Reconstrucción
aproximada de las palabras con que recibí en México el título de Doctor Honoris
Causa por la Universidad de La Habana.
El año de 1946, la Universidad de La Habana me
otorgó el Doctorado Honoris Causa en Filosofía y Letras, cuyas insignias nunca
pude ir a recoger como es la costumbre, por ciertos achaques y contratiempos, o
“por malos de mis pecados” como hubiera dicho Sancho Panza. El título, realzado
con las ilustres firmas del Rector D. Clemente Inclán y del Decano D. Salvador
Massip, llega hoy hasta mí por gracia singularísima de aquella Casa de Estudios
que, en un desborde cordial, ha dispuesto así romper con los ritos de la
imposición del grado, dando una muestra de los términos que puede alcanzar la
amistad cubana, pues no puedo darle otro nombre.
La designación vale ya mucho en sí misma,
por venir de aquella tierra, por venir de aquella Universidad donde
desarrollaron y desarrollan sus labores tantos maestros de cultura con quienes
no me atrevo a hombrearme y a quienes no quiero enumerar en estas palabras
improvisadas, para no incurrir en involuntarias omisiones y para no hacer
incansable esta breve manifestación de agradecimiento. Pero todavía este alto
honor crece a mis ojos por la forma y manera en que el grado me es conferido; y
voy a explicarme al respecto.
Me honra y conmueve el que se haya confiado el
encargo a tan magníficos mensajeros y amigos tan queridos como D. Luis A.
Baralt, D. Roberto Agramonte, D. Calixto Massó y D. Raúl Roa, y el que se haya
accedido a entregarme el título en una reunión privada, aquí entre mis libros,
aquí mismo donde yo trabajo.
A esta embajada, para más obligarme, se ha
unido la señora bibliotecaria Dña. Lelia Castro de Morales, quien acaba de leer
las gentilísimas palabras de Félix Lizaso, el amigo alerta, el escritor cubano
que dio a la prensa hispanoamericana el aviso de mis Bodas de Oro con la pluma.
Ella, a su vez, ha sido portadora del Álbum conmemorativo que me envía el
Instituto Nacional de Cultura de Cuba, firmado por eminentes escritores y personalidades
de mi mayor afecto, y acaba de ofrecerme también el excelente número inaugural de
la revista que empieza a publicar aquel Instituto y a la que deseo larga
historia.
Finalmente, mi hermano en la vida y en las
letras, el gran poeta Mariano Brull, también ha querido visitarme: voz de oro
que vengo escuchando con deleite desde sus primeros vagidos poéticos, amigo que
siempre me acompañó en mis jornadas con impagable solicitud, y con quien me une
un afecto que el tiempo robustece y afirma. Ojalá no tarde en entregarme el
poema que acaba de recitarnos. No es la primera vez que, señorialmente, arranca
una perla de su sarta para más vencer mi cariño y más aumentar mi admiración.
Sean todos ellos bienvenidos a este recinto,
que el inolvidable Enrique Díez-Canedo bautizó como “la Capilla Alfonsina”, que
hoy, con helénico neologismo, decimos “biblioteca” y que el licenciado Tomé de
Burguillos se contentaba con llamar “librería”.
El rasgo de la Universidad de La Habana no
puede sorprenderme. El entendimiento entre cubanos y mexicanos es cosa tan
obvia, que el subrayarlo resulta ocioso. Hasta nos hemos prestado ministros y
poetas, testigo el grande nombre de Heredia, que ahora me acude de repente. Y
ese rasgo, por ser un desborde cordial como lo he dicho, resulta característico
de una amistad inteligente, y característico también de nuestros pueblos
americanos.
La amistad inteligente se revela en el hecho
de haberme concedido el título en una reunión sin solemnidad ni aparato, como
yo lo deseaba. No soy enemigo del sentido ceremonial: a él debemos las civilizaciones.
Pero, tras tantos años consagrados a la representación diplomática, cuando
naturalmente yo no podía rehusarme a las celebraciones oficiales, ha
sobrevenido en mi ánimo una suerte de saturación y un decidido anhelo de optar,
siempre que ello sea dable, por el camino más sencillo. Además si, como lo he
confesado, considero que la ceremonia es motor de civilizaciones, también creo
que ciertos grupos humanos, llegados a lo que suele llamarse “estado de
civilización”, bien pueden dejar las andaderas y reducir sus actos a la expresión
más simple y desnuda.
Y si digo que la cordialidad de que en este
caso ha dado ejemplo la Universidad de La Habana es un rasgo característico de
nuestros pueblos americanos, es porque se me ocurre pensar —completando así las
palabras que, hace años, y con ocasión de un Congreso Internacional de
Escritores, reunido precisamente en La Habana, oí en labios de Mariano Brull— que,
si cada nación y época tienden a crear un tipo de hombre representativo (el “magnánimo”
de los griegos, el vir bonus de los
romanos, el paladín medieval, el caballero español, el gentleman inglés, el honnéte-homme
francés... el Junker germánico),
también los “cien cachorros sueltos del león español”, entre vaivenes y a
testerazos, van definiendo un tipo inconfundible y propio: el hombre cordial,
el hombre que pone los estímulos del afecto y la simpatía en la base de la
conducta y para quien el prójimo realmente existe, y el “prójimo” —perdónese el
juego de palabras— es realmente “próximo”.
Al cumplir cincuenta años de ejercicio público
en mi vocación, al recibir a los amigos cubanos que llegan cargados de
presentes, formulo un voto:
Cuando ellos vuelvan a su tierra, digan a sus
compañeros de la Universidad, a sus compañeros de letras; digan a todos los
cubanos, que aquí queda un viejo escritor a quien pueden confiadamente aplicar
la frase de Martí: “Tengo en México un amigo.”
26 de enero 1955
Revista
de la Biblioteca Nacional, octubre-diciembre 1955, La Habana, Cuba, pp.
45-50.
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