, le dio unos puntos de sutura, le vendó y certificó de ser leves las heridas, salvo accidentes inesperados.
 Eyraud no confesó que hubiera intentado suicidarse, sino que quiso por este medio obligar a que le llevaran una cama para descansar. En efecto, le llevaron la cama y no se acostó en mucho tiempo. Sentado en uno de sus bordes estaba cuando le visité. A las nueve de la mañana se presentó el cónsul general de Francia, y á las primeras preguntas le dijo el preso:
 —Sí, yo soy Eyraud, podéis excusaros más interrogatorio.
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 Identificado por el cónsul telegrafió éste a su gobierno para proceder a la extradición, en lo que no encontrará dificultad alguna de parte del nuestro, sino por el contrario, todas las facilidades que la ley permite, y terminada esta interesante operación, el marqués de Momlar se dirigió a casa de los esposos Pucheu para dar las gracias.
 Cuando se insinuó a madame Pucheu si no temía a las amenazas, contestó:
 —Me importaba todo poco. Le he denunciado para propia satisfacción, pues aunque siento en el alma que vaya un hombre a la guillotina, lejos de mi país, lo que interesa a la honra de Francia me afecta doblemente y mi patria se halla sujeta a una vergüenza si no se castiga el horrendo crimen.
 Eyraud llegó hace cinco días a bordo del «Orizaba» y se hospedó en el cuarto núm. 17 del Hotel de Roma.
 Madame Pucheu, según ella me dijo, ha vivido en el núm. 18 del mismo Hotel.
 Lo único que el dueño del Hotel notó en él fue que en la mesa guardaba profundo silencio y que cada día se mostraba más reservado.
 Dícese que explica llevar la cartera con su nombre, porque, atentando suicidarse, quería que a su muerte se supiera quién era; pero esto no pasa de ser un rumor.
 Le vi ensangrentado, con fisonomía amarga y ojos vacilantes. A una mirada que le dirigí me contestó frunciendo el cejo y con intento de incorporarse. Su aspecto es ordinario y vulgar; de robusta musculatura, parece más el obrero de un taller de maquinaria que el hombre que tuvo mucho dinero cuando joven. Sobre su cabeza tenía un sombrero de paja con ancha cinta, y su traje era de hilo, bastante sucio por el uso.
 Con frecuencia miraba al centinela que se le había puesto en el interior del calabozo. No se quejaba; pero se sentía inquieto sobre la cama donde estaba enfado.
 Es uno de esos tipos que no justifican los amores de una mujer, que como la Bompard, es hermosa y joven.
 Eyraud nació el año 1843 y su vida azarosa ha dado huellas duras en su semblante. Se han sacado algunos retratos suyos; pero todos mal hechos, pues ni aun de sorpresa han podido cogerle en postura natural.
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 Es sabido que está ofrecida la cantidad de 25,000 francos a quien capturara a Eyraud. La ofrenda a nadie corresponde más que a los esposos Pucheu y a la modista de su taller madame Biember.
 Los héroes de la importante captura son ellos.
 —A ustedes corresponde el premio -dije a los esposos Pucheu.
 —Así parece —replicó madame Pucheu— pero no lo queremos. Nos basta con haber hecho algo bueno desde aquí por la Francia. No necesitamos por fortuna ese dinero. Que se lo den a la Beneficencia de París. 


  La Vanguardia, Barcelona, martes 10 de junio de 1890, pp. 1 y 2.