domingo, 25 de marzo de 2018

El entierro de las víctimas de la revolución alemana



 Gonzalo de Quesada Miranda

 Berlín está de luto. Las nuevas banderas de la República, a media asta, apenas tremolando, caídas cual sauces llorones, ondean tristemente en el aire movidas por los débiles soplos de una fría brisa otoñal, y de los balcones penden negros tapices, símbolos de dolor. Es un miércoles, día de trabajo, sin embargo todo respira calma, el sosiego de las grandes penas. El corazón de la capital prusiana late acongojado. El bullicio de los días de la revolución ha desaparecido de las calles, hasta en los rostros juveniles no se dibuja la sonrisa, todas las caras llevan el sello de la gravedad o el de la tristeza.
 Van a enterrar las víctimas de la revolución, los que murieron por la libertad, palabra poco antes extraña al sentir alemán y hoy en todos los labios y en todos los oídos. 
 Desde hora temprana el Unter den Linden está lleno de  personas, los balcones de las residencias repletos, y hasta en  las ramas de los tilos pelados por el invierno, jóvenes ágiles  esperan en silencio el fúnebre cortejo. Nosotros, de regreso en el hotel Adlon, también queremos presenciar el acto.
 En lontananza repercute solemne música fúnebre. Por la puerta de Brandeburgo empiezan a pasar las delegaciones. A su cabeza el gobierno provisional, los comisarios del pueblo enfundados en largas levitas negras, las testas socialistas cubiertas de descomunales sombreros de copa. Le siguen bandas de música; soldados sin escarapelas, oficiales sin insignias, y comisiones obreras.
 Cientos de fuertes voces, el coro de la Sociedad de Cantores obreros, rompen el silencio. La melodía "Yo tuve un compañero” llena el espacio. De mil gargantas sale espontáneo,  con sentimiento y tristeza, la estrofa "nunca uno mejor encontrarás”, mientras que de los ojos de más de una mujer, herida en el fondo de su alma, brotan las lágrimas al pensar que el bien amado muerto en la guerra yace bajo un montón de tierra extraña, marcado por una tosca cruz.
 Lento y grave el cortejo sigue. Fornidos obreros llevando en las callosas manos los estandartes de la revolución, o los cartelones de las federaciones de fábricas, marchan con las obreras enflaquecidas por las privaciones de la guerra y las rudas labores en los talleres de municiones o explosivo. Luego pasan soldados y marinos.
 Las cabezas se descubren respetuosas... Tirados por caballos de labor, por robustos percherones, aparecen tres rudos carros de carga, sobre los cuales están los negros sarcófagos adornados con paños rojos y cubiertos de flores. Una doble fila de soldados y trabajadores a cada lado forman la escolta de honor.


 Son las víctimas de la revolución. Ocho seres que murieron en las luchas callejeras. Cinco trabajadores, un soldado, un marinero y una obrerita, que sucumbieron por la libertad.  ¿Fueron luchadores por la causa, mártires del movimiento triunfal? ¿Fue la infeliz Charlotte Nagel digna émula de su heroica tocaya, la brava Corday? ¿Quién lo sabe? A la pobre alemancita la recogieron del pavimento con el níveo pecho destrozado, veteado por la sangre. Con el fusil en las manos crispadas por la muerte encontraron al soldado y al marino junto al Palacio, y al igual que los obreros exhalaron su último aliento llevándose a ultratumba el secreto de su holocausto. Muertos de balas errantes o por la segura puntería de oficiales monárquicos, eran las víctimas de la revolución. Esos ocho desventurados seres sacrificados por la bandera negra, roja y gualda de 1848, más que los ideales del socialismo encarnaban los sufrimientos del pueblo alemán, víctima de la criminal soberbia y de la voluntad despótica de un soberano indigno de una nación abnegada y patriota.
 Por mi mente cruza contrastando con este acto de sinceridad y sencillez imponente, la fastuosa y multicolor escena de hipocresía estudiada, odios disimulados por sonrisas huecas y palabras banales, de las fiestas del vigésimo-quinto aniversario de la coronación del Kaiser, a las que se unieron la boda de su hija con el príncipe de Brunswick. Veo cómo entonces los orgullosos coraceros de la guardia, bajo sus albos uniformes de impecable nitidez, los mejores regimientos de Potsdam con guerrera azul y pantalón negro, el blanco penacho de gala sobre el casco, marchando con precisión asombrosa, como si un enorme tiralíneas fantástico trazara las líneas humanas de soldados convertidos en máquinas. En carrozas lujosas pasan el Kaiser, el zar de Rusia y otros potentados y nobles, mientras zepelines y aeroplanos surcan el aire.
 ¡Qué distinto a este otro cortejo, al homenaje de los hombres forjados por el sufrimiento y el trabajo, al tributo sincero de dolor del pueblo a las humildes víctimas de la revolución, a ocho seres anónimos para la conciencia nacional de su país, hasta la alborada redentora del 9 de Noviembre!
 Los carros con los modestos ataúdes, pasan ante el hotel. Todo el mundo se descubre. Sólo en un balcón del cuarto piso un hombre, por irreverencia, un aristócrata de pergaminos pero no de corazón, deja de rendir el tradicional homenaje a los muertos. De la muchedumbre se levanta una mano larga, huesuda por la miseria, a la par que un dedo roído por el trabajo apunta trémulo al balcón, una voz nerviosa e indignada grita: "Ahí hay un canalla, que no honra nuestros muertos”.
 Y todos los ojos de aquel pueblo manso, hasta esos momentos llenos de pesar, brillan de cólera y de odio. El hombre sigue con el sombrero puesto. Un revólver reluce en la mano de un marino, quien con el dedo sobre el gatillo exclama con voz ronca por la furia: —"Cochino, si no respetas los cadáveres de los nuestros, te mato como un perro”. El ruin aristócrata se descubre; la calma retorna y el cortejo sigue, silente, su camino.
 Un destacamento de marinos, de velludo pecho, curtido por el sol y los salobres aires del mar, forma la escoba de honor de las víctimas. De cuatro en fondo, los muchachos de Kiel, los verdaderos héroes de la revolución, rinden postrer tributo a los que cayeron por la causa que ellos, por su audacia, hicieron triunfar.
 Pasan más delegaciones obreras; los trabajadores de las fábricas de Borsig, Siemens y mil compañías más, y los representantes de los gobiernos socialistas de los demás Estados alemanes, libres ya de la bota de los reyes y los príncipes. Cuatro horas largas dura la magna manifestación de duelo.

 

 Mientras las campanas de la catedral tañen gravemente, la guardia roja dispara una salva ante el Palacio, en honor de los muertos.
 En el campo de parada, Tempelhofer, donde en los aniversarios de la batalla de Sedán el Emperador revistara sus tropas que marchaban con el forzado paso de ganso, la joven república ha levantado un simbólico altar, un inmenso bloque escarlata sobre pedestal negro. Colocados los ocho féretros sobre ese túmulo, varios socialistas en discursos de sincera elocuencia, juran sostener la república por la cual murieran esas ocho víctimas. Habla el comisario del pueblo, Haase, y al recordar las luchas de 1848, el calvario del proletariado bajo la férrea férula del Kaiser, la emoción ahogando su voz no lo deja terminar.
 En Friedrichshain, en el cementerio de los mártires de la frustrada sublevación de 1848, se entierran los muertos de la revolución victoriosa. En medio de gran silencio, al lado de los compañeros que setenta años atrás encendieron la antorcha de la libertad, apagada de un manotazo prusiano, los ocho ataúdes caen en la fosa recién cavada.
 El comisario Barth habla sobre el sepulcro de las víctimas, y con cólera acusa a los monárquicos de haberlos asesinado cobardemente.
 Liebknecht le sigue, y cuando ha terminado, las lágrimas corren por los curtidos rostros de los hombres y las suaves mejillas de las mujeres, mientras los sarcófagos desaparecen para siempre bajo las paletadas de tierra y las montañas de flores, y los marinos dejan sonar la última salva de despedida eterna.
 En aquella tarde brumosa, la nación alemana adolorida, más que rendir un último tributo a aquellas infelices víctimas glorificadas, se despedía para siempre de sus doctrinas del pasado, y de sus ideas de otros tiempos. Enterraba en la fosa del olvido, en la negra cueva de las desilusiones, más honda que el hoyo abierto en la tierra para sus muertos por la libertad, la tristeza infinita de una horrenda decepción. Empuñaron las armas creyendo defender una bandera atropellada; habían mantenido con estoicismo espartano durante cuatro largos años la cruenta lucha desigual y ahora la venda arrancada de los ojos, el estigma de haber sido parías en su propia patria, esclavos sumisos de unos cuantos señores, aparecía ante ellos con intensa claridad, con el dolor de ver las coronas de sus dorados ídolos, su Emperador y sus reyes, caídos en el fango en los momentos de las supremas decisiones.
 Pero aquella tarde gris y fría, el pueblo alemán, la cabeza en alto, libre de sus cadenas opresoras, marchaba de nuevo, firme y resueltamente hacia el nimbo de mejores tiempos, hacia la conquista merecida de una vida más digna.

 Del libro Del casco al gorro frigio; en Social, nov. 1929, pp. 40 y 60.

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