miércoles, 28 de marzo de 2018

Volador de fondo




 En una estadística de mortalidad que alberga el Archivo Nacional de Cuba consta, al margen, esta curiosa historia. 
                       
 En marzo de 1857 falleció en Sagua la Grande un negro liberto cuya edad se cifraba en 116 años. Se llamaba Juan Antonio Saldaña y el suyo no era solo un récord de longevidad sino también de resistencia. 

 Trabajó como constructor de barcos en diversos astilleros, pero sin dejar por ello de practicar hasta su muerte un segundo oficio por el que era admirado y, a la vez, temido: el de servir de correo entre Trinidad y La Habana. 

 “Tal era la velocidad con que hacía sus viajes que en tres días iba de un punto al otro, de donde le vino el apodo de El Brujo”, reza el documento. 

 Circulaba la sospecha de que hacía aquel recorrido con artimañas de volador, es decir, convertido en pájaro. Al morir se tomaron precauciones como quemar sus pertenencias y enterrarlo en las afueras del cementerio. 

                                
                                   P. M. de A.




domingo, 25 de marzo de 2018

El entierro de las víctimas de la revolución alemana



 Gonzalo de Quesada Miranda

 Berlín está de luto. Las nuevas banderas de la República, a media asta, apenas tremolando, caídas cual sauces llorones, ondean tristemente en el aire movidas por los débiles soplos de una fría brisa otoñal, y de los balcones penden negros tapices, símbolos de dolor. Es un miércoles, día de trabajo, sin embargo todo respira calma, el sosiego de las grandes penas. El corazón de la capital prusiana late acongojado. El bullicio de los días de la revolución ha desaparecido de las calles, hasta en los rostros juveniles no se dibuja la sonrisa, todas las caras llevan el sello de la gravedad o el de la tristeza.
 Van a enterrar las víctimas de la revolución, los que murieron por la libertad, palabra poco antes extraña al sentir alemán y hoy en todos los labios y en todos los oídos. 
 Desde hora temprana el Unter den Linden está lleno de  personas, los balcones de las residencias repletos, y hasta en  las ramas de los tilos pelados por el invierno, jóvenes ágiles  esperan en silencio el fúnebre cortejo. Nosotros, de regreso en el hotel Adlon, también queremos presenciar el acto.
 En lontananza repercute solemne música fúnebre. Por la puerta de Brandeburgo empiezan a pasar las delegaciones. A su cabeza el gobierno provisional, los comisarios del pueblo enfundados en largas levitas negras, las testas socialistas cubiertas de descomunales sombreros de copa. Le siguen bandas de música; soldados sin escarapelas, oficiales sin insignias, y comisiones obreras.
 Cientos de fuertes voces, el coro de la Sociedad de Cantores obreros, rompen el silencio. La melodía "Yo tuve un compañero” llena el espacio. De mil gargantas sale espontáneo,  con sentimiento y tristeza, la estrofa "nunca uno mejor encontrarás”, mientras que de los ojos de más de una mujer, herida en el fondo de su alma, brotan las lágrimas al pensar que el bien amado muerto en la guerra yace bajo un montón de tierra extraña, marcado por una tosca cruz.
 Lento y grave el cortejo sigue. Fornidos obreros llevando en las callosas manos los estandartes de la revolución, o los cartelones de las federaciones de fábricas, marchan con las obreras enflaquecidas por las privaciones de la guerra y las rudas labores en los talleres de municiones o explosivo. Luego pasan soldados y marinos.
 Las cabezas se descubren respetuosas... Tirados por caballos de labor, por robustos percherones, aparecen tres rudos carros de carga, sobre los cuales están los negros sarcófagos adornados con paños rojos y cubiertos de flores. Una doble fila de soldados y trabajadores a cada lado forman la escolta de honor.


 Son las víctimas de la revolución. Ocho seres que murieron en las luchas callejeras. Cinco trabajadores, un soldado, un marinero y una obrerita, que sucumbieron por la libertad.  ¿Fueron luchadores por la causa, mártires del movimiento triunfal? ¿Fue la infeliz Charlotte Nagel digna émula de su heroica tocaya, la brava Corday? ¿Quién lo sabe? A la pobre alemancita la recogieron del pavimento con el níveo pecho destrozado, veteado por la sangre. Con el fusil en las manos crispadas por la muerte encontraron al soldado y al marino junto al Palacio, y al igual que los obreros exhalaron su último aliento llevándose a ultratumba el secreto de su holocausto. Muertos de balas errantes o por la segura puntería de oficiales monárquicos, eran las víctimas de la revolución. Esos ocho desventurados seres sacrificados por la bandera negra, roja y gualda de 1848, más que los ideales del socialismo encarnaban los sufrimientos del pueblo alemán, víctima de la criminal soberbia y de la voluntad despótica de un soberano indigno de una nación abnegada y patriota.
 Por mi mente cruza contrastando con este acto de sinceridad y sencillez imponente, la fastuosa y multicolor escena de hipocresía estudiada, odios disimulados por sonrisas huecas y palabras banales, de las fiestas del vigésimo-quinto aniversario de la coronación del Kaiser, a las que se unieron la boda de su hija con el príncipe de Brunswick. Veo cómo entonces los orgullosos coraceros de la guardia, bajo sus albos uniformes de impecable nitidez, los mejores regimientos de Potsdam con guerrera azul y pantalón negro, el blanco penacho de gala sobre el casco, marchando con precisión asombrosa, como si un enorme tiralíneas fantástico trazara las líneas humanas de soldados convertidos en máquinas. En carrozas lujosas pasan el Kaiser, el zar de Rusia y otros potentados y nobles, mientras zepelines y aeroplanos surcan el aire.
 ¡Qué distinto a este otro cortejo, al homenaje de los hombres forjados por el sufrimiento y el trabajo, al tributo sincero de dolor del pueblo a las humildes víctimas de la revolución, a ocho seres anónimos para la conciencia nacional de su país, hasta la alborada redentora del 9 de Noviembre!
 Los carros con los modestos ataúdes, pasan ante el hotel. Todo el mundo se descubre. Sólo en un balcón del cuarto piso un hombre, por irreverencia, un aristócrata de pergaminos pero no de corazón, deja de rendir el tradicional homenaje a los muertos. De la muchedumbre se levanta una mano larga, huesuda por la miseria, a la par que un dedo roído por el trabajo apunta trémulo al balcón, una voz nerviosa e indignada grita: "Ahí hay un canalla, que no honra nuestros muertos”.
 Y todos los ojos de aquel pueblo manso, hasta esos momentos llenos de pesar, brillan de cólera y de odio. El hombre sigue con el sombrero puesto. Un revólver reluce en la mano de un marino, quien con el dedo sobre el gatillo exclama con voz ronca por la furia: —"Cochino, si no respetas los cadáveres de los nuestros, te mato como un perro”. El ruin aristócrata se descubre; la calma retorna y el cortejo sigue, silente, su camino.
 Un destacamento de marinos, de velludo pecho, curtido por el sol y los salobres aires del mar, forma la escoba de honor de las víctimas. De cuatro en fondo, los muchachos de Kiel, los verdaderos héroes de la revolución, rinden postrer tributo a los que cayeron por la causa que ellos, por su audacia, hicieron triunfar.
 Pasan más delegaciones obreras; los trabajadores de las fábricas de Borsig, Siemens y mil compañías más, y los representantes de los gobiernos socialistas de los demás Estados alemanes, libres ya de la bota de los reyes y los príncipes. Cuatro horas largas dura la magna manifestación de duelo.

 

 Mientras las campanas de la catedral tañen gravemente, la guardia roja dispara una salva ante el Palacio, en honor de los muertos.
 En el campo de parada, Tempelhofer, donde en los aniversarios de la batalla de Sedán el Emperador revistara sus tropas que marchaban con el forzado paso de ganso, la joven república ha levantado un simbólico altar, un inmenso bloque escarlata sobre pedestal negro. Colocados los ocho féretros sobre ese túmulo, varios socialistas en discursos de sincera elocuencia, juran sostener la república por la cual murieran esas ocho víctimas. Habla el comisario del pueblo, Haase, y al recordar las luchas de 1848, el calvario del proletariado bajo la férrea férula del Kaiser, la emoción ahogando su voz no lo deja terminar.
 En Friedrichshain, en el cementerio de los mártires de la frustrada sublevación de 1848, se entierran los muertos de la revolución victoriosa. En medio de gran silencio, al lado de los compañeros que setenta años atrás encendieron la antorcha de la libertad, apagada de un manotazo prusiano, los ocho ataúdes caen en la fosa recién cavada.
 El comisario Barth habla sobre el sepulcro de las víctimas, y con cólera acusa a los monárquicos de haberlos asesinado cobardemente.
 Liebknecht le sigue, y cuando ha terminado, las lágrimas corren por los curtidos rostros de los hombres y las suaves mejillas de las mujeres, mientras los sarcófagos desaparecen para siempre bajo las paletadas de tierra y las montañas de flores, y los marinos dejan sonar la última salva de despedida eterna.
 En aquella tarde brumosa, la nación alemana adolorida, más que rendir un último tributo a aquellas infelices víctimas glorificadas, se despedía para siempre de sus doctrinas del pasado, y de sus ideas de otros tiempos. Enterraba en la fosa del olvido, en la negra cueva de las desilusiones, más honda que el hoyo abierto en la tierra para sus muertos por la libertad, la tristeza infinita de una horrenda decepción. Empuñaron las armas creyendo defender una bandera atropellada; habían mantenido con estoicismo espartano durante cuatro largos años la cruenta lucha desigual y ahora la venda arrancada de los ojos, el estigma de haber sido parías en su propia patria, esclavos sumisos de unos cuantos señores, aparecía ante ellos con intensa claridad, con el dolor de ver las coronas de sus dorados ídolos, su Emperador y sus reyes, caídos en el fango en los momentos de las supremas decisiones.
 Pero aquella tarde gris y fría, el pueblo alemán, la cabeza en alto, libre de sus cadenas opresoras, marchaba de nuevo, firme y resueltamente hacia el nimbo de mejores tiempos, hacia la conquista merecida de una vida más digna.

 Del libro Del casco al gorro frigio; en Social, nov. 1929, pp. 40 y 60.

miércoles, 21 de marzo de 2018

Del casco al gorro frigio




 Jorge Mañach

Del casco al gorro frigio
por Gonzalo de Quesada y Miranda
(Habana, 1928.)

 A estas alturas, un nuevo libro sobre la Gran Guerra no se justifica a menos que tenga algo muy nuevo que decir. Este del Sr. Quesada y Miranda se hace pertinente desde las primeras páginas. Pertinente y, por lo mismo, interesantísimo. Hijo del memorable patriota que fue nuestro embajador en Berlín durante los primeros años de la Guerra, el autor vio la contienda por el ojo de la cerradura diplomática. Y no hay ojo humilde cuando se dispara por él una curiosidad inteligente. Así, dos elementos de novedad: un observador "latino"; una perspectiva interior del turbión bélico. El resultado: páginas sin mucha importancia esclarecedora, pero llenas de amenidad informativa —cálidas, personales, ricas en pormenor humano; a veces, en agilidad y precisión descriptivas, en fuerza dramática. Interesantes particularmente para quien desee conocer la evolución del ánimo público en Alemania durante el cuatrenio histórico. Como el de Carbó, que editó hace poco "1929", este libro acusa, en Cuba, una nueva forma de curiosidad, política y proyectada lejos. Acaso hay algo de sintomático en ello. —j. m. r.

 Revista de Avance, 15 de enero de 1929, p. 91.

jueves, 8 de marzo de 2018

Mujer a fusilar



Diario de la Marina, 7 de mayo de 1959


Combate, 30 de abril de 1959

ABC, 30 de abril de 1959

jueves, 1 de marzo de 2018

Manuel Tagle: una tesis sobre el non restraint


  Pedro Marqués de Armas

  Fue otro de los alumnos cubanos del gran alienista francés Valentin Magnan, a cuyo servicio de la Clínica de Sainte Anne asistió durante dos años en calidad de interno a partir de 1883. Al final de este periplo obtuvo el título de doctor en medicina con una tesis titulada Contribution à l´étude du non-restraint, publicada en París por la casa Delehaye et Lecrosnier, en 1885.
 Esta curiosa monografía, disponible en la biblioteca virtual Gallica, me ha permitido volver sobre unas notas tomadas del ejemplar que se conserva en la Biblioteca Finlay.
 La práctica de la no contención mecánica fue popularizada por el alienista inglés John Conolly en el Middlesex County Asylum, del condado de Hanwell, en 1839. Pero no fue hasta 1877 que Magnan la introduce en Francia, en Sainte Anne, promoviendo a la vez una serie de medidas propias de lo que se conoce como reforma intramanicomial.
 Tagle pasó más de dos años junto a Magnan y su tesis relata la progresiva asimilación (nunca libre de trabas) de este sistema entre los psiquiatras franceses.
 Para abordar y legitimar tales reformas, divide su estudio en dos partes: el sistema coercitivo (antes) y el non restraint (ahora). Su premisa básica, que no es sino la de su maestro, consiste en proclamar la necesidad de suspender definitivamente “todos los instrumentos” de coerción física, sustituyéndolos por la vigilancia y la seclusión, al tiempo que plantea poner fin a las “amenazas” e “intimidaciones” apelando en su lugar a la “persuasión y la dulzura”.
 No fue hasta comienzos del siglo XX que el non restriant se generalizó en Francia, al menos como principio.
 Tagle nos habla del asilo Aversa en Nápoles, donde un museo mostraba “depuis le nerf de boeuf jusqu'au collier hérissé de pointes”, (p. 8) y cita a Guislain, según el cual los medios coercitivos permitían al enfermo reflexionar sobre su conducta y condición, siendo a la vez un medio moral (p. 9).
 No faltan las alusiones a Leuret, quien también admitía la intimidación como parte del tratamiento de sus pacientes. 
 Magnan, al contrario, consideraba que el furor maníaco se había vuelto infrecuente tras el uso del non-restraint y que la vigencia de complicaciones e incluso de la propia enfermedad era resultado de las prácticas coercitivas, así como que encadenar a un perseguido equivalía a añadir nuevos elementos a su persecución (p. 10).
 Más adelante, Tagle repasa los instrumentos usados al efecto desde la antigüedad hasta el siglo XVIII, e incluso más tarde, reseñando el salvajismo todavía imperante en Bethlem en 1815. (p. 11-17). Muchos de estos aparatos habían sido citados por Morel en su conocido intercambio epistolar sobre el non-restraint (Lettre de M. Chambers au Morel, del 17 de octubre de 1857, p. 66).
 Este catálogo de instrumentos de sujeción física, entre otros métodos para producir “terror”, es uno de los capítulos más interesantes de la tesis, al incluir algunos procedimientos bastante sofisticados y todavía hoy poco conocidos.
 De la camisa de fuerza dice que fue David Macbride el primero en describirla («l'habit serré»), luego empleada por Pinel y cuyo uso propagan más tarde Esquirol y Ferrus (p. 28).  
 Expresa que fue Gardiner-Hill, hacia 1837, quien tras muchos obstáculos logró reducir al mínimo la camisa de fuerza, por lo que inaugura las bases de esta concepción (p. 42), cuyos resultados estadísticos serían recogidos por Charlesworth y publicados por Conolly, quien aplica tales principios al Asilo de Hanwell (1839).
 Esto motivó que se empleara el non-restraint en otros asilos ingleses: Stafford, 1841; Glasgow, 1842; Bedford, 1854; Campbell, 1854. 



 En 1858, cuando Morel era médico en Saint-Yon, fue enviado por la prefectura del Sena a una gira por Inglaterra, publicando dos años más tarde: “Le non-restraint ou de l´abolition des moyens coercitifs dans le traitement de la folie”, donde se declara fiel partidario del método, aunque no logró entonces su aplicación. (p. 47)
 A propósito, apunta Tagle: “Es solamente en 1877 que este sistema fue inaugurado en Francia, por nuestro excelente maestro M. Magnan, que posee el mérito de haber sido su promotor”  (…) “Debió enfrentar muchas oposiciones, pero ya en 1879 el método marchaba a toda popa” (…) “Ya desde 1867, desde su denominación como médico de Sainte-Anne, había junto a M. Boucheureau sustituido la camisa de fuerza por el maillot porque había constatado sus efectos deplorables en el curso de su internado”.
 Más adelante destaca los conceptos seclusión-reclusión (p. 49).
 Para Tagle, “sería un error profundo confundir la seclusión con la reclusión, que Berthier llama todavía encelulamiento, y para la cual se hace uso de la restricción. La reclusión supone en efecto un verdadero encarcelamiento más o menos prolongado, con privación en ciertos casos de los movimientos. 
 La seclusión, al contrario, es solamente el internamiento temporal de un alienado en una habitación, donde no cesa de ser objeto de una supervisión constante de parte de un personal especializado y donde en ningún caso se le mantiene por aparatos coercitivos cualquiera que estos sean”.
 Niega que sea un confinamiento en solitario; y que no se trata de celdas, aunque se las siga llamando así, sino de “vastos locales bien iluminados que en nada recuerdan los húmedos y oscuros reductos de antaño”.
 Por otra parte, la seclusión se debe ejercer sin fuerza y no debe considerarse un recurso de castigo. “Basta proceder con bondad aunque a veces no queda más remedio que ejercer la fuerza” (p.  53).
 De particular importancia es el apartado final, “Observaciones”, donde el médico cubano expone ejemplos de su propia práctica en el asilo, en total ocho casos que nos permiten apreciar ciertamente el esfuerzo por no contener a pacientes agitados, a la vez que nos llevamos una idea de resto de procedimientos de lo que parecía ya una acabada atención médica, al estilo de la que se impondrá a comienzos del siglo XX en muchos servicios de psiquiatría.
 El non-restraint sin duda jugó un papel importante dentro de las reforma manicomial, permitiendo posteriores trasformaciones en el espacio asilar como las unidades de agudos, el open door, y la clinoterapia; pero, en general, ha sido sobrevalorado por la historiografía médico-psiquiátrica desde posiciones o bien interesadas o bien ingenuas.
 Sirvió para sustituir los métodos más atroces pero también para reforzar el mito de la liberación de las cadenas, es decir, el relato fundacional de la psiquiatría moderna. Se trataba, en cualquier caso, de consolidar la "terapia moral" en momentos en que los asilos comenzaban a verse desbordados, lo que demandaba ejercer el control de los enfermos de acuerdo con principios organizativos más precisos. 
 Si el manicomio pretende funcionar como "agente terapéutico", es menester que los métodos coercitivos se integren de manera sutil a espacios controlados por un mayor número de vigilantes y enfermeros, sobre todo, bien entrenados. A la clasificación que distribuye a los enfermos según tendencias o categorías, se suma la necesidad de unas rutinas rigurosas, así como una eficiente diversificación de las tareas. 
 En la Inglaterra victoriana, la paradoja es que supuso una burocratización del espacio asilar que terminó siendo eficaz en la misma medida en que obstruía el "tratamiento moral", convirtiéndose más que nada en un método administrativo que intentaba sostener el prestigio de la institución a expensas de ayudas públicas.  
 No obstante el éxito de Gardiner-Hill y Conolly, y el posterior esfuerzo de Magnan, la realidad es que el non-restraint nunca fue una práctica uniforme. En la mayoría de los manicomios, tanto en Europa como en Estados Unidos, no condujo sino a una continuidad de la sujeción por otros medios, también físicos: variantes menos agresivas de la camisa de fuerza, el aislamiento celular, etc.; medios, en cualquier caso, legítimos y susceptibles de hacerse extensivos. 
 Los locales iluminados y el personal especializado a que alude Tagle no son sino expresión del modelo médico que el propio Magnan instaura en Francia, y que al paso del tiempo se extiende en la psiquiatría hospitalaria, con sus salas de agudos, sus urgencias y unidades de intervención en crisis, sin que hasta la fecha hayan acabado las sujeciones mecánicas.
 A nombre del “daño” que podrían causarse “a sí mismos”, se sigue abusando de manillas y correas para fijar a los agitados -o más comúnmente “en riesgo” de agitarse- a sus propias camas.
 Como tampoco han desaparecido las intimidaciones, cierto que veladas, cuando no implícitas en el lenguaje pretendidamente neutro de los protocolos.
 Manuel Tagle Alfonso, de quien tenemos pocos datos, nació en La Habana el 11 de marzo de 1859. Hijo de Manuel Tagle Granado (1829) y de María Alfonso (1834). Su padre, también médico, y además poeta, se formó en París aproximadamente entre 1859 y 1863, donde coincide con Antonio Mestre y Joaquín García Lebredo, sus más cercanos amigos. Ocupó el cargo de Médico del Regimiento de la Corona y fue Catedrático del Instituto de la Habana.
 Al regresar de París, Tagle Alfonso contrajo matrimonio en La Habana, en la Parroquia Espíritu Santo, el 19 de junio de 1886, con María Mercedes Campos, natural de Roque, Matanzas. No ejerció en Cuba como médico de enfermedades mentales; al parecer se exilió en Francia durante la Guerra del 95 y regresó en 1900. Se dedicó además al periodismo, colaborando en La Discusión y El Tiempo bajo los seudónimos Fray Oriollo y Dr. Letag.