Desde la Habana
dirige don Tesifonte Gallego una curiosa carta a El Liberal relativa a
la captura del asesino del escribano Gouffé.
La captura de
Eyraud se debe a los esposos Pucheu. He aquí como refiere el señor Gallego la
entrevista que tuvo con aquellos.
«En los
primeros días de Febrero —me dijo madame Pacheu— se presentó en nuestra casa un
francés, no muy bien vestido, diciendo ser comisionista de una casa de París,
la de Dalaunay; pero que escaso de recursos, necesitaba vender algunas cosas
raras, entre las cuales se encontraba un traje turco de estilo oriental, pues
solo de esa suerte podría realizar el dinero que necesitaba para ir a México,
donde había vivido mucho tiempo y tenía negocios. Vimos el traje y lo compramos
en cuatro centenes, pero no dejó de extrañarnos aquel aspecto poco en
consonancia con su cargo.
Sin embargo, se
expresaba tan bien y daba muestras de conocer tan al detalle los negocios
mercantiles, incluso al de modas de sombreros, que se le oía con gusto.
Por aquellos
días llegaba la prensa de Europa con las noticias sobre el crimen, y a madame
Pucheu le asaltó la idea de que pudiera ser el asesino de Gouffé, y así hubo de
manifestarlo a su esposo.
Transcurrieron
unos días, y al leer Le Courrier des Etats Units, aquellas sospechas
adquirieron visos de certidumbre, pues allí se dice que Miguel Eyraud
había salido de Nueva York el 5 de Febrero, después de robar en el hotel,
con el pretexto de irse a retratar, el célebre traje turco a un
compañero de fonda.
Desde entonces
no se conocía en el taller al vendedor del traje más que como Eyraud, y se
hablaba de él con la persuasión de que no se equivocaban, cada vez que un
periódico se ocupaba del crimen.
Madame Pucheu
sentía el pesar de no haberse dejado guiar de sus primeras impresiones, pues de
esa suerte habría prestado un servicio a Francia (frase textual), librándole de
un miserable que quizá ya no sería encontrado.
Y así
transcurrió el tiempo, hasta que el último sábado volvió a pasar por la casa.
Estaba la señora detrás del mostrador y
le vio por la vidriera. Salió con rapidez a la puerta y le dijo:
—¿Ud. por aquí?
Pase y siéntese.
Aceptó y volvió
a hablar de sus viajes y de mujeres y pendencias, y hasta propuso un negocio en
tabacos que fue rechazado.
La aparición
del vendedor del traje turco fue un acontecimiento en la casa y todos a una se
propusieron descubrirle.
Pronto madame
Pucheu logró cogerle en algunos detalles, como el de poseer diversos idiomas,
contradicciones sobre viajes y amores, etc., etc.
Cuando aquel
día salió de casa, nuestra convicción —dice
madame— era absoluta y terminante, y convinimos comunicarlo al cónsul general
para que procediera.
—¿Qué nombre
tenía?
Con bastante dificultad pudo averiguarse que decía llamarse
Dostki.
—Si vuelve, que
volverá —dijo— madame Pucheu, hay que
resolverse a todo.
—Yo le ataco,
si es preciso, de frente —dijo madame Biember, modista de la casa; pero nos
convendría un retrato. ¿Los habrá en el consulado?
—Es preciso
mucho cuidado —dijo Mr. Pucheu— porque una imprudencia, a más de hacer inútiles
todos los trabajos, puede costamos cara.
—Es verdad;
pero ya nos arreglaremos y saldrá bien, porque conviene a Francia.
Y así estiban
las cosas cuando el pretendido Mr. Dostki se presentó de nuevo el lunes en la tienda.
Iba sudoso, fatigado por el calor, y a poco de sentarse hubo de quejarse de
aquella temperatura, diciendo: «Es preciso haber asesinado a su padre y a su
madre para vivir aquí.»
Madame Pucheu.—Es
verdad; para vivir aquí de cierta manera es preciso haber cometido algún
asesinato.
Se habló de
muchas cosas, y para que la conversación fuera más expansiva se le invitó a
refrescar con cerveza, que él aceptó.
Madame Pucheu
decía por lo bajo: Dios mío, alternar yo con un asesino y chocar con él mi
copa! ¡Pero todo debe nacerse por el interés de la patria!
Mostróse la
familia, sin embargo, algo disgustada, hasta
el extremo de obligarle a preguntar si tenía algún disgusto.
—No —contestó
madame Pucheu— sino que con la horrible catástrofe del sábado, nadie puede estar
contento. Tantos muertos, víctimas del deber.
—Señora —dijo
Dostki— a mi me preocupan más los vivos.
—Lo que es yo —dijo
madame Biember como distraída con la labor —me encuentro afectada, casi tanto
como cuando los periódicos de París nos traían el relato del asesinato del
notario Gouffé.
Dostki palidece,
su palabra ya no es tan fácil.
Mr. Pecheu le
observa atentamente. Toda su astucia y su valor fueron inútiles. Estaba
descubierto. Bebió la cerveza y brindó, sin embargo, por la prosperidad de la
casa y madame Pucheu brindó, mirándole, por su pronto retorno a París.
La conversación
continuó algunos momentos, y después Eyraud se alejó. Los esposos Pucheu y la Biember
se vistieron para asistir al entierro de las víctimas del incendio, y estando
en el Parque Central presenciando el fúnebre desfile, se encontraron de
nuevo con Dostki; éste les saludó con exquisita cortesía, y luego sacó un
número de la Republique Ilustrée, diciendo:
—Aquí tienen
los retratos de Gabriela Bompard y de Eyraud. Miren que fea es la primera y qué
ojos de canallas tiene el segundo.
Madame Pucheu
contestó sin poderlo remediar:
—Efectivamente,
los tiene muy canallas.
Dejaron a
Dostki y se fueron al consulado.
El marqués de
Momlar, cónsul general de Francia, creyó al principio que se trataba de una de
tantas equivocaciones como vienen sufriéndose en la persecusión de Eyraud; pero
cuando oyó a la señora Pucheu empezó a creer que se trataba de algo importante.
En el consulado
no había retrato, pero un agente que se llama San Germain recordó que podía
identificarle por un francés establecido en la Habana, que se llama Gautier y
que tuvo a sus órdenes en Sevres a Eyraud.
El cónsul tomó
sus medidas y desde entonces sucedieron algunos incidentes notables.
Dostki se creyó
descubierto y en vez de retirarse de la escena y esconderse, vigiló el
consulado, al extremo de que la familia Pucheu le vio al salir de la casa de
monsieur Momlar. Desde aquel momento empezaron a tomar precauciones para evitar
cualquiera agresión que pudiera intentar Eyraud. Llagaron los agentes a su casa
y por la noche vieron en las cercanías al Dostki, y por lo que pudiera ocurrir
manifestaron sus temores a la policía, consiguiendo la vigilancia de la casa.
El cónsul dio
parte al gobernador, poniendo en sus manos todos los antecedentes para la
segura captura, incluso el dato de que en la madrugada siguiente saldría para
Matanzas.
El agente del
consulado, Cumberman, se vio con Gautier por la noche en el Parque, y cuál no
sería la sorpresa de éste al notar que les seguía el individuo en cuestión.
Separóse Gautier
del otro y tras él siguió Dostki y al llegar a una calle de escaso
tránsito le acometió de la siguiente manera.
—Buenas noches.
Usted es francés y me conoce.
Gautier.—Yo soy
francés y no le conozco a usted. D.—Si usted no
tiene inconveniente, podríamos adelantar hasta esa calle para hablar de un
asunto que me interesa.
G.—Por ciertas
calles de la Habana no se puede ir porque asesinan fácilmente.
D.—Usted es
licorista.
G.—¿A. usted
que le importa? _
D.— Me importa
mucho, va en ello mi vida. Us ted me ha conocido; yo soy Eyraud y necesito que
no me denuncie y me de algún dinero para huir, porque no tango nada.
G. -Sí, te
había conocido, pero te ofrezco no denunciarte. Vete.
En cuanto se
convenció de que había sido descubierto, se fue al Hotel de Roma donde se
hospedaba, y sacó sus
maletas, disponiéndose a marchar pero ya era tarde. .
Eran las señas
tan cabales y precisas, que la policía no ha tenido que hacer otra cosa que
echarle el guante, y así se hizo en la madrugada de hoy por el celador señor
Leal y el inspector señor Hernández, momentos antes de dirigirse a la estación Salamanca, donde ya tenía las maletas para ir
a Matanzas.
En los
comienzos mostró serenidad y extrañeza; amarrado convenientemente le
presentaron acto continuo en casa de la familia Pucheu y ésta dijo era el señor
Dostki en cuestión, o sea el que tenían por Eyraud.
Conducido a la
jefatura de policía, se dio parte al cónsul y al gobernador, se presentó el
juez y comenzó la instrucción necesaria para la identificación.
Dostki al ser
interrogado, no tuvo inconveniente en
decir: “Soy Miguel Dostki, de 45 años, soltero, natural de Polonia, y
vecino accidental de la Habana, con domicilio en el Hotel Roma».
Como es consiguiente,
se le registró, y cosa rara, entre los efectos que le encontraron, había un
certificado judicial a nombre de Michel Eyraud y una cartera que con todas sus
letras dicía: Eyraud Michel.
Una vez
detenido, fácil fue recoger su equipaje, y en el se encontraron las siguientes
prendas: Una llave inglesa, tintura para teñir el pelo, palanquetas, pelucas,
navajas de afeitar, papeletas de empeño de México, varios documentos con
distintos nombres y uno de ellos con el de Eyraud, y los periódicos Le
Pettit Parisién, Le Republique llustree y Le Courrier des Etats Unís,
todas ellos con extensas noticias sobre el asesinato de Gouffé.
Ya está Eyraud
detenido e identificado, pero sobre todo, está amarrado y en disposición de ser
entregado al guarnían de los calabozos de la jefatura.
Entra sereno
Eyraud por el portalón de la casa de policía, ábrase un calabozo de la galería
de la izquierda y allí es metido con las esposas puestas.
Ciérrase la
puerta y queda al exterior un vigilante con bayoneta calada. Pronto apunta el
día y gracias a esto pudo evitarse un suceso doblemente terrible.
Intento de suicidio
Eyraud había dicho que no le cogerían vivo;
pero se equivocó. Vivo y sano le metieron en el calabozo. En cuanto se quedó
solo pensó en el suicidio y no teniendo soga con que ahorcarse, ni puñal con
que herirse, se le ocurrió un medio brutalmente ingenioso. Rompió con los
dientes el cristal de sus gafas, cogió con los dientes el pedazo más afilado y
se rasgó el brazo con intención de romper la artería humeral; pero como va muy
profunda, no pudo conseguirlo. En vista de esto, se mordió el brazo para que la
pérdida de sangre fuera mayor y se hirió en las piernas para que la muerte
fuera más rápida, y cuando creyó que no tenía necesidad de más, dejó correr la sangre,
y aguardaba con calma la pérdida de la última gota.
No quiso la suerte que tal sucediera y al
despuntar el día y abrir la puerta del calabozo para hacer la limpieza, el
guardia vio la sangre, dio aviso al médico, le dio unos puntos de sutura, le
vendó y certificó de ser leves las heridas, salvo accidentes inesperados.
Eyraud no confesó que hubiera intentado
suicidarse, sino que quiso por este medio obligar a que le llevaran una cama
para descansar. En efecto, le llevaron la cama y no se acostó en mucho tiempo. Sentado
en uno de sus bordes estaba cuando le visité. A las nueve de la mañana se
presentó el cónsul general de Francia, y á las primeras preguntas le dijo el
preso:
—Sí, yo soy Eyraud, podéis excusaros más
interrogatorio.
Identificado
por el cónsul telegrafió éste a su
gobierno para proceder a la extradición, en lo que no encontrará
dificultad alguna de parte del nuestro, sino por el contrario, todas las
facilidades que la ley permite, y terminada esta interesante operación,
el marqués de Momlar se dirigió a casa de los esposos Pucheu para
dar las gracias.
Cuando se insinuó a madame Pucheu si no temía
a las amenazas, contestó:
—Me importaba todo poco. Le he denunciado para
propia satisfacción, pues aunque siento en el alma que vaya un hombre a la
guillotina, lejos de mi país, lo que interesa a la honra de Francia me afecta
doblemente y mi patria se halla sujeta a una vergüenza si no se castiga el
horrendo crimen.
Eyraud llegó hace cinco días a bordo del «Orizaba»
y se hospedó en el cuarto núm. 17 del Hotel de Roma.
Madame Pucheu, según ella me dijo, ha vivido en
el núm. 18 del mismo Hotel.
Lo único que el dueño del Hotel notó en él fue
que en la mesa guardaba profundo silencio y que cada día se mostraba más
reservado.
Dícese que explica llevar la cartera con su
nombre, porque, atentando suicidarse, quería que a su muerte se supiera quién
era; pero esto no pasa de ser un rumor.
Le vi ensangrentado, con
fisonomía amarga y ojos vacilantes. A una mirada que le dirigí me contestó
frunciendo el cejo y con intento de incorporarse. Su aspecto es ordinario y
vulgar; de robusta musculatura, parece más el obrero de un taller de maquinaria
que el hombre que tuvo mucho dinero cuando joven. Sobre su cabeza tenía un
sombrero de paja con ancha cinta, y su traje era de hilo, bastante sucio por el
uso.
Con frecuencia miraba al centinela que se le
había puesto en el interior del calabozo. No se quejaba; pero se sentía
inquieto sobre la cama donde estaba enfado.
Es uno de esos tipos que no justifican los
amores de una mujer, que como la Bompard, es hermosa y joven.
Eyraud nació el año 1843 y su vida azarosa ha
dado huellas duras en su semblante. Se han sacado algunos retratos suyos; pero
todos mal hechos, pues ni aun de sorpresa han podido cogerle en postura
natural.
---
Es sabido que está ofrecida la
cantidad de 25,000 francos a quien capturara a Eyraud. La ofrenda a nadie
corresponde más que a los esposos Pucheu y a la modista de su taller madame Biember.
Los héroes de la importante captura son ellos.
—A ustedes corresponde el premio -dije a los
esposos Pucheu.
—Así parece —replicó madame Pucheu— pero no lo
queremos. Nos basta con haber hecho algo bueno desde aquí por la Francia. No
necesitamos por fortuna ese dinero. Que se lo den a la Beneficencia de París.
La Vanguardia, Barcelona, martes 10 de junio de 1890, pp. 1 y 2.
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