Salomón de la Selva
Cuando Mariano Brull se fue de Nueva York,
Pedro Henríquez Ureña propuso que tomáramos casa juntos, y con el amigo más
querido de mi vida, desde la infancia, el cubano Rufino González (que murió en
1938, cuando ya ocupaba una subgerencia del Herald Tribune), alquilamos
dos pisos en una residencia burguesa muy siglo XIX, de gran salón con grandes espejos,
de gran comedor, amplia cocina, hermosos baños y anchas recámaras. Esa casa la
recordará Manuel Gamio: allí, en los altos, se hospedó él con Luis Castillo Ledón
alguna vez. La recordarán José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Balbino
Dávalos, Javier Icaza, que la visitaron. Entregado a Pedro para que lo guiara
por los senderos rectos que conducen a la cultura, Javier Icaza, muy joven y
muy inquieto y adinerado, compró un fonógrafo Columbia, que era entonces lo
mejor en su género, y una colección de discos -Bach, Beethoven, Brahms, pero
también Rimsky-Korsakoff, Stravinsky y Moskowsy- que nosotros aprovechamos; y
compró una excelente biblioteca selecta sobre la lista de libros que después de
larga discusión le hicimos. Recuerdo especialmente los diez tomos de Platón en
la traducción venerable de Jowett, que hubiéramos querido comprar nosotros, y
que desde hacía tiempo admirábamos desde la calle en una ancha ventana de la
Quinta Avenida frente a la Biblioteca Central. Leíamos mucho –libros que
sacábamos de la Biblioteca–; entre Pedro, Rufino y yo unos doce volúmenes por
semana; pero éramos dueños de muy pocos. Pedro, además de la Crítica de la
Raz6n Pura, llevó a la casa, con su poca ropa, en una única maleta, el
libro de Crowe y Cavalcaselli sobre la pintura italiana, finamente anotado de
su mano y, también con infinidad de notas marginales, la edición de 1910 de la Historia
de la Literatura Española, de Fitzmaurice-Kelly, que me hacía leer para
poner en orden mi conocimiento de la materia, estimulándome con relaciones
fantásticas de la variedad de saber de su Alfonso Reyes. Alfonso, como Darío,
habría leído tomo a tomo los treinta y pico gruesos volúmenes de la colección
de Rivadeneyra, impresa en menuda letra a dos y aun a cuatro columnas,
colección que yo recordaba de la Biblioteca Unión de la Juventud, de mi León
nicaragüense: los volúmenes mismos que Darío había leído, y que yo había
hojeado más por curiosidad que por vocación de erudito.
Viviendo juntos, íbamos juntos a todas partes,
en interminable diálogo proteico, y desde luego fuimos juntos a las funciones
semanales de los “Washington Square Players” que se habían mudado en
1915 al teatro Bandbox, y después de las funciones nos reuníamos las más de las
veces con los actores y autores, y con los críticos, en una amable taberna de
estilo alemán, de al lado del teatro, acortando la velada con animadas
discusiones bañadas y aun ahogadas en cerveza. En ese círculo conoció Pedro
–conocí yo también– a Lydia Lopokova –lady Keynes ahora, recientemente enviudada–
la primorosa bailarina rusa del ballet imperial de Petrogrado, como entonces se
llamaba San Petersburgo, hoy Leningrado.
He visto retratos de lady Keynes en los
jardines de Bretton Woods, regordeta y de tipo de mujik. Pero cuando la
conocimos Pedro y yo era áurea criatura de ensoñación, como salida de una
lámina dorada de libro de cuentos de hadas. La vida y, sin duda, el dolor, le
han resaltado los pómulos y hundido la línea de la boca, la han humanizado
mucho. En su primera juventud, que rememoro, era extrahumana o sólo tan humana
como las princesas de Edmund Dulac. Estaban enamorados de ella, y le hacían la
corte, conjunta y separadamente, Ralph Roeder y Heywood Broun. No me acuerdo ya
donde vivía Lydia, pero la veo claramente en la memoria, sentada junto a una
ventana de modesto apartamiento amueblado, con el tejido o el bordado en el
regazo y sobre el bordado o el tejido delicadamente doblegada la cabeza, muy
sencillamente peinada y mostrando en la limpia nuca la maravilla de una
vértebra saltada. Al lado de Lydia, su mamá; estoy seguro de que era su mamá.
Era retraída la linda Lopokova, y de una modestia encantadora. Yo hacía por
aquel entonces el catálogo de las mujeres de los versos de Horacio –no sé si
influencia de The Dream ofFaír Women, de Tennyson, o de algo antiguo– y
en vano busqué quién de aquellas romanas verdaderas o fingidas podría
corresponder al tipo de Lydia: ninguna, a pesar de lo horaciano del nombre de
la rusa. Pedro y Ralph tenían la ventaja de poder conversar con Lydia en
francés, mientras que el pobre de Heywood Broun hasta el inglés perdía en su
presencia. A Pedro lo que le interesaba saber era hasta donde tenían conciencia
en Petrogrado de la influencia de Isadora Duncan en el ballet ruso, y de la
esencia francesa de ese arte. Parca de palabras, Lydia le respondía como
sorprendida de que alguien de una isla antillana supiera tales cosas o quisiera
saberlas, mientras que a mí me maravillaba que se pudiese prestar interés a
tales cosas delante de Lydia, en vez de sólo adorarla como la adoraban Ralph y
Heywood, y como la hubiera adorado yo si hubiese tenido libre el corazón.
Así las cosas, Lydia, un buen día, dejó
burlados a sus dos enamorados. Ralph dejó de ir a patinar, ejercicio en que
acompañaba a Lydia, y lo consoló una novia pintora, muy fina mujer, Jo Nevison,
que vivía en un piso muy alto en la calle 59, frente al Parque Central; pero no
casó con ella tampoco, sino con otra rusa, la admirable Fanya Mindel, Fanya la
campeadora, con quien hemos reñido todos sus amigos, yo sin dejarla de querer.
Broun, en cambio, casó con una sufragista famosa, Ruth Hale, que le dio un
hijo, que le dio el alma también –alma de acero– de quien, sin embargo, como a
los veinte años de casado, se separó, enamorándose, cuando ya Ruth era muerta,
de una chica linda y católica que lo convirtió a la religión de Roma. Sería su
manera de serie fiel a Lydia. Pero lo que interesa saber aquí es que Lydia
abandonó el círculo de los "Washington Square Players" por un
ambiente más suyo y más universal.
Serge Diaghiliev había llegado de Rusia a
Nueva York trayendo –como empresa de Edward Gest– el ballet imperial auténtico –música
de Stravinsky, decoraciones de Leo Bakst, coreografía de Fokine– y Lydia se
reincorporó a esa célebre troupe con su rango de prémiere danseuse. Debutó
con El Pájaro de Fuego y su belleza y su arte tomaron a Nueva
York por asalto. Olvidamos la guerra. Nos olvidamos hasta de nosotros mismos,
en la embriaguez magnífica de aquella revelación. Pedro y yo casi no perdimos
función ni en la Metropolitan Opera House ni en el Century Theatre, y
asistimos a muchos ensayos, en cierto modo más admirables que las
representaciones públicas. Allí formábamos grupo con Troy Kinney y su esposa,
que escribían e ilustraban con aguas fuertes admirables un libro sobre el ballet,
y en cuya casa –un espacioso apartamiento de arquitectura gótica– nos reuníamos
a beber café turco, a comer nueces y pastelitos de miel, y a desentrañar los
secretos de la técnica del ballet, no para librarnos ge su magia, sino para
refinarla. Esto arrobaba a Pedro, que parecía como que toda su vida se hubiera
dedicado a estudiar la danza; pero no sé si llegó a escribir sobre la Lopokova
como escribió –una de sus mejores páginas– sobre la Duncan, a quien habíamos
visto bailar la Quinta Sinfonía de Beethoven y hacer el papel de reina trágica
en el Edipo rey, de Sófocles. También Martín Luis Guzmán se encendía en
el fuego pasional del ballet, y creo que de entonces data la afición que le ha
tenido y por lo que ha habido, en cortas temporadas y sin mayores
consecuencias, un Ballet de la Ciudad de México digno de mejor suerte. Pedro y
yo nos apartamos de mis amigos norteamericanos. Nueva York se nos llenaba de
voces y rostros y urgencias de México. Cuando volvimos al Bandbox y a
las veladas con cerveza, era imposible no darnos cuenta del desastre de Heywood
Broun por causa de Lydia Lopokova.
El Universal (México), 26 jul.,
1946.
“Inmemoriam Pedro Henríquez Ureña” (5ta
parte), Ponencias. De la semana
internacional de homenaje a Pedro Henríquez Ureña en el cincuentenario de su
muerte. Santo Domingo, D. N. pp. 490-94.
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