viernes, 19 de abril de 2019

Lección del “Pervigilium"




   Salomón de la Selva


 A Mariano Brull no lo volví a ver, después de los primeros meses de mi amistad con Pedro, hasta que vino de embajador a México con la delegación cubana a la Conferencia de Chapultepec. Por Pedro lo conocí en Nueva York. He descrito a Ralph Roeder. Brull era un Ralph latino, enamorado de lo nórdico, pero con menos pasión que Ralph de lo mediterráneo. Un Ralph perezoso y por eso rebelde contra las disciplinas intelectuales que exigen laboriosidad continua. Compartía con Pedro un pequeño departamento amueblado hacia el centro de la ciudad, y Pedro, que vivía en sus amigos, como he dicho, desbordándose en ellos, quería volcar en Brull todo su saber de "scholar". Brull, que no pretendía más que ser deliberadamente un poeta menor, con el mínimo bagaje de erudición, rechazaba la Historia del Ritmo de la Prosa Inglesa de Saintsbury y cuanto más lo instaba Pedro a que leyera, contentándose, para superar a Pacheco y no sé a qué otros poetas de su tierra, con leer a los prerrafaelistas de corrido y traducirlos al español con pulcritud.

 Ya hombre formado, ha traducido del francés, especialmente a Paul Valéry, con lo que le sobra para distinguirse en el mundo diplomático. Pero Pedro era tenaz y logró que Brull se interesara en conocer la pintura italiana. El cubano halló a su gusto a Benozzo Gozzoli, bastante cosa, me parece, para llenar una vida, y lo recuerdo con agrado porque en su primer libro de versos me dedicó los que hizo a un ángel de ese pintor, detalle de un mural paradisíaco, del que había comprado una estampa fotográfica a colores que creo que también me regaló. Por Brull y por afición propia, Pedro se entregaba al estudio de la pintura con callada pasión absorbente. La pintura le llenó muchas vidas.

 Pedro se inclinaba siempre hacia lo esencial, y en lo esencial se aferraba. Su pintor favorito era Piero della Francesca, más todavía que Massacio a quien también admiraba. A mí me ganó la preferencia Giorgio de Castelfranco, llamado Giorgione, sin que ahora pueda decir si como pintor o por la tragedia de su vida. Pedro se inquietaba de que yo fuese así y no tuvo conformidad con mi predilección hasta que en un "retrato de un joven" de Giorgione descubrí a Pedro mismo, conforme yo lo veía entonces, y en unos versos que hice sobre ese retrato hice el de Pedro. Pero aun con esto, Pedro me indicaba que Giorgione, sin ser decadente, ya es la línea que divide del decadentismo a la verdadera gran pintura. Giorgione, no Rafael -que ya es decadente- es la perfecta madurez del arte. Por eso mismo Giorgione es peligroso, que cuando se ha llegado a madurar, terrible es lo que espera. Se cae en lo voluptuoso, hasta en lo lúbrico: en Ticiano, en Rubens, y después en lo que ya no es deleite de los ojos. Al llegar a la madurez hay que volver a los comienzos, que volver a empezar, a la alegría del "Pervigilium" que Pedro amaba desde que leyó y tradujo el Mario de Walter Pater: "ver renactus orbis est", según la lección de Baehrens en vez de "ver natus orbis est", que carece de significación particular, y de "vere natus iovis, est", en que yo insistía.

 Quiero explicar que me parecía absurdo atribuir el lindo cantar a Horacio o a Catulo cuando todo en él indica y confiesa un tiempo ya bien entrada nuestra era y empezada la poesía romance. En "vere natus iovis est" advertía, yo -insistía en advertir-, en medio del jolgorio pagano de la primavera, una nota cristiana de alegría pascual: un paso más y sería la celebración de Navidad -"vere natus iesus est"- y la dedicación de las flores de mayo a la Virgen. Diserté sobre esto en la Universidad de Columbia, y alegré a unas jóvenes monjas que asistían al cursillo que dictaba. Pedro me sublevaba atribuyéndome "imaginación creadora", pero sosteniendo por razón de integridad intelectual el "ver renactus orbis est". Irritado yo, le pregunté si acaso había sido a él a quien la Musa inspirara. Quería herirlo. Quería decirle "¡Calle usted, que no es poeta!" Y fue divertidísimo y hasta me dieron ganas de llorar cuando Pedro me gritó: "¡Sí, sí, a mí me lo dijo la Musa!" Él estaba seguro. Y fiel al mandato de esa inspiración, siempre andaba volviendo a las fuentes, a los orígenes, a los principios.

 Por eso a Pedro lo atraían todos los movimientos nuevos en todas las artes, como el versolibrismo de Paul Fort en Francia y de "H. D." Y de Amy Lowell en los Estados Unidos, materia a la que dedicó largos y profundos estudios en español; como la música a colores de Scriabin cuyo poema sinfónico Prometeo, para "clavicordio per luce" con orquesta, oímos juntos en el Carnegie Hall, y como, en fin, el movimiento pictórico mexicano de 1921-1924 del que fue animador entusiasta con la esperanza -fallida- de un renacimiento. Por eso, sobre todo, se acercaba Pedro a los poetas jóvenes, y me maravillaba que el amor en la vida real lo tuviese en menos, y a los noviazgos y líos con mujeres, que es el más natural reverdecer del mundo, los juzgase como sin importancia. Amis ojos crecía enormemente la figura de Antonio Caso, de quien Pedro me contaba como prueba de no ser necesaria la indulgencia sexual, que había sido de una castidad absoluta toda su vida de soltero. Pedro se empeñaba en que yo conociera a sus amigos de México, que eran tan gran parte de sí mismo; por eso esa confidencia que surgió a propósito de un fragmento de William Blake. Pedro, Hipólito sin tragedia, era casto, y enamorado, y aun disoluto, en sus amigos, contado por Pedro, era un delicioso poema ingenuo el enamoramiento de Alfonso Reyes de una discípula preparatoriana a quien raptó para hacerla su esposa, y el cuento se hacía más poesía a causa de una pequeña prosa lírica de Alfonso en que pide ayuda a sus amigos para robarse a la novia.

 En todo esto seguramente que le iba la vida al poeta, el honor a la muchacha, definitiva e irrevocablemente enamorados, pero para Pedro era como literatura. No creo que sea imprudencia recordar y publicar estas cosas. A Alfonso enamorado lo gozábamos leyendo Aucassin et Nicolette, la "chante-fable" deliciosa que se deshace en la boca como un confite. Para Pedro, pues, el amor era entonces vicaria experiencia y género medioeval, carente de actualidad, y en la literatura medioeval -que yo estudiaba en la Universidad bajo la guía de mi querido maestro Raymond Weeks, amigo de Ralph y con quien Pedro también hizo gran amistad- halló manera de entender y de explicarse la demencia de amor que embargaba a Vasconcelos, Tristán enloquecido a quien había que perdonar todas sus traiciones por sólo eso. Ni hay que insistir mucho para descubrir el medievalismo de Vasconcelos: en su fuerte intelecto, en su pasión carnal, en la soberbia de su espíritu, ya por fin vencida, es trasunto de Pedro Abelardo. El quinto canto del "Infierno" es final. Después del siglo XIII no se ha vuelto a amar así.

 Volviendo al "Pervigilium", yo estaba muy orgulloso de la traducción que hice del estribillo de ese cantar, vertiendo "eras amet qui nunquam amavit, qui amavit cras amet" en un terceto endecasílabo:

 Ame mañana quien jamás ha amado
y más que nunca pruebe amor mañana
quien el sabor de amor tiene probado.

 Pero en cuanto a reflejar el sabor primitivo de los yambos latinos, Pedro halló inadecuada mi versión. Le sabía a Giorgione. Prefería la traducción de un poeta argentino, cuyo nombre freudianamente he olvidado, que Darío había publicado en Mundial.


 El Universal (México) 21 jun., 1946.

 “Inmemoriam Pedro Henríquez Ureña” (3ra parte), Ponencias. De la semana internacional de homenaje a Pedro Henríquez Ureña en el cincuentenario de su muerte. Santo Domingo, D. N. pp. 82-85.

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