—«Holguín,
febrero 3. — Escribo a V., amigo mío, todavía bajo la impresión que causa en el
ánimo uno de esos acontecimientos inauditos, desgraciados, de los cuales no acierta
uno a darse explicación a sí mismo. Hablo de la herida inferida al Excmo. e llmo.
Sr. Arzobispo en la noche de antes de ayer del corriente al salir de la
iglesia, en esa noche precisamente que S. E. L estuvo elocuente, feliz como
siempre, más que siempre, habiendo sido el tema de su sermón el misterio de la
Purificación de Nuestra Señora, que explicó con aquella facilidad, aquella
gracia, aquel entusiasmo con que se expresa cada vez que habla de la Madre del
Redentor.
Había logrado su objeto de penetrar en el
corazón de todos sus oyentes comunicándoles un rayo de su fe, constituyéndolos en
aquel estado de contemplación religiosa, de dulcísimo y agradable arrobamiento
en que queda el espíritu después de experimentar las tiernas emociones que supo
producir el ilustre orador y que solo es capaz de inspirar una Religión santa y
sublime.
—Recogido aun el pensamiento, creyendo todavía
oír el eco de aquellas divinas palabras, un grito sorprendente, aterrador, se
repite de boca en boca... y el estupor, el espanto se pintan en todos los
semblantes. ¡Han herido al Sr. Arzobispo, han muerto al Sr. Arzobispo!!...
Conmuévese la población por todas partes y corre presurosa a la oficina de
farmacia de D. Manuel Guerra, en donde se hallaba S. E. I. por haber tenido lugar
el hecho en su inmediación... Llenas la calle y plaza de un inmenso gentío, no
se oía, sin embargo, una voz... Reinaba un silencio triste y profundo alterado
solo por preguntas sobre el estado del ilustre herido o alguna imprecación
contra el miserable agresor.
—Entretanto los cinco facultativos que hay hoy
en la ciudad nos ocupábamos en curar las heridas, que son dos, una en el lado
izquierdo de la cara, como de cuatro pulgadas de largo, desde cerca de la oreja
hasta la comisura de los labios que interesa todo el espesor del carrillo,
penetrando en la boca, y otra en la muñeca derecha, con colgajo, como de dos
pulgadas, sin interesar más que los tegumentos, y que se conoce haber sido
hecha al levantar la mano en el movimiento natural para separar el instrumento agresor,
ambas hechas con una navaja de afeitar que se encontró en el suelo. El agresor
fue preso en el acto mismo por dos municipales que acompañaban a S. E. L
—Concluida la curación fue conducido el herido
a su casa en una camilla del regimiento de la Habana por cuatro granaderos del mismo,
acompañándole el clero, el Sr. teniente gobernador, los señores coronel,
segundo jefe y oficiales de dicho cuerpo, y el pueblo todo y todas las clases,
todos los colores, ambos sexos y todas las edades, tristes, silenciosos,
llorando todos, formaban el cortejo respetuoso, imponente...
En medio de tan horrible desgracia puede tener
S. E. I. la íntima satisfacción, el consuelo de que este pueblo de su cariño y
simpatías no ha desmentido su cordura; no le escasea las pruebas de afecto,
expresándole de todas maneras su intensísimo pesar y lavando con sus lágrimas
la mancha de su suelo, la sangre ilustre que un sacrílego en hora menguada ha
derramado.
La justicia lo tiene bajo su terrible poder, y
noche y día sin levantar mano sigue el curso de su proceso. Hasta aquí está
obstinado en una pertinaz negativa, pero en medio de su aparente serenidad
dicen que se deja traslucir su crimen...
No puedo entrar en esto por ahora, como V.
conocerá.
El pueblo está ansioso por saber el curso y
progresos de la causa con un interés inusitado y vehemente.
—El agresor es un zapatero que hubo aquí
llamado Antonio el Isleño, que ni conocía al Sr. Arzobispo, ni lo ha visto
hasta ahora, pues la otra vez que estuvo aquí en misión estaba aquel preso con
motivo del proceso de un asesinato que se perpetró en el camino de Gibara en la
persona de un infeliz conocido por el Cristalero, en que apareció complicado y
de que fue absuelvo. Después se fue de aquí y ha andado por la jurisdicción,
fijándose más en Gibara y Auras, habiendo ido a aquel puerto el día que
desembarcó S. E. L. y venido a esta ciudad el mismo día que este señor.
—S. E. I. hizo llamar al Sr. Alcalde mayor
para suplicarle con su natural mansedumbre y humildad que suspendiera todo
procedimiento, que él nada pedía ni quería, y que perdonaba al desgraciado que
lo hubiese ofendido. Estas fueron también sus evangélicas palabras cuando lo
estábamos curando al decirle el Sr. teniente gobernador que estaba preso el
asesino: Señor, dijo, yo le perdono, nada pido contra él; no quiero que le
hagan mal al pobrecito:... ¡palabras sublimes, y más sublimes aun en aquellos
momentos de sangre y confusión, dichas con tanto candor y bondad, con interés
tan paternal y cristiano!...
Nada más se le oyó decir durante la curación palabras cariñosas; ni una queja, ni un ¡ay! ni un suspiro... Desde aquel
momento lo asistimos los cinco facultativos, estando siempre uno de guardia por
turno, así como un eclesiástico, un jefe y un oficial de la guarnición, y un
vecino. El herido está en buen estado; ayer tuvo una ligera fiebre de reacción
que va decreciendo hoy, y nos lisonjeamos, si no ocurre algún accidente, de
verlo pronto restablecido y recibiendo las ovaciones que este vecindario
pacífico y religioso, que V. conoce, le rinde siempre como justo apreciador de
las virtudes de su Prelado.»
Diario de la Habana, 4 de febrero de 1856.
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