viernes, 10 de mayo de 2019

A vuela pluma



  Alfonso Reyes

 Reconstrucción aproximada de las palabras con que recibí en México el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de La Habana.

 El año de 1946, la Universidad de La Habana me otorgó el Doctorado Honoris Causa en Filosofía y Letras, cuyas insignias nunca pude ir a recoger como es la costumbre, por ciertos achaques y contratiempos, o “por malos de mis pecados” como hubiera dicho Sancho Panza. El título, realzado con las ilustres firmas del Rector D. Clemente Inclán y del Decano D. Salvador Massip, llega hoy hasta mí por gracia singularísima de aquella Casa de Estudios que, en un desborde cordial, ha dispuesto así romper con los ritos de la imposición del grado, dando una muestra de los términos que puede alcanzar la amistad cubana, pues no puedo darle otro nombre.  
 La designación vale ya mucho en sí misma, por venir de aquella tierra, por venir de aquella Universidad donde desarrollaron y desarrollan sus labores tantos maestros de cultura con quienes no me atrevo a hombrearme y a quienes no quiero enumerar en estas palabras improvisadas, para no incurrir en involuntarias omisiones y para no hacer incansable esta breve manifestación de agradecimiento. Pero todavía este alto honor crece a mis ojos por la forma y manera en que el grado me es conferido; y voy a explicarme al respecto.
 Me honra y conmueve el que se haya confiado el encargo a tan magníficos mensajeros y amigos tan queridos como D. Luis A. Baralt, D. Roberto Agramonte, D. Calixto Massó y D. Raúl Roa, y el que se haya accedido a entregarme el título en una reunión privada, aquí entre mis libros, aquí mismo donde yo trabajo.
 A esta embajada, para más obligarme, se ha unido la señora bibliotecaria Dña. Lelia Castro de Morales, quien acaba de leer las gentilísimas palabras de Félix Lizaso, el amigo alerta, el escritor cubano que dio a la prensa hispanoamericana el aviso de mis Bodas de Oro con la pluma. Ella, a su vez, ha sido portadora del Álbum conmemorativo que me envía el Instituto Nacional de Cultura de Cuba, firmado por eminentes escritores y personalidades de mi mayor afecto, y acaba de ofrecerme también el excelente número inaugural de la revista que empieza a publicar aquel Instituto y a la que deseo larga historia.
 Finalmente, mi hermano en la vida y en las letras, el gran poeta Mariano Brull, también ha querido visitarme: voz de oro que vengo escuchando con deleite desde sus primeros vagidos poéticos, amigo que siempre me acompañó en mis jornadas con impagable solicitud, y con quien me une un afecto que el tiempo robustece y afirma. Ojalá no tarde en entregarme el poema que acaba de recitarnos. No es la primera vez que, señorialmente, arranca una perla de su sarta para más vencer mi cariño y más aumentar mi admiración.
 Sean todos ellos bienvenidos a este recinto, que el inolvidable Enrique Díez-Canedo bautizó como “la Capilla Alfonsina”, que hoy, con helénico neologismo, decimos “biblioteca” y que el licenciado Tomé de Burguillos se contentaba con llamar “librería”.
 El rasgo de la Universidad de La Habana no puede sorprenderme. El entendimiento entre cubanos y mexicanos es cosa tan obvia, que el subrayarlo resulta ocioso. Hasta nos hemos prestado ministros y poetas, testigo el grande nombre de Heredia, que ahora me acude de repente. Y ese rasgo, por ser un desborde cordial como lo he dicho, resulta característico de una amistad inteligente, y característico también de nuestros pueblos americanos.
 La amistad inteligente se revela en el hecho de haberme concedido el título en una reunión sin solemnidad ni aparato, como yo lo deseaba. No soy enemigo del sentido ceremonial: a él debemos las civilizaciones. Pero, tras tantos años consagrados a la representación diplomática, cuando naturalmente yo no podía rehusarme a las celebraciones oficiales, ha sobrevenido en mi ánimo una suerte de saturación y un decidido anhelo de optar, siempre que ello sea dable, por el camino más sencillo. Además si, como lo he confesado, considero que la ceremonia es motor de civilizaciones, también creo que ciertos grupos humanos, llegados a lo que suele llamarse “estado de civilización”, bien pueden dejar las andaderas y reducir sus actos a la expresión más simple y desnuda.
 Y si digo que la cordialidad de que en este caso ha dado ejemplo la Universidad de La Habana es un rasgo característico de nuestros pueblos americanos, es porque se me ocurre pensar —completando así las palabras que, hace años, y con ocasión de un Congreso Internacional de Escritores, reunido precisamente en La Habana, oí en labios de Mariano Brull— que, si cada nación y época tienden a crear un tipo de hombre representativo (el “magnánimo” de los griegos, el vir bonus de los romanos, el paladín medieval, el caballero español, el gentleman inglés, el honnéte-homme francés... el Junker germánico), también los “cien cachorros sueltos del león español”, entre vaivenes y a testerazos, van definiendo un tipo inconfundible y propio: el hombre cordial, el hombre que pone los estímulos del afecto y la simpatía en la base de la conducta y para quien el prójimo realmente existe, y el “prójimo” —perdónese el juego de palabras— es realmente “próximo”.


 Al cumplir cincuenta años de ejercicio público en mi vocación, al recibir a los amigos cubanos que llegan cargados de presentes, formulo un voto:
 Cuando ellos vuelvan a su tierra, digan a sus compañeros de la Universidad, a sus compañeros de letras; digan a todos los cubanos, que aquí queda un viejo escritor a quien pueden confiadamente aplicar la frase de Martí: “Tengo en México un amigo.”

 26 de enero 1955

 Revista de la Biblioteca Nacional, octubre-diciembre 1955, La Habana, Cuba, pp. 45-50.

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