lunes, 20 de mayo de 2019

Una traducción de La Jeune Parque



  Cintio Vitier


 La traducción de poesía es un hecho que siempre nos deslumbra de contradicciones. ¿Cómo repetir lo único? ¿Qué es, en realidad, lo que se intenta expresar en otro idioma, cuando sabemos que lo esencial de todo poema, como diría el místico, es "un no sé qué, que se alcanza por ventura", y que esa ventura del poeta y del lector es inseparable del impulso espiritual que conduce a su hallazgo? Como todo imposible, sin embargo, la traducción de poesía es también una espléndida y fascinante aventura que se nos aparece, al entrar en su reino, colmada de infinitas posibilidades; pero, además, fundada en una sospecha prodigiosa: la de que podemos vislumbrar, aquí y ahora, la unidad del hombre, lo que no está dividido en las razas y las lenguas, y que el instante único de poesía, por su misma esencia, está hecho para encontrar su vibración idéntica en todas las cuerdas del instrumento de Babel.
 Ese rescate de la sustancia desconocida, que constituye la razón última de todo empeño poético, se desdobla sutilmente, adquiere insospechados matices en la empresa de trasladar de un ámbito lingüístico a otro ese tesoro que parece inseparable del organismo verbal en que se nos muestra encarnado y que le da su calidad insustituible, manifiesta y velada, de tesoro. Si la poesía intenta rescatar aquel origen, la idea misma de que esa operación se pueda transmitir interiormente de un idioma a otro, nos conduce a pensar en un rescate del ser de lo poético, extrayéndolo, aislándolo de las propias mallas que le hicieron falta al creador para pescar en lo insondable su pez maravilloso. ¿Pero no es inadecuado el símil? ¿No sabemos que aquí el pez y la red son una misma cosa? Y sin embargo, ¿no pudiera ocurrir que, una vez manifestado lo poético por esos medios únicos que lo hacen posible, contenga ya en sí, por la misma liberación cósmica que significa su nacimiento, una esencia infinitamente expresable, llena de esa luz y ese misterio de comunión que presentimos anteriores o posteriores, de un modo absoluto, a todas las expresiones específicas y contingentes?
 Si tantas perplejidades nos acuden al solo enunciado de la palabra traducción, ¿qué decir cuando se trata de traducir a un poeta como Paul Valéry, para quien “los más hermosos versos del mundo son insignificantes o insensatos, una vez roto su movimiento armónico y alterada su sustancia sonora”. Esta observación, expresada de mil formas por el autor de Charmes, alude, en efecto, a un fenómeno espiritual que constituye tal vez la motivación más profunda y continua de su hacer poético. No ya como observación, sino como vivencia inspiradora, esa actitud absoluta ante la forma es por lo pronto un dato temible para el traductor de Valéry. Pero este amante natural de los imposibles de los imposibles de la inteligencia y la expresión, tenía a su vez que sentirse atraído, justamente a causa de las contradicciones que implican, por las delicias y los infiernos del traductor. Mathilde Pomès nos lo presenta en este aspecto de su actividad, con penetración y finura. Y es significativo que una de las ideas más preciosas y útiles que expone Valéry con respecto a la obra del traductor, sea la siguiente, entresacada del comentario a su propia versión de las Bucólicas: “El trabajo de traducir, con el cuidado de una cierta aproximación de la forma, nos hace, de cierta manera, buscar el modo de poner nuestros pasos sobre las huellas de los del autor, y no fabricar un texto con la ayuda de otro, sino, partiendo de éste, remontarnos a la época virtual de su formación, a la fase en que el estado de espíritu es el de una orquesta cuyos instrumentos se despiertan, llamándose unos a otros y solicitando su acuerdo antes de concertarse. Es de este viviente estado imaginario que sería preciso descender hacia su solución en una obra de lenguaje no original”. Pero entonces habría que convenir en que solo pueden ser traductores los creadores, y aún más, que la traducción constituye un género independiente y especial, con su jerarquía y sus valores propios, dentro del ámbito de la creación poética.
  Sea o no sea aceptable en términos absolutos el juicio, Mariano Brull, como traductor de La Jeune Parque, lo justifica y lo ilustra. Su versión, en efecto, es ante todo la obra de un poeta, llena de sutiles aproximaciones que nos recuerdan la actividad creadora pura en la medida en que, también según Valéry, escribir es siempre traducir. Lo cual no significa, y mucho menos desde que entramos con lo traducido en una relación tan íntima como la quería el autor de Narciso, que pueda darse a este trabajo ejemplar de Brull la categoría objetiva de perfecto, como no sea en el sentido de planteamiento impecable de un problema. Cada lector, al confrontar el texto bilingüe, subrayará las coincidencias y discrepancias de su gusto y de su penetración del poema original, con los resultados ofrecidos por el traductor. No habrá probablemente opiniones unánimes; pero la fecundidad y el primor de la obra se comprobarán siempre por los que tengan una idea clara de las dificultades sorteadas y un tino seguro para medir la delicadeza, tanto de los aciertos aceptados como de los puntos sujetos a mayor controversia. Porque hay una finura de pupila, una tensión de pulso, que es el signo de la única perfección asequible y deseable en este género de empresas.
 No olvidemos que el español es esencialmente popular y el francés esencialmente culto; que el español es una lengua de gravitaciones y el francés de asociaciones; que el español es más pictórico y el francés más dibujante; que la palabra en español está hecha de vibraciones más amplias y ocupa un mayor espacio, mientras la palabra en francés tiende a fundirse en la dirección de su sentido; que, en fin, donde el español parece estar “quedando”, el francés parece estar “desapareciendo”. Por nuestra parte, al hilo de la lectura y comprendiendo tantos obstáculos, hemos señalado los versos o pasajes cuya versión más nos complacen, y los otros. En general puede observarse que el empeño de hacer alejandrinos, obliga al traductor, inevitablemente, suprimir, sustituir, o añadir palabras y frases, con la consiguiente oscilación, a veces casi imperceptible, de sentido. De todos modos, al entrar en este plano infinitamente plástico de los matices de sentido y las correspondencias de sonido (¿no existe un español ideal de Valéry, como seguramente un francés ideal de Dante o de San Juan de la Cruz?), comprendemos que la labor de traducir, en lo que tiene de inacabable por esencia, se aviene profundamente con el planteamiento de la poesía de Valéry, al que alude en la dedicatoria de La Jeune Parque, cuando dice: “este ejercicio”. En efecto, lo que a él le fascina es el estado de creación antes que la obra cerrada, y aun en esta persigue las huellas que pueden conducir al momento interior de la elección, de los obstáculos, de las aproximaciones, de los avances y retrocesos: en una palabra, al momento en que la obra se busca a sí misma y se confunde con las operaciones, lúcidas o ciegas, del espíritu. Por eso la crítica en Valéry tiende a convertirse en una psicología poética, y sus textos, a pesar de lo difícil o imposible que resulta concebirlos bajo otra forma, invitan a no considerarlos como definitivos o consumados, sino como “poesía en acto”. De aquí que una traducción como la de Brull, tan adentrada en la atmósfera íntima del poema, sea preciosa tanto por la hermosura de sus aciertos, como en la calidad de lo que el lector juzgue perfeccionable, porque así tenemos la sensación, tan cara a Valéry, del misterio penumbroso de un perenne “borrador”.


  
 Y sin embargo, como observa Charles du Bos en su Diario (22 de julio de 1922), Valéry “no admite jamás la palabra que es solo tránsito: es anti o más bien a-transición por excelencia, y el milagro (…) consiste en haber obtenido esa fluidez y esa música sin que una sola palabra sea desposeída de su compleja y rica diadema de asociaciones. El verso de Valéry corre, en una indefinible liquidez, con materiales tan densos, tan sólidos, tan minerales como es posible”. Tocamos aquí el centro de la cuestión que se plantea el autor de Ebauche d’un serpent como discípulo de Mallarmé: redescubrir la posibilidad del discurso poemático. A partir de Rimbaud la poesía francesa más significativa se caracteriza por el hecho extraordinario de que lo que se ofrece es solo el final de una combustión. De aquí lo incandescente, después lo cristalino de una poesía que es un ascua o un precipitado, y de aquí también el descubrimiento de la “poesía pura”. Llega entonces un instante en que se verifica a cada paso lo poético en estado de vislumbre, pero en que es muy difícil hacer el poema en el sentido natural, clásico o romántico, de la palabra. Por eso el nudo de la obra de Valéry está en el empeño de devolver el movimiento a la poesía, sin traicionar las ganancias (las “diademas de asociaciones”) adquiridas por la decantación cristalizadora que realiza Mallarmé, ganancias a las cuales, desde luego, él no puede renunciar. ¿Y no será que todo lo que se consideró, con razón, impuro e ingenuo a la esencia de lo poético, integra la posibilidad natural de que la poesía encarne y trascurra, –en una palabra, la posibilidad misma del poema?
 La solución de Valéry resplandece con brillos especiales en el texto de La Jeune Parque. En efecto, este poema como El cementerio marino y los fragmentos de Narciso, pero con mayor complejidad dramática y más riqueza de modulaciones en la voz solista, es sustancialmente un monólogo, por lo tanto, un discurso: también a veces un aria; y uno de sus encantos principales consiste precisamente en las graduaciones del tempo y del sonido. No resistimos a citar el pasaje que es un típico ritardando y diminuendo, después de la aceleración febril que lo prepara, desde “Hier la chair profunde, hier, la chair maitresse” hasta “Descends, dors, dors!” –instante que contiene, como en un deliquio de entrega y de piedad, el clímax del elemento cristiano del poema:                                                                          Suavemente,
 Al fin mi frente toca ese consentimiento, 
 Al cuerpo le perdono, y gusto la ceniza.
 Toda entera me doy al gozo del descenso,
 Abierta a los testigos, los brazos en la cruz,
 Entre voces sin fin, y sin mí balbuceadas.
 Duerme, mi saber, duerme. Y fórmate esa ausencia;
 Al germen y a la oscura inocencia retorna,
 Entrégate a las sierpes, viva, y a los tesoros…

 Entonces la voz se apaga y se oyen en la penumbra como los fragmentos, las sílabas húmedas de un coro sibilino:

 (La puerta baja es aro… en que la gasa pasa…
 A un tiempo todo ríe y muere en boca loca…
 Bebe en tu boca el pájaro y no lo puedes ver…
 Ven más abajo, habla bajo… Lo negro no es tan negro…)

 La contradicción apunta por Du Bos entre la fluidez de la corriente poemática y la resistencia de los materiales, se enriquece si consideramos el sistema de cortes que utiliza Valéry para no perder las sorpresas y el encanto de la detención, de los silencios mallarmeanos, que aquí oscilan entre un sentido absoluto de límite y otro dialéctico de pausa, en la acepción que la pausa tiene dentro del lenguaje dramático. La cita inicial de Corneille nos avisa; pero a los que habíamos adivinado un sabor Racine en el monólogo de la joven Parca, pensando además que así Valéry trataba de resolver esa tendencia al límite y a lo insoluble que representa Mallarmé, nos sirve de rotunda confirmación lo que declara el poeta a Du Bos en el diario de 30 de enero de 1923: “Diga usted más bien que he inscrito a Racine en Mallarmé…” Por lo demás esta conversación está llena de preciosas observaciones y confidencias en torno al poema que nos ocupa. Dice, en efecto, Valéry: “sin duda cuando comencé a escribir La Jeune Parque el principio del poema fue completamente mallarmeano, mas, ¿por qué? Hacía veinte años que no escribía versos y, al dedicarme de nuevo, era natural que la cadencia mallarmeana fuese lo primero en volver; pero es a partir de ese momento que para mí Racine entra en juego; si lo dijese que pasajes enteros de La Jeune Parque mientras con un dedo tecleaba de Gluck-Gluck es por demás el único que ha sabido encontrar el recitativo apropiado al versos raciniano…”


  En cuanto a la concepción del poema, siempre vuelve a extrañarnos que, en un mundo como el de Valéry, donde el pecado en sentido estricto no se valora (incluso al sentir la mordedura de la serpiente la Parca no se pregunta “¿Qué pecado?” o “¿Qué culpa?” sino “¿Qué crimen por mí misma o sobre mí consumado?”), irrumpa nada menos que el tema de la caída. Es cierto que al principio aparece como replanteada en términos griegos, y que la Parca no cae de un estado de inocencia sino de un estado de impasibilidad (hasta diríase que la diamantina impasibilidad es aquí tentada por la “oscura inocencia”), por esto resulta aún más enigmático y, sin duda, de las perplejidades que tal situación provoca, nace el impulso interrogante del poema. Porque ¿de qué modo se introduce la tentación del tiempo, de la fecundidad, de la muerte, en el pecho de una hija de los Dioses? La inocencia puede ser tentada, y aun forma parte de su naturaleza el serlo, pero ¿cómo alcanzaría la tentación a lo que está fuera de la vida? Y sin embargo, la Parca absorta, dice:

  Mas que sentirme herida me sentí conocerme…

 Ese conocimiento (la ciencia del bien y del mal), esa iluminación de las entrañas tenebrosas de la virgen

  -¡Mi ojo negro es umbral de infernales moradas!-

 se va desplegando como resultado progresivo del veneno que ella enseguida nombra mío, y que se aclara, conociéndola. La caída se convierte así en una metamorfosis, y asistimos a la tácita lucha entre la revelación cristiana (conocimiento-llaga-descenso) y la actitud pagana, representada por la noción, interior al poema, de que aún en la decadencia de la naturaleza prístina, se verifica un fuego que arde y se transforma con medida, un movimiento armonioso aunque lleno de dolor y contradicciones; y por la lucidez, por la consciencia estoica:

  Puesto que mis visiones entre el ojo y la noche
  Su mudanza más mínima, a mi orgullo consultan

 Esta absoluta conciencia, tan propia además de un poeta que, como su Narciso, encontraba un “tesoro de impotencia y orgullo” en la contemplación del “inagotable Yo”, nos devuelve al aspecto de especulación y juego en la ora poética de Valéry. Juego, ciertamente, de azar y de destino, donde eran cifras de mágica influencia en rapto y la atención, la voluptuosidad y el artificio. El aguzado texto que nos ofrece Brull, comparable a esas sombras de algunos pintores impresionistas, tan inteligentes y móviles que parecen luz, nos obliga a recorrer los puntos más significativos del arco que ese juego levanta y deja en el aire del espíritu, como ruina voluntaria y espléndida de un creador que prefirió el impulso a lo absoluto y la lucidez al impulso; que respetó en la expresión el misterio del germen; que buscó la verdad por la más implacable, nerviosa y tierna ironía.

                                                                                                1951

  Vitier, Cintio: "Una traducción de La Jeune Parque", Revista Cubana, (28): 176-185; en.-jun. 1951. Crítica sucesiva, La Habana, Instituto del Libro, 1971, p. 57-66.

sábado, 18 de mayo de 2019

La poesía de Mariano Brull




 Emilio Ballagas

 Es dificilísimo traducir en vibraciones divulgadoras (accesibles a la antena media) la pura onda lírica de la poesía de Mariano Brull. Desde su primer libro publicado en 1916 se advierte en su poesía un tono de intimidad y de recogimiento que denuncia al verdadero poeta moderno, exacto aprisionador de inexactitudes, que resuelve o inventa ecuaciones líricas y descubre la esencia eterna en la forma fugitiva, el latido absoluto —inagotable— debajo de la vibración externa. Pedro Henríquez Ureña decía en el prólogo a La Casa del Silencio que no se hallaba en dicha obra la poesía perfecta; pero sí el anhelo de perfección y sobre todo un espíritu intensamente poético, la virtud de suscitar emociones virginales.
 Han pasado los años y Brull se ha encontrado —se ha completado— a sí mismo. 
 Es el poeta más perfecto e interesante de la hora actual sin dejar de serlo en su generación, sin romper el hilo de pureza y de intimidad lírica que le une umbilicalmente —con sangre viva— a su “yo” anterior. No es Brull —a pesar de ser nuevo y difícil— lo que se llama un revolucionario de la poesía. A veces es magistralmente sencillo y tradicional como en el poema “Las Marías”. 
 Los Poemas en Menguante y El Canto Redondo señalan la plenitud lírica de Mariano Brull. Entre uno y otro libro no hay más que una línea estrecha de tiempo. Y, aun así, lo más definitivo y perfecto se encuentra en el último libro. Percepción afinada del color hasta agotar los más destilados matices; y virtud melódica, ingenuidad sabia. Y una milagrosa, una casta sensualidad que sabe recrearse en el trópico de que es hijo y es capaz de crear mágicamente el trópico dentro del verso. Léase el poema titulado “Palma Real”. Adéntrese el lector inquieto en ese otro poema “Isla de Perfil” incluido en su nuevo libro:

   Ilesa isla intacta,
   bozal del mar nómada,
   cabezal de nardos
   ahogados en la luz.
   Un ladrido en clave
   de nácares rudos
   y en rondas, soleados,
   estíos de agua.

 He sentido alguna vez —más de una vez— que lo verdaderamente lírico es inefable, incomunicable. Ningún rodeo verbal, ninguna explicación lógica pueden decir más de lo que dicen estos versos de El Canto Redondo. El profano, el hombre sudado de cotidianidad y sordidez jamás tendrá una llave para penetrar en esta clase de poesía. No habrá lámpara que pueda alumbrársela, porque la virtud o el defecto están en los ojos, y a veces la poesía de Brull es la luz misma que goza de su alta beatitud y se baña en su propia gracia.

 Orto, Año XLIII, no. 7-9, julio-septiembre de 1956.

viernes, 17 de mayo de 2019

Homenaje a Góngora



 Diario de la Marina,(Suplemento literario), 22 mayo de 1927. 

 Recogida en Poemas en menguante (1928) con el título "Esta palabra no del todo dicha". 


miércoles, 15 de mayo de 2019

De Brull y el grupo de La Habana.




 De Pedro Henríquez Ureña a Alfonso Reyes

La Habana, 8 de mayo de 1914.

 (…) si no fuera por este ambiente íntimo, nunca me habría gustado Cuba como ahora. Será, en parte, porque mi prestigio actual hace que todo el mundo trate de halagarme. Pero es también porque he hallado ahora una juventud que no había aparecido aún en 1911 y muy superior a la que entonces se formaba, ya que se ha unido rápidamente a mí, en sus elementos superiores. Hasta ahora he seleccionado a cuatro, con los que formado la capilla que se reúne los domingos (comenzamos el domingo último) en la opulenta casa de Gustavo Sánchez Galarraga, y que también suele unirse, durante la semana, entre el Prado y el Malecón. De este grupo veo diariamente a uno, o a dos, o a tres. El más realizado es José María Chacón y Calvo, cuyos trabajos ya conoces: te agradece mucho tu carta y atenciones. Es un erudito en literatura española y cubana. Muchacho excelente; grueso y desgarbado; tímido y con apariencias de apacible, pero apasionado hasta la ira por don Marcelino, y con el gracioso defecto de ser muy puntilloso en materia social: es cuatro veces Conde, y no tiene dinero (apenas comienza a ejercer de abogado); de ahí, tal vez, sus temores sobre la conducta que los demás observan con él, en el sentido de que pudieran hacerle el menor desdén. Chacón es el que, con más facilidad, con un poco de más barnices clásicos y sajones y un mucho más de modernismo, podría sumarse a nosotros. También necesitaría adaptarse a nuestra gimnasia intelectual humorística.
 En esto último le aventaja Gustavo Sánchez Galarraga. Es el más ágil, el más curioso de ideas y de almas, el más aficionado a la conversación y a la digresión (en los sentidos ingleses de estas cosas ¿—recuerdas a George Moore y a Howells?—). Ha leído menos a fondo que Chacón, pero se ha interesado más variamente. También le ha faltado: método, por una parte; ejercicio de sutileza y elegancia, para las que tiene facultades, por la otra. También le faltan idiomas: mientras que Chacón conoce los clásicos, y los otros dos el inglés. Sánchez Galarraga es poeta y dramaturgo: conozco comedias suyas que indican muchas facultades. Creo haberte dicho que es, entre todos, el que más sugiere al mexicano, y que recuerda mucho, aunque no con detalles precisos, sino con la indiscutible impresión general, a Antonio Álvarez Cortina: es verdad que a éste no lo alcanzaste.
 Luis Baralt y Zacharie es el filósofo. Cultura vasta, pero escritor prosaico. Es el que tiene más aplomo, y nació, con la cabeza hecha, en casa de intelectuales políglotos, un tanto cuanto internacionales; el padre es tan buen orador en inglés como en castellano; la madre, escritora, es franco-yankee-cubana.
 El que realiza menos es Mariano Brull, poeta vacío y poco hábil, pero realmente modernista: tiene sólo dos o tres versos buenos, pero esos son dignos de González Martínez. Lee, en inglés, a Dante Gabriel Rossetti y a William Morris. Sobre esta gente quise hacer un artículo para México; pero el bloqueo...
 Recuerdos.

 De Pedro Henríquez Ureña a Alfonso Reyes

La Habana, 21 de julio de 1914.

 (…) Apenas decidí irme, se me ha quitado lo neurasténico, y estoy más ocupado e interesado ya en todas las cosas. Voy diariamente a casa del dentista —ocupación es— y el trabajo durará mucho todavía, pues son once arreglos. Voy también diariamente a los baños de mar, y nado. Ya empiezo a salir mar afuera. Sabes que los baños de mar con ejercicio se toman de una hora o más.
 Van conmigo a los baños Brull, el poeta de los sonetos afrancesados; Pancho Castellanos, el primo de Carmelina; y Jorge Juan Crespo, el secretario de la Legación Mexicana. Castellanos es hijo de José Lorenzo, personaje muy significativo aquí política y socialmente; goza fama de exquisito, y es realmente de trato suavísimo y de aficiones altas: música, toca y compone cosas delicadas, literatura, filosofía (Stevenson, por ejemplo). Tiene una grave drawback: excesivamente pesimista respecto de sí mismo, modesto en el antiguo sentido de la palabra. Eso le impide lanzarse, pero acaso lo haga al fin. Naturalmente, le sirvo de estímulo. Hará, para ser doctor en derecho público, una tesis sobre ciertas ideas de José Antonio Saco, el más famoso de los prosistas cubanos, es decir, tesis cubana, como aquí se suele hacer.
 A casa de Castellanos viene Chacón, de su veraneo de Santa María del Rosario, a pasarse de sábado a lunes, todas las semanas. Chacón es demasiado ingenuo y lleno de estorbos pequeños y grandes: su catolicismo, sus suspicacias de noble arruinado (sus verdaderos títulos no son lo que creo haberte dicho, sino éstos, que él confesó: Marqués de Casa Calderón, título que ya no tiene, porque un peruano, acaso pariente de Francisco y Ventura, y con derechos en segundo lugar, pagó las contribuciones a la corona de España, y Chacón perdió sus derechos; Conde de Casa Bayona; Vizconde de San Blas; Vizconde de Santibáñez, y Barón de Kessel); tiene costumbres de anciano: horas fijas, drogas, y molestias por el estilo. Eso impide la amistad al modo nuestro, aunque no la intimidad relativa ni la franqueza. En cambio la amistad de Brull es un remanso: es la discreción misma, y tan suave como Castellanos. Tengo empeño en dejarle la cabeza en vías de ordenación antes de irme. ¿Qué descubres?
 Crespo de la Serna, ya sabes, no es inteligente, pero gusta de las artes y dibuja un poco. Está casado con Julieta Iglesias, que es de otra familia conocida: ella misma estuvo de moda, y más aún su hermana María, la belleza de la casa. Esta, que tendrá unos veintiséis años, y va a casarse, es ahora una figura seria y suave, que entrará fácilmente en el papel de matrona. Todas ellas son cultas, leen en diversos idiomas, y se interesan por todo lo intelectual a pesar de que en la familia no hay un intelectual, ni el padre (que es abogado socio de Lanuza), ni el hermano Emilito, ni propiamente los yernos, Crespo y Eduardo Desvernine, hermano del famoso abogado y ministro Pablo Desvernine, y profesor de lógica en el Instituto (Preparatoria). (….)

 De Alfonso Reyes a Pedro Henríquez Ureña

París, julio 22 de 1914.

 Pedro: Recibida tu carta sobre Brull (…)



 De Pedro Henríquez Ureña a Alfonso Reyes

La Habana, 6 de agosto de 1914

 (…) Mi mundo intelectual de aquí ahora desanimado (por la costumbre de tratarlo; quiero decir, desanimado a mis ojos, por falta de novedad) y reducido (por la ausencia). Hay menos armonía aún de la que yo esperaba. Pero hay hechos muy curiosos, como los relacionados con tus versos. En los de Brull es notoria ya la influencia de la “Salutación al romero”: en más de una poesía de las nuevas. Chacón, tan reacio al modernismo, se llenó, sin embargo, de la “Salutación”, y en una de sus noches de Santa María del Rosario, en que creyó que se moría, por enfermedad del estómago, se puso a recordar cristianamente todo lo más importante de su vida y sus mejores impresiones estéticas, y se acordó de su confesor, y de don Marcelino, y de no sé qué otras cosas, y entre ellas la “Salutación”, de la cual sabía versos. Castellanos, para quien tienen especial fascinación aquellos versos tuyos familiares:

 De una amistad naciente alentador anuncio..., 

 se ha hecho recitar varias veces la “Salutación”, y una vez despertó de un sueño poniéndole música a unos versos tuyos (que él inventaba en sueños, por supuesto).

 (…) Tu carta no me resuelve el problema de los versos de Brull. Para mí, ya he resuelto favorablemente. Ahora creo que hay una necesidad: la de publicarle algunos versos (que te envío adjuntos, en versiones definitivas) en La Revista América, aunque sea en la sección inicial: mejor diré, ahí precisamente, para no suscitar dificultades, y que se haga pronto. Es una necesidad moral. (De moral no individual, sino social, o amistosa. Brull está necesitado de autoridad entre sus amigos.) Para que produzca efecto, se necesita que no sea con ditirambo (…).
 Se trata de una situación en que se halla colocado Brull entre los amigos de aquí que me lo presentaron: he encontrado que, después de introducirlo como un íntimo y de ponerlo por las nubes consideran, en el fondo lo consideran inferior y son hostiles a todo lo que dice, aunque siguen considerando buenos sus versos y sus sentimientos. En esto ha venido mezclándose cierto elemento femenino, que constituye una historia, novelesca a ratos, y en otros ratos extraña. De estas cosas te contaré en París: para escritas son largas, y las personas te interesan poco si no es en conversación.
 De paso: Castellanos es psicológicamente uno de los seres más interesantes que he conocido. Ya hablaremos en París... si se acaba la guerra. Él conoce, por la señora de Ros, tu matrimonio, y siempre ha atribuido la queja de las mujeres de su familia al despecho: considera que hubiera sido un grave error tuyo cambiar lo que yo describo por su insignificante y vanidosa prima. Ros, que es abogado, es uno de los hombres más sonrientemente latosos de La Habana. El bufete de Castellanos (padre) es curioso: hay allí (¿te lo dije ya?) un literatoide trágico. Sí, recuerdo habértelo descrito a propósito de tu “Nervo”.
 (…) En verso, estoy seguro que tú debes sustituir a González Martínez. Después de éste, en edad, no hay poeta que haya producido las impresiones que despierta tu “Salutación al romero”: en México, y en grupitos de Cuba y de Santo Domingo. Vuelve a publicar versos, en los periódicos europeos, y en 1915 acaso debas lanzar un libro de ellos. Pero antes ha de acostumbrarse el público. (…)

 De Pedro Henríquez Ureña a Alfonso Reyes,

 La Habana, 10 de agosto de 1914.

 Alfonso: Conservé la carta anterior porque he estado esperando que Brull me dé las versiones definitivas de sus versos para enviártelos. Al fin sólo tengo tres. Luego irá el cuarto soneto. Espero que lograrás hacerlo figurar en La Revista de América, y si no, en otra. Supongo que no necesitas datos si hay que hacer ditirambo. Brull no tiene biografía; veintidós años; poesía desusada en Cuba; abogado, doctor por la Universidad de La Habana, pero creo que eso no tiene para qué saberse; libro próximo: Interior.
 (…) Al fin Pancho Castellanos me ha resultado metafísico. Entre otras cosas, ha escrito esta divagación, más extravagante que todo lo nuestro de México, de la que te cito trozos:
 “Cuando situamos nuestro ser fuera del espacio —las pupilas vacías, y la mirada inerte, que se fija más allá de las cosas— el otro ¿dónde está?
 “¡Complicaciones! El otro es uno mismo.
 “Porque aun si está presente, lo disolvéis en vosotros, lo asimiláis
a vuestros propios sentimientos, le impondréis ¡oh dichosos! la luz de vuestra luz.
 “¿La luna es disolvente? Adora los matices hasta absorberlos todos para sí. El sol que los reparte —el sol, y su insolencia disociadora, ¿a qué rincón no llega para diferenciarlo?
“¡El otro! El otro es uno mismo. En el minuto quieto e inesperado,
‘todo es uno y lo mismo.”
 Sigue, más complicado. ¿No te parece que La Habana se pone interesante?
 La dirección del doctor Enrique Lavedan es Amargura 36, Guanabacoa, Provincia de La Habana, Cuba.
 Haz que llegue pronto El Fígaro con mi artículo a Rufino.
 Saludos.
 Pedro                            


 De Alfonso Reyes a Pedro Henríquez Ureña

París, 24 de agosto de 1914.

 Pedro: Ya escrita y cerrada mi anodina carta anterior —escrita por necesidad de comunicarme contigo—, recibo una tuya muy simpática, en que me envías versos de Brull. Como verías, casi había yo llegado a tus conclusiones. Sin embargo, seguiré investigando, al menos mantendré alerta la voluntad investigadora. Por desgracia, para los efectos de la publicación, no estoy relacionado con el repugnante Mundial, y La Revista de América está en sueños. ¿No te has dado cuenta de que toda la actividad se ha suspendido en provecho de la guerra? A través de Ventura, sin embargo, procuraré algo en España ¿te parece bien? El poeta me parece realmente excelente. Él y la metafísica de Castellanos me sorprenden en Cuba. Ya se podrá decir La Habana de Brull y Castellanos, la Londres de Wilde o la México de Alfonso Reyes. (…)
 Me interesa lo que me dices sobre los efectos de mi “Salutación” en La Habana y en Santa María del Rosario. Yo, cuando estoy solo, tiendo a creer que estoy perdido como poeta y a no hacer versos. Efectos de la crisis parisiense. Ya pasará. Pensaré en la posibilidad de hacer un tomo para el año que entra; sino que esta maldecida guerra. 
 ¿Por qué no le exiges a Chacón que escriba una cosa (cualquiera, lo que él quiera, el nombre sólo la producirá) con este título: Noches de Santa María del Rosario? (…)

 De Pedro Henríquez Ureña a Alfonso Reyes

La Habana, 4 de septiembre de 1914

 Hablé hoy con Roig y veo que quisiera corresponsal en Madrid. Su ideal es Ventura, pero ya sabe que tiene compromiso en Madrid con El Fígaro. Ha pensado en que, si tú pasaras a Madrid... Pero tiene cierto temor de tu seriedad. Roig no es sutil, confunde tu humorismo metafísico con la seriedad. Y realmente es una forma de seriedad, porque exige cultura y sutileza previas. Ventura, aunque tiene muy buen sabor para la gente de libros, está más al alcance de todos, porque su humorismo es más humano, psicológico y no metafísico. Y acaso también porque tiene mucha alusión a las mujeres, cosa que, por muy sutil que sea, casi siempre se entiende. En fin, que no cabe duda que Ventura ha realizado un tipo difícil de superar. Emilito Roig no halla bien con quién sustituirlo. (Yo creía que habrían renunciado a la idea del corresponsal, pero hoy supe que no. Gráfico, que debe ser ameno, carece de amenidad, y desean dársela a todo trance. Y amenidad comprensible en La Habana, ciudad sin ideas complejas.) Si tú realmente pasaras a Madrid creo que se decidirían por ti. Escribe, y envía, desde ahora cosas de la calle, aligeradas de libros y de metafísica y de gracianismo. Las repartiré entre Gráfico y El Fígaro, donde también desean amenidad. Lo serio debe ser sólo para Cuba Contemporánea. En El Fígaro, celosos de Gráfico, empiezan a mostrar intenciones eco nómicas hacia ti. Envía, pues (…)
 Estuve, como de costumbre, con Pancho Castellanos y Mariano Brull. Este me leyó versos con cosas excelentes, que te envío (deberán quedar inéditos por ahora) como muestra de un per perfeccionamiento grande. Ya hay a ratos lo que yo tanto le deseaba: acuñación (antes llamada palabra única). Según la previsión de Camila, le ha hecho bien la lectura de González Martínez, aunque todavía lo conoce poco. Tú dirás que ha influido demasiado. En efecto: no hay una sola reminiscencia verbal, y sin embargo, el tono es idéntico. Pero la tendencia no es exactamente la misma: Brull es más enemigo de la influencia exterior; pide más que todo se saque de sí mismo. No he querido que se me dediquen los versos, a pesar de la casi alusión final. Prefiero esperar algo todavía más personal, más allá de González Martínez.
 ¿Tienes libros de Aurelia Castillo de González, que envió, en pago de Conferencias?

Que la vida sea amarga, que haya melancolía...
Nada impida tu intento. Esquiva el hado adverso.
Que llene tu existencia siempre la poesía
como ha de rebosar el molde de tu verso.
Con los ojos cerrados mira todo en ti mismo;
la mujer que no has visto, la ciudad que no existe;
y al abrirlos, tus ojos verán en espejismo
que ya la vida es toda como tú la quisiste.
No será entonces nada de nuestro ser distinto
y todo será unánime: el gusano y la flor;
y viviremos siempre sin salir del recinto
de la luz que proyecta nuestro reino interior.
No cegará tus ojos el esplendor del mundo
y pasarás, sonámbulo, absorto en tu universo
mientras late tu alma en el ritmo profundo
que toma de la vida el alma de tu verso.
Nada sobre la tierra te será indiferente;
mirarás a las cosas con mirada segura;
serás luna, en la luna que baja hasta la fuente
serás llama en la llama que sube hasta la altura.
Sólo sabrás de dos cosas: de amor y de belleza.
Lo demás... nada importa. Toda la vida es
amar; sentir lo bello, tener una tristeza
para que un alma hermana nos la cure después.

Mariano Brull


 Alfonso Reyes/Pedro Henríquez Ureña. Correspondencia. 1907-1914. Ed. José Luis Martínez. Biblioteca Americana, FCE. 1986.

lunes, 13 de mayo de 2019

Pura poesía


 Poemas en menguante, por Mariano Brull, París, 1928. 


 Puede decirse —debe decirse— ya lo han dicho— que el libro de Mariano Brull es el libro del año literario de Cuba —ay, fuera de nosotros. Lejos. También espiritualmente. Tan lejos de nuestra pobre burguesía intelectual. Un blancor de luna hecho para ilustrar íntimos cielos. "A la mar de junio"... Alegre. Nosotros en la tierra de enero. 
 Poesía pura. ¿Existe? Ahí están los poemas de M. B. Pura poesía. El verso, porque sí. Por armonía. Por juego de agua clara. Una interferencia de luces. Alma que sale a respirar y dice su palabra a los cuatro vientos. La perfección del esotérico ritmo henchido de sí mismo y hacedor de la estrofa ilimitada. Las palabras, aladas, únense libremente por fuerza de su esencia. Er con Er. Mariano Brull: dentro, la consonancia lírica de los vocablos. Tú sabes de eso, verdad, Marinello? Y acaso, también yo... 
 Pues nuestra aldea vése asombrada. —No. Si nadie ha visto el libro. —Y nosotros, no somos de la aldea? —Bien. Nosotros estamos asombrados. Libro feliz. Nos trae interiores para nuestra decoración espiritual. Picasso. Valery. Y una fotografía de Europa. De esa Europa que ignoran los turistas, ebrios en el andar de la caravana acéfala. Dije Europa, y limité mi pensamiento. Del mundo. La palabra es buena. MUNDO. Orbe en que trazan sus órbitas planetas en fugaz viaje estelar. Estelas ígneas, rastro de luz viva. Agua de lumínicas escamas. Todo en aérea, frágil trayectoria. He aquí el mundo de la poesía pura. A qué la lógica, si ella encarcela el alma? Lógica, la de las palabras bellas. La del sonar del mar arcano. 
 Lógica en luz azul de luna buena. Sin llanto ni dolor. Luna, por Luna. Porque es linda su luz. No porque es fría. "A la mar de junio". Rebota en la mar el ala pasajera. Y el agua la salpica en sal marina y seca el sol con luz de oro las alas. Lógica alegre del reír sin causa. Risa, tan abstraída de sí misma, que apenas sabe el eco de su fiesta. 
 Versos de Mariano Brull, incoherentes al parecer. "Todo el paisaje. Lejos. Cerca. El día en todas partes". Y, sin embargo, qué red secreta y luminosa los une! Rayos que acercan las palabras solas, aisladas en el centro de la noche. Constelación de ritmos y de luces blancas. Zodíaco poblado de signos que regresan de iniciarse en luces recién amanecidas. 

 Eugenio Florit.

 Revista de Avance, 15 de enero 1929, p. 25.

viernes, 10 de mayo de 2019

A vuela pluma



  Alfonso Reyes

 Reconstrucción aproximada de las palabras con que recibí en México el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de La Habana.

 El año de 1946, la Universidad de La Habana me otorgó el Doctorado Honoris Causa en Filosofía y Letras, cuyas insignias nunca pude ir a recoger como es la costumbre, por ciertos achaques y contratiempos, o “por malos de mis pecados” como hubiera dicho Sancho Panza. El título, realzado con las ilustres firmas del Rector D. Clemente Inclán y del Decano D. Salvador Massip, llega hoy hasta mí por gracia singularísima de aquella Casa de Estudios que, en un desborde cordial, ha dispuesto así romper con los ritos de la imposición del grado, dando una muestra de los términos que puede alcanzar la amistad cubana, pues no puedo darle otro nombre.  
 La designación vale ya mucho en sí misma, por venir de aquella tierra, por venir de aquella Universidad donde desarrollaron y desarrollan sus labores tantos maestros de cultura con quienes no me atrevo a hombrearme y a quienes no quiero enumerar en estas palabras improvisadas, para no incurrir en involuntarias omisiones y para no hacer incansable esta breve manifestación de agradecimiento. Pero todavía este alto honor crece a mis ojos por la forma y manera en que el grado me es conferido; y voy a explicarme al respecto.
 Me honra y conmueve el que se haya confiado el encargo a tan magníficos mensajeros y amigos tan queridos como D. Luis A. Baralt, D. Roberto Agramonte, D. Calixto Massó y D. Raúl Roa, y el que se haya accedido a entregarme el título en una reunión privada, aquí entre mis libros, aquí mismo donde yo trabajo.
 A esta embajada, para más obligarme, se ha unido la señora bibliotecaria Dña. Lelia Castro de Morales, quien acaba de leer las gentilísimas palabras de Félix Lizaso, el amigo alerta, el escritor cubano que dio a la prensa hispanoamericana el aviso de mis Bodas de Oro con la pluma. Ella, a su vez, ha sido portadora del Álbum conmemorativo que me envía el Instituto Nacional de Cultura de Cuba, firmado por eminentes escritores y personalidades de mi mayor afecto, y acaba de ofrecerme también el excelente número inaugural de la revista que empieza a publicar aquel Instituto y a la que deseo larga historia.
 Finalmente, mi hermano en la vida y en las letras, el gran poeta Mariano Brull, también ha querido visitarme: voz de oro que vengo escuchando con deleite desde sus primeros vagidos poéticos, amigo que siempre me acompañó en mis jornadas con impagable solicitud, y con quien me une un afecto que el tiempo robustece y afirma. Ojalá no tarde en entregarme el poema que acaba de recitarnos. No es la primera vez que, señorialmente, arranca una perla de su sarta para más vencer mi cariño y más aumentar mi admiración.
 Sean todos ellos bienvenidos a este recinto, que el inolvidable Enrique Díez-Canedo bautizó como “la Capilla Alfonsina”, que hoy, con helénico neologismo, decimos “biblioteca” y que el licenciado Tomé de Burguillos se contentaba con llamar “librería”.
 El rasgo de la Universidad de La Habana no puede sorprenderme. El entendimiento entre cubanos y mexicanos es cosa tan obvia, que el subrayarlo resulta ocioso. Hasta nos hemos prestado ministros y poetas, testigo el grande nombre de Heredia, que ahora me acude de repente. Y ese rasgo, por ser un desborde cordial como lo he dicho, resulta característico de una amistad inteligente, y característico también de nuestros pueblos americanos.
 La amistad inteligente se revela en el hecho de haberme concedido el título en una reunión sin solemnidad ni aparato, como yo lo deseaba. No soy enemigo del sentido ceremonial: a él debemos las civilizaciones. Pero, tras tantos años consagrados a la representación diplomática, cuando naturalmente yo no podía rehusarme a las celebraciones oficiales, ha sobrevenido en mi ánimo una suerte de saturación y un decidido anhelo de optar, siempre que ello sea dable, por el camino más sencillo. Además si, como lo he confesado, considero que la ceremonia es motor de civilizaciones, también creo que ciertos grupos humanos, llegados a lo que suele llamarse “estado de civilización”, bien pueden dejar las andaderas y reducir sus actos a la expresión más simple y desnuda.
 Y si digo que la cordialidad de que en este caso ha dado ejemplo la Universidad de La Habana es un rasgo característico de nuestros pueblos americanos, es porque se me ocurre pensar —completando así las palabras que, hace años, y con ocasión de un Congreso Internacional de Escritores, reunido precisamente en La Habana, oí en labios de Mariano Brull— que, si cada nación y época tienden a crear un tipo de hombre representativo (el “magnánimo” de los griegos, el vir bonus de los romanos, el paladín medieval, el caballero español, el gentleman inglés, el honnéte-homme francés... el Junker germánico), también los “cien cachorros sueltos del león español”, entre vaivenes y a testerazos, van definiendo un tipo inconfundible y propio: el hombre cordial, el hombre que pone los estímulos del afecto y la simpatía en la base de la conducta y para quien el prójimo realmente existe, y el “prójimo” —perdónese el juego de palabras— es realmente “próximo”.


 Al cumplir cincuenta años de ejercicio público en mi vocación, al recibir a los amigos cubanos que llegan cargados de presentes, formulo un voto:
 Cuando ellos vuelvan a su tierra, digan a sus compañeros de la Universidad, a sus compañeros de letras; digan a todos los cubanos, que aquí queda un viejo escritor a quien pueden confiadamente aplicar la frase de Martí: “Tengo en México un amigo.”

 26 de enero 1955

 Revista de la Biblioteca Nacional, octubre-diciembre 1955, La Habana, Cuba, pp. 45-50.