martes, 7 de mayo de 2019

Mariano Brull




 Por Ortega


 México, 1917, quizás, 1918. Allá, en el patio de nuestra Escuela, mi compañero José Gorostiza,  poeta, me habló —primera vez que escuché el nombre— de Mariano Brull, poeta, entonces en el Perú. Aquellos días no consideraba las distancias, que hoy he aprendido a medir: creí sencillo conocer a Brull, en una de esas lunares noches de Lima, examinarlo, oírle sus versos, recoger el dormido, vigilante silencio de la amplia casa. El tiempo no me permitió ni el pensamiento del viaje: Brull fue trasladado a alejados países, para que adquiriera ese cansancio de caminar y esa preocupada palidez teosófica con que lo encontré aquí, en Madrid. El y Enrique Diez-Cañedo fueron los que inicialmente me tendieron la diestra, en presentación, envueltos en la luz semidiáfana del Regina. Hablé de Cuba, de La Habana, ciudad triste, sin rumbas y cantadores negros. Hablé con melancólico entusiasmo. Brull adelantaba el rostro, apoyadas las manos en el puño del bastón, tendía atento el oído para no extraviar sílaba. Lo encontré cuando ya estaba esperando órdenes de partir a Suiza, él que desea “anclar en cualquier parte”, y me dio la bienvenida con el tono del que tiene la pupila lista para la diversidad de paisajes. Me guio, aconsejándome certeramente, por el laberinto intelectual de Madrid. Cuando apenas habíanse levantando las torres para la inalámbrica amistad, ha emprendido el camino.
 Nuestra conversación se fragmentó, carece de la unidad de aquellas que se hacen una tarde, rodeados de familiares libros, en la sala ordenada por mano de compañera. Tuvo algo de la que sostienen aquellos que se encuentran,  inesperadamente, en el andén de una estación —uno se queda, el otro se va— cuando el expreso no espera sino a los pasajeros retrasados, y quieren decirse palabras in-numerables y en ocasiones ni siquiera aciertan con las de la despedida. Brull estuvo despidiéndose durante un mes, con esa reprimida impaciencia del que desea la quietud del incansable, enloquecido péndulo que no marca dos rutas, sino ninguna. Llegaba al Regina con la apariencia tranquila del que aquí tiene amigos, estrellas, fuentes. Deteníase a media charla, silencioso, ocultando los ojos: son —dicen sus amigos franceses— sus silencios de amistad. No hay que desconcertarse por ellos, nunca.
 Una noche, alrededor de la cordial mesa que también guardaba las frases —ella sola— de Valle Inclán, Diez-Cañedo, González Rojo, Juan de la Encina, Manuel Azaña, Brull se quejaba del desorden de hotel que le impedía trabajar, extrañando su casa, sus libros, sus costumbres rotas y dispersadas. Casi siempre hacía paseos nocturnos, acompañado de un amigo, de dos, y los tres aguardaban el alba. (Las mejores horas para los que veraneamos a orillas del río subterráneo de Madrid: en las aceras de la calle de Alcalá.) Esa noche:
 —Para mí, es imposible —dijo, con apagada gravedad— trabajar cuando no estoy tranquilo: mi labor requiere la casa puesta, los libros, todo eso que envuelve, pacificándolo, el espíritu. No soy como Valle Inclán, que tras de estar charlando hasta las cuatro de la madrugada, sin que el pensamiento de su tema se le haya ido, antes al contrario enriqueciéndolo, se marcha a su casa a escribir y así lo sorprende el nuevo día. Nadie alcanzó a hacer lo que más quería, ni Goethe. Menos Emilio Carrere, que vivió intelectualmente de los Machado, Villaespesa… No es, quizás, peligrosa forma de europeización ese pesimismo de los americanos, que no se extiende en América donde el impulso resulta incontenible? Brull buscó en los pliegos que llevaba, ordenó, me anunció:
 —Voy a leerle mis versos!


 Lo miré transformarse, inclinado sobre las hojas, sin leer, porque la primera palabra daba la estrofa íntegra, y entonces se alzaban los ojos y la diestra, libre, movíase en acompasado ademán. Su voz se llenó, sonora. Esa voz dejada, abandonada, colgada de olvido y sombra, medida. Los versos eran el canto a “la mar de junio”, a Granada, a las noches de las ciudades...  
 Brull explicó después, para que tuviese cabal idea de su evolución:
 —A mi primer libro, La casa del silencio, sigue otro que todavía no publico, El fervor del vuelo, que forma puente entre el anterior y el tercero, Poemas en menguante, cuyo nombre indica nueva tendencia, avance poético.
 Insinué:  
 —¿Abstracción?
 El contestó, con la precisión del que se ha orientado bien a sí mismo:
 —No. Depuración en pensamiento y forma, pero no abstracción.
 Callamos, teniendo frente a nosotros el café, esperando. Seguramente, Mariano Brull, antes de salir de Cuba, era distinto a como me aparecía en aquellos momentos: alegre, huraño, melancólico, displicente, enmudecido, con anticipada preocupación en la juvenil frente. Para disipar sombras, reanudó la charla, sobre nuestros amigos españoles:
 —Precisa que usted se dé cuenta, Ortega, de la intensidad del nuevo movimiento intelectual, que tiene mayor significación en lo poético. Es exacto lo que observa Pedro Salinas: los característicos de las dos tendencias son Federico García-Lorca y Jorge Guillén, los dos distintos: el primero con entusiasmo imaginativo admirable, Guillén cerebral, inclinado a la abstracción. Claudio de la Torre escribe teatro, novela… Precisó, acerca de uno de los más distinguidos:
 —Cierto, a Pedro Salinas se le escucha, se le atiende. Es culto, y de ellos el que posee mayor serenidad.
 Hurgó en mis intenciones europeas, en mis proyectos. Desarrolló ante mí su mundana experiencia, la del que ha recorrido países diversos y llega al hastío de las visiones. Me aconsejó:
 —Quédese en España hasta que concluya el año, porque para esos meses habrá realizado una tarea casi completa, de consecuencias. Vaya a París al principiar 1927. Y en septiembre, en el otoño, si le es posible, haga el recorrido de Italia: es el tiempo favorable.
 ¡Con que encantada desilusión habló de París! 
 —¡París!
 Adelantaba la tarde cuando nos despedimos.
 Mariano Brull —el más grande entre los poetas jóvenes de Cuba— ha partido hacia Berna, nombre equivalente, para mí, a esta otra palabra: lejanía. Imagino que no se podrá ir nunca a Berna, que se haría un absurdo y aburrido viaje, estancia aún más absurda y aburrida. Ignoramos cuándo volveremos a reunimos. Quizás en París, donde —sentado a la  mesa de cualquier bar de los bulevares— se ve desfilar a todos los escritores del mundo. Tal vez —¡mejor sería!— en América.

 22 de julio de 1926.

 Ortega, "Social en España. Mariano Brull”, Social, vol. XI, 10 octubre 1926, pp. 17-18, 78.

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