lunes, 31 de julio de 2023

Nuestra hipocresía

 

 El adelantado de Segovia, 4 de abril de 1984, p. 2; Clarín, Buenos Aires, 8 de marzo de 1984, con el subtítulo “Si hay miseria que no se note”; Gente, Buenos Aires, 15 de marzo de 1984; El Día, Montevideo, 5-11 de mayo de 1984; Revista Proa, Buenos Aires, Núm. 10, enero-febrero de 1994, con el título “Eufemismos argentinos según Borges”; y, Textos recobrados 1956-1986, Buenos Aires, Emecé, 2003.


domingo, 30 de julio de 2023

A la memoria de Ricardo Güiraldes





 Alfonso Reyes 

I 

SILENCIO EN EL CAMPO 

PARADÓJICA HERENCIA DEL CABALLERO DE LA TRISTE FIGURA 

 Fino abuelo tuvimos, como hecho de plata y marfil viejo, aunque él nunca lo seguía, supo darnos un buen consejo.

 Él era una fuente de palabras, un río rumoroso y ancho, pero alguna vez confesó: —Hijo, al buen callar llaman Sancho.

 Y el campesino de América sabe ya muy bien lo que quiere, porque heredó, entre otros refranes, lo de que el pez por su boca muere.

 Y de allí nuestros “tapaos” de poco hablar y caras foscas, a todo evento ver y callar, y en boca cerrada no entran moscas.

 Lástima que nuestros poetas se nos hayan vuelto facundos: aprendieran el mucho-en-poco de los peones errabundos.

 Hay cada amansador de potros que apenas dice: “Esta boca es mía” ¡y todo lo que promete, el “cabo de güeso” lo fía!

 Desde la tierra del sarape hasta la tierra del chiripá, nadie puede sospechar lo que este silencio dirá.

II 

DON SEGUNDO DE LA PAMPA SENTIDO ESPIRITUAL DE ESTA HISTORIA

 Ya no lo sigue el escudero, siempre tan leal con la tierra: ahora lo ronda un muchacho que asaltó la vida en acción de guerra.

 Frente alucinada en el cruce cardinal de cuatro distancias, el muchacho —a lomos del pingo— ventea el olor de las estancias.

 Como cardo prendido al traje se lo había llevado su padrino, y con el lazo y las boleadoras lo fue haciendo mejor latino.

 Y aprendió a cebar la paciencia esperando que la pava hierva, y el antiguo comunismo agrario en la comunión del mate y la yerba.

 ¡Oh, sueño de los campos iguales, siempre acostados sobre el suelo! 

 ¡Oh, camino que anda y no llega, a lo largo del desconsuelo!

 Hay que ser solidario: o perderse o seguir los rastros, bajo la constancia severa y nocturna de los astros.

 Siempre el menor tras el mayor, a quien no conoce y casi nunca nombra: 

 ¡Fantasma o promesa a caballo, con cuánta razón te llaman Sombra!

III 

LA TRANQUERA CIFRA DE LA TIERRA ARGENTINA

 Santa parrilla de palo, cuadrícula breve; refugio apenas insinuado, cuando pica el sol o cuando llueve.

 Aquí se organiza el paisaje y de aquí arrancan las medidas; único accidente geográfico, índice alerta entre las llanuras dormidas.

 La cita de amores y de riñas tiene que ser en este punto: sola huella de la mano, sola geometría en el conjunto.

 Donde atar las cabalgaduras, donde apoyar el ensanche de los ojos; reja sin otra caricia que la bronca macolla de abrojos.

 Así, tan escueto como esta pobre tranquera; tan entre dos infinitos que de cada lado se está afuera;

 Tan atado en lo suyo que el campo sin él (sin ella) se me va en el viento; así —árbol según el hombre, necesidad del pensamiento—;

 Así —nudo de sus hilos, araña en la malla de su mundo—, como la tranquera en el campo, así veo yo a Don Segundo.

                            IV 

RICARDO SOMBRA 

ENVÍO 

 Llegaste cuando yo no estaba y yo vine cuando habías partido, y nuestra alianza queda encinta de todo lo que pudo haber sido.

 Tal vez te recogieron, como en tu cuento al Trenzador, arrugando con crispada mano la carta en que te dije adiós.

 Hoy, tus ecos juntando, te alzo una estatua de reflejos, y por la señal de tu planta te voy campeando desde lejos.

 Cada uno me habla de ti con un elogio diferente: puedo pensar que, sólo contigo, se me murió mucha gente.

 Nunca se dio una amistad tan parecida a una idea. 

  Tanto despojo me conforta: acaso es mejor que así sea.

 Ya eres una fotografía —y lo demás se desmorona.

 ¡Ojalá que tu alma tenga la esbeltez de tu persona!

 Espérame: nos encontraremos en la posada vecina.

 Aquí te dejo estas palabras en el regazo de tu Adelina.

 

 Prólogo al libro de R. Güiraldes, Seis Relatos, Buenos Aires, “Cuadernos del Plata”, Edit. Proa, 1929. 


viernes, 28 de julio de 2023

martes, 25 de julio de 2023

Presentando a Girondo: de Güiraldes para el Conde Kostia

 

  Estimado Señor y amigo:

  Hace tiempo ya de mi visita a La Habana y desde entonces no tengo de vuestra hermosa ciudad ninguna noticia directa. Me hubiera sido sin embargo muy grato el saber algo de mis amigos cubanos.

  Le he mandado a usted Raucho y Rosaura pero presumo que se habrán perdido pues no recibí respuesta a mis envíos. Lo mismo me sucedió con algunos ejemplares mandados a diarios y revistas y con otros que adjunté para la librería de Cervantes y otra cuyo nombre ahora no viene a mi memoria, sita en la Calle Obispo. Ahora va hacia Uds. mi amigo el poeta Oliverio Girondo, lleno de talento, de entusiasmo y de buenos proyectos. Hago los más fervorosos votos para que no se pierda por el camino y espero que esto no sucederá porque es de los que saben encontrarse a sí mismos.

 Mi querido Señor Valdivia, creo que se interesará Ud. en el programa de unificación literaria hispano americana que lleva hasta Uds. a mi compañero Girondo. Mi deseo es que sean buenos amigos y se aprecien mutuamente.

 Salude Ud. con mi más distinguida consideración a todos los de su familia y reciba los mejores deseos de felicidad de su

                                                  

                               Ricardo Güiraldes

                           


 A finales de 1916, Ricardo Güiraldes emprendió junto a su mujer Adelina del Carril y un grupo de amigos, un viaje por diferentes puntos del Caribe. Como parte ese viaje visitó La Habana antes de seguir hacia Puerto Rico y Jamaica. 

 Al puerto habanero arribó el 3 de febrero de 1917, en el vapor Abangarez procedente de Panamá, con pasaporte que lo acreditaba, no como escritor, sino como hacendado. En el barco venía además la compañía de operetas de Esperanza Iris -con más de cincuenta integrantes- que esa misma semana actuaría en el teatro Payret. 

 De los apuntes que toma a lo largo del viaje, que depura y ficciona despaciosamente, surge más tarde su novela Xamaica (1923), donde la estancia en Cuba -que hasta donde sabemos incluyó visitas a Guanabacoa y las Cuevas de Bellamar en Matanzas- no queda reflejada. 

 Ocho años después, Güiraldes le escribirá a uno de los escritores que se ocupó de recibirlo, al Conde Kostia, para presentarle a Oliverio Girondo. 

 Al frente de un proyecto del que era el único protagonista -pero cuyo propósito consistía en conectar a los diversos núcleos literarios de Hispanoamérica-, el joven poeta se aprestaba a visitar la capital cubana.

 De algún modo, por el tiempo transcurrido y porque otras cartas suyas a Aniceto Valdivia se habían perdido, o no habían tenido respuesta, era como arrojar una botella al mar.  

 Además de servir de credencial, la misiva se revela como un componente más de aquel proyecto que Girondo calificó de “misión intelectual” y que, pese a concebirse como una tournée planificada, no dejaba de ser una aventura.

 Para que el “programa de unificación literaria” que Güiraldes menciona llegase a buen puerto, Girondo tenía que contactar con los escritores nuevos de la isla -en este caso con los minoristas-, lo cual logró, pero al parecer un tanto azarosamente. 

 Güiraldes no conoce -o no recuerda quizás- a ningún otro escritor cubano, pero sí al prolífico Valdivia que, además de acogerlo en enero de 1917 y hacerle de cicerone, escribió a su paso una reseña sobre El cencerro de cristal.

 Claro que hay un desajuste de tiempo y de sensibilidad, y que el Conde Kostia no es la persona más adecuada para ocuparse del bisoño poeta argentino, pero no por eso deja de estar inmejorablemente colocado.

 Aunque de la época de Casal, nunca fue un gran competidor. Goza de simpatía y se mantiene activo en 1924, siendo frecuentado por la familia Loynaz, Mañach y otros jóvenes de Social.

 ¿Se vieron el Conde Kostia y el embajador literario del Cono Sur aquel verano de 1924? Tal vez. Pudo ser, en efecto, una de las vías para llegar a los entonces incipientes minoristas

 También parece que llegaría a ellos preguntando, según se desprende de la alusión del poeta a un librero de la calle Obispo -quizá el dueño de la Cervantes- con quien se detuvo a conversar. 

 Si hasta entonces los vínculos literarios entre Buenos Aires y La Habana eran mínimos, ya no lo serán en adelante. El encuentro entre Girondo y los cubanos propiciará, entre otros intercambios, la aparición de un dossier de poesía cubana en Proa, la revista que conducen Borges y Güiraldes, y el inicio de las relaciones con Mariátegui.  


                                Pedro Marqués de Armas 


 Carta recogida por Jorge Schwartz en Homenaje a Girondo, Buenos Aires, Corregidor, 1987, p. 266.


viernes, 21 de julio de 2023

La lección de Güiraldes

 



 Félix Lisazo 


 Lección de ejemplaridad es la que dejó Güiraldes a sus amigos —¡comprensión única de los amigos espirituales!— en la media docena de libros escritos entre El Cencerro de Cristal, su iniciación en 1915, y Don Segundo Sombra, su triunfo como novelista en 1926. Su triunfo que sólo brevemente pudo saborear, cumpliéndose aquella predicción del personaje de este libro que tantos puntos de contacto parece tener con el propio autor: "En mi destino estaría escrito que todo bien era pasajero."

 La lección que aquí aprendemos es lección de fortaleza, de espiritualidad, de americanismo. Impone respeto por la pureza de su tono y la convicción que la anima; y llega a tener entre los jóvenes virtud incitadora y valor de guía.

 Con la cordialidad y el ejemplo, animó Güiraldes las empresas en que estaban empeñados los mejores, los de su clase. Con ellos fundó la revista Proa en la que número a número apareció su firma, quedando en sus páginas buen testimonio de las predilecciones del poeta y del crítico. Allí están sus impresiones sobre sus "nuevos predilectos": Fargue, Valery Larbaud, Romains, Henry J. M. Levet, Saintleger Leger. Estuvo en las avanzadas de Martin Fierro, llenando su papel de hermano mayor, velando por el cumplimiento de la promesa empeñada, sobrepasándose en el propio concepto del deber que cumplía a su generación, forjando constantemente, con limpidez absoluta, las categorías de su credo, el credo que se habían impuesto los hombres de su grupo. "Vuestra juventud sube hacia mi rostro, como un aliento de pampa, cuando sobre la gramilla iluminada de rocío (emoción de la madrugada que vuelve a encontrar su mundo) me aferró al optimismo ascendente de los nuevos crecimientos. El hombre se siente pequeño ante la infinita trasmutación que anuncia lo porvenir, pero crece con sentirse capaz de comprenderla."

 Fue un definidor, de cara a lo más recio de un arte nuevo, que en sus manos alcanza la perfección de lo viejo. La claridad con que en todo momento nos habla de su arte, ajeno a todo rebuscamiento, nos hace ver que tuvo una clara idea del camino que se había trazado, camino marcado en sus propias novelas, de las que la última se afincaba en la anterior, para sobrepasarla. En carta memorable, dice: “Cuando me decidí a escribir, no ya como un diletante, sino como un hombre de buena voluntad que se impone un deber en la vida, puse en una carta a un amigo estas palabras, más o menos: "Voy a ceñirme tal vez a una modalidad y siento la honda tristeza de dejar de ser el vagabundo del libro". ¡Qué clara conciencia del camino!

 Tenía arraigada la idea de que todo está en uno y que a cada paso debemos hacernos más exigentes con nosotros mismos, puesto que en arte no hay una llegada —"llegar no significa sino haberse creado nuevos motivos de partir. " Le obsesiona la idea de la partida, hasta como motivo intelectual, y no admite otra sabiduría que la que nos obliga siempre a partir hacia un conocimiento futuro, para "crear a la inteligencia una razón de vivir".

 Hay una inquietud que es sólo movilidad, ruido con que atraemos la atención, gestos desaforados en incesante desvanecimiento. Y hay también la inquietud intelectual que es un proceso de pasar de los hechos adquiridos a la superación de las posibilidades. Esa superación era la que perseguía Güiraldes, y hacía carne de su espíritu en cada nueva producción. Poseía una gran fuerza creadora, encausada por un pensamiento directriz. Dio expresión propia a su arte, simplificándolo hasta los elementos primarios, con la convicción que alguna vez expresó de que el valor de toda obra es interior, y que le hacía escoger lo más sencillo de la vida. De ahí la gran unidad de su obra; la armonía entre su arte y su concepto del arte.

 Característico de la nueva sensibilidad ha sido el horror de la frase, que falsea la realidad o la expresión. Por reacción se llegó hasta el balbuceo y más acertadamente a cierta ruptura con el encadenamiento lógico que daba de lado a la espontaneidad. Güiraldes quiso solamente ser artista, reivindicando la expresión directa y la sencillez, si nos atenemos a sus definiciones y a los resultados obtenidos. Su fuerza, su plenitud, su madurez van a culminar en el último de sus libros. Se ha considerado a Don Segundo Sombra como poema nacional; el poema de la democracia rural argentina. Y Jorge Luis Borges anticipó esta definición: Toda la pampa en un hombre. Desde nuestra lejanía no alcanzamos a expresar sino que se trata de una realización cumbre, logro en el ápice de las letras de nuestra América.

 Hay en Don Segundo Sombra un claro intento de glorificar la pampa, glorificando la figura del gaucho. Libro escrito desde adentro, no con visión externa que sólo apresa apariencias, encierra algo más que un pedazo de pampa; está la pampa toda, a través del alma de sus hombres. Estamos lejos de los mirajes fantásticos para deslumbramiento de extrañas imaginaciones; aquí la realidad, por serlo tan cabalmente, supera a la fantasía y atrae como un misterio.

 Frente a la deslumbrada admiración del muchacho, todo ansia de libertad y de caminos, surge como una aparición la recia figura de Don Segundo, impenetrable y atrayente como figura de romancero. "Inmóvil, miré alejarse, extrañamente agrandada contra el horizonte luminoso, aquella silueta de caballo y jinete. Me pareció haber visto un fantasma, una sombra, algo que pasa y es más una idea que un ser; algo que me atraía con la fuerza de un remanso, cuya hondura sorbe la corriente del río. "

 La pampa se condensa en Don Segundo, que es como una anticipación de su impenetrabilidad, de su misterio, de su atracción. Figura tallada a gran escala, en que trasciende de su propio silencio y de su prudencia, la hidalguía, el temple, la firmeza. "De golpe, el forastero volvió a crecer en mi imaginación. Era el " tapao'', el misterio, el hombre de pocas palabras que inspira en la pampa una admiración interrogante." Es perfecto el acuerdo que se logra, a lo largo del libro, entre su exterior, —recio, inmutable, encarnación que sin saber por qué nos trae a la memoria la pampa de granito del viejo Rodó—, y sus ideas firmes, claras en su sentido, a pesar de la aparente vaguedad y del agreste simbolismo.

 Toda la acción del libro transcurre en torno a las figuras de Don Segundo, señor de la pampa, y del muchacho que siente la fascinación de la vida libre y trabajosa, y que ha puesto todo su afán en atraerse la atención del gaucho. Lo consigue a fuerza de darle pecho a la rudeza, venciendo en las empresas difíciles, metiendo la voluntad donde el cuerpo no le daba. No hay en la pampa oficio más grave y peligroso que el de resero, y se prende a la oportunidad para seguirlo, siguiendo a Don Segundo. "Todos me parecían más grandes, más robustos y en sus ojos se adivinaban los caminos del mañana. De peones de estancia habían pasado a ser hombres de pampa. Tenían alma de reseros, que es tener alma de horizonte." Las peripecias de las jornadas, a la intemperie de todos los acechos; la astucia y la cautela, para vencer de los contratiempos, de las conjuraciones que en la vastedad del silencio se aglomeran y se ciernen sobre los hombres; la gravedad y el buen humor, alternativamente. Se ennoblece el oficio de resero, y se ennoblece el hombre que es capaz de haberse templado para resistirlo con alegría.

 La lección de Don Segundo se precisa más cada vez: "Hácete duro, muchacho". Y como ha sentido vocación de gaucho desde las primeras páginas —desde sus primeros años— la aprende con devoción, con regocijo que asoma en sus palabras cuando recuerda los rebencazos de Don Segundo sobre sus espaldas y oye su voz: "hácete duro, muchacho"—y cuando la vida lo rebenqueaba con el mismo consejo.

 Conmueve su hondo dolor, contrariado en su vocación íntima por las circunstancias que lo ponen de golpe en posesión de hacienda y riquezas:..."yo hubiera desiao más bien que los caranchos me hicieran picadillo las carnes..." Pero la respuesta de Don Segundo tiene un sentido inimitable y da la medida total de su carácter: “Mira —dijo mi padrino, apoyando sonriente su mano en mi hombro. Si sos gaucho en de veras, no has de mudar, porque andequiera que vayas, irás con tu alma por delante como madrina'e tropilla."

 El mejor elogio de Don Segundo Sombra es que puede leerse dos veces, y más. Y cuando nos acercamos a la última palabra, con el alejamiento definitivo de Don Segundo, ávido de caminos —él estaba hecho para irse siempre— sentimos un desprendimiento dentro de nosotros. La recia figura, camino adelante, persiste en nuestro pensamiento. Se ha dibujado con tanta precisión, ha herido de tal modo nuestra sensibilidad, que al querer revivirla, nos parece asistir otra vez al momento de su partida; maravillosa despedida que cierra este libro de oro de la literatura americana:

 "Mi vista se ceñía enérgicamente sobre aquel pequeño movimiento de la pampa somnolente. Ya iba a llegar a lo alto del camino y desaparecer. Se fue reduciendo como si lo cortaran de abajo en repetidos tajos. Sobre el punto negro del chambergo, mis ojos se aferraron con afán de hacer perdurar aquel rezago.  Inútil, algo nublaba mi vista, tal vez el esfuerzo, y una luz llena de pequeñas vibraciones se extendió sobre la llanura. No sé qué extraña sugestión me proponía la presencia ilimitada de un alma.

 "Sombra", me repetí. Después pensé casi violentamente en mi padre adoptivo. ¿Rezar? ¿Dejar sencillamente fluir mi tristeza? No sé cuántas cosas se amontonaron en mi soledad. Pero eran cosas que un hombre jamás se confiesa. "Centrando mi voluntad en la ejecución de los pequeños hechos, di vuelta mi caballo y, lentamente, me fui para las casas. "Me fui, como quien se desangra."

 Todo en este libro aparece de volumen superior a la realidad; la perspectiva de la pampa agranda los tamaños, como un cristal de aumento. Y la pampa está en el fondo de la obra, obsesionante como la inmensidad libre para el ímpetu de dominarla. Güiraldes fue otro dominador de la pampa, señora de tantos fracasos. Para comprenderla en su vastedad y en su misterio, era preciso más que amará llevarla dentro de sí. Pero no fue un amor lírico el suyo: Don Segundo domando los potros, lleno de las sutilezas y mañas que le daba aquella consciencia de su oficio, alcanza el valor de un símbolo.

 No necesitaba Güiraldes para su gloria haber escrito más libro que éste, ni sin él hubiera dejado de ser una gloria nuestra. Pero lo escribió para que no podamos borrar su nombre de nuestras admiraciones, y murió detrás de haberlo escrito, como quien se ha desangrado en su esencia.

  

 Revista de Avance, Año III, número 22, 1928, pp. 118-120 y 135; y, Repertorio Americano, 21 de julio 1928, p. 40. 


miércoles, 5 de julio de 2023

Herencia, locura y peligrosidad. A propósito del caso Acosta y Cárdenas


 


 Pedro Marqués de Armas

 

 Todavía en la década de 1860 la noción de monomanía no había sido abandonada, pero se articulaban ya las bases discursivas de su transformación, a partir de lo que Michel Foucault definió como el par herencia perversión. Aunque ante los tribunales nunca se impuso por completo, se impondrían ahora categorías más amplias como locura moral o epilepsia larvada, de mayor alcance normativo; así como una visión más etiológica que nosológica a la vez que —a tono con las tesis evolucionistas— más ligada a la peligrosidad que a la responsabilidad del sujeto.

 En otras palabras, a la supuesta imprevisibilidad de la locura, de acuerdo con su carácter "latente" tanto en la serie hereditaria como en los antecedentes personales (léase instintivos) del sujeto.

 En Cuba, hacia la misma época, la noción de monomanía había sido impugnada en pocas ocasiones, salvo por los jueces, pero en breve comenzaría a recibir el embate de los nuevos tiempos. Por lo menos hasta 1875 la categoría se resiste a desaparecer, al tiempo que ganan terreno los postulados del degeneracionismo, el modelo de la epilepsia, la teoría localizacionista de Broca y, acto seguido, las tesis de Lombroso sobre el criminal nato.

 Un ejemplo de desniveles en cuanto a la recepción, exégesis y usos de las diversas categorías nosológicas y de los presupuestos etiológicos y sus implicaciones sociales y legales, es el largo debate que tuvo lugar entre 1875 y 1883 en el seno de la Academia de Ciencias Médicas, en torno al caso de Agustín Acosta y Cárdenas, quien en noviembre de 1873 asesinó en un supuesto rapto de locura al Conde de San Fernando —una de las figuras más importantes de la aristocracia criolla— en las inmediaciones de la Catedral de La Habana.

 Esta polémica se inicia el 8 de agosto de 1875, cuando Felipe F. Rodríguez presenta su “Informe de un caso de locura impulsiva homicida”, pero acaso sus prolegómenos se remontan a enero de 1871, cuando el alienista Tomás Plasencia, entonces director facultativo de la Casa General de Dementes, expuso ante la misma institución un discurso titulado “De la monomanía”. En el mismo, siguiendo las críticas realizadas por Jules Falret y Bénédict A. Morel, y basándose en su experiencia al frente del asilo de enajenados, negaba la existencia de dicha entidad. Según Plasencia, de 350 enfermos mentales observados por él ninguno era “verdaderamente monomaníaco”, pues al margen del “delirio parcial” solían advertirse “lesiones” de diversa índole. Encargado de responder al discurso de egreso, Martínez Sánchez recordó la escasa tendencia de los tribunales a aceptar la monomanía, aunque aclarando que “en torno a esta cuestión existen diversas opiniones”.

 Cuatro años después, en sus consideraciones sobre el caso en cuestión, Rodríguez llegaba a la conclusión de que el asesino era portador de una “monomanía por perversión del sentimiento, acompañada de alucinaciones”. A su juicio, Acosta y Cárdenas había procedido a matar al Conde “arrastrado por un impulso irresistible y aquejado del delirio de querer lavar la honra de la familia”. Una vez expuesto el informe, Antonio Mestre otro prestigioso médico graduado en París— tomó la palabra para exigir que se añadiese el calificativo de “loco peligroso” a ese a sujeto que, no obstante razonar “como cuerdo”, obedecía a la vez a “impulsos irresistibles”, así como para reclamar su reclusión perpetua –tal como recomendaban Henry Maudsley en Londres y la Sociedad de Medicina Legal de París en el manicomio.

 El diagnóstico esgrimido constituía una suerte de malange que lo contenía todo, más o menos como era habitual en cualquier texto de época: a saber, que las enfermedades mentales obedecían lo mismo al modelo del delirio (cuyo opuesto era la razón o las facultades propiamente intelectuales) que a las funciones instintivas, en este caso desatadas o pervertidas. Pero no solo eso, las propias alucinaciones, con un recorrido nosológico mucho más breve, podían ubicarse entre ambos marcos de referencia y obedecer igualmente al intelecto que al instinto. A fin de cuestas, tanto el delirio como los impulsos estaban sujetos al eje de lo voluntario / involuntario.  

 A las exigencias de Antonio Mestre de que se le declarase peligroso y se le encerrase de por vida, Rodríguez respondió recordando que sería “extralimitarse” en sus funciones. Se defendía argumentando que en la demanda realizada a la Academia —se trata de las consultas que la Audiencia de La Habana y en general los tribunales hacían a los académicos en calidad de expertos, no se formuló la pregunta por la reclusión sino, exclusivamente, por el estado mental del individuo. Para Rodríguez, tratándose de una “monomanía instintiva” estaba implícito que “la cuestión se resolvería seguramente en la Casa de Orates”.

 A este criterio se sumó Luis Cowley, insistiendo en que el tribunal solo quería saber “si es loco y si lo estaba en el momento del acto”. Sin embargo, esta posición (digamos clásica y centrada de modo estricto en la responsabilidad penal como referencia), resultó inmediatamente impugnada por José Rocamora quien, en apoyo de Mestre, se cuestiona si acaso no era necesario que “una vez dado el alta o curado el sujeto, la sociedad esté sobre aviso”.

 El debate, aunque anclado en la Academia y en su intercambio con los tribunales, no era para nada ocioso y colocaba el asunto de modo preferente en la peligrosidad del sujeto y, por lo mismo, en función de cierta “defensa social”. Rodríguez intentó mantenerse en su posicionamiento, insistiendo, contra toda evidencia, en que “no nos está encargada la seguridad pública, ni debemos arrogarnos una responsabilidad ajena”, pero fueron cada vez los académicos que se sumaron a la petición de añadir el calificativo de “loco peligroso”.

 Por último, e intentando suavizar el debate (al verse contra las cuerdas, Rodríguez llegó a acusar a sus colegas de imponer el terror), una sensata intervención de Cowley sirvió para zanjar la polémica con solo formular ante los presentes, con cierto énfasis, algo ya dicho: “Señores, ¿qué mejor garantía que la casa de locos?”

 En efecto, se traba de eso; pero también, como puede apreciarse, de un desencuentro de primera importancia para la psiquiatría de la época, sin duda de mayor calado que continuar o no empleando la categoría de monomanía; un desencuentro, a saber, entre la noción jurídica de responsabilidad según la cual se seguía planteando, como cuestión principal, el grado de locura o libertad del individuo; y aquella otra que, a partir de ahora, plantea el grado de peligrosidad que determinados e incluso cualquier individuo supone para la sociedad.

 En una dirección aproximada irá la exposición que, bajo el título “De la locura hereditaria”, presentará Emiliano Núñez de Villavicencio en abril de 1876. En la misma, aseguraba que “en el estado actual de la ciencia la creación del grupo de las locuras hereditarias está perfectamente legitimada”. Excelente y actualizado resumen de las nuevas tendencias dominantes en la psiquiatría francesa, Núñez aludía de paso a la enajenación del joven Acosta y Cárdenas como ejemplo de locura hereditaria y de proclividad criminal.

 A este discurso, respondió Tomás Plasencia criticando abiertamente la teoría degeneracionista de Morel, a la que califica de “lata e insostenible”. Según su experiencia en el asilo de locos, a la que apela de nuevo como en la intervención sobre la monomanía, no había encontrado “ningún carácter específico en la locura hereditaria”, mientras que en cambio abundaban los trastornos derivados del influjo de las bebidas alcohólicas y de otras causas ambientales, “no estando siempre el alienado bajo la fatal ley de la herencia”.

 Sin embargo, aunque la posición de Plasencia pudiera interpretarse como progresista, al señalar factores no hereditarios y pretender escapar del determinismo que comenzaba a imponerse, en realidad no lo era necesariamente. Entre médicos cuyo bagaje se sostenía sobre todo en la experiencia práctica, no fue infrecuente dicha posición, imponiéndose a la postre las ideas entonces emergentes. Y es que, no obstante su devenir conservador, con lo que implicará de sustento a la Eugenia y al racismo de Estado, el degeneracionismo irrumpe en sus inicios como un intento sin precedentes, encaminado a encontrar soluciones efectivas a fenómenos en definitiva sociales como la pobreza y la enfermedad. Pese al biologismo de fondo, pero también en virtud suya, se esbozó desde una tradición de izquierda a veces claramente socialista, y no puede asegurarse que su evolución rápidamente conservadora, se inscriba en un solo campo político. Al menos al principio —y en este marco en particular— el progresismo no dependía de estar a favor o en contra de lo hereditario.

 Un año más tarde, Emiliano Núñez de Villavicencio expone su “Discurso acerca de las localizaciones cerebrales y la locura instintiva”. Asistimos aquí a una extensión del debate alrededor del asesino del Conde de San Fernando, motivado esta vez por un informe de Mario García Rijo, quien se mostraba a favor del diagnóstico esgrimido por Felipe F. Rodríguez y ponía en duda la teoría localizacionista del cerebro, recién reformulada tras los descubrimientos de Paul Broca sobre la afasia motora. Ante ello, varios miembros de la Academia —además de Núñez, Antonio W. Reyes Zamora y Antonio Mestre— lo acusan de sostener criterios fisioanatómicos ya vencidos (“de la época de Flourens”) y de utilizar categorías nosológicas todavía próximas a Esquirol, aun cuando García Rijo también aplicaba al asesino el diagnóstico (más ajustado) de “locura de doble forma”.

 En su intervención, Núñez respondió a García Rijo expresándole que todo París aceptaba sin reparos los últimos hallazgos de Broca y que hacía, además, un mal uso del concepto “doble forma” acuñado por Baillarger. Apoyándose en Morel y en Moreau de Tours, insiste en la condición hereditaria de la patología del asesino y, no solo ello, también en su carácter impredecible, según el cual lo mismo podía manifestarse de modo patente que permanecer como una predisposición, citando al efecto las consideraciones de Henri  Legrand du Saulle.

 Lo que se ventilaba, pues, no era tanto las diferentes definiciones de “locura impulsiva”, o meramente la cuestión de unos límites diagnósticos, como ese punto de corte epistémico que supuso, con la entrada en escena del degeneracionismo, ligar lo instintivo a lo hereditario. En este sentido, mientras Rodríguez y García Rijo se mueven en una órbita ciertamente próxima a Esquirol y a sus seguidores; Núñez, Reyes Zamora y Mestre optan, en cambio, por una visión etiología (es esto, causal) que remite el instinto a una condición innata capaz de trasmitirse de una a otra generación, de degradar a formas cada vez más mórbidas e incontrolables, y de persistir no obstante oculta, en muchos casos, pudiendo manifestarse como acceso de locura o como acto criminal.

 Si bien es cierto que la noción de instinto —sobre la cual se perfila la de la anomalía y, en consecuencia, la de anormales, y cuya referencia inicial era la ley como condición externa al sujeto y no su violación involuntaria e interna— emergió biologizada desde la década de 1830, también lo es que solo ahora, con la sujeción de la psiquiatría a una “concepción total” de carácter dinámico y evolutivo, se la anuda definitivamente a lo hereditario. Por otra parte, con los hallazgos de Broca y el auge del localizacionismo, la anatomía patológica recupera en parte su fundamento, por lo que, otra vez y con nuevo ahínco, habría de buscarse en el cerebro (en sus lesiones, pero también en su peso y configuración) las marcas probables del comportamiento “anormal”.

 Todavía en 1883 se mantenía en circulación el caso de Agustín Acosta y Cárdenas, asesino del Conde de San Fernando, quien por entonces llevaba ocho años de reclusión en la Casa General de Dementes. A una petición que la Audiencia de La Habana dirige a la Academia de Ciencias Médicas a fin de conocer su estado mental, responde Tomás Plasencia en su informe “Enajenación mental”, en el que, después de recordar el diagnóstico emitido de “locura impulsiva”, expresa que en 1882 una junta de profesores había declarado por unanimidad “que Acosta estaba en el completo y normal goce de sus facultades intelectuales y afectivas”, pero siempre que se consignara que, por sus antecedentes hereditarios, permanecía expuesto a contraer una “mentopatía”, sobre todo en caso que “las circunstancias que le rodean sean favorables al desarrollo de la afección”.

 De este modo, y según se desprende de los comentarios de Plasencia, Acosta y Cárdenas habría de permanecer recluido en el manicomio, pues “los mismos profesores que aseveran su curación temen con razón que el ataque se reproduzca”, no habiendo sanado así asevera el autor, escudándose en aquel dictamen— “de su diátesis vesánica”.

 Por lo tanto, Plasencia, que había negado la doctrina de Morel por “lata e insostenible”, no solo no se opone a esa condición hereditaria que perpetúa al sujeto en tanto enfermo, sino que incluso la acepta al apelar al concepto de “diátesis”, la entonces emergente noción de “estado” —entiéndase latencia o predisposición-, otra de las invenciones del degeneracionismo. Plasencia remite a los antecedentes del individuo (esto es, al rastreo evolutivo de sus pulsiones) cuando afirma que, ya en 1863, una década antes del crimen, había estado “sufriendo de enajenación mental”.

 En fin, curación no significa entonces —como tampoco ahora— sanidad. Una vez cometido un acto criminal, o inscrito un episodio cualquiera de locura, no desaparece el peligro del retorno: un fondo instintivo, monstruoso, puede aflorar en cualquier momento.

 Cómo ocurrió el crimen y qué otras motivaciones obraron en el criminal puede inferirse a partir de informe del propio Rodríguez, es decir, del resumen publicado en los Anales de la Academia. Pero asimismo, siguiendo diversas referencias de época, entre ellas la crónica del suceso y otro “caso clínico” de resonancia: el de su hermano Manuel Acosta y Cárdenas, también declarado “loco peligroso” y que terminó ahorcándose en su domicilio.

 Al parecer, procedían de una familia en otro tiempo adinerada, una rama de la cual vino a menos desde comienzos del siglo XIX. Además de los hermanos, otros familiares eran tildados de locos y, en este sentido, sus respectivas historias vienen a calzar las ideas psiquiátricas dominantes. Nacidos en la década de 1840, conocieron la impotencia del padre y, todo indica, el drama de alguna hermana, que bien pudo sostener con el Conde relaciones de diverso género. A la alusión de que éste no habría “llevado a su hermana al altar” como génesis del delirio de honra y venganza que obsesiona al criminal, habría que añadir la referencia de que eran vecinos y que el crimen ocurrió en respuesta a disgustos de larga data. Se suma que, como apunta Rodríguez en su informe, Acosta y Cárdenas “confiesa querer entrañablemente al Conde”, pero que como no puede refrenar sus ideas e impulsos, lo comunica a varias personas “como para que lo eviten”, declarando que no quería que “muriese de la herida, sino que hubiera padecido de ella, sirviéndole así de útil escarmiento”.

 Debió haber de fondo, pues, un dilema de vecindad que apunta a un estilo de vida y al modo como el resentimiento y, claro que la enfermedad mental, atrapan a una familia venida a menos con probables lazos de sangre. Sin embargo, la carencia de testimonios y en general de información al margen de la médica, impiden arriesgar una tesis algo más jugosa sobre los conflictos e identidad del homicida.  

 Su hermano Ángel, por su parte, conmocionado por los problemas familiares, se disparó con un revólver a la sien derecha el 6 de agosto de 1875. Tras cuarenta y ocho horas, recuperó la conciencia y salió de un estado confusional sin lesiones motoras ni alteraciones aparentes del lenguaje y la memoria. Al cabo de cuarenta días logró incorporarse a su trabajo en los ferrocarriles de La Habana.

 Sin embargo, pronto comenzó a presentar desánimo, obsesiones y delirios. Algún médico lo diagnostica de “monomanía homicida y suicida con impulsos irresistibles”, y lo declara peligroso sugiriendo su internamiento en Mazorra. En ocasiones pedía que lo ataran para resistir sus impulsiones, mayormente dirigidas contra familiares y, en particular, contra su padre. Esta lucha de sujeto contra sus instintos, en la base de las principales descripciones de la “locura impulsiva”, también fue señalada a propósito de Agustín y constituye el hilo conductor que emparenta, tanto en el plano evolutivo como en el predictivo, el sustrato hereditario esgrimido en ambos casos.

 En la madrugada del 28 de diciembre de 1876, Ángel se colgó de la ventana de su habitación “con una tira de lienzo que sacó de una de sus sábanas”. Dejó escrita esta carta de despedida:

Completamente desencantado de la vida y agobiado por mis enfermedades, he determinado poner fin a mi existencia. Cariñosos recuerdos a mi madre a quien siempre he considerado como una santa, para mi padre, hermanos y hermanas, Panchitín, al Dr. García y a seña Pepa. Que mi entierro sea tan triste como mi muerte. Que solamente acompañen mi cadáver al cementerio mis tres amigos Juan y Rafael Vals y Juan Peña. Que mi familia no permita por ningún concepto que persona extraña suba a ver o curiosear mi cadáver.

                                                                      Ángel Acosta y Cárdenas

 La autopsia arrojó, entre otras lesiones, una notable pérdida de sustancia cerebral en el lóbulo frontal izquierdo, y durante la misma se le extrajo un proyectil de siete milímetros cuya trayectoria desde el lóbulo derecho podía seguirse perfectamente. El caso promovió el asombro de los médicos y un sugerente debate –acoplado igualmente a los descubrimientos sobre las funciones nerviosas superiores y sus respectivas localizaciones, esto es, en base a la teoría localizacionista en boga— en el que trataron de explicarse no sin caer en uno y otro desacuerdos, los motivos por los cuales conservaba intactas sus facultades intelectuales. 

 ¿Cuál fue el final de Agustín Acosta y Cárdenas?  ¿Murió o no en Mazorra? 

 En cuanto al Conde de San Fernando, Juan Crisóstomo Tomás de Peñalver y de Peñalver, había nacido en La Habana en 1818 y estaba en posición de su título de III Conde desde 1839. Fue Consejero de Administración Civil, Alcalde ordinario del Ayuntamiento de La Habana, Gobernador Político de la Isla de Cuba, Caballero de la Orden de Alcántara y Gentilhombre de Cámara del Monarca. Por varias generaciones, los Peñalver ocuparon altos cargos en la jerarquía colonial, detentando elevadas cuotas de poder / saber. Diez de sus miembros pertenecieron a la Sociedad Económica de Amigos del País. Y entre los vínculos de sangre, cabe mencionar los que les unen a las siguientes familias: Cárdenas, Casa Calvo, Arango, Santa Cruz, entre otras. Situada en San Ignacio 2, la casona del Conde es hoy el Centro Wilfredo Lam.

 En la crónica del suceso publicada en el Diario de la Marina el 25 de noviembre de 1873, se apunta a una hora muy temprana como para regresar a casa después de oír misa en la Catedral: siete y media de la mañana. Según esta versión, víctima y victimario salen juntos del templo y, una vez en la calle, el joven esgrime el arma homicida. Todo ocurre delante de los ojos de un ordenanza que no alcanza a impedir el golpe mortal, uno solo, una puñalada que alcanza el corazón. Corre tras él, eso sí, y logra detenerlo con ayuda de otros vigilantes. El Conde todavía da tres pasos para caer exánime en brazos de sus criados, echando sangre a borbotones, no lejos del cuchillo y de su propio bastón. Todo indica, más bien, que lo han matado delante de su casa, tan pronto como puso un pie fuera. 


domingo, 2 de julio de 2023

Locura instintiva. Informe sobre el caso de Acosta y Cárdenas

 

 Medicina legal.—Enajenación mental. —Después de dar las gracias el Sr. Presidente al Ldo. Arango por su interesante comunicación, leyó el Dr. Rodríguez a nombre de la Comisión de Medicina legal un informe relativo al estado mental del procesado por homicidio del Sr. Conde de San Fernando. Presenta la Comisión a la Academia todos los antecedentes que le han parecido necesarios para resolver el problema en cuestión; y fijándose en los dictámenes facultativos, señala con éstos los trastornos observados en la locomoción, demostrados por el movimiento incesante de los miembros inferiores, en el apetito, generalmente voraz, y en el sueño a menudo interrumpido y escaso; las ideas bizarras del honor y del deber; el fanatismo de sus ideas religiosas, la triste herencia de la enajenación mental en su familia, su insistencia por no parecer privado de razón, la confesión espontánea del hecho, las alucinaciones del oído y el constante color rojo reflejado en su retina; todo lo cual hace aseverar a los peritos que Acosta padece de una locura parcial o monomanía por perversión del sentimiento, acompañada de alucinaciones.—El Dr. Rodríguez va examinando detenidamente cada uno de los fundamentos de dicho dictamen, deteniéndose sobre todo en la engañosa apariencia de las facultades intelectuales, y estando de acuerdo la Comisión con la significación que han dado los profesores aludidos a los diversos elementos que han logrado recoger, para deducir con ellos que Acosta es un loco. —Respecto a si lo estaba cuando cometió el acto por que se le ha procesado, resuélvenla los peritos afirmativamente, fundándose en las circunstancias que precedieron al atentado, en el modo de ejecutarlo, sin ensañamiento, en la extensión del daño, no en relación con las fuerzas del procesado, en la conducta de éste, en la perversión de sus instintos en consonancia con la idea delirante de la honra mancillada, en la variación brusca de su carácter, en las diferencias que hay entre los asesinatos cometidos por los criminales y por los seres que están sujetos a impulsos insólitos, y en la impasibilidad de Acosta después de perpetrado el hecho. El Sr. ponente se detiene en seguida a explicar algunas aparentes contradicciones, para dejar consignado que un enajenado puede estar en vía de curación sin hallarse por eso enteramente curado, y que hay locos que pueden declarar, porque piensan, raciocinan y juzgan, aunque en el caso presente, por ejemplo, en medio de una cordura pasmosa por parte del declarante, se echa de ver un fenómeno culminante, y es la ausencia completa del instinto de propia conservación, pues lejos de tratar de sincerarse o de ocultar el acto, lo confiesa paladinamente, así como la tendencia a seguir ciertos modelos tan célebres como desastrosos en la historia de algunos hombres. En sentir de la Comisión, no solamente Acosta había estado loco, según se ve perfectamente probado por los datos aun de la parte contraria recogidos, sino que continuó enfermo hasta el momento en que cometió el homicidio del Sr. Conde de San Fernando, bajo una idea delirante, arrastrado de un impulso irresistible y en medio de una alucinación; síntomas que caracterizan la locura instintiva, según se expresa en el cuerpo del informe. 

 Discusión —En el uso de la palabra el Dr. Reynés, y después de calificar de brillante el informe ministrado por el Dr. Rodríguez, que considera digno de la causa formada con motivo de la muerte de una de las personas más estimables de nuestra aristocracia, causa que ha despertado no poca inquietud en el público,—señala una contradicción en dicho informe, al consignar primero que los locos verdaderos no quieren pasar por tales, y antes bien hacen todos los esfuerzos imaginables por alejar esta idea del ánimo de las otras personas,—y al olvidar después, que en el caso presente el procesado tuvo la premeditación de consultar a un abogado acerca del castigo que le cabría ejecutando el hecho que llevó a cabo algún tiempo después.

 A esta observación contestó el Dr. Rodríguez que la contradicción no era más que aparente, puesto que el sujeto de que se trata, al tomársele declaración, no silenció ese hecho que tanto le perjudicaba y que, si hubiese obrado como un cuerdo, no habría vacilado en negarlo, porque era deponer contra sí mismo. El Dr. Reynés no duda que haya existido la locura en los antecedentes del procesado; pero sí le parece muy aventurado el decirlo respecto del acto mismo cuando se le estudia con detención. ¿Qué diferencia existe entre la pasión exaltada y un arranque de locura en casos como el presente, en que la venganza ha podido ser el único móvil? ¿Consideraría el Dr. Rodríguez a Carlota Corday como loca en el momento de saciarla en Marat? La locura es a menudo una enfermedad intermitente, y los enajenados pueden ser responsables de muchos actos que cometen en ciertas circunstancias. Muy oportuno sería que la Academia discutiera un particular tan interesante y que en la actualidad ocupa la atención de algunas sociedades sabias de Europa.

 El Dr. Rodríguez manifiesta, que en todas las obras que han estudiado los actos de los enajenados en relación con los Tribunales, y particularmente en la de Legrand du Saulle, se establece una distinción entre los efectos de la venganza y los provocados por los impulsos insólitos de los locos. Estos pueden deliberar acerca de los actos que intentan, realizarlos y recordarlos después perfectamente; pero también pueden no darse cuenta de ellos, como sucede con los epilépticos, y Tardieu ha tocado este punto, admitiendo distintos grados de responsabilidad, así como un autor inglés de cuyas ideas se ha publicado una exposición en la "Revue des Cours scientifiques".—En cuanto a las diferencias que existen entre los actos agresivos de los locos y de los criminales, en los primeros se satisface pronto el deseo, pues hay casos en que se figuran herir sin que lo hayan efectuado en realidad, y sin embargo se quedan tranquilos y contentos como si aquel se hubiese realizado por completo, mientras que el que obra arrastrado por el instinto de la venganza, premedita la agresión y la ejecuta con más o menos ensañamiento: los primeros no se preocupan de sí mismos, no niegan ni ocultan sus hechos, mientras los segundos procuran prestar declaraciones evasivas y hasta simulan la locura si es necesario: aquellos sienten después del acto un bien estar, una tranquilidad que llama la atención, y lejos de sincerarse no tienen el menor remordimiento: los unos entran en acción impelidos por ideas delirantes, por alucinaciones, los otros por ideas preconcebidas, premeditan el plan, pero lo ocultan para poder efectuarlo; aquellos, por el contrario, buscan quien los ayude a evitarlos, y por eso Acosta, que confiesa querer entrañablemente al Conde, pero que considerándolo como un valladar para lavar la honra de su familia, (lo que envuelve una idea delirante, toda vez que después de su muerte ese valladar ha de ser insuperable), se siente llevado irresistiblemente a atentar contra sus días, lo pone en conocimiento de varias personas, como para que lo eviten, y hubiera deseado, no que muriese de la herida, sino que hubiera padecido de ella, sirviéndole así de útil escarmiento, que hubiera llevado a la hermana al altar. Recuerda con este motivo el Dr. Rodríguez el hecho de un químico que se hacía atar los dedos de las manos para poner así coto a sus tendencias, y de una mujer que suplicaba a su Sra. no la dejase sola con su hijo, porque al contemplar su blancura le entraba el deseo de destriparlo. Otras veces esos actos se perpetran como si el enajenado obedeciera a la fuerza de un resorte, en ciertos estados intermedios v. g. entre el sueño y la vigilia, citándose el hecho de uno que se levantó para matar a su mujer de un hachazo, volviendo después a acostarse y durmiendo muy tranquilamente. —Acosta ha acusado los caracteres que corresponden a los locos, no los que distinguen a los criminales.

  

 Adhiriéndose en un todo al luminoso informe del Dr. Rodríguez, se pregunta sin embargo el Dr. Mestre si no sería prudente dejar consignado en sus conclusiones que se trata de un loco peligroso: éste es un deber del médico en el seno de las familias, y de las corporaciones consultivas respecto a los Tribunales de justicia. - Si se hubiera tenido en cuenta tan importante dato al principio del proceso, antes de la comisión del acto agresivo, cuando no pasaba de una mera intención, es probable que se le hubiera evitado: ¡con cuánta más razón debe insistirse hoyen él, después del hecho consumado! Por los antecedentes y por la observación del enfermo se ve claramente que no es un loco cualquiera, que es un loco peligroso, raciocinando como un cuerdo a la vez que obedeciendo a impulsos irresistibles; y este aviso no puede menos de ilustrar a todos acerca del tratamiento y de la constante vigilancia que se requiere para precaver en lo futuro otros desastres. La Sociedad de Medicina legal de París y el Dr. Maudsley, de Londres, se han ocupado recientemente de los locos criminales, de la secuestración perpetua que les compete y del grado de responsabilidad que les alcanza en ciertas ocasiones.

  El Dr. Rodríguez, aunque estima el valor de la observación presentada por el Dr. Mestre, no le parece oportuno, consignarla en el informe, porque sería extralimitarse, respondiendo a preguntas que no se han dirigido a la Academia. Esos temores, por otra parte, son muy legítimos y saludables; pero ya en el cuerpo del informe se expresa que se trata de una monomanía instintiva, y la cuestión se resolverá seguramente en la Casa de Orates.

 El Dr. Cowley (D. Luis) hace constar que el Tribunal se ha limitado tan sólo a averiguar si el procesado es un loco y si lo estaba cuando perpetró el acto de que se trata. A pesar de que las tendencias del Dr. Mestre sean muy de aceptarse, hay que concretarse a la cuestión formulada.

 El Dr. Rocamora apoya las ideas emitidas por el Dr. Mestre y se asocia en un todo a ellas. Refiriéndose a lo preceptuado en los diversos Códigos penales que han regido entre nos- otros en materia de locura, advierte que ya desde el principio se había declarado la irresponsabilidad de los actos en el enajenado; y en el que en la actualidad se observa, si cometen actos penados por las leyes se les reduce a una Casa de dementes, de la cual serán sacados más tarde cuando se pruebe su curación; pero al cabo de algún tiempo suelen desaparecer los datos que hoy nos parecen muy evidentes, y la indicación del Dr. Mestre sería de una importancia preciosa para el porvenir.

 El Dr. Rodríguez estima que son muy buenas, pero muy inoportunas las observaciones del Dr. Rocamora: todo lo legal está muy en su lugar, pero en el presente caso fuera de los límites que nos traza la consulta. Y además ¿qué importa que desaparezcan todos los antecedentes del sujeto, si éste va a un Asilo, en donde hay facultativos que conocen bien las diversas formas de locura y la vigilancia más o menos estricta que demandan? Hay en el proceso una instructiva, luego vendrá la consulta de los Tribunales sobre si puede o no atacar aquel, importándoles sólo por ahora saber si está o no loco, pues la otra cuestión es sobre todo muy interesante bajo el punto de vista higiénico.

 El Dr. Reynés abunda en las ideas expuestas por el Dr. Mestre. Es una cosa cierta que se ha prescindido del carácter peligroso del encausado: si tenía esa tendencia agresiva y se le hubiera dado la importancia que merecía, se habrían tomado las precauciones necesarias para evitar el hecho y se le hubiera evitado. Ahora se pregunta a la Academia si debe llamarse sobre este punto la atención del Tribunal. El Dr. Reynés lo cree así y apela al voto de la Corporación.

 El Dr. Rodríguez alega que no nos está encargada la seguridad pública, ni debemos arrogarnos una responsabilidad ajena. El pensamiento que sustentan los Sres. Mestre, Reynés y Rocamora es magnífico, es excelente; pero le falta el mérito de la oportunidad. Y aunque la Academia se levantara en masa contra su opinión, él la sostendría contra ella, pues la lógica de las votaciones es muchas veces parecida al acto cometido por Acosta.  

 El Sr. Cowley (D. Luis) cree que si la ley conduce a éste a una casa de locos, no se puede a la verdad exigir mayor garantía.

 El Dr. Beato pregunta ¿por qué no se consultó al principio a la Academia, antes de cometerse el delito?

 El Dr. Plasencia refiere la práctica que se viene siguiendo, de remitir al enajenado que ha perpetrado actos semejantes al Asilo respectivo, en donde se le observa y custodia cual corresponde, pues lleva en sí la condición peligrosa que lo caracteriza; pero no está de acuerdo con el Dr. Rodríguez en el empleo que éste hace de la palabra "asesinato" en vez de la de "homicidio", que es más técnica y la que debe usarse en estos casos.

 El Dr. Santos Fernández es del mismo modo de pensar: la palabra asesinato se refiere al acto criminal con deliberada intención y responsabilidad legal, mientras que el otro término puede aplicarse también a los enajenados, que no reúnen esas condiciones.

 El Dr. Rodríguez opina que es una cuestión de palabras y de muy poca importancia: la primera es una voz genérica, pues todo asesinato es un homicidio, y el modo de verificarlo solamente constituye la diferencia; pero como él no ha empleado aquella palabra con preferencia a la Segunda, sino para hacerse entender mejor, no tiene ningún inconveniente en aceptar desde luego el cambio propuesto por el Sr. Plasencia.

 Siente el Dr. Mestre que el Sr. Rodríguez acepte una modificación que considera insignificante, y no la aclaración que él propone y estima tan sustancial; porque si ha empleado más bien ésta que aquella palabra para darse a comprender en un caso que no lo necesitaba tanto, ¿cómo no procede del mismo modo respecto de un particular de tamaña trascendencia? No es tampoco sólo en nombre de la Higiene pública y como un tributo a la Administración de justicia que ha hablado el Dr. Mestre, sino en nombre de la Patología mental: es sabido que la tranquilidad, el abatimiento o la exaltación, etc., lo mismo que las tendencias a hacer daño a los otros y a sí mismos, predominan más o menos en tales o cuales formas de vesania, constituyendo una parte muy integrante en la descripción de los casos respectivos, aun mirados éstos aisladamente de la intervención judicial. Y por lo que hace al ejemplo en cuestión, no cabe lugar a la duda; porque si es cierto que no debe en su concepto castigarse al enajenado de actos, que faltando la plena responsabilidad de ellos, no es justo calificarlos de criminales, -aunque tal calificación se aplique por los alienistas más distinguidos, sino de peligrosos,-no lo es menos que no debe dejarse expuesta la sociedad a impulsos de esa naturaleza.

 El Dr. Rodríguez contesta que al decir que es instintiva la locura que padece Acosta, se deduce que es de un carácter agresivo y que todos los que sufren esa forma de vesania son peligrosos; y con esto basta. Lee en seguida, para infundir tranquilidad en todos los espíritus, la sentencia dictada contra el procesado, quien declarado loco, será depositado y asistido en el Asilo general de enajenados, y luego que cause ejecutoria, no podrá salir de allí, a pesar de que se le tenga por curado, sin previa autorización del Tribunal.

 Terminada la anterior discusión, fue sometido por el Sr. Presidente al voto de la Academia si se aceptaba el informe de la Comisión tal como se había leído, o con la aclaración propuesta por el Dr. Mestre, —quedando aprobado aquel y sus conclusiones, sin cambio alguno, por mayoría de votos.

 Después de cuya decisión, se dio por terminado el acto.

 

  Anales de la Real Academia de Ciencias Médicas Físicas y Naturales de La Habana, T. XII, 1874, pp. 128-35.