jueves, 31 de mayo de 2012

Un gran pintor: Wilfredo Lam




  Lydia Cabrera


 En 1938, la sensacional exposición en la galería Pierre, de París, de un joven que entonces creíamos europeo, era recibida por la crítica sagaz, y forzosamente por los poetas, por lo que había de contenido poético en la obra del artista (lo reclaman los surrealistas, con quienes convive en Marsella el año terrible del armisticio, y en el primer destierro, en La Martinica, donde va a refugiarse con André Bretón, Pierre Mabille, André Massón, el gran poeta mestizo Aimé Césaire y otros), como una revelación de las más serias y sorprendentes. No hemos dicho éxito —el éxito peligroso, que ningún artista verdadero toma demasiado en serio, y que le dio por entonces agradables billetes de a mil; que se gastan en París tan bien, tan a gusto y como en ninguna parte del mundo—, sino «revelación», lo cual le valió, con toda justicia, la alentadora estimación de los «estimables», la única que interesa merecer. Ignorábamos que este auténtico pintor —la frase viene de Picasso, el más auténtico de los genios de nuestro tiempo— de quien leíamos el nombre con frecuencia en los catálogos de las exposiciones de la moderna pintura con Braque, Leger, Klee, Ernst, Miró, Gris, Chagall, Picasso el Mago; y cuyas telas de una plástica tan nueva y rica y a la vez tan rigurosa —diríase que Lam, quizás porque tiene un sentido justísimo de la composición que en él debe ser innato, se proponía y sabía expresar siempre lo esencial en la grandeza decorativa de sus construcciones tan armoniosas— era ¡cubano! Nacido en Las Villas, en la ciudad de Sagua la Grande.
 En varias ocasiones y últimamente en Nueva York, en la ciudad nueva, abrumadora y sin alma —donde hay ahora para el recuerdo y la ilusión rincones trasplantados con un poco de ambiente de Francia, caricaturas bastante fieles de Bistrot y restoranes pequeños, aún inéditos, donde se come pasablemente a la francesa y se mueren de nostalgia los parroquianos— en una tertulia de pintores caídos en la desbandada inevitable a este lado del hemisferio, nos habían hablado de «Wifredo Lam como uno de los jóvenes plus remarquable de la jeune peinture». Más no pudimos sonreírnos entonces con el empaque obligatorio de un patriotismo complacido, pues no sospechábamos — ni la profundidad de su obra nos lo hubiera hecho sospechar —la nacionalidad del interesante artista, que ha recibido sin infatuarse, pero sí como la compensación más preciosa a toda una vida difícil de trabajo y de fervor, la protección decidida y el aprecio de Pablo Picasso. Así el arcaísmo —sin falsedad ni sutileza— puro y espontáneo de su arte lavado, ya no nos sorprende.
 Dos viejas culturas —Asia y África— imprimen a su obra este precioso acento de veracidad entrañable, ancestral; y de ningún modo, podría llamarse «exótico» —en el vulgar sentido que ha ido cobrando la palabra— el lenguaje plástico que hablan sus formas exaltadas y depuradas. La sensibilidad, la hereda tal vez de su ascendencia vieja en la aurora del tiempo; su inspiración busca las fuentes primordiales de un mundo que él recrea, sin limitaciones en lo espiritual, rico de fuerzas interiores, increíble de posibilidades y de consecuencias. Mundo que llevaba adentro, quizás sin sospecharlo, al que su instinto le conduce, maduro de experiencias, y del que nos separan no tanto las montañas de siglos, sino los abismos de la incomprensión, del hábito y de los prejuicios.
 Se explica perfectamente cómo Lam, con una desenvoltura pasmosa, enteramente liberado de las filas de la pintura realista, en la que busca y se afana largos años con igual honradez y severidad, salta al campo contrario y cae en él con tan perfecto equilibrio. (Y él pudiera contestarle a los miopes, fósiles de academia, con las magníficas palabras de Picasso: «Si el artista modifica sus medios de expresión, no quiere esto decir que haya cambiado su estado de espíritu. Todo el mundo tiene derecho a cambiar... ¡Hasta los pintores!». En arte, nunca se improvisa).
 El Greco, tantas veces copiado y recopiado, estudiado hasta la saciedad por Lam, fue su primer gran maestro de modernidad. Lam, para responder a las explicaciones que le pedía la inquietud de su espíritu, a las exigencias de sus sueños de plástica y de lírica, supo aprovechar la deslumbradora lección de juventud y eternidad del arte — que a tantos escapa — y que le ofrecían algunas salas de los museos. El análisis a fondo de los grandes maestros y de las leyes eternas del arte es la mejor preparatoria para penetrar inteligentemente, sin aspavientos ni sobresaltos, en la aparente confusión o hermetismo de la nueva estética, y la consecuencia muy lógica de lo que es este arte moderno, aún tan debatido (¡un «moderno» que aquí se pronuncia a veces como si se incluyera siempre una injuria en la palabra, o se defendiese quien la pronuncia, del peligro de algún contagio fulminante de locura!).
 De la primera época analítica de Lam, no conocemos nada. Los cuadros pintados en España, los considera irremisiblemente perdidos en la confusión de la guerra. Es en París —como siempre— donde Lam se encuentra por entero a sí mismo: donde su sensibilidad, su talento y su personalidad se afirman vigorosamente en una nueva orientación decidida. El artista recibe como nadie, en el alma, el soplo estimulante y fecundo de París; allí se abandona, lleno de fe en sí mismo, y de esperanzas —y consciente de lo que quiere— a una verdadera fiebre de trabajo y de creación, sin más preocupación que la de su aventura plástica ni otro afán que el de exteriorizar el choque de una emoción en la nítida superficie del lienzo; fijar el misterio de un gesto, disponer la arquitectura complicada de una sensación..., con voluntad inteligente.
Lam trabaja entonces como un poseso, pero el lastre de una sólida preparación y su honradez, sobre todo —el respeto a la pintura como forma de expresión— su instinto, además del equilibrio y de la medida, lo salvan de toda posible borrachera y extravío. Con paso firme y seguro se empeña en la senda innovadora abierta por Braque y Picasso.
 El gran español —figura central de una de las épocas más ricas e intensas de la historia del arte— lo deslumbra con la audacia de su genio prodigioso, que no cesa de crear, de señalar nuevos derroteros desconocidos, nuevas posibilidades estéticas hasta él insospechadas... Mas no sería justo decir que la sentida influencia de Picasso en Lam disminuya en lo más mínimo su personalidad, sino todo lo contrario; la fortalece y explica. Para este «primitivo» de sensibilidad refinada, que hubiera podido tallar una cabeza de Gabón o una divinidad Balouba, formado en las culturas clásicas, pero en quien lo cósmico y suprasensible continuaban viviendo (a pesar de las academias, de las que tan a tiempo su originalidad le aparta), la influencia de Picasso se hace sentir justa-mente por la noción de creación lírica, y de libre iniciativa, que es lo precioso y fundamental de su influencia. En Lam hay influencia de Picasso, mas, no imitación, que es la renuncia de sí mismo y todo lo contrario de lo que pueda resultar de una auténtica influencia, la que exige afinidades profundas, y es como la aclaratoria y el reconocimiento de un nexo interior. Picasso ayudándole a profundizar en la verdadera naturaleza de su emotividad, le impulsa a la realización, sobre las bases más esenciales de su temperamento. Actúa como un estímulo al aprovechamiento de las facultades receptivas de su fuerte atavismo.



 Este hijo natural de Cuba, que no es un pintor de Cuba por el sentido universal de su arte ni por su formación —no hay palmeras, ni ceibas, ni piñas, ni «congas», ni nada típico, descriptivo, psicológico o anecdótico en su obra; sólo pudiéramos reclamarlo por el azar de su nacimiento— nos hace pensar en otra artista, cubana también y obliga a asociarla a Lam en nuestra estimación: Amelia Peláez, que traspasa los límites del localismo y sus balbuceos, y se sitúa discretamente en un plano de la nueva pintura.
 Actualmente Wifredo Lam está viviendo en La Habana —en todos los órdenes e intensamente en lo moral— la tragedia de un desterrado. Atormentado por el drama terrible de Europa, Francia —que es el drama personal y desgarrador de todos los que volvieron a ella los ojos y la conocieron y amaron profundamente—, mucho más de lo que jamás se hubieran creído capaces de amarla, Wifredo Lam lleva una existencia solitaria y difícil, sin salir apenas del atelier que se ha improvisado en la azotea del tercer piso de una casa de Luyanó, que domina el panorama, ya sólo ocre y gris de La Habana y el lamentable crecimiento de sus rascacielos... Allí libra una batalla con la realidad amarga del presente; mas su fuerza de voluntad vence y continúa heroicamente la espléndida labor interrumpida en el apartamento acogedor del Quai St. Michel, en el ambiente único y propicio de la ciudad comprensiva e inolvidable. Crea, busca satisfecho, trabaja con la misma pasión y la intención pura, y el mismo rigor ambicioso de superación, diciéndose que, a fin de cuentas, peor que la pérdida de París, sería —como escribía a un amigo aquel pintor enfermo y desgraciado— cometer «una falta de arte»...
 Ahora sus obras irán a las galerías de Norteamérica; ya están listas para emprender el vuelo sobre el mar, con un azul más ligero que el de una mañana de primavera —de aquella primavera—, el Caballo de un Carroussel de sueño, con su crin sutil de brisa y la ternura indecible de unos ojos que giran y giran en la triste alegría de la feria de arrabal, dóciles a la fantasía; o que giran en el círculo estelar del paraíso de los caballos de tío vivo, siempre más o menos suspendidos entre el cielo y la tierra; y la figura enigmática —como reminiscencia de una realidad en el sueño— extraña imagen poderosamente seductora en que lo indefinido toma la forma de una mujer, aparición transcripta del misterio de una noche interior, que dirige al poeta André Breton en Nueva York.
 (Lam ha ilustrado el poema de la Fata morgana y ya hemos dicho que la trama poética de su obra, y a veces sus incursiones y búsquedas en lo subconsciente, el automatismo de muchos de sus dibujos y pinturas, y desde luego, la aptitud a retener de la fugacidad del sueño una emoción real, lo acercan a veces al movimiento que define Bretón en su famoso manifiesto; donde sostiene que la obra plástica sólo ha de referirse «a un modelo interior»).
 Wifredo Lam no ha cumplido aun cuarenta años. Su increíble capacidad de trabajo y su temple, obliga a esperar de él grandes cosas. Es uno de los jóvenes a quien el esfuerzo de emancipación, esfuerzo desinteresado y puro —no hay deseo de sorprender; épater le bourgeois, ni deseo de agra-dar, ni trucos, ni malicia, nada bajo o innoble en su pintura— ha llevado muy lejos en la conquista de un ideal; que basándose en la creación libre no reconoce otras leyes que las de la sensibilidad estética.
 Sus cuadros figuran en las colecciones más exclusivistas de Europa y América, y su nombre, que ya pertenece a una elevada categoría de artistas, es imperdonable se silencie por más tiempo en Cuba su propia tierra.


 Lydia Cabrera. «Un gran pintor: Wifredo Lam». Diario de la Marina, La Habana, 17 de mayo de 1942.

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