jueves, 31 de mayo de 2012

Un gran pintor: Wilfredo Lam




  Lydia Cabrera


 En 1938, la sensacional exposición en la galería Pierre, de París, de un joven que entonces creíamos europeo, era recibida por la crítica sagaz, y forzosamente por los poetas, por lo que había de contenido poético en la obra del artista (lo reclaman los surrealistas, con quienes convive en Marsella el año terrible del armisticio, y en el primer destierro, en La Martinica, donde va a refugiarse con André Bretón, Pierre Mabille, André Massón, el gran poeta mestizo Aimé Césaire y otros), como una revelación de las más serias y sorprendentes. No hemos dicho éxito —el éxito peligroso, que ningún artista verdadero toma demasiado en serio, y que le dio por entonces agradables billetes de a mil; que se gastan en París tan bien, tan a gusto y como en ninguna parte del mundo—, sino «revelación», lo cual le valió, con toda justicia, la alentadora estimación de los «estimables», la única que interesa merecer. Ignorábamos que este auténtico pintor —la frase viene de Picasso, el más auténtico de los genios de nuestro tiempo— de quien leíamos el nombre con frecuencia en los catálogos de las exposiciones de la moderna pintura con Braque, Leger, Klee, Ernst, Miró, Gris, Chagall, Picasso el Mago; y cuyas telas de una plástica tan nueva y rica y a la vez tan rigurosa —diríase que Lam, quizás porque tiene un sentido justísimo de la composición que en él debe ser innato, se proponía y sabía expresar siempre lo esencial en la grandeza decorativa de sus construcciones tan armoniosas— era ¡cubano! Nacido en Las Villas, en la ciudad de Sagua la Grande.
 En varias ocasiones y últimamente en Nueva York, en la ciudad nueva, abrumadora y sin alma —donde hay ahora para el recuerdo y la ilusión rincones trasplantados con un poco de ambiente de Francia, caricaturas bastante fieles de Bistrot y restoranes pequeños, aún inéditos, donde se come pasablemente a la francesa y se mueren de nostalgia los parroquianos— en una tertulia de pintores caídos en la desbandada inevitable a este lado del hemisferio, nos habían hablado de «Wifredo Lam como uno de los jóvenes plus remarquable de la jeune peinture». Más no pudimos sonreírnos entonces con el empaque obligatorio de un patriotismo complacido, pues no sospechábamos — ni la profundidad de su obra nos lo hubiera hecho sospechar —la nacionalidad del interesante artista, que ha recibido sin infatuarse, pero sí como la compensación más preciosa a toda una vida difícil de trabajo y de fervor, la protección decidida y el aprecio de Pablo Picasso. Así el arcaísmo —sin falsedad ni sutileza— puro y espontáneo de su arte lavado, ya no nos sorprende.
 Dos viejas culturas —Asia y África— imprimen a su obra este precioso acento de veracidad entrañable, ancestral; y de ningún modo, podría llamarse «exótico» —en el vulgar sentido que ha ido cobrando la palabra— el lenguaje plástico que hablan sus formas exaltadas y depuradas. La sensibilidad, la hereda tal vez de su ascendencia vieja en la aurora del tiempo; su inspiración busca las fuentes primordiales de un mundo que él recrea, sin limitaciones en lo espiritual, rico de fuerzas interiores, increíble de posibilidades y de consecuencias. Mundo que llevaba adentro, quizás sin sospecharlo, al que su instinto le conduce, maduro de experiencias, y del que nos separan no tanto las montañas de siglos, sino los abismos de la incomprensión, del hábito y de los prejuicios.
 Se explica perfectamente cómo Lam, con una desenvoltura pasmosa, enteramente liberado de las filas de la pintura realista, en la que busca y se afana largos años con igual honradez y severidad, salta al campo contrario y cae en él con tan perfecto equilibrio. (Y él pudiera contestarle a los miopes, fósiles de academia, con las magníficas palabras de Picasso: «Si el artista modifica sus medios de expresión, no quiere esto decir que haya cambiado su estado de espíritu. Todo el mundo tiene derecho a cambiar... ¡Hasta los pintores!». En arte, nunca se improvisa).
 El Greco, tantas veces copiado y recopiado, estudiado hasta la saciedad por Lam, fue su primer gran maestro de modernidad. Lam, para responder a las explicaciones que le pedía la inquietud de su espíritu, a las exigencias de sus sueños de plástica y de lírica, supo aprovechar la deslumbradora lección de juventud y eternidad del arte — que a tantos escapa — y que le ofrecían algunas salas de los museos. El análisis a fondo de los grandes maestros y de las leyes eternas del arte es la mejor preparatoria para penetrar inteligentemente, sin aspavientos ni sobresaltos, en la aparente confusión o hermetismo de la nueva estética, y la consecuencia muy lógica de lo que es este arte moderno, aún tan debatido (¡un «moderno» que aquí se pronuncia a veces como si se incluyera siempre una injuria en la palabra, o se defendiese quien la pronuncia, del peligro de algún contagio fulminante de locura!).
 De la primera época analítica de Lam, no conocemos nada. Los cuadros pintados en España, los considera irremisiblemente perdidos en la confusión de la guerra. Es en París —como siempre— donde Lam se encuentra por entero a sí mismo: donde su sensibilidad, su talento y su personalidad se afirman vigorosamente en una nueva orientación decidida. El artista recibe como nadie, en el alma, el soplo estimulante y fecundo de París; allí se abandona, lleno de fe en sí mismo, y de esperanzas —y consciente de lo que quiere— a una verdadera fiebre de trabajo y de creación, sin más preocupación que la de su aventura plástica ni otro afán que el de exteriorizar el choque de una emoción en la nítida superficie del lienzo; fijar el misterio de un gesto, disponer la arquitectura complicada de una sensación..., con voluntad inteligente.
Lam trabaja entonces como un poseso, pero el lastre de una sólida preparación y su honradez, sobre todo —el respeto a la pintura como forma de expresión— su instinto, además del equilibrio y de la medida, lo salvan de toda posible borrachera y extravío. Con paso firme y seguro se empeña en la senda innovadora abierta por Braque y Picasso.
 El gran español —figura central de una de las épocas más ricas e intensas de la historia del arte— lo deslumbra con la audacia de su genio prodigioso, que no cesa de crear, de señalar nuevos derroteros desconocidos, nuevas posibilidades estéticas hasta él insospechadas... Mas no sería justo decir que la sentida influencia de Picasso en Lam disminuya en lo más mínimo su personalidad, sino todo lo contrario; la fortalece y explica. Para este «primitivo» de sensibilidad refinada, que hubiera podido tallar una cabeza de Gabón o una divinidad Balouba, formado en las culturas clásicas, pero en quien lo cósmico y suprasensible continuaban viviendo (a pesar de las academias, de las que tan a tiempo su originalidad le aparta), la influencia de Picasso se hace sentir justa-mente por la noción de creación lírica, y de libre iniciativa, que es lo precioso y fundamental de su influencia. En Lam hay influencia de Picasso, mas, no imitación, que es la renuncia de sí mismo y todo lo contrario de lo que pueda resultar de una auténtica influencia, la que exige afinidades profundas, y es como la aclaratoria y el reconocimiento de un nexo interior. Picasso ayudándole a profundizar en la verdadera naturaleza de su emotividad, le impulsa a la realización, sobre las bases más esenciales de su temperamento. Actúa como un estímulo al aprovechamiento de las facultades receptivas de su fuerte atavismo.



 Este hijo natural de Cuba, que no es un pintor de Cuba por el sentido universal de su arte ni por su formación —no hay palmeras, ni ceibas, ni piñas, ni «congas», ni nada típico, descriptivo, psicológico o anecdótico en su obra; sólo pudiéramos reclamarlo por el azar de su nacimiento— nos hace pensar en otra artista, cubana también y obliga a asociarla a Lam en nuestra estimación: Amelia Peláez, que traspasa los límites del localismo y sus balbuceos, y se sitúa discretamente en un plano de la nueva pintura.
 Actualmente Wifredo Lam está viviendo en La Habana —en todos los órdenes e intensamente en lo moral— la tragedia de un desterrado. Atormentado por el drama terrible de Europa, Francia —que es el drama personal y desgarrador de todos los que volvieron a ella los ojos y la conocieron y amaron profundamente—, mucho más de lo que jamás se hubieran creído capaces de amarla, Wifredo Lam lleva una existencia solitaria y difícil, sin salir apenas del atelier que se ha improvisado en la azotea del tercer piso de una casa de Luyanó, que domina el panorama, ya sólo ocre y gris de La Habana y el lamentable crecimiento de sus rascacielos... Allí libra una batalla con la realidad amarga del presente; mas su fuerza de voluntad vence y continúa heroicamente la espléndida labor interrumpida en el apartamento acogedor del Quai St. Michel, en el ambiente único y propicio de la ciudad comprensiva e inolvidable. Crea, busca satisfecho, trabaja con la misma pasión y la intención pura, y el mismo rigor ambicioso de superación, diciéndose que, a fin de cuentas, peor que la pérdida de París, sería —como escribía a un amigo aquel pintor enfermo y desgraciado— cometer «una falta de arte»...
 Ahora sus obras irán a las galerías de Norteamérica; ya están listas para emprender el vuelo sobre el mar, con un azul más ligero que el de una mañana de primavera —de aquella primavera—, el Caballo de un Carroussel de sueño, con su crin sutil de brisa y la ternura indecible de unos ojos que giran y giran en la triste alegría de la feria de arrabal, dóciles a la fantasía; o que giran en el círculo estelar del paraíso de los caballos de tío vivo, siempre más o menos suspendidos entre el cielo y la tierra; y la figura enigmática —como reminiscencia de una realidad en el sueño— extraña imagen poderosamente seductora en que lo indefinido toma la forma de una mujer, aparición transcripta del misterio de una noche interior, que dirige al poeta André Breton en Nueva York.
 (Lam ha ilustrado el poema de la Fata morgana y ya hemos dicho que la trama poética de su obra, y a veces sus incursiones y búsquedas en lo subconsciente, el automatismo de muchos de sus dibujos y pinturas, y desde luego, la aptitud a retener de la fugacidad del sueño una emoción real, lo acercan a veces al movimiento que define Bretón en su famoso manifiesto; donde sostiene que la obra plástica sólo ha de referirse «a un modelo interior»).
 Wifredo Lam no ha cumplido aun cuarenta años. Su increíble capacidad de trabajo y su temple, obliga a esperar de él grandes cosas. Es uno de los jóvenes a quien el esfuerzo de emancipación, esfuerzo desinteresado y puro —no hay deseo de sorprender; épater le bourgeois, ni deseo de agra-dar, ni trucos, ni malicia, nada bajo o innoble en su pintura— ha llevado muy lejos en la conquista de un ideal; que basándose en la creación libre no reconoce otras leyes que las de la sensibilidad estética.
 Sus cuadros figuran en las colecciones más exclusivistas de Europa y América, y su nombre, que ya pertenece a una elevada categoría de artistas, es imperdonable se silencie por más tiempo en Cuba su propia tierra.


 Lydia Cabrera. «Un gran pintor: Wifredo Lam». Diario de la Marina, La Habana, 17 de mayo de 1942.

Moforibale fu






  Roger Bastide


 Al terminar la lectura de este Vocabulario Lucumí, me he preguntado si no ha sido escrito por un hada, pues Lidia Cabrera ha logrado esta extraña metamorfosis, la de transmutar un simple léxico en una fuente de poesía.
 Lo mismo que alcanzó a hacer en “El Monte” de un herbario de plantas medicinales o mágicas, un libro extraordinario en el que las flores secas se convierten en danzas de jóvenes arrebatadas por los dioses, y en el que de las hojas recogidas se desprende todo el perfume embrujador de los trópicos.
 Aquí, como alas de mariposas aún trémulas, están clavadas, palabras tras palabras, frase Lucumí y con ellas todo un mundo maravilloso, azul, púrpura y ébano para despertar y vibrar ante el lector, cuando lo abra.
 Pero este libro que llamo, a pesar de su título: un libro de poesía, es también, bien entendido, y ante todo, un libro de ciencia. La poesía está en él como flor de ciencia.
 No soy un especialista de lenguas africanas y no hablo como lingüista, de esta obra. No dudo que un hombre como Joseph H. Greenberg, que ha escrito un artículo tan pertinente como “An Application of New World evidence to an African Linguistic Problem”, u otros lingüistas preocupados por el método comparativo, encuentren en la obra de Lidia Cabrera una abundancia de datos de la mayor importancia para la fonética, tanto como para el estudio del posible cambio de los sentidos de las palabras cuando pasan de un grupo social a otro.  Aunque los vocabularios de que disponemos en el Brasil son menos ricos, la comparación, la pronunciación de las palabras africanas en dos medios diferentes, no dejará de sugerirles observaciones interesantes, ya que pueden servir para conocer mejor las comunidades originarias de los negros transportados como esclavos.
 Sin embargo, no es solo el lingüista quien hallará aquí un material que se presta a reflexiones: este Vocabulario Lucumís, es una fuente de información capital para el etnógrafo y el sociólogo.
 Para el etnógrafo. Primero, pues encontramos, asidos de cierto modo a las palabras, fragmentos de cánticos que tienen su lugar y llenan una función en las ceremonias religiosas, proverbios que nos abren perspectivas para una comprensión mejor de la sabiduría negra –una lista de los “Odu” de la adivinaciónlos nombres múltiples de una misma divinidad y sus equivalentes católicos respectivos, (lo que aporta una prueba suplementaria a la tesis que he defendido hace años, que la multiplicidad de los correspondientes católicos para un mismo dios, se explica en gran medida, por las múltiples formas de los Orishas) los términos que designan los diversos tipos de collares o los ornamentos sacerdotales, los nombres de las diversas partes del cuerpo del animal que se ofrece en sacrificio –las yerbas sagradas-, las diversas especies de magias. Lo que hace que el autor nos presente uno de los inventarios más completos de todo un sector, a menudo descuidado de las religiones afroamericanas. Al mismo tiempo, que cierto número de frases, dados como ejemplos de la significación de una u otra palabra por el informante de Lidia Cabrera, nos introduce en la psicología del negro de Cuba, en el conocimiento precioso de sus actitudes mentales, de su sexualidad, de su comportamiento ante la vida. La antropología cultural se preocupa cada vez más de no separar el estudio de la cultura del de la personalidad, personalidad y cultura que son el derecho y el revés de una misma realidad, captada ya en lo exterior o en lo interior, en su exteriorización, o en la vida en el interior de las almas. El vocabulario Lucumí nos pasea, al azar del orden alfabético, en estos dominios en reciprocidad, en el de la cultura exteriorizada en los signos de la adivinación, en sacrificios sangrientos, en vestidos religiosos, y en la cultura vivida, en proverbios, en sabrosas reflexiones, en actitudes eróticas.
 Se me permitirá de insistir un poco más sobre el interés sociológico de este léxico que la amistad de Lidia Cabrera me vale el honor de prolongar. Resulta extremadamente sugestivo para los fenómenos de aculturación, un simple estudio estadístico de las palabras africanas que se han conservado y de las que aparecen olvidadas, tomadas, tomando la precaución de no considerar como un olvido definitivo lo que acaso puede ser olvido de un individuo; se apercibe, en efecto, que si los términos del parentesco restringidos se han mantenido, aquellos que designaban el ancho parentesco, la familia extendida, los enlaces clásicos no han sobrevivido o han sobrevivido mal del naufragio de la estructura social africana, que la esclavitud rompió definitivamente. El lenguaje nos muestra, de cierto modo, por la ley de mayor o menor resistencia al olvido, el paso de la familia extendida tan como existe aún en el país yoruba, a la familia restringida modelo de la familia española de Cuba. Por lo contrario, la importancia del Vocabulario religioso, cuantitativamente, por el número de palabras conservadas. Y cualitativamente, por la existencia de palabras múltiples para designar cosas que en español no necesitan más que de una sola palabra, es una nueva prueba a añadir a tantas otras más, que la religión constituía el centro dominante de la protesta cultural del africano reducido a la esclavitud, bautizado y occidentalizado a la fuerza, o por su propia voluntad. El segundo centro de resistencia lingüista parece ser el de la anatomía del cuerpo humano o animal, del animal o causa de los sacrificios, lo que no nos aleja de la religión, pero, lo que nos interesa más, del cuerpo humano también, como si la personalidad del negro se confundiera con su cuerpo, y que el mejor medio de salvar esta personalidad, amenazada en sus fundamentos por el cambio de civilización, era el de agarrarse a las palabras descriptivas africanas de la anatomía.
 De seguro que otros factores actuaron aquí, en particular, la exclusión del negro de las medicinas de los blancos y la necesidad de poder describir los síntomas de las enfermedades sufridas por los desventurados esclavos a sus sacerdotes de Osain. Hemos hablado de la multiplicidad de términos utilizados para designar lo que en español no necesita más que de una palabra. Podemos sugerir de este hecho, varias explicaciones posibles, o bien se trata de variantes regionales, lo cual pueden los africanistas invalidar o confirmar, y esto nos permitirá conocer mejor las tribus o las aldeas de orígenes de los negros de Cuba, o bien, se trata de este carácter de las lenguas llamadas primitivas, sobre las cuales ya Levy Bruhl ha insistido tanto, que hace que se amolden sobre la rica diversidad de lo concreto. Si el informante de Lidia Cabrera, en este caso, no ha podido dar los matices de sentidos que diferencia un término de otro, es porque hay probabilidad de que la aculturación haya penetrado ya en el dominio de la inteligencia y que la acción de la lengua del blanco haya tenido un primer efecto en la evolución de esta mentalidad hacia la abstracción. No se trata todavía, naturalmente de una hipótesis, que tendría necesidad para ser confirmada, de una encuesta suplementaria para saber que diferencia los negros de Cuba pueden hacer todavía entre las palabras que, aparentemente, presentan el mismo sentido. En todo caso, nuestras propias investigaciones nos han llevado a distinguir dos tipos de aculturación, la aculturación material, que es la interpenetración de contenidos de las civilizaciones que están presentes y la aculturación formal, que es el cambio de mentalidad. Como la lengua es el vehículo del pensamiento o la expresión de formas particulares de sensibilidad, la mejor manera de discernir el proceso de lo que llamo la aculturación formal seguirá siendo aún el estudio de las modificaciones del idioma.
 Y ahora lector, vuelve pronto la hoja, para emprender a través de las palabras recogidas de la boca del pueblo por Lydia Cabrera el hermoso viaje que se ha prometido al comenzar, por el país de la fidelidad negra.


 "Prefacio", Vocabulario lucumí (el yoruba que se habla en Cuba), La Habana, Ediciones C. R, 1957. 

miércoles, 30 de mayo de 2012

El estilo en Cuba: la quinta de "San José"






 María Zambrano


 Difícil es definir el estilo, tan difícil como permanecer insensible ante su presencia; no discernirlo en las cosas que lo tienen, pues nada fascina tanto. Ciertas épocas de la Historia son perdurables por haberlo logrado en extremo, como ciertas mujeres famosas cuyo predominio en la vida social de su tiempo y su recuerdo imborrable no pueden ser debidos a la belleza natural sin más, sino a que fueron la encarnación de un estilo o le crearon. Ciertas ciudades, ciertos palacios y aún casas sin pretensiones; ciertos rostros y figuras y hasta plantas y flores. Pues el estilo resplandece a veces en una sonrisa, en una línea sutil, impalpable y hasta en un cierto "no sé qué".
 Toda obra humana persigue un estilo, aunque no lo logre, ni aún lo sepa. Todo aquel que construye, o traza una línea apetece perdurar si no en los siglos, en la mente de quien lo contemple. En el fondo, nadie quiere producir -cuando de obras visibles se trata- sino una imagen; una imagen perdurable. Cuando alguien pregunta: "¿Le gusta a Ud. La ciudad?", La Habana, por ejemplo, está preguntando en realidad, si de su visión, múltiple y confusa -como es siempre la visión espontánea- le ha quedado una imagen clara, armoniosa y perdurable; si se la lleva en los ojos y aún más adentro; en la memoria y en el ensueño; si después de haberla visto, cree haberla soñado.
 Pues, las necesidades prácticas que parecen regir cada día más la vida no podrán borrar esa otra previa que los hombres sienten de quedarse con la imagen de lo visto; y de exigir que se aproxime cuanto sea posible a las imágenes dibujadas que alberga su alma. Abrimos los ojos ante la realidad, aún la más cotidiana, con la esperanza de encontrar en ella la realización de algún ensueño no declarado o su pasto. Y así, las ciudades, los edificios que hoy con frenético impulso se levantan en esta Era que pasará a la historia con el doble nombre de Era de las Edificaciones y de las Destrucciones, caerán, si algún día, el hombre que las hizo y las habita, se da cuenta de que no sirven a sus ojos, de que sólo funcionan en el estricto sentido de las necesidades vitales... ¡Vitales! ¡aún más vital es esta necesidad de fondo inabarcable de proveerse de imágenes, de imágenes que fascinan, que atraen, que consuelan y apaciguan; de vivir entre esa suma de armonía, de gracia conjugada con la necesidad que es el estilo.
 El estilo no es la persecución de una línea arbitraria, ni de una imagen hija de una quimera. Por el contrario, algo consigue tenerlo cuando ha resuelto armoniosamente el conflicto entre la necesidad elemental y la necesidad de belleza; cuando, obediente a la función que la obra desempeña, obedece igualmente a esa cifra secreta que todo paisaje físico y social alberga en su seno.
 Y así, el estilo viene a ser un lenguaje. Si sabemos leer en las cosas que lo tienen, descubriremos no sólo los ensueños y anhelos de quienes las fabricaron y usaron, sino también su vida, su vida en la expresión más vulgar, que ha dejado justamente de ser vulgar para quedar ennoblecida y hermoseada. El estilo ennoblece la necesidad; no la ignora, simplemente la eleva a la categoría de las cosas inventadas.
 Los países no son excepción de esta Ley del estilo. Por el contrario, se podría decir de un país que ha entrado en posesión de su Carta de Independencia, que tiene un nombre propio dentro de la Historia, cuando además de producir riqueza, de gozar de independencia política, de tener voz y voto en el concierto de las Naciones, posee un estilo.  Todavía más, aún antes de gozar de estos beneficios, existe históricamente si tiene un estilo. Tal es el caso de Cuba, cuya imagen peculiar llena de encanto, se adelantó en mucho a su independencia política. Cuando Cuba alcanzó su independencia, tenía su estilo hacía largo tiempo, su estilo... esa imagen que el viajero llevaba consigo, esa imagen que acompañaba al criollo por tierras lejanas y que trasmitía a los extraños; esa imagen que se anticipa al conocimiento físico y que produce nostalgia aún en quienes no han gozado de su presencia.
 Coincidente con la emancipación de la Isla, allá en la vieja España corría una versión fabulosa, casi mítica de su rara hermosura. Isla y por ello lugar de gracia y maravilla. Las islas sugieren en la mente del hombre de tierra firme, la imagen de una vida libre de cuidado-, entregada al disfrute de la belleza, reminiscencia del paraíso, Isla perdida. Y aquellas sombras de lo que falta en una vida, donde todo ha de ser conquistado, se unen formando un ensueño muy preciso y resplandeciente.
 Islas hay muchas, pero algunas se llevan la palma representando a las demás. Así, Cuba para la imaginación española: gracia y levedad, que coincide con la imagen que el cubano debe de tener de sí mismo, pues "pesado" es el atributo más denigrante, delito casi, en labios criollos. Se puede ser todo, pero ¡pesado!... No desacertada la nostalgia del hombre de tierra firme cuando la palabra "Cuba" liberaba en su alma una imagen leve, impalpable como la de una muchacha apenas mujer. La levedad, cifra del encanto que proviene de una esencia apenas incorporada, como la muchacha en quien florece con toda su fuerza la feminidad sin más cuerpo que el preciso para que sea visible.
 Y así es la Isla cuando al fin se la ve; se la sigue buscando por un tiempo, pues su tierra a pesar de la intensidad de la luz o por ella, es más que corpórea, fantasmal. Eso tan raro que es un fantasma luminoso; un sueño que la luz del día no deshace. Las imágenes del sueño parecen salir de un fondo oscuro que les presta contorno; la imagen real de la tierra cubana emerge de la luz. Isla en la luz, más que en el mar, imagen inasible de una tierra que apenas pesa. Posada sobre las aguas como una imagen descendida de ese su cielo, tan cercano; sostenida en el cielo más que fijada en las entrañas de la tierra. En los días luminosos del invierno, se la siente pender del cielo rozando apenas el mar como imagen apenas concretada, sombra del sueño de un Demiurgo enamorado de la luz y no muy entusiasta de que su obra se fijara en la Tierra; de que mis obras "pesen".
 Obediente a lo más secreto en lo más visible, a esa imagen de la propia Isla, el arquitecto español, y el criollo levantaron las ciudades, las Iglesias, las casas residenciales y también las casas de los pobres. Todo respondía a la levedad de la Isla, hasta en el horror de la piedra desnuda en el gusto del color que extendían sobre toda superficie. Colores leves; y usados, azules, esos azules cubanos que son como la librea de la servidumbre a su cielo. Y amarillos, como el cielo a veces se pone un instante tan solo, fugitivo a la caída de la tarde y otro instante más largo cuando todo el levante es un mar de oro, como si el Sol se hubiera, él también, vuelto líquido.
 Y la gracia de la palma real, casi invisible, pura línea, inspiró también al arquitecto, al maestro de obras, al albañil mismo que cumplía su tarea sabiendo que aquellos techos y aquellas paredes no eran fortín contra una naturaleza ceñuda. La casa cubana, como la andaluza, como la griega, como la caldea, es lo contrario de un castillo o de una fortaleza; son los muros que se conjugan con la luz; por eso la columna es elemento esencial. Ven el centro, el patio, espacio ofrecido en una suprema cortesía a la luz, al aire, a las estrellas. Las casas del Norte deben de venir de la cueva prehistórica, como se ve en esas cuevas gigantescas que son los templos góticos. La del Mediodía, nacida en el Mediterráneo, viene del oasis de sombra y frescura; son oasis recubiertos a medias; su centro es el patio donde el agua salta de una fuente o brota de un manantial. Es la casa del agua, verdadera Diosa de los países del Sol.
 Pero nada es igual exactamente de un País a otro. La unidad genérica se diversifica en especies, en familias, hasta en ejemplares únicos. Lo más original es siempre la realización de un canon. Y es en estas realizaciones ejemplares, canónicas dónde podemos, si sabemos, leer la vida, toda la vida de un país; su pasado, allí retenido, y su futuro, pues ¿habrá futuro si se rompe con el pasado? ¿Habrá futuro sin madre?




 De ahí el goce y la alegría de descubrir lugares donde el pasado de Cuba se ha remansado, gozoso de que se le guarde. Tal ciertas casas que todavía conserva la Isla; entre ellas me aparece como la cifra de la Cuba verdadera, real, la Quinta de "San José", enclavada en el reparto de Pogolotti.
 No es obra del azar; unas manos que saben y sienten la han ido llevando hacia su perfección. Y al verla se dice: "Así debió de ser exactamente, ella y la vida en Cuba". La imagen coincide con la nostalgia que la precediera; es la realización de lo que se esperaba por quienes llegaron a la Isla habiéndola soñado.
 Escondida al fondo de un ancho parque, la casa de "San José" aparece como en un sueño al visitante que tiene la fortuna de que ante él se abra su puerta. Una puerta simple, con esa sobriedad de lo que no tiene necesidad de anunciar lo que encierra. Así es en los sueños y en las viejas Leyendas del Oriente; un viajero pasa indiferente y distraído a lo largo de un muro que nada precioso parece encerrar; un presentimiento agita, sin embargo, su ánimo y levanta los ojos; y entonces, una puerta cede, como obediente a un conjuro que le abre un lugar encantador, mi espacio diferente de todos donde la belleza rige. Aparece una avenida al final; la casa de rosadas columnas entre los laureles que le sirven de fondo; no se está cierto de que la casa esté de verdad allí y hay que avanzar y ver que se abre otra puerta, pasado el pórtico de columnas y por seguir hasta el patio azul, donde el galán de noche, la diamela y el jazmín hacen del aire un vehículo de comunión con la vida sutil y secreta de las plantas. Y, lentamente, como si fueran surgiendo por sí mismas, con esa infalibilidad de las cosas que están en su lugar y son como deben de ser, van surgiendo los azulejos del zócalo, la fuente, los lavamanos de mármol adosados a las paredes, el tejadillo que sombrea un lado del patio, las puertas abiertas en esa corola del medio punto, tan cubano; la palma, la gracia leve, como la respiración de una deidad que hubiese encontrado allí su morada.
 El interior de la casa; sus galerías, sus salones, bibliotecas y estudios, sin aire alguno de dictar lección ofrecen un ejemplo, museo viviente de la casa señorial del dieciocho que la vida del diecinueve enriqueció con un sutil refinamiento y el veinte con el necesario confort. Muestra así en una perfecta continuidad la vida cubana en su más puro estilo, sin desmentirse a través de dos centurias.
 Museo viviente del estilo de Cuba; del estilo logrado hecho ya cifra. Los muebles, lejos de robar espacio aquí dónde el espacio es lujo imprescindible, lo dejan ampliamente. Alacenas, consolas, espejos, cuadros, distribuyen el espacio modulándolo, lo que es el secreto de toda  composición plástica acabada; que el espacio llegue a cobrar valor musical y sea como una cadencia que todo lo envuelve. Desde cualquier rincón la impresión es la misma; la cadencia que se despliega en variaciones.
 A la hora en que la destrucción amenaza a las más bellas y puras muestras del estilo cubano, la presencia viviente de esta Quinta de "San José" adquiere categoría de ejemplo. Al vivir con estilo sustituye hoy el vivir con lujo y tanta distancia hay de los uno a lo otro que viene a ser lo contrario. En una casa con estilo el lujo no se nota; el precio se ha transformado en valor; el "tanto ha costado" ha dejado el paso a lo que vale, a lo que es. En la obra de estilo y aún en la vida de quienes lo tienen, hasta el esfuerzo mismo queda escondido; la armonía parece haberse producido por sí misma y sostenerse en ella misma. En verdad, sucede lo contrario; lo que es lujo solamente cuesta lo que fue su precio que el tiempo desvaloriza. Más, el sostener un estilo es siempre obra de sacrificio. No hay estilo sin sacrificio; consumo de medios materiales, derroche de cuidado y atención, renuncia a lo que podría producir..., pues la belleza necesita espacio y tiempo a más de inteligencia y devoción como semidiosa que es. Sin los altos laureles, sin el espacio que aísla esta Quinta, su encanto moriría asfixiado. La belleza requiere "espacio vital". De allí que el mantenimiento de un estilo sea no sólo de valor estético, sino moral y allá en el fondo aliente una cuestión de deber, religiosa –escrupulosamente sentida. Sin esa conciencia vigilante, moral, no hay estilo que no se deshaga entre el vaivén de los tiempos cargados de dificultades. El esfuerzo tenaz e invisible guiado por la inteligencia y el sentido del deber con su Patria, ha sostenido sin duda, a la señora María Teresa de Rojas, heredera de una vieja estirpe cubana, y a Lydia Cabrera, hija de uno de los más ilustres fundadores de la nacionalidad, en esta obra de estilo. No es la única muestra nacida del desvelo y de la devoción inteligente de estas dos damas, esta Quinta que habitan y «que los viajeros enterados piden conocer al llegar a la Isla. En la vieja Habana, el Palacio de Pedroso muestra el rostro señoril y lleno de gracia de la vieja Cuba... ¡la vieja Cuba!; junto a ella, respirando su gracia contenida, sentimos intensamente alentar el futuro de Cuba, su pervivencia, su conquista de un lugar en la historia.


               Bohemia, La Habana, 1953
 

La prodigiosa Gallina de Guinea

-->




 Lydia Cabrera


 Diablos tenían a la Lluvia prisionera en una tinaja; a la tierra de los que comían arroz, llegó Doña Miseria sembrando penas.
 Escaseaban los víveres.
 Una mañana, atosigado por el hambre, Compadre Gallo saltó la cerca de pina y piñón; y camina, camina, camina, camina, camina Compadre Gallo, camino luengo.
 Al fin de la desesperanza halló una hermosa tierra cubierta de granos como un milagro.
 Creyendo que soñaba -o que había muerto y éste era el paraíso- se metió entre las siembras. Y tragó: tragó soñando que soñaba que tragaba a tragantadas...
 Con el buche bien repleto -ya despierto- corrió en busca de Comadre Gallina.
 -¡Dios nos protege; Dios, que se hizo el sordo, me ha oído!
 Tornaron marido y mujer a la finca bendita -esta vez con muchas precauciones- y Comadre Gallina pudo engullir a sus anchas hasta sentirse enferma.
Desde entonces, a diario, la dichosa pareja comía opíparamente mientras las otras aves, famélicas, se resignaban a morir de hambre.
 Comadre Paloma, blanca hasta el lirio -la sangre blanca-, se desmayaba dulcemente de sólo imaginarse un puñado de millo. Apenas si podía tenerse en pie. Aunque hartos y ya gordos, Compadre Gallo y la «Comae» Gallina se apiadaron de ella. Pidiéndole la mayor reserva se ofrecieron a llevarla a la otra tierra generosa que Dios les había revelado, granero inagotable. Pero... Comadre Paloma jamás se hubiera separado un segundo de su marido, Compadre Palomo, ni le huhiera callado un secreto, ni probado un solo grano sin com partirlo con él, pico a pico. Así que también fue Compadre Palomo. Y lo supo el Pato y su mujer, en un estanque donde el agua se había convertido en piedra. Y lo supo Compadre Ganso y su mujer. Y el Pavo...
 -¡Qué crueldad dejarnos perecer así!...
 Al fin todos en silencio y con grandes miramientos para no comprometerse, ni manchar sus buenos nombres, visitaban la tierra de la abundancia y en cada estómago hubo alegría.
 ¡Ah! ¡Lo supo la Gallina de Guinea!
 -Y ¿poqué (1) poqué poqué no he de comer yo igual que Uds., egoistones?
 -Porque es Ud. muy indiscreta, Comadre. Porque Ud., que no las piensa, nos descubrirá y nos perderá a todos -contestó el Guanajo autoritario. Y algo iba a añadir con sensatez la Paloma remilgada y comedida, pero Palomo hizo, «Tracúm». «No te inmiscuyas, Paloma mía, amada mía. Acariciémonos, aunque no venga al caso.»
 -Escucha, Comadre, yo te conozco... Te traeré maíz en un cartucho... -dijo la Gallina.
 No, no hubo más remedio que conducir a la Gallina de Guinea, que armó un lío de chillidos, carreras y aletazos y que al fin juró por las cenizas de su madre -que era muy buena- y de su padre -que en paz descanse- comportarse correctamente, como una señora, y evitar sospechas.
 Ella empieza comiendo aquí: «tchí, tchí... tchit-tchil tchit-tchit», y acaba de comer allá lejos, y todo lo ha revuelto.
 -¡Que la van a pillar! -observó el Gallo.
 -¡Um, um! (Palomo, disgustadísimo, desaprobaba aquel desorden, empujando con ternura torpe a su paloma.)
 -¡Vámonos! -dijeron los ladrones honorables, precavidos.
 -¡Tchit-tchit-tchit!... ¡Tchí-tchí! -seguía escandalizando la Gallina de Guinea.
 Ya andaba el Guajiro recorriendo su finca a caballo. Se abrió como un abanico, la mañana. El guajiro la sorprendió picoteando aquí, allá, acullá. Se bajó del caballo y le echó mano.
 -¡Canalla, vas a saber lo que es cajeta de boniato! -le gritó el guajiro; y un poco más y le tuerce el pescuezo.
 -¿Poqué-poqué-poqué?
 -¡Por ladrona! -y la encerró en el corral.
 -Cuidado quien ande con «ésa» -le advirtió al gallinero, quien dio muestras del más vivo interés mezclado al desprecio-, a esta picara desvergonzada, tengo que ajustarle unas cuentas...
 -¡Pascua, pascua!
 -¡No, no me llamo Pascual! -y pegó un portazo formidable que hizo huir espantado al pobre perro Canelo. Gallina de Guinea se sube a un palo y medita.
 -¿Y ahora, Yewá, Virgen de los Desamparados, cómo salir de este trance tan peliagudo? ¡Ese «mundele»1 tiene malas pulgas!
 El hijo del dueño de la finca, un chiquillo desmedrado y verde, allegóse, jugando, al corral de las aves. Y ella, zalamera, lo llamó.
 -¡Ven acá niño, ven acá! -le dijo hablando en cristiano.
 - ¿ ?
 -Niño, ¿ya te gustan las monedas de oro, los escudos, los centenes y las peluconas?
 -¿ ?, ¿ ?, ¡¡ !!
 -Ah, niño...(2) Yo te haré rico, entonces. Yo sé cantar, y las cruces del cementerio, hasta las torres de los ingenios, si me escuchan, bailan! Llévame a La Habana. Irás pregonando:
 «¡Ésta es la prodigiosa Gallina de Guinea que si me pagan canta, si no me pagan, no cantará!»
 -Oye -dijo la Gallina rabisalera-. Y cantó:

 Compadre Gallo vino y se promovió -ó-ó ¡Ariyénye!
 Comae Gallina vino y se promovió -ó-ó ¡Ariyénye!
 Compae Palomo vino y se promovíó-ó-ó ¡Ariyénye!
 Comae Paloma vino y se promovió -ó-ó ¡Ariyénye!
 Compae Pato vino y se promovió -ó-ó ¡Ariyénye!
 Comae Pata vino y se promovió -ó-ó ¡Ariyénye!
 Compae Ganso vino y se promovió -ó-ó ¡Ariyénye!
 Comae Gansa vino y se promovió -ó-ó ¡Ariyénye!
 Compae Guanajo vino y se promovió -ó-ó ¡Ariyénye!
 ¡Isé-Kué! ¡Ariyénye! ¡Isé-Kué! Ariyénye...
 ¡Isé-Kué! ¡Ariyénye! ¡Isé-Kué! Ariyénye...

 El guajiro y todos los peones de la finca, abandonando sus quehaceres, acudieron al corral atraídos por el canto.
 -Ésta es la prodigiosa Gallina de Guinea, que sí me pagan canta, si no me pagan no cantará.
 -¡Garganta de plata tiene la Gallina! Canta, ¡oh, canta otra vez preciosa Gallinita de Guinea! Canta y bailaremos.
 ¡No habrá fagina!
 La Gallina enmudeció; y los hombres vaciaron de calderilla sus bolsillos.
 ¡A La Habana, a La Habana, a pie por la carretera!
 Cantando y bailando. Isé-Kué, ¡Ariyénye!
 En llegando a las murallas, apareció el celador. Bailó el celador, que era gallego.
 -¡Sejidme todos a la Celaduría!
 El celador le dijo a su mujer:
 -¡Aquí traijo una jallina qué canta más dulce que todas las jaitas juntas de mi Jalicia!
 Desenterró una botija y dio los luises que venía ahorrando hacía doce años cabales...
 Oyó cumbancha el Alcalde que paseaba por la Alameda, muy estirado: allá viene, abanderado y golpeando con su bastón al ¡Isé Kué!, al ¡Ariyénye!
 -Señores, ¿qué pasa en esta ciudad?
 »¡Ariyénye! ¿Alegría?..., ¡y sin permiso!, ¿qué es esto, pueblo, qué es esto?
 La Gallina se calla: el Señor Alcalde quería bailar.
 -¡Vámonos todos a la Alcaldía!
 Y rompe un paquete de centenes. Baila el alcalde, baila la alcaldesa y eran de Asturias, cintura dura) baila el celador y la celadora.
 ¡Isé Kué! ¡Ariyénye!
 ¡Isé Kué! ¡Ariyénye!
 No tarda en llegar el Gobernador linajudo, mofletudo, zamborrotudo, sacudiendo los recios hombros, las charreteras; y patón y bigotudo -Grandeza de España- el pecho fulgurante como un altar cubierto de cruces y medallas de oro.
 -Isé Kué, ¡Ariyénye! Abrirle paso a la autoridad, ¡voto va! ¡Ariyénye! Pero, ¡canastos!, ¿qué es esto, que no me tengo, que hasta los pelos del lunar me bailan?
 »¡Rediós! ¡Ariyénye!
 -¡Señor Gobernador, algo muy bueno!
 Y se van todos al Palacio de la Gobernación.
 -Hijas de mis entrañas, y tú, mujer -dice su Señoría-, ¡venid todas a escuchar la Prodigiosa Gallina de Guinea!
 A manos llenas, velludas, derramó las onzas.
 La Gobernadora -cubana buena, gorda y bruta- de entre unos cortinajes rojos entró bailando en el salón.
 Y baila el celador, baila el alcalde, baila la celadora, baila la alcaldesa; baila el gobernador, baila la gobernadora.
 Bailan las nueve hijas solteras del Gobernador.
 Y vino el Rey de España, en una fragata con toda la corte; con Cristóbal Colón, de mármol blanco, un verdugo y un padre cura...
 -Decidme, vasallos de tantos colores: ¿es ésta la rumba Mambisa?
 -¡Isé Kué! ¡Ariyénye! ¡Vaya un relajo!, y nos complace...
 ¡Ariyénye!
 -¡Señor, la Prodigiosa, la prodigiosa Gallina de Guinea!
 -¡La haré Virreina de mis Antillas verdes, de mis Antillas dulces! ¡Ea, señores, siga el guateque1.
 Subió el rey las escaleras, sin perder el compás, al  ¡Ariyénye! ¡Ariyénye! Y la reina con corona de diamantes y manto de armiño, moviendo el culo:
 ¡Isé Kué! ¡Ariyénye! ¡Isé Kué! ¡Ariyénye!...
 Bailó el celador y la celadora, el alcalde y la alcaldesa, el gobernador y la gobernadora, las hijas fofas, fainas, del Gobernador, el Rey y la Reina de España, los príncipes y princesas de la sangre.
 Condes, duques y marqueses.
 Y el Obispo de La Habana.
 El Ejército, la Marina, el Cuerpo Legislativo y la Sociedad Económica de Amigos del País.
 La cotorra, el perro y el gato.
 En la cochera, los caleseros; en la cocina, los cocineros, las cazuelas y la sartén. En la azotea, la negra que lava y la negra que plancha. En las tendederas bailan los corpiños, bailan las enaguas: los largos calzoncillos castos de los caballeros.
 Y las nubes.
 A las puertas de Palacio, también bailan los porteros –las farolas- y serenos a deshora; y se vio en el parque, bajo los laureles, frente a los balcones colmados de mujeres, a puro Capitán Cara de Mogote, que guardaba el puerto y cazaba piratas, bailar -sin desdorarse- con la negra retinta, cochambrosa, ya matunga, conga-mondonga.
 -Ahora -dijo la Gallina- llévenme a un escampado para cantarle al pueblo.
 -Sea -dijo el rey-, bueno está que el pueblo disfrute también lo suyo... de vez en cuando.
 -¡Viva el General Tacón! ¡Viva la Rumba, la Administración, la Constitución, la relajación!
 Y la chusma libre y gozosa -bozales, ladinos, criollos, rellollos, negros, blancos y amarillos -chinos manilas-, revueltos en estruendo de tambores, cascabeles, maracas, marugas y cencerros, la siguió coreando más allá del paseo de Carlos III, a la loma del Príncipe.
 Decían los tambores:
 ¡Tengo caló, caló!
 Bailaba el pueblo entero. Hasta la Guardia Civil odiada parecía buena.
 Salieron los cabildos con sus capitanes: sombrero de tres picos, banda y pendón; las comparsas, las farolas, los juegos de diablitos, congos, lucumís, mandingas, ararás; los «figurines» y las «figurinas», los «curros» currutacos de Jesús María, luciendo sus anchos pantalones de campana, las camisas alforzadas con mangas de charol, el sombrero calañés y los pañuelos de color.
 ¡Isé Kué Ariyénye!
 ¡Isé Kué Ariyénye!
 Arriba, arriba: en el Castillo de Atares, la Gallina de Guinea.
 Levantó un ala -¡Ariyénye!-. Cuando vinieron a acordar... ya estaba ella en su terruño con todos los «carabelas », narrándoles su aventura.
 El Palomo se escandalizó; ¡Té-Kúm!, mal ejemplo, Gallina de Guinea, atrevida y filatera, le daba a una mansa, recatada Paloma. El Ganso, patiabierto en asombro, por más esfuerzo que hizo no alcanzaba a comprenderlo todo -y le dolió la cabeza-; y compadre Gallo por su prestigio de amo, por su hombría, su cresta y sus espolones se creyó en el deber de reprenderla, no de admirarla.
 -¡Loca, loca de atar! ¡Un picotazo te merecías en cada ojo... y te atreves a reírte y aún, insolente, te vanaglorias!
-Di, endiablada gallina revoltosa, ¿cuándo tendrás un poco de juicio?
 ¡NUNCA, NUNCA, NUNCA, NUNCA! -gritó convulso, reventándose de cólera el Compadre Guanajo, muy puntilloso y, verdaderamente, muy estúpido.


 Notas

 (1) Imitando el canto de la Gallina de Guinea...
 (2) Hombre blanco.