sábado, 29 de marzo de 2014

En lo oscuro de la escena



  

  Pedro Marqués de Armas

 El que le cortó la cara al Padre Claret, aquella noche a la salida de misa, respondía al nombre de Antonio Abad Torres. Pasaba de cuarenta años, según algunos; era natural de Islas Canarias, con más de una década en Cuba; y de oficio zapatero, aunque sin empleo. Por tal motivo, merodeaba entre Gibara y Auras en busca de trabajo, como expuso José Manuel Mestre en su sonada defensa.

 Tiempo atrás estuvo implicado en el asesinato de Cristalero, un vendedor ambulante cuyo cadáver apareció en el camino real; tras varios meses en prisión y a falta de pruebas resultó absuelto.

 Pero ahora las pruebas no podían ser más concluyentes: apresado en el acto, descubierta el arma en el lugar de los hechos, conocidos los antecedentes, etc., y luego las evidencias presentadas durante el juicio, incluyendo las declaraciones de los religiosos, del amolador de tijeras, de un primo muerto de miedo y la de alguien que escuchó (supuestamente) una conversación incriminatoria.    

 Se dijo siempre que Antonio El Isleño, como también se le conocía, tenía la pretensión de asestar un golpe mortal. Que había previsto ejecutar el crimen en Gibara. Que al no darse allí las condiciones, decidió entonces seguirlo hasta Holguín. Que tras besarle el anillo (o hacer como tal, mientras le cuchicheaba algo en la oreja) le asestó el primer navajazo. Que la navaja había sido afilada al efecto. Que tenía billete para Pinar del Río, donde pretendía refugiarse. Y que aunque no había presencia de terceros, se lo había hecho saber a un colono chino de nombre Juan Alvarado. 

 El 15 de marzo de 1856, a mes y medio del escandaloso atentado, ya la Audiencia de Holguín dictaba sentencia, condenándole a la pena de muerte en garrote vil a fin de satisfacer la “vindicta pública”. El acusado podía, no obstante, apelar a la Audiencia de La Habana y así lo hizo, la cual nombró de oficio para la defensa al joven José Manuel Mestre, que se acababa de graduar. 

 El defensor desmontó todas y cada una de las pruebas, al menos lógicamente. Habló de un criminal suelto, siguiendo las noticias por la prensa y agazapado en los corrillos. Acusó de encarnizamiento al juez principal. Señaló diversas irregularidades técnicas. Y sostuvo la locura del acusado, ya expuesta por la primera defensa, en caso que hubiera cometido el acto:  

 “Un hombre que a la edad de más de cuarenta años no ha mostrado tener una índole extraviada, no puede salir de su estado normal para lanzarse de repente a la carrera del crimen sino es llevado a ello por un impulso extraño cuanto poderoso”. Y tanto más, según Mestre, sino alberga motivos y el acto resulta ostensiblemente gratuito, como creyó establecer.

 Asimismo negó que procediera por instigación, ya que aquellas no eran las maneras del criminal, siempre dispuesto a obtener algún beneficio. Se trataba, en cualquier caso, de un desesperado, alguien que persigue una solución para sus males y que “no atreviéndose a suicidarse, busca la muerte donde quiera, aun en el cadalso”. 

 A juicio de Mestre el zapatero canario habría experimentado un arranque, un arrebato, un rapto incontestable tras el cual, aunque recuperase la razón, podría no recuperar la memoria, no pudiendo dar cuenta de lo ocurrido.

 Pero los peritos médicos designados por la Alcaldía Mayor de Holguín no reconocieron síntomas de locura (actuales ni precedentes) y descartaron la supuesta monomanía homicida. Durante el proceso, Abad Torres se mantuvo impertérrito y se negó a declarar el móvil de su conducta, mientras los jueces afirmaron no reconocer relación alguna entre ambos sujetos, negando perjuicio inmotivado del Arzobispo hacia el acusado. 

 El código penal vigente contemplaba la irresponsabilidad criminal del loco, pero ésta debía ser establecida por una comisión médica (Novísima Recopilación).   

 Aunque el recurso a la demencia no se impuso como tal, su peso en la exposición de Mestre pudo influir en la modificación de la sentencia, no menos que el llamado a no atizar la venganza o que el recordatorio de que el propio Padre Claret ya lo había perdonado, elemento éste que, en su opinión, no fue debidamente considerado en la primera instancia. 



 El fiscal resultó especialmente atraído por los argumentos de Mestre, a quien la nocturnidad del atentando serviría para desmontar lo que parecían evidencias contundentes. El farol del monaguillo, dos metros delante de la comitiva, no podía iluminar sino muy precariamente aquella escena y bien podía ser que los guardias hubieran apresado a B. en lugar de A.

 Consideró el fiscal, por último, que el origen del delito seguía siendo un enigma, mientras la Audiencia ratificaba la culpabilidad del procesado, pero condenándole ahora, en virtud de que las heridas no habían sido de gravedad, a la pena de diez años en el presidio de Ceuta, con prohibición de retornar a la Isla.

 A lo largo de proceso no salieron a relucir sospechas de índole política, si bien rondaron en todo momento y no se descartaba en principio la idea de un crimen a sueldo. El Gobierno exigió formalmente una minuciosa investigación pero los juicios se celebraron con suprema celeridad.

 No tardó Claret en ser llamado por la propia Reina Isabel a otra misión, ahora como Arzobispo de Toledo, abandonando ambos, agresor y agredido, el suelo cubano casi al mismo tiempo.

 Aún hoy, lo más que podemos es enumerar cierto número de hipótesis sobre los móviles del atentado:

 Una conspiración masónica.

 A interés de algunas facciones del clero.   

 Por afectar a varios curas amancebados.

 Por meterse en el camino de autoridades civiles y militares.

 Por irritar a ciertos negreros. 

 Por defender a ciertos alzados.

 Por racismo.

 Por un rapto de locura.

 Por tratarse de un criminal sin más (tanto más canario).

 A consecuencia del casamiento entre una blanca (supuestamente hermana suya) y un negro libre de Tumbacuatros.

 Y vox populi desde entonces, por convertir Claret a su concubina. 

 O una combinación de las anteriores.  


viernes, 28 de marzo de 2014

Generaciones de iniquidad






 Antonio María Claret 

 He visto con mis propios ojos y movido a compasión he socorrido a muchas infelices mujeres cargadas de hijos, pues algunas cuentan seis, nueve y más, habidos de diferentes hombres; porque después de haber vivido amancebadas algunos años con uno, éste las abandona, y no pudiendo subsistir por sí solas con la carga de los hijos pequeños se entregan a otro del que también tienen hijos, y éste les abandona como el primero enamorado de otra o por cualquier leve motivo... Los hijos a imitación de los padres se entregan al contubernio apenas llegan a la pubertad formando de este modo generaciones de iniquidad, como lo he visto en los libros parroquiales…

 Estos hijos de distintos padres y por consiguiente de distintos genios, aunque hermanos uterinos, no pueden menos de vivir en una continua anarquía doméstica y lo peor es que los males y desgracias no quedan limitados al breve recinto de la familia sino que se extienden en todas direcciones para vulnerar la moral pública; pues careciendo de educación, ocupación y oficio, son holgazanes y viciosos y han de vivir a expensas de los demás robando, estafando, jugando, etc., y siempre les pasará cuenta desear y promover revoluciones para ver si mejoran de fortuna aunque sea por los medios más inicuos. Y no es esto una mera sospecha, sino verdad positiva, pues he visto que en los puntos de mi arzobispado en que es más común este modo de vivir, es donde hay más insurgentes y revoltosos contra el legítimo gobierno español. 

 Estos males se siguen de los amancebamientos, y si bien es verdad que con la santa visita y misión que estoy practicando se han remediado mucho, porque he allanado todas las dificultades y ahorrado todos los gastos que ha sido posible a los que han querido contraer matrimonio…
 

martes, 25 de marzo de 2014

Relación de los hechos




 
 Carta familiar recibida en el Palacio Arquiepiscopal de Santiago de Cuba. 




 Ayer escribí a V. de carrera, con mala pluma y peor pulso, lo que más importaba a V. saber, esto es, que el Prelado sigue bien. Hoy pienso escribir con más despacio, empezando por lo que menos importa, esto es, por las particularidades y vulgaridades de nuestro viaje, y concluyendo con la relación circunstanciada del atentado que se cometió.

 Hasta Palma Soriano caminamos sin particular desasosiego acerca de S. É. IIma., consolándonos la opinión que habían formado los medicos al reconocer por primera vez las heridas; pero en Palma Soriano empezaron a darnos malas noticias, y puede V. figurarse con qué susto pasamos aquella noche, y caminamos el siguiente día. Las malas noticias se iban repitiendo en Palo-Picado, Demajagua, etc..., hasta que llegamos a Sabanilla,  que dista de Cuba treinta leguas, y de Holguín doce. En el indicado punto de Sabanilla nos dijeron ya que S. E. estaba fuera de peligro, y, como V. puede suponer, esta noticia nos quitó de encima grandísimo peso. Llegamos, por fin, ayer, a cosa de las once de la mañana, y una hora después vimos la  curación que practicaron los médicos. Hemos llegado algo estropeados.

 Vamos ahora al atentado. El día en que esto sucedió, visitó el Sr. Arzobispo el cementerio, la cárcel y el hospital con un humor tan alegre y festivo como acostumbra: fue el viernes 1.° de febrero. Por la noche dio principio a la novena del Corazón de María, y predicó bastante largo de la Virgen. Entre otras cosas, dijo que la Virgen lo había salvado muchas veces de peligros inminentes de perder la vida. Tal vez el asesino oyó esto. Concluido el sermón y cantado los gozos, salió S. E. de la Iglesia acompañado de la multitud, como siempre. A pocos pasos fuera de la puerta se acercó el asesino en ademan de quererle besar la mano, y llegando su cara a la del Sr. Arzobispo, como si quisiera decirle algún secreto, le dio la terrible cuchillada en la mejilla izquierda desde bajo la oreja hasta la barba, penetrando la herida hasta la boca. Su S. E. retrocedió, y naturalmente llevó la mano derecha hacia la parte herida, y entonces recibió la segunda herida entre el dedo pulgar y muñeca. Algunos dicen que el asesino le tiró segunda vez, y que al parar este golpe recibió esta herida, otros que una misma cuchillada hizo las dos heridas. El Sr. Arzobispo, sin levantar la voz, dijo: «Quítenme a ese hombre.» El Sr. Vicario Liado, que iba a su lado, se puso entre S. E. y el asesino, y asustado, gritó: «¡Excmo. Señor, ¿qué es esto?». El paso que el Señor Arzobispo dio hacia atrás facilitó esta interposición de Liado, la cual desconcertó al asesino, quien no quería dejar incompleta su obra diabólica; y mientras estaba con el brazo levantado, deliberando tal vez si debía degollar también a Liado, para acometer de nuevo al Arzobispo, se echaron sobre él dos salvaguardias: uno lo cogió del brazo que tenía levantado, y armado todavía con la navaja, y el otro le aseguró por la cintura. 
 El Sr. Arzobispo perdió el anillo, que se encontró lleno de sangre y algo abollado: el asesino soltó también su navaja, la cual fue asimismo encontrada al lado del anillo. 
 El Sr. Arzobispo, sin perder un punto su serenidad, se dirigió a una botica que está próxima a la misma Iglesia, comprimiendo él mismo con la mano la mejilla partida. Inmediato a la botica vive un médico, que se hallaba a la puerta y fue testigo de todo el suceso, y procedió a reconocer la herida. Todos los médicos de la ciudad acudieron en un instante y le pusieron el primer apósito.    
 Acudió también el señor teniente gobernador, y le dijo que el agresor estaba preso. S. E. contestó a esto lo que era de esperar, que le perdonaba, y no quería que se procediese contra él. 
 Opinaron los médicos que no debía venir por su pie, y él mismo, con una serenidad que admiró a todos, se acostó en unas pavilmelas, y así lo trajeron a su alojamiento. 
 Ha perdido más de tres libras de sangre, pero yo sé que no daría él estos días por todos los intereses del mundo. «Hace muchos años, dice, que no he sido tan feliz como en estos días; nada he sentido.» Le gusta que le acompañemos, y siempre está alguno a su lado; se ríe cuando se le cuenta alguna cosa chistosa; pero no habla, porque los médicos dicen que no debe hacerlo, para que se una la mejilla.

 Dos palabras acerca del asesino. Este es un perdido isleño o canario, criminal viejo, de quien se sospechan otros crímenes atroces. Cuando S. E. llegó a Gibara él fue también allá, se presume con el designio de ejecutar su atentado; mas como S. E. no se detuvo en Gibara, lo siguió a Holguín. En el mismo día del atentado sacó paso para Pinar del Río, con el ánimo sin dudado alejarse luego de consumado su crimen. Esto pecador viejo, habituado a cárceles y con una calma imperturbable, lo niega todo, pero el delito está probado. 
 La Indignación de Holguín contra este miserable no puede llegar a más. Si lo entregaran al pueblo lo harían pedazos; y esto no solo en la ciudad, sino también en los campos. Al mismo tiempo son muchas y muy grandes las demostraciones de interés a favor del Sr. Arzobispo.  
 Todos los médico se reúnen  espontáneamente para cada vez que se hace la curación, y uno ha estado siempre de guardia mientras hubo algún peligro. El señor gobernador casi todo el día está aquí: en los primeros días estaba de guardia constantemente un oficial de la guarnición, y ahora hay un cuerpo de guardia con un oficial en la casa inmediata, que es la del P. Telles. 
 En el pueblo hubo una consternación y un susto universal. Los holguineros muestran que aman de veras a su Prelado.»


lunes, 24 de marzo de 2014

Perfiles de una herida




 
 «Febrero 5 de I856. —A las doce del día. —Acababan de reunirse en la habitación de S. E. Ilma. los señores facultativos encargados de su asistencia. El Señor secretario de Cámara, el Rdo. P. Caldácano y el que suscribe, asistimos a esta conferencia de los facultativos y hemos visto las terribles heridas que le infirieron las sacrílegas manos del asesino. La herida de la mano parte de la raíz del dedo pulgar hasta la muñeca. La de la cara se extiende desde cerca del ojo izquierdo hasta la punta de la barba, pasando por debajo de la mandíbula y tocando el mismo hueso; el instrumento del asesino entró con tal fuerza que hubo de mellarse con las muelas, donde también tocó, por lo que a primera vista hubiera parecido imposible una pronta y decisiva curación. Con todo, el examen practicado en este momento da por resultado una seguridad satisfactoria, pues según los facultativos la herida de la cara ha empezado a curarse por la boca, lo cual es sumamente prodigioso.

 S. E. Ilma. sigue más animado, habiéndonos encargado decir a V.E. de su parte, haga presente a su clero y feligreses lo grata que es en medio de sus dolores la noticia del sentimiento manifestado por su repentina desgracia. -Antonio María Liado, presbítero.»

  El Redactor, febrero de 1856.


 Aunque en los periódicos de la Habana que estos últimos días hemos recibido, nada hemos encontrado respecto del Arzobispo de Cuba, hemos sabido que en cartas particulares, y aun alguna de ellas escrita por el mismo Sr. Arzobispo, se anuncia el completo restablecimiento de este, habiéndosele cicatrizado las heridas de la cara y del brazo, y aun hemos oído una particularidad que, a ser cierta, sería muy notable, especialmente si se recuerda que la tentativa de asesinato contra su persona se cometió la víspera de la fiesta de la Purificación de María Santísima y después de haber dicho en el sermón que a esta Señora debía haberse salvado de mil peligros y amenazas: esa particularidad parece ser que en una de las cicatrices ha quedado como dibujada de perfil una imagen de la Virgen; por eso decimos, que, a ser esto cierto, sería muy de atender todas las circunstancias.

 Revista Católica, No. 167, Barcelona, 1856.


 «Pongo en conocimiento de V. S. lo que acaba de participarme el señor licenciado Garófalo que preside las juntas de facultativos que tan asiduamente velan por la importante salud del Prelado. Acaba de verificarse nueva junta con los cinco facultativos que asistimos S. E. Ilma. Se ha procedido la curación segunda, examinándose nuevamente las heridas con el mismo cuidado y detención. La herida de la cara es de gran longitud, habiendo seguido en toda su extensión terrible una dirección curva con la convexidad hacia la oreja. Es mucho más profunda en la parte inferior del rostro que en la superior, la cual está cicatrizada, aun cuando llegó a perforar toda la mejilla hasta penetrar el instrumento en la boca. Felizmente está dicha parte cicatrizándose también por el interior, si bien con la lentitud que es consiguiente a una herida de tal ostensión y profundidad, y que no habiendo sido posible cerrarla por primera Intención, ha de superar necesariamente: el pus, empero, es de buen carácter, y no muy abundante, cual corresponde al perfecto estado de salud y robustez de S. E. I.» 

 El Redactor, febrero de 1856.