jueves, 25 de abril de 2019

De paso por La Habana con Salomón de la Selva



 Pedro Marqués de Armas

I

 Si se quisiera seguir los pasos de Salomón de la Selva en La Habana, en su viaje de 1921, habría que remitirse, sobre todo, a Valle Inclán, cuya estancia habanera es mucho más conocida. Al poeta nicaragüense le fue encomendada en México la misión de acompañarlo a los Estados Unidos, previo paso por La Habana, para que este lo introdujera en los medios literarios de ambos países. Ningún consejero más oportuno, pues de la Selva, que había vivido largas temporadas en Nueva York, era –además del poeta del momento– un hombre perfectamente anclado en las dos culturas.
 La gira de Valle Inclán por México con motivo del Centenario de la Independencia estuvo colmada de agasajos, tanto por parte del presidente Álvaro Obregón, como entre los principales intelectuales, nucleados alrededor de José Vasconcelos desde la Secretaría de Educación Pública, o bien de Pedro Henríquez Ureña en la Escuela de Altos Estudios. Como recuerda Schneider en “La segunda estancia de Valle Inclán en México”, sus opiniones se hicieron sentir al extremo de calar en los asuntos políticos y suponer una amenaza para los intereses de la colonia española. No pocas comitivas de escritores y artistas mexicanos lo escoltaron en cada desplazamiento, con la presencia, entre ellos, de Henríquez Ureña y de Salomón de la Selva.
 Cosío Villegas dejó este testimonio: “Al acabar los festejos oficiales del Centenario, el presidente ordenó que una locomotora, un carro dormitorio y otro comedor, quedaran a su disposición, para que pudiera viajar a donde él, Don Ramón, dispusiera. No sólo eso, sino que como este debía tomar en Nueva York un barco de regreso a España, nombró a Salomón de la Selva, buen conocedor de la lengua y de la ciudad, para que lo acompañara hasta dejarlo instalado en su barco. Además de dotar a Salomón con una buena suma de dólares, el presidente le dio a Don Ramón una clave telegráfica para que la usara si alguna vez necesitaba ayuda. Y la necesitó al poquísimo tiempo, pues Salomón, hombre rumboso y desaprensivo, se gastó todo el dinero antes de llegar a Nueva York”.
 Julio Torri, uno de sus más cercanos asistentes en México, recibe de Valle Inclán una carta escrita a bordo, cuando dejan atrás La Habana el 29 de noviembre, que remite –en particular– al tormentoso arribo a aquella ciudad doce días antes: “Nos embarcamos en el Zelandia con mar bella y continuamos con la misma bonanza hasta desembarcar en el Lazareto de Triscornia donde Salomón se hartó de dormir, que en cuanto a manducar, aquello fue ayunar el traspaso. Un horror han sido estos siete días en Triscornia.”
 Ciertamente, fueron retenidos en la estación migratoria, por motivos sanitarios, pero para nada tanto como una semana. Abandonaron Triscornia tras una enérgica protesta. Valle Inclán no paraba de calificar de “ignominiosa” aquella cuarentena, dando estocadas a unos y otros periodistas, lo que movilizó al presidente del Centro Gallego quien destrabaría la situación. En cualquier caso, su llegada venía precedida del encono de ciertos sectores de la prensa y de los círculos hispanos, desencadenado, en buena parte, tras unas declaraciones hechas al reportero cubano Ruy de Lugo Viña poco antes de partir de Veracruz. Según éstas, Valle Inclán había tildado de “cobarde vergonzoso” al Monarca español Alfonso XIII. Se armó tal revuelo que tuvo que "matizar" la veracidad de aquellas palabras. "Hablé –dijo al Diario de la Marina–, (…) en la tan llevada y traída entrevista, de España, de la revolución que creo inminente. '¿Y qué cree usted que haría el Rey en tal caso?', me preguntó el periodista. 'El Rey haría lo que hacen todos los reyes: huiría', le dije. De aquí aquel señor dedujo que yo quise decir que el Rey era un cobarde…".
 Se suma a ello las dificultades para obtener visados hacia Estados Unidos, a lo que también alude en su carta a Torri. Y la prensa no dejó de fustigarlo incluso hasta mucho después de su llegada a Nueva York, el 2 de diciembre, en el vapor Siboney.
 Pero nada de ello impidió una excelente acogida, durante esos días, por parte de los intelectuales y escritores cubanos, como no menos por la asociación gallega y algunos empresarios españoles. Valle Inclán y Salomón de la Selva se hospedaron en el Hotel Florida e iniciaron de inmediato una serie de encuentros y recepciones, caminatas y comelatas, etc., que desperezaron al poeta nicaragüense, al punto que, una vez inmerso en el ambiente habanero, encontró motivos de inspiración para escribir algún poema; pero antes de abordar este asunto, sigamos el periplo de ambos escritores, tan bien precisado por Carlos Espinosa en su artículo "El primer bolchevique español":
  “Entre otras actividades, durante los días que permaneció en Cuba visitó las redacciones de las revistas El Fígaro y Social, paseó por la capital y sus alrededores y fue a ver una representación en el Teatro Alhambra (¿recogería alguien lo que comentó a la salida?). A pesar del malestar que produjeron sus declaraciones, una comisión del Centro Gallego fue a invitarlo para que visitara esa institución. Lo hicieron como algo de rigor, y cuando fueron a verlo no ocultaron su desagrado. Valle-Inclán prefirió pasarlo por alto, los recibió con mucha amabilidad y charló animadamente sobre Galicia y sobre la pesca de la sardina. Su inesperada actitud hizo que al final, aquellos señores saliesen encantados.
 Esa misma noche asistió al Centro Gallego, donde halló reunida una gran cantidad de personas. Tras recorrer las dependencias de la institución, le trajeron el Libro de Oro para que estampara unas palabras. Muchos temblaban y temían lo peor, pero para sorpresa general esto fue lo que escribió: "Con una nueva y cordial espiritualidad, reúnen los gallegos en La Habana, el viejo lema de los antiguos Hermandiños: Deus Fratesque Galletia. Valle-Inclán. Habana, 20 noviembre, 1921". A solicitud de los asistentes, lo redactado por él fue leído por uno de los socios del Centro. Al finalizar, se escuchó una salva de aplausos, y como anotó un periodista que estaba presente, "todos los rostros perdieron el encogimiento que tenían hasta aquel momento".
 Presentado como “su compañero de andanzas por América", o bien como “su secretario particular, un joven poeta mejicano", Salomón de la Selva y Valle Inclán fueron recibidos en la redacción de Social, el 24 de noviembre, por su director el caricaturista Conrado Massaguer, y el gerente Alfredo T. Quílez. Massaguer, quien dos meses atrás –durante su más breve escala hacia México– lo había hospedado en su casa, haría entonces su conocida caricatura del autor de Luces de Bohemia, que incluirá en el cuaderno Guiñol. Se encontraban también en el recibimiento, los escritores Emilio Roig, Federico de Ibarzábal, Félix Lizaso, José A. Fernández de Castro, Arturo Rosselló y Luis A. Baralt.
 De este encuentro, Social dejaría constancia en su número de diciembre de 1921: "Ese gran don Ramón ha sido nuestro huésped durante unos días, demasiado cortos para los que tuvimos el gusto de tratarlo y el placer de oír su charla deliciosa, profunda y amena, cáustica y piadosa el mismo tiempo". Una fotografía atrapa a los visitantes rodeados de los cubanos, a los que se añaden ahora Oscar Massaguer y José Hurtado de Mendoza. El propio de la Selva conservó la imagen, encontrada por el estudioso Jorge Eduardo Arellano entre sus papeles.
 En la visita a El Fígaro, por su parte, estarían presentes Lizaso y Fernández de Castro. Visitaron además la tienda por departamentos El Encanto, lo que tuvo su correspondiente reflejo en el Diario de la Marina, uno de los accionistas de aquel centro comercial, que publicó incluso una entrevista con el escritor gallego. Zarpan en el vapor Siboney, como se ha dicho, el mismo buque que llevará desde La Habana a Veracruz, quince años después, al solitario viajero Antonin Artaud.



II

 Cuando Salomón de la Selva llegó a La Habana ya había escrito los poemas de El soldado desconocido, pero aún no el célebre prólogo del mismo, que concebirá durante ese viaje a Nueva York, el cual firmó en diciembre, a pocas semanas de la ceremonia de exhumación en los Estados Unidos (cementerio de Arlington) de un soldado norteamericano caído en la guerra, siguiendo el precedente establecido un año antes en Londres, en la Abadía de Westminster. El prólogo añadía un énfasis político que no está presente en los poemas, que debieron escribirse –ciertamente– como un continuum testimonial, reinvención a la vez de aquellas “jornadas” en campaña, a disponer ahora sobre otro escenario: el libro. Ese escenario era inevitablemente narrativo. La apertura a los acontecimientos, a la experiencia “vista y vivida” de que hablaba Octavio Paz, suponía el uso de metros variados, incluyendo el verso libre, como también una reflexión tenue del “yo lírico” en forma de contrastes: clásicos junto a granadas y cañones, Safo, Píndaro y Esquilo, junto a piojos y gases asfixiantes.
 Al aparecer en México, en 1922, en la editorial Cultura, con ilustración de portada de Diego Rivera, era esperable que aquellos poemas que apenas habían circulado sorprendieran y dejaran muda a la crítica. El giro era brusco, por más que puedan encontrarse relaciones de contenido con algunos versos de Tropical town and other poems (1918), inscritas, sobre todo, en el “discurso de la guerra”. Pero lo que atraviesa a ambos poemarios más allá de la ruptura entre ellos, quizás sea el concepto de “trópico”: todo un campo geo-poético sobre el que habrían de operar, en diverso grado, tanto las asimilaciones como las resistencias a la poesía inglesa y norteamericana, o entre una y otra lenguas.
 A propósito, Steven F. White realizó algunas precisiones. En “Tropical town” se apela a las “formas tradicionales del verso inglés” y se elige la continuidad que exigía Alice Meynell, en una suerte de “conservadurismo pro-inglés y anti-norteamericano”. Para el de la Selva de entonces, Frost, Robinson y Sandburg, etc., son todavía un fenómeno efímero, sustentado en la moda de verso libre. El cambio se produce mediante otra torsión, en este caso modernizadora: con el regreso a la lingua mater, será posible la migración a ésta del verso americano y, por lo mismo, la asimilación del prosaísmo de la New Poetry. En tanto el conflicto ideológico se desplaza a otro territorio: no aquel que fusiona –en permanente deuda– el “panamericanismo” y “anti-imperialismo” iniciales del autor, sino aquel que formula la disyunción y, en consecuencia, la oposición y el diálogo.
 En realidad, de la Selva realiza el tránsito hacia esa “otra vanguardia” que advirtiera José Emilio Pacheco en su clásico ensayo: “A la máscara triunfalista del creacionismo o del estridentismo, al poeta como ‘mago’, se opone la figura del bufón doliente y del ser degradado. Escribir versos no es jugar al ‘pequeño dios’, sino una debilidad y una vergüenza que, sin embargo, pueden expiarse describiendo lo que sucede en el lodo de las trincheras.” Surgía así, según Pacheco, una vanguardia al margen de la europea, que no pasa por por ninguno de los ismos, y que se fragua en familiaridad y trueque con Norteamérica. Es aquí donde se inscriben las obras de Henríquez Ureña, Salomón de la Selva y Salvador Novo, sucesivos mentores unos de otros y todos grandes traductores de la poesía norteamericana.
 Esa “otra vanguardia”, tal como aprecia con rigor Rubén Vargas en “Geografía inconclusa. Notas sobre poesía hispanoamericana”, tendrá como eje no la imagen sino la dicción, la prosodia. El habla ocupa el lugar por excelencia de la escritura poética, mientras la figura del poeta se reconvierte en la del escucha, en la de quien ausculta lo cotidiano a ras de un tiempo abierto y a la vez tangible. “Por lo tanto, el tiempo del habla es el tiempo de la historia”.
 Esta promesa era anunciada por de la Selva en la postdata a su libro:
 “P.D. –La América tropical dará al mundo los mejores poetas, los mejores pintores y los mejores santos. Como tengo que hacer de centinela no me queda tiempo para dilatarme ahora en explicaciones. Basta una: el sol. ¡Me voy a ver la noche hasta que salga el sol!– VALE”.
 El anuncio en clave de humor vale tanto como el de cualquier otra poética de vanguardia; por ejemplo, como el que ese mismo año lanza de modo estruendoso Oliverio Girondo, en la dedicatoria-prefacio de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Ambos, desde luego, rebajan el rol del poeta, pero mientras uno lo hace saliéndose, como quien hace mutis para volver al puesto de centinela; el otro apela a una publicidad paródica. Común es el carácter episódico de los poemas –en uno, jornadas en las trincheras; en el otro, el catálogo cosmopolita, pero divergen en cuanto al uso de la imagen: de exaltado cubismo en Girondo, y sometida al trauma-del-habla en Salomón de la Selva. 
 Ese sol es sin dudas el instrumento que convierte su modernismo en vanguardia; la añoranza por la ciudad de provincia, en ese paso adelante que lo lleva a afiliarse bajo la bandera de sus antepasados ingleses, y de pasada, a conocer a Pound en Londres. Una nueva geografía plena de “apropiaciones”, que tendrá efectos inmediatos en la poesía mexicana, colombiana y nicaragüense, y que habría fructificado en Cuba si se hubieran dado otras variables.


III

 Sus estudiosos más entregados se han referido reiteradamente a dos poemas que dató durante aquella estadía. “De paso por la Habana, el poeta nicaragüense escribió dos poemas afrocubanos: “Habanera” y “Danzón”, ambos pioneros en su género”, decía Arellano. Y Julio Valle-Castillo añade: “que estrenan la poesía afroantillana mucho antes que Nicolás Guillén y los otros poetas de la negritud: ritmo caribeño, sensualidad, tema negro”. Se trata, sin embargo, de poemas muy diferentes entre sí, si bien por el tono y el modo, no es difícil ubicarlos en la vertiente popular postmodernista.
 Ambos textos hacen justicia a sus títulos, pero no a sus críticos. “Habanera”, aunque de gracejo cubano, de ninguna manera pudo haber sido escrito entonces, ya que el suceso que lo inspira –el affaire entre el primogénito del Monarca español Alfonso XIII y la señorita cubana Edelmira Sampedro– no vino a tener lugar sino en el verano de 1933, dos años antes de publicado el poema en México. Por razones diferentes al momento de su concepción, y al escándalo que retratan, aquellos versos sorprenderían a un cazador de la talla de Alfonso Reyes, que se sirvió de ellos en su ensayo La experiencia literaria.
 Pero ocupémonos antes “Danzón”, cuya data sí es pertinente, no así el carácter precursor que se le atribuye. Claro que recuerda a la poesía afroantillana pero de manera harto pálida; tanto, que estaría más cerca de otro poema de inspiración cubana, pero modernista, como “La negra Dominga” de Darío. Si algunas repeticiones y el aire de danza resultan elementos constitutivos que incorporan de modo claro impresiones del ambiente –es decir, una referencia sensible-, al escenario que el poema fabrica le faltan todavía algunos ingredientes para alcanzar el estatus negrista: vocablos en “lengua”, interjecciones, ritmos percutorios del habla, en fin, teatralidad; recursos todos importados del espacio social y resueltos según determinada sugestión etnográfica.
 Lo que construye el poema sería, en efecto, una canción. El ritmo que logra –y en este sentido es ejemplo de la versatilidad de S. de la S., cuyas “canciones” tienen raíces disímiles desde las cantigas hasta el cancionero medieval inglés– es ciertamente aquel de los danzones, lo que -además de delatar su zambullida el entorno musical habanero-, evidencia su gran oído y no menos hábil intuición para atrapar el melo(drama)erótico. Es el “espíritu” de éste –en intersección racial, eso sí, menos ensoñada que la de Darío– lo que el poema retiene y lleva a su terreno: una captura que inventa su letra al compás del “¡Ay negra, dame la boca!” y de ese poco creíble pero gozable “eleuterio ritmo de rumba” que estaría mejor si fuera el nombre de un personaje de solar.

Me vieron y estaba muerto
(¡Ay negra, dame la boca!)
Era cadáver mi alegría,
tenía el alma como un desierto
y ya mi juventud hedía.

Mas por la gracia del danzón
(¡Ay negra, dame la boca!)
con su eleuterio ritmo de rumba,
fue como Lázaro mi corazón
vuelto a la vida, de la tumba.

Me sentí bosque tropical
(¡Ay negra, dame la boca!)
tuve en la sangre ronco rugir,
y en un desborde sentimental
al fin —¡al fin!— pude vivir.

Pude vivir y florecer
(¡Ay negra, dame la boca!)
Rosales fueron mis ilusiones.
Me puse ebrio de mujer
de primavera y de canciones.

Nadie es león como fui yo
(¡Ay negra, dame la boca!)
ni pajarito que canta y canta.
Con el pico arranqué una flor.
Tembló la tierra bajo mi planta
(¡Ay negra, dame la boca!
que otra vez muero, ¡muero de amor!)

 “Habanera”, como decíamos, despertó la curiosidad de Reyes. El apunte que hiciera y que celebra la capacidad de S. de la S. para la doble traducción –en este caso convertir un relato vulgar al género habanera y hacerlo como “versión” de un poema de Horacio– es a la vez un guiño a la mutua erudición y desenvoltura con que se movían en la poesía griega y latina. La nota de Reyes es un ejercicio, puede decirse así, sobre otro ejercicio:
 “El intento más agudo para buscar el gusto de Horacio, actualizándolo, desembarazándolo de todo resabio erudito y sin miedo a las chabacanerías eternas, es la versión, transformada en habanera, de la Oda II, IV, Ad Xanthiam Phoceum: “Ne sit ancillae tibi amor pudori”, que Salomón de la Selva publicó en su Digesto Americano (México, enero de 1936): 

No seas bobo, chico.
Si es cierto que las amas,
no importa que sea
criadita de casa.
¿De qué te avergüenzas?
Con peores se enganchan
los hijos de Alfonso,
y hasta hay un monarca
que casi se queda
sin trono ni nada
por un rumbera…”

 Claro que, ante semejante despliegue, no habría nada más que apuntar. Salvo una cosa, los cuatro primeros versos bien los pudo haber firmado Piñera. Pero en ese caso, ¿sería una habanera?



IV

 Para el lector cubano, Salomón de la Selva comenzó a circular alrededor de 1915. Ese año aparecen traducciones suyas, junto a otras de Henríquez Ureña y de Mariano Brull, en el dossier “Poetas de los Estados Unidos” publicado en El Fígaro, uno de los primeros que divulgara en Latinoamérica la moderna poesía norteamericana. Se trata de un avance de las producciones bilingües que dará a conocer en el Pan American Magazine, donde establece, por un tiempo, todo un intercambio entre poetas hispanos y anglosajones, bajo la premisa, como se entendía entonces, del “entendimiento cultural continental”.

 Llegan a proponerse, en este sentido, sendas antologías: una de poetas de lengua inglesa traducidos al español, y otra de poetas de lengua castellana traducidos al inglés. Tales proyectos abren el camino a la gigantesca Hispanic Anthology (1920), coordinada por Thomas Walsh, y a la pionera antología de Salvador Novo, La poesía norteamericana contemporánea (1924). 

 En 1918 François G. de Cisneros publicó “El gesto de Salomón de la Selva” (que, como el dossier, no hemos podido consultar), y ya en 1919, gracias al ensayo de Henríquez Ureña que daba cuenta de su regreso de la Guerra y de su trayectoria poética en Nueva York, empieza a ser mucho más conocido. Por sutiles y anticipadores, dos párrafos merecen ser citados:

 “Según el consejo de Stevenson –incomparable maestro de técnica literaria–, se ejercitó en todos los estilos: le he visto ensayar desde la lengua arcaica y los endecasílabos pareados de Chaucer, hasta el free verse de nuestros días.

 No en vano dije que hay en su obra más de lo que revela su primer libro, cuya mayor parte puede encerrarse dentro de las normas del siglo XIX. Hasta ahora, en verdad, cabe decir que Selva no se ha decidido a romper con el siglo XIX: el marco de sus inspiraciones comienza generalmente en Keats y Shelley y llega hasta Francis Thompson y Alice Meynell. Diríase que espera dominar su forma antes de lanzarse de lleno a las innovaciones: su buen gusto así nos lo haría esperar".

 En la época neoyorkina, será amigo entrañable de algunos cubanos, como vimos en entradas anteriores. Es significativa la relación con Mariano Brull, quien tradujo en aquellos años a algunos poetas norteamericanos. Se dedican poemas entre ellos; uno de Salomón, en inglés, termina dentro de La casa del silencio invitado a habitarla, mientras este le responde desde el interior con “El regalo del ángel”. A la vez, Brull traduce al español "Cuento del País de las Hadas", poema cuya publicación en The Forum consagra a De la Selva ya antes de la salida de Tropical Town. Su estancia más pasajera en Estados Unidos, su evolución pausada y su definitiva inclinación francesa, cegaron en Brull, casi seguro, un derrotero que habría sido fértil para la vanguardia cubana.

 Al Salomón muy joven que 1914 acompaña a Darío en Nueva York, lo frecuentan también José A. Fernández de Castro y Félix Lizaso, que estudian allí. Serán estos ensayistas –mayormente ellos, y no los poetas– quienes se ocupen en Cuba de divulgar la poesía de vanguardia, sobre todo, la hispanoamericana. Cuando en 1927, el Suplemento del Diario de la Marina dedique al poeta nicaragüense su sección "Poetas de Ahora", dando a conocer los poemas de El soldado desconocido, lo evocarán en una nota que firman juntos: “Queda en nuestra memoria una noche pre-guerra y post-volsteadniana en la que conocimos por su mediación a Alan Seeger, luego el célebre poeta soldado de la Legión Extranjera”. (Seeger vive la bohemia parisina, se alista en breve y cae en combate tras escribir su célebre “I Have a Rendezvous with Death”.)

  Hacen referencia, además, a los encuentros del nicaragüense con Francisco José Castellanos, tal vez el mejor prosista cubano de esa época y admirado por sus traducciones de Stevenson (traductor también de Dunsany y de Edith Warthon).

 El Diario de la Marina recoge asimismo algunas de sus traducciones (William Rose Benet, Edna St. Vincent Millay, etc.), además de no pocas señales de su activismo al frente de la Federación Panamericana del Trabajo, o en contra de la intervención norteamericana en Nicaragua.



V

 Si fue cierto que se gastó todo el dinero que el presidente Álvaro Obregón dispuso para aquel viaje, habría que preguntárselo a otros contemporáneos. Recordemos que Cossío Villegas lo define como “hombre rumboso y desaprensivo”. Lo cierto es que hay señales de que Valle Inclán nunca se privó de placeres: “Lentos guitarros, lentos danzones / Negros bozales y cimarrones (…) Olor divino de la mulata / Que trae un recuerdo del Mahabharata”. Ni de placeres pasados ni de otros por venir. ¿Por qué habría de privarse su secretario? A fin de cuentas recorren la ciudad desde lo alto a lo bajo: desde El Encanto hasta el teatro Alhambra, a cuya salida la prensa los sorprende. No hay dudas de que aquel poema escrito en La Habana fue un producto de ese ambiente. No menos viajero, pues ya el danzón hacía furia en México, en todo el Caribe y en Nueva York.


  Caricatura de Herminio Portell Vilá, realizada al paso de Valle Inclán por La Habana. 


domingo, 21 de abril de 2019

Recuerdos neoyorquinos



   Salomón de la Selva


 Cuando Mariano Brull se fue de Nueva York, Pedro Henríquez Ureña propuso que tomáramos casa juntos, y con el amigo más querido de mi vida, desde la infancia, el cubano Rufino González (que murió en 1938, cuando ya ocupaba una subgerencia del Herald Tribune), alquilamos dos pisos en una residencia burguesa muy siglo XIX, de gran salón con grandes espejos, de gran comedor, amplia cocina, hermosos baños y anchas recámaras. Esa casa la recordará Manuel Gamio: allí, en los altos, se hospedó él con Luis Castillo Ledón alguna vez. La recordarán José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Balbino Dávalos, Javier Icaza, que la visitaron. Entregado a Pedro para que lo guiara por los senderos rectos que conducen a la cultura, Javier Icaza, muy joven y muy inquieto y adinerado, compró un fonógrafo Columbia, que era entonces lo mejor en su género, y una colección de discos -Bach, Beethoven, Brahms, pero también Rimsky-Korsakoff, Stravinsky y Moskowsy- que nosotros aprovechamos; y compró una excelente biblioteca selecta sobre la lista de libros que después de larga discusión le hicimos. Recuerdo especialmente los diez tomos de Platón en la traducción venerable de Jowett, que hubiéramos querido comprar nosotros, y que desde hacía tiempo admirábamos desde la calle en una ancha ventana de la Quinta Avenida frente a la Biblioteca Central. Leíamos mucho –libros que sacábamos de la Biblioteca–; entre Pedro, Rufino y yo unos doce volúmenes por semana; pero éramos dueños de muy pocos. Pedro, además de la Crítica de la Raz6n Pura, llevó a la casa, con su poca ropa, en una única maleta, el libro de Crowe y Cavalcaselli sobre la pintura italiana, finamente anotado de su mano y, también con infinidad de notas marginales, la edición de 1910 de la Historia de la Literatura Española, de Fitzmaurice-Kelly, que me hacía leer para poner en orden mi conocimiento de la materia, estimulándome con relaciones fantásticas de la variedad de saber de su Alfonso Reyes. Alfonso, como Darío, habría leído tomo a tomo los treinta y pico gruesos volúmenes de la colección de Rivadeneyra, impresa en menuda letra a dos y aun a cuatro columnas, colección que yo recordaba de la Biblioteca Unión de la Juventud, de mi León nicaragüense: los volúmenes mismos que Darío había leído, y que yo había hojeado más por curiosidad que por vocación de erudito.
 Viviendo juntos, íbamos juntos a todas partes, en interminable diálogo proteico, y desde luego fuimos juntos a las funciones semanales de los “Washington Square Players” que se habían mudado en 1915 al teatro Bandbox, y después de las funciones nos reuníamos las más de las veces con los actores y autores, y con los críticos, en una amable taberna de estilo alemán, de al lado del teatro, acortando la velada con animadas discusiones bañadas y aun ahogadas en cerveza. En ese círculo conoció Pedro –conocí yo también– a Lydia Lopokova –lady Keynes ahora, recientemente enviudada– la primorosa bailarina rusa del ballet imperial de Petrogrado, como entonces se llamaba San Petersburgo, hoy Leningrado.
 He visto retratos de lady Keynes en los jardines de Bretton Woods, regordeta y de tipo de mujik. Pero cuando la conocimos Pedro y yo era áurea criatura de ensoñación, como salida de una lámina dorada de libro de cuentos de hadas. La vida y, sin duda, el dolor, le han resaltado los pómulos y hundido la línea de la boca, la han humanizado mucho. En su primera juventud, que rememoro, era extrahumana o sólo tan humana como las princesas de Edmund Dulac. Estaban enamorados de ella, y le hacían la corte, conjunta y separadamente, Ralph Roeder y Heywood Broun. No me acuerdo ya donde vivía Lydia, pero la veo claramente en la memoria, sentada junto a una ventana de modesto apartamiento amueblado, con el tejido o el bordado en el regazo y sobre el bordado o el tejido delicadamente doblegada la cabeza, muy sencillamente peinada y mostrando en la limpia nuca la maravilla de una vértebra saltada. Al lado de Lydia, su mamá; estoy seguro de que era su mamá. Era retraída la linda Lopokova, y de una modestia encantadora. Yo hacía por aquel entonces el catálogo de las mujeres de los versos de Horacio –no sé si influencia de The Dream ofFaír Women, de Tennyson, o de algo antiguo– y en vano busqué quién de aquellas romanas verdaderas o fingidas podría corresponder al tipo de Lydia: ninguna, a pesar de lo horaciano del nombre de la rusa. Pedro y Ralph tenían la ventaja de poder conversar con Lydia en francés, mientras que el pobre de Heywood Broun hasta el inglés perdía en su presencia. A Pedro lo que le interesaba saber era hasta donde tenían conciencia en Petrogrado de la influencia de Isadora Duncan en el ballet ruso, y de la esencia francesa de ese arte. Parca de palabras, Lydia le respondía como sorprendida de que alguien de una isla antillana supiera tales cosas o quisiera saberlas, mientras que a mí me maravillaba que se pudiese prestar interés a tales cosas delante de Lydia, en vez de sólo adorarla como la adoraban Ralph y Heywood, y como la hubiera adorado yo si hubiese tenido libre el corazón.
 Así las cosas, Lydia, un buen día, dejó burlados a sus dos enamorados. Ralph dejó de ir a patinar, ejercicio en que acompañaba a Lydia, y lo consoló una novia pintora, muy fina mujer, Jo Nevison, que vivía en un piso muy alto en la calle 59, frente al Parque Central; pero no casó con ella tampoco, sino con otra rusa, la admirable Fanya Mindel, Fanya la campeadora, con quien hemos reñido todos sus amigos, yo sin dejarla de querer. Broun, en cambio, casó con una sufragista famosa, Ruth Hale, que le dio un hijo, que le dio el alma también –alma de acero– de quien, sin embargo, como a los veinte años de casado, se separó, enamorándose, cuando ya Ruth era muerta, de una chica linda y católica que lo convirtió a la religión de Roma. Sería su manera de serie fiel a Lydia. Pero lo que interesa saber aquí es que Lydia abandonó el círculo de los "Washington Square Players" por un ambiente más suyo y más universal.
 Serge Diaghiliev había llegado de Rusia a Nueva York trayendo –como empresa de Edward Gest– el ballet imperial auténtico –música de Stravinsky, decoraciones de Leo Bakst, coreografía de Fokine– y Lydia se reincorporó a esa célebre troupe con su rango de prémiere danseuse. Debutó con El Pájaro de Fuego y su belleza y su arte tomaron a Nueva York por asalto. Olvidamos la guerra. Nos olvidamos hasta de nosotros mismos, en la embriaguez magnífica de aquella revelación. Pedro y yo casi no perdimos función ni en la Metropolitan Opera House ni en el Century Theatre, y asistimos a muchos ensayos, en cierto modo más admirables que las representaciones públicas. Allí formábamos grupo con Troy Kinney y su esposa, que escribían e ilustraban con aguas fuertes admirables un libro sobre el ballet, y en cuya casa –un espacioso apartamiento de arquitectura gótica– nos reuníamos a beber café turco, a comer nueces y pastelitos de miel, y a desentrañar los secretos de la técnica del ballet, no para librarnos ge su magia, sino para refinarla. Esto arrobaba a Pedro, que parecía como que toda su vida se hubiera dedicado a estudiar la danza; pero no sé si llegó a escribir sobre la Lopokova como escribió –una de sus mejores páginas– sobre la Duncan, a quien habíamos visto bailar la Quinta Sinfonía de Beethoven y hacer el papel de reina trágica en el Edipo rey, de Sófocles. También Martín Luis Guzmán se encendía en el fuego pasional del ballet, y creo que de entonces data la afición que le ha tenido y por lo que ha habido, en cortas temporadas y sin mayores consecuencias, un Ballet de la Ciudad de México digno de mejor suerte. Pedro y yo nos apartamos de mis amigos norteamericanos. Nueva York se nos llenaba de voces y rostros y urgencias de México. Cuando volvimos al Bandbox y a las veladas con cerveza, era imposible no darnos cuenta del desastre de Heywood Broun por causa de Lydia Lopokova.

 El Universal (México), 26 jul., 1946.


 “Inmemoriam Pedro Henríquez Ureña” (5ta parte), Ponencias. De la semana internacional de homenaje a Pedro Henríquez Ureña en el cincuentenario de su muerte. Santo Domingo, D. N. pp. 490-94.

viernes, 19 de abril de 2019

Lección del “Pervigilium"




   Salomón de la Selva


 A Mariano Brull no lo volví a ver, después de los primeros meses de mi amistad con Pedro, hasta que vino de embajador a México con la delegación cubana a la Conferencia de Chapultepec. Por Pedro lo conocí en Nueva York. He descrito a Ralph Roeder. Brull era un Ralph latino, enamorado de lo nórdico, pero con menos pasión que Ralph de lo mediterráneo. Un Ralph perezoso y por eso rebelde contra las disciplinas intelectuales que exigen laboriosidad continua. Compartía con Pedro un pequeño departamento amueblado hacia el centro de la ciudad, y Pedro, que vivía en sus amigos, como he dicho, desbordándose en ellos, quería volcar en Brull todo su saber de "scholar". Brull, que no pretendía más que ser deliberadamente un poeta menor, con el mínimo bagaje de erudición, rechazaba la Historia del Ritmo de la Prosa Inglesa de Saintsbury y cuanto más lo instaba Pedro a que leyera, contentándose, para superar a Pacheco y no sé a qué otros poetas de su tierra, con leer a los prerrafaelistas de corrido y traducirlos al español con pulcritud.

 Ya hombre formado, ha traducido del francés, especialmente a Paul Valéry, con lo que le sobra para distinguirse en el mundo diplomático. Pero Pedro era tenaz y logró que Brull se interesara en conocer la pintura italiana. El cubano halló a su gusto a Benozzo Gozzoli, bastante cosa, me parece, para llenar una vida, y lo recuerdo con agrado porque en su primer libro de versos me dedicó los que hizo a un ángel de ese pintor, detalle de un mural paradisíaco, del que había comprado una estampa fotográfica a colores que creo que también me regaló. Por Brull y por afición propia, Pedro se entregaba al estudio de la pintura con callada pasión absorbente. La pintura le llenó muchas vidas.

 Pedro se inclinaba siempre hacia lo esencial, y en lo esencial se aferraba. Su pintor favorito era Piero della Francesca, más todavía que Massacio a quien también admiraba. A mí me ganó la preferencia Giorgio de Castelfranco, llamado Giorgione, sin que ahora pueda decir si como pintor o por la tragedia de su vida. Pedro se inquietaba de que yo fuese así y no tuvo conformidad con mi predilección hasta que en un "retrato de un joven" de Giorgione descubrí a Pedro mismo, conforme yo lo veía entonces, y en unos versos que hice sobre ese retrato hice el de Pedro. Pero aun con esto, Pedro me indicaba que Giorgione, sin ser decadente, ya es la línea que divide del decadentismo a la verdadera gran pintura. Giorgione, no Rafael -que ya es decadente- es la perfecta madurez del arte. Por eso mismo Giorgione es peligroso, que cuando se ha llegado a madurar, terrible es lo que espera. Se cae en lo voluptuoso, hasta en lo lúbrico: en Ticiano, en Rubens, y después en lo que ya no es deleite de los ojos. Al llegar a la madurez hay que volver a los comienzos, que volver a empezar, a la alegría del "Pervigilium" que Pedro amaba desde que leyó y tradujo el Mario de Walter Pater: "ver renactus orbis est", según la lección de Baehrens en vez de "ver natus orbis est", que carece de significación particular, y de "vere natus iovis, est", en que yo insistía.

 Quiero explicar que me parecía absurdo atribuir el lindo cantar a Horacio o a Catulo cuando todo en él indica y confiesa un tiempo ya bien entrada nuestra era y empezada la poesía romance. En "vere natus iovis est" advertía, yo -insistía en advertir-, en medio del jolgorio pagano de la primavera, una nota cristiana de alegría pascual: un paso más y sería la celebración de Navidad -"vere natus iesus est"- y la dedicación de las flores de mayo a la Virgen. Diserté sobre esto en la Universidad de Columbia, y alegré a unas jóvenes monjas que asistían al cursillo que dictaba. Pedro me sublevaba atribuyéndome "imaginación creadora", pero sosteniendo por razón de integridad intelectual el "ver renactus orbis est". Irritado yo, le pregunté si acaso había sido a él a quien la Musa inspirara. Quería herirlo. Quería decirle "¡Calle usted, que no es poeta!" Y fue divertidísimo y hasta me dieron ganas de llorar cuando Pedro me gritó: "¡Sí, sí, a mí me lo dijo la Musa!" Él estaba seguro. Y fiel al mandato de esa inspiración, siempre andaba volviendo a las fuentes, a los orígenes, a los principios.

 Por eso a Pedro lo atraían todos los movimientos nuevos en todas las artes, como el versolibrismo de Paul Fort en Francia y de "H. D." Y de Amy Lowell en los Estados Unidos, materia a la que dedicó largos y profundos estudios en español; como la música a colores de Scriabin cuyo poema sinfónico Prometeo, para "clavicordio per luce" con orquesta, oímos juntos en el Carnegie Hall, y como, en fin, el movimiento pictórico mexicano de 1921-1924 del que fue animador entusiasta con la esperanza -fallida- de un renacimiento. Por eso, sobre todo, se acercaba Pedro a los poetas jóvenes, y me maravillaba que el amor en la vida real lo tuviese en menos, y a los noviazgos y líos con mujeres, que es el más natural reverdecer del mundo, los juzgase como sin importancia. Amis ojos crecía enormemente la figura de Antonio Caso, de quien Pedro me contaba como prueba de no ser necesaria la indulgencia sexual, que había sido de una castidad absoluta toda su vida de soltero. Pedro se empeñaba en que yo conociera a sus amigos de México, que eran tan gran parte de sí mismo; por eso esa confidencia que surgió a propósito de un fragmento de William Blake. Pedro, Hipólito sin tragedia, era casto, y enamorado, y aun disoluto, en sus amigos, contado por Pedro, era un delicioso poema ingenuo el enamoramiento de Alfonso Reyes de una discípula preparatoriana a quien raptó para hacerla su esposa, y el cuento se hacía más poesía a causa de una pequeña prosa lírica de Alfonso en que pide ayuda a sus amigos para robarse a la novia.

 En todo esto seguramente que le iba la vida al poeta, el honor a la muchacha, definitiva e irrevocablemente enamorados, pero para Pedro era como literatura. No creo que sea imprudencia recordar y publicar estas cosas. A Alfonso enamorado lo gozábamos leyendo Aucassin et Nicolette, la "chante-fable" deliciosa que se deshace en la boca como un confite. Para Pedro, pues, el amor era entonces vicaria experiencia y género medioeval, carente de actualidad, y en la literatura medioeval -que yo estudiaba en la Universidad bajo la guía de mi querido maestro Raymond Weeks, amigo de Ralph y con quien Pedro también hizo gran amistad- halló manera de entender y de explicarse la demencia de amor que embargaba a Vasconcelos, Tristán enloquecido a quien había que perdonar todas sus traiciones por sólo eso. Ni hay que insistir mucho para descubrir el medievalismo de Vasconcelos: en su fuerte intelecto, en su pasión carnal, en la soberbia de su espíritu, ya por fin vencida, es trasunto de Pedro Abelardo. El quinto canto del "Infierno" es final. Después del siglo XIII no se ha vuelto a amar así.

 Volviendo al "Pervigilium", yo estaba muy orgulloso de la traducción que hice del estribillo de ese cantar, vertiendo "eras amet qui nunquam amavit, qui amavit cras amet" en un terceto endecasílabo:

 Ame mañana quien jamás ha amado
y más que nunca pruebe amor mañana
quien el sabor de amor tiene probado.

 Pero en cuanto a reflejar el sabor primitivo de los yambos latinos, Pedro halló inadecuada mi versión. Le sabía a Giorgione. Prefería la traducción de un poeta argentino, cuyo nombre freudianamente he olvidado, que Darío había publicado en Mundial.


 El Universal (México) 21 jun., 1946.

 “Inmemoriam Pedro Henríquez Ureña” (3ra parte), Ponencias. De la semana internacional de homenaje a Pedro Henríquez Ureña en el cincuentenario de su muerte. Santo Domingo, D. N. pp. 82-85.

miércoles, 17 de abril de 2019

De Salomón a Brull y de Brull a Salomón





FLEUR D' OR
                      For Señor Mariano Brull

Life is a flower
Petalled with gold,
And, as each hour
In the bells is tolled,
And shadows crawl
From the setting sun,
The petals fall
One by one.
  

TO A YOUNG POET

                                    A Mariano Brull

Before Life’s altar that the fates have wrought
of iron and of granite and of gold,
open the bowels of your whitest thought,
and there your luted letanies be told.

And there the vintage of your love be spilt;
and there the incense of your days take fire,
before Life’s altar that the fates have built
of hope and hunger sadness and desire.

For she is wrathful, fond of sacrifice
and jealous as the Jewish god whose name
became a sword of fire in Paradise
and in the desert a huge cloud aflame.

And she is fair, as the Sultanas are
in Eastern tales, and on her forehead glows
a diadem of gold that holds a star
of opal glamour, petalled like a rose.

A day shall come (and for that day prepare!)
when he whose roseal feb trod on the sea
shall sit beside these goddess dreadly fair
and wed her pride to His humility,

and the thought you will have a sacrificed,
the wine you will have spilt, and your burnt days,
shall be returned to you the Lord Christ
blessed with His blessing, filled with His sweet grace.

And you will dwell with the enthroned twain,
and yours will be the opal flower that glows
of Life’s gold diadem, the star of pain,
the dream-perfuming, everlasting rose!


El REGALO DEL ÁNGEL
                                                                          A Salomón de la Selva

El ángel vino a mí con el orto del día;
era blanco y luciente como hostia al azar;
traía manchas pálidas de la rosada aurora;
y el iris fulgurante del postrimer rocío.

Llegóse a mí en silencio, y se inclinó con gracia
candorosa; sus rizos volaron en el aire;
sus manos se juntaron en ademán de gracia,
y hasta mi ser llegaron los dones celestiales.

Yo te recuerdo, ángel: tú eres el mismo, aquel
a quien recé en las noches lejanas de mi infancia.
¡Cuántas veces me dije de regalo tus dones:
un sueño sosegado, y una quietud de alma…!

El ángel que a los niños regala dulces sueños,
blanco y luciente, como una hostia al azar,
me llenó de una clara alegría de cielo,
me dio un sueño de niño, y una paz suave y blanca.



 "Fleur d' or", en  Tropical town an other poems (Londres y Nueva York, John Lane and Co., 1918); “To a young poet” y “El regalo del ángel”, en La casa del silencio (Madrid, M. García y Galo Sáenz, 1916).



sábado, 13 de abril de 2019

Salomón de la Selva traducciones



 “Pajaritos de barro” es una auto-traducción del inglés, publicada en Repertorio Americano el 15 de marzo de 1921. "El halconero" es un fragmento de "El halconero de Dios" de William Rose Benet (confundido crasamente con el compositor y pianista inglés W. S. Bennett) que apareció en el Diario de la Marina el 22 de enero de 1928. “Jamás ha de ser” y “Me dejó el amor” de Edna St. Vincent Millay -el segundo traducido por Pedro Henríquez Ureña-, aparecieron en el dossier que el Suplemento del Diario de la Marina dedicara a la poesía norteamericana el 11 de julio de 1927.