En la crudeza
del adviento, la fotografía, menos que una boardilla, menos que un palomar, es
traspasada por cierzos esquimales. El fotógrafo, en mangas de camisa, enseña
sus tarjetas a la gentil señora nariguda. La señora –cigüeña costosa al marido-
publica sus brazos de pelele, fustigados por el frío, a despecho del tul que
los condimenta, y dice: “Queremos pronto los del nene”. Luego, con su gracia
picante, añade, husmeando su propio retrato: “Mucho perfil, mucha nariz…”. Y
nos guiña el ojo, aderezando con bromas la nariz, como quien enflora un
anzuelo.
Señora que turbáis a los clientes del tejaván
con vuestra delgadez de ráfaga, he descubierto vuestro juego: coqueta alrededor
de vuestro defecto, lo esgrimís como el sabor de la plegadiza persona. Sois
cazurra y simpática, porque de vuestra imagen, un poco espantapájaros, hacéis
la olfativa espiral en que se laminan los deseos. Vuestra nariz es vuestro
gancho, lo sabéis de sobra. Por ella tentáis como el espíritu de la mostaza.
Sin ella, seríais correctamente insulsa, como un académico. Pero esta
fruslería, esta quisicosa nasal…
Cigüeña astuta: sabéis al dedillo que la nariz
redondea vuestros brazos de pelele, y que insinúa, desde el fondo que se asoma
sobre los chapines, toda una holanda subrepticia y salutífera. En la nariz de
fascinación y de trapisonda, que os libra de la intachable sandez, se toma el
pulso de nuestra vida, mejor que en la dúctil muñeca.
La sorna de la cigüeña desata en la
fotografía, a las cinco de la tarde esquimal, una ecuatorial llovizna de
caniculares granos de granada.
(c. 1921)
El minutero y
otras crónicas, 2010, Madrid, Huerga y Fierro editores, pp. 204-05.
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