domingo, 13 de octubre de 2024

Wolfson o el procedimiento

   Gilles Deleuze


  Louis Wolfson, autor del libro Le schizo et les langues, se llama a sí mismo «el estudiante de la lengua esquizofrénica», «el estudiante enfermo mentalmente», «el estudiante de idiomas demente», o, según su grafía reformada, «el ombre joven esqizofrénico». Este impersonal esquizofrénico tiene varios sentidos, y no indica sólo para el autor el vacío de su propio cuerpo: se trata de un combate en el que el héroe sólo puede aprehenderse bajo una especie anónima análoga a la del «joven soldado». Se trata también de una empresa científica en la que el estudiante no posee más identidad que la de una combinación fonética o molecular. Se trata por último, para el autor, no tanto de contar lo que experimenta o piensa como de expresar exactamente lo que hace. Y consistir precisamente en un protocolo de experimentación o de actividad no constituye una de las originalidades menos destacables de ese libro. El segundo libro de Wolfson, Ma mère musicienne est morte... (Mi madre música ha muerto...), se presentará como un libro escrito a dos manos precisamente porque está fragmentado por los protocolos médicos de la madre cancerosa. [Le schizo et les langues, Gallimard, 1970; Ma mere musicienne est morte, Ed. Navarin.]

   El autor es norteamericano, pero los libros están escritos en francés por motivos que enseguida resultarán evidentes, pues lo que hace el estudiante es traducir de acuerdo con unas reglas determinadas. Su forma de proceder es la siguiente: a partir de una palabra de la lengua materna, encontrar una palabra extranjera de significado parecido, pero con sonidos o fonemas comunes (preferentemente en francés, alemán, ruso o hebreo, las cuatro lenguas principales estudiadas por el autor). Por ejemplo, Where? se traducirá por Wo? Hier?, ¿oü?, ¿ici?, o mejor aún por Woher. El árbol Tree podrá producir Tere, que fonéticamente se convierte en Dere y podrá desembocar en el ruso Derevo. Así pues, una frase en lengua materna será analizada en sus elementos y movimientos fonéticos para ser convertida en una frase de una o de varias lenguas extranjeras a la vez, que se le parezca en sonido y en significado. La operación debe efectuarse lo más rápidamente posible, habida cuenta de la urgencia de la situación, pero asimismo requiere mucho tiempo, habida cuenta de las resistencias propias de cada palabra, de las inexactitudes de significado que van surgiendo en cada etapa de la conversión, y principalmente de la necesidad en cada caso de extraer reglas fonéticas aplicables a otras transformaciones (por ejemplo, las aventuras de believe llenarán alrededor de cuarenta páginas). Es como si dos circuitos de transformación coexistieran y se penetraran, ocupando uno el mínimo de tiempo posible, y abarcando el otro el mayor espacio lingüístico posible.

   Así funciona el procedimiento general: la frase Don’t trip over the wire, no tropieces con el hilo (ne trébuche pas sur le fil en francés), se convierte en Tu’ nicht trebucher uber eth he Zwirn. La frase inicial es inglesa, pero la de llegada es un simulacro de frase que utiliza varias lenguas, alemán, francés y hebreo: «torre babélica de parloteo balbuciente». Hace intervenir unas reglas de transformación, de d en t, de p en b, de v en b, pero también de inversión (puesto que el inglés Wire no queda suficientemente investido por el alemán Zwirn, recurrirá al ruso prolovoka, que convierte wir en riv, o mejor dicho en rov).

  Para vencer las resistencias y dificultades de este tipo, el procedimiento general acaba perfeccionándose en dos direcciones. Por un lado, hacia un procedimiento amplificado, basado en «la ocurrencia genial de asociar lo más libremente posible unas palabras a otras»: la conversión de una palabra inglesa, por ejemplo early (temprano, tot en francés) podrá buscarse en las palabras y locuciones francesas asociadas a «tot», y que comporten las consonantes R o L (suR–Le–champ, de bonne heuRe, matinaLement, diLigemment, dévoRer L’espace); o bien tired se convertirá a la vez en el francés faTigué, exTenué, CouRbaTure, RenDu, en el alemán maTT, KapuTT, eRschöpfT, eRmüdeT, etc. Por el otro, hacia un procedimiento evolucionado: ya no se trata ahora de analizar o incluso de abstraer determinados elementos fonéticos de la palabra inglesa, sino de componer los de acuerdo con diversas modalidades independientes. Así, entre los términos que suelen aparecer con frecuencia en las etiquetas de los envases de alimentos, encontramos vegetable oil, que no plantea grandes problemas, pero asimismo vegetable shortening, que permanece irreductible al método ordinario: lo que plantea la dificultad son SH, R, T y N. Habrá pues que convertir la palabra en monstruosa y grotesca, multiplicar por tres el sonido inicial (shshshortening), para bloquear el primer SH con N (el hebreo schemenn), el segundo SH con un equivalente de T (el alemán Schmalz), el tercer SH con R (el ruso jir).

  La psicosis es inseparable de un procedimiento lingüístico variable. El procedimiento constituye el propio proceso de la psicosis. El conjunto del procedimiento del estudiante de lenguas presenta analogías sorprendentes con el famoso «procedimiento», a su vez esquizofrénico, del poeta Raymond Roussel. Este manipulaba la propia lengua materna, el francés, con lo que convertía una frase inicial en otra de sonidos y fonemas similares pero de significado absolutamente diferente («les let–tres du blanc sur les bandes du vieux billard» –las letras de lo blanco en las bandas del billar viejo– y «les lettres du blanc sur les bandes du vieux pillard» –las letras de lo blanco en las cintas del bandido viejo–, fonéticamente idénticas salvo la B inicial de billard y la P de pillard). Una primera dirección producía el procedimiento amplificado, en el que palabras asociables a la primera serie se tomaban en otro sentido asociable a la segunda (que en francés significa a la vez «taco de billar» y «faldones de una prenda de vestir», en el caso que nos ocupa, de la chaqueta del bandido). Otra dirección conducía al procedimiento evolucionado, en el que la frase inicial se encontraba a su vez aprisionada en unos compuestos autónomos como con «j’ai du bon tabac...» = «jade tube onde aubade...» («tengo buen tabaco...», inicio de una canción popular francesa, y «jade tubo onda alborada...»). Había otro caso célebre, el de Jean–Pierre Brisset: su procedimiento fijaba el significado de un elemento fonético o silábico comparando las palabras de una o de varias lenguas en las que se hallaba; después el procedimiento se amplificaba y evolucionaba para producir la evolución del propio significado en función de las diversas composiciones silábicas, como con los presos que primero estaban en el agua sucia, así pues estaban «dans la sale eau pris» (en remojo en el agua sucia), así pues eran «sa–iauds pris» (unos cerdos apresados), que se acababan vendiendo en la «salle aux prix» (subasta). [N. No sólo el Raymond Roussel de Foucault (Gallimard), sino también su prefacio a la reedición de Brisset (Tchou), donde compara los tres procedimientos, el de Roussel, el de Brisset y el de Wolfson, en función de la distribución de los tres órganos, boca, ojo, oído.]

   En los tres casos, se extrae de la lengua materna una especie de lengua extranjera, a condición de que los sonidos o los fonemas se mantengan siempre parecidos. En Roussel por el contrario es la referencia de las palabras lo que se pone en tela de juicio, y el significado no permanece idéntico: con lo que la otra lengua tan sólo es homónima y sigue siendo francesa, pese a funcionar como una lengua extranjera. En Brisset, que pone en tela de juicio el significado de las proposiciones, se recurre a otras lenguas, pero para poner de manifiesto tanto la unidad de sus significados como la identidad de sus sonidos (diavolo y dios antepasado, o bien di–a vau l’au, que carece de significado en francés pero se pronuncia «diavolo»). En cuanto, a Wolfson, cuyo problema es la traducción de las lenguas, lo que ocurre es que son todas las lenguas las que se reúnen en desorden, para conservar un mismo significado y los mismos sonidos, pero destruyendo sistemáticamente la lengua materna inglesa de donde los extraen. Aun a costa de alterar ligera mente el significado de esas categorías, diríase que Roussel construye una lengua homónima del francés, Brisset una lengua sinónima y Wolfson una lengua paronomástica del inglés. Tal vez ése sea el objetivo secreto de la lingüística, según una intuición de Wolfson: matar la lengua materna. Los gramáticos del siglo XVIII todavía creían en una lengua materna; los lingüistas del siglo XIX expresan dudas, y cambian las reglas de maternidad así como las de filiación, aludiendo a veces a lenguas que no son más que hermanas. Quizá haga falta un trío infernal para llegar hasta el final. En Roussel, el francés deja de ser una lengua materna, porque oculta en sus palabras y en sus letras los exotismos que suscitan las «impresiones de África» (siguiendo la misión colonial de Francia); en Brisset, ya no hay lenguas madre, todas las lenguas son hermanas y el latín no es una lengua (siguiendo una vocación democrática); y, en Wolfson, al americano ni siquiera le queda el inglés como madre, sino que se convierte en la mezcla exótica o el «popurrí de diversos idiomas» (siguiendo el sueño de Norteamérica de cobijar a los emigrantes del mundo entero).

  Sin embargo, el libro de Wolfson no pertenece al género de las obras literarias, ni tampoco pretende ser un poema. Lo que convierte el procedimiento de Roussel en obra de arte es que el desfase entre la frase inicial y su conversión resulta colmado por historias maravillosas proliferantes, que progresivamente alejan el punto de partida y acaban ocultándolo por completo. Por ejemplo, el acontecimiento tejido por el «telar de paletas» hidráulico que encubre el «oficio que obliga a levantarse al alba» (juego de palabras intraducible con «métier», «telar» en el primer caso y «oficio» en el segundo, y «aubes», «paletas» en el primer caso –como las de un barco de río, por ejemplo– y «levantarse al alba» en el segundo). Se trata de visiones espléndidas. Acontecimientos puros que se desarrollan en el lenguaje, y que sobrepasan tanto las condiciones de su aparición como las circunstancias de su efectuación, como una música excede la circunstancia en la que se la toca y la ejecución que de ella se hace. Sucede lo mismo con Brisset: poner de manifiesto la cara desconocida del acontecimiento o, como dice, la otra cara de la lengua. Así pues, los desfases entre una combinación lingüística y otra generan grandes acontecimientos que los colman, como el nacimiento del cuello, la aparición de los dientes o la formación del sexo. Pero nada semejante en Wolfson: un vacío, un desfase experimentado como patógeno o patológico, subsiste entre la palabra que se va a convertir y las palabras de conversión, y en las propias conversiones. Cuando traduce el artículo inglés the en los dos términos hebreos eth y he, comenta: la palabra materna está «fractura da por el cerebro igualmente fracturado» («fêlé» en el original francés, «resquebrajado» pero también «chiflado») del estudiante de lenguas. Las transformaciones nunca alcanzan la parte espléndida de un acontecimiento, sino que permanecen pegadas a sus circunstancias accidentales y a sus efectuaciones empíricas. Así pues, el procedimiento no pasa de protocolo. El procedimiento lingüístico gira sin tiento, y no llega a un proceso vital capaz de producir una visión. Por este motivo ocupa tantas páginas la transformación de believe, jalonadas por los vaivenes de quienes pronuncian la palabra, por los desfases entre las diferentes combinaciones efectuadas (Pieve–Peave, like gleichen, lea–ve–Verlaub...). Por doquier subsisten vacíos y se propagan, hasta el punto de que el único acontecimiento que se eleva, presentando su cara negra, es un fin del mundo o explosión atómica del planeta, cuyo retraso, debido a la reducción del armamento, teme el estudiante que se produzca. En Wolfson, el procedimiento en sí mismo es su propio acontecimiento, que no tiene más expresión que el potencial, y preferentemente el potencial pretérito, propio para establecer un lugar hipotético entre una circunstancia externa y una efectuación improvisada: «El estudiante de lingüística alienado tomaría una E del inglés tree y la intercalaría mentalmente entre la T y la R, si no hubiera pensado que cuando se coloca una vocal detrás de una T, la T se vuelve D»... «Mientras la madre del estudiante alienado le habría seguido y habría llegado junto a él, y allí decía a ratos cosas inútiles»...[Alain Rey efectúa el análisis del potencial, en sí mismo y tal como lo utiliza Wolfson: «El Esquizoléxico», Critique, septiembre de 1970, págs. 681–682.] El estilo de Wolfson, su esquema proposicional, aúna por lo tanto el impersonal esquizofrénico y un verbo en el potencial que expresa la espera infinita de un acontecimiento capaz de colmar los desfases, o por el contrario de ampliarlos en un vacío inmenso que lo engulle todo. El estudiante de lenguas demente haría o habría hecho...

  El libro de Wolfson tampoco es una obra científica, pese al propósito realmente científico de las transformaciones fonéticas efectuadas. Y es que un método científico implica la determinación o incluso la formación de totalidades formalmente legítimas. Pero resulta manifiesto que la totalidad de referencia del estudiante de lenguas es ilegítima; no sólo porque está constituida por el conjunto indefinido de todo lo que no es inglés, auténtica «torre babélica de parloteo balbuciente», como dice Wolfson, sino porque ninguna regla sintáctica define ese conjunto haciendo que se correspondan los significados y los sonidos, y que se ordenen las transformaciones del conjunto inicial que posee una sintaxis y que se define como inglés. Así pues, el estudiante esquizofrénico carece de «simbolismo» de dos maneras: por un lado, por la subsistencia de desfases patógenos que nada consigue colmar; por el otro, por la emergencia de una falsa totalidad que nada puede definir. Debido a ello experimenta irónicamente su propio pensamiento como un doble simulacro de sistema poético–artístico y de método lógico–científico. Y esta potencia del simulacro o de la ironía convierte el libro de Wolfson en un libro extraordinario, en el que resplandece la alegría especial y el sol propio de las simulaciones, donde se percibe que germina esa resistencia muy particular desde el fondo de la enfermedad. Como dice el estudiante, «¡qué agradable era estudiar lenguas, incluso a su alocada manera, cuando no imbecílica!». Pues «de modo frecuente las cosas en la vida van así: cuando menos un poco irónica mente».

   Matar la lengua materna es una lucha de cada momento, y para empezar contra la voz de la madre, «muy alta y aguda y tal vez también triunfal». Sólo podrá transformar una parte de lo que oye siempre y cuando haya ya eliminado, conjurado mucho. Cuando la madre se acerca, memoriza mentalmente la primera frase que se le ocurra en una lengua extranjera; pero también tiene ante la vista un libro extranjero; y además también produce gruñidos y chirridos con los dientes; tiene dos dedos a punto para taparse los oídos; o bien dispone de un aparato más complejo, una radio de onda corta cuyo auricular tiene metido en un oído mientras se tapa el otro con un dedo, y así puede sostener y hojear con la otra mano el libro extranjero. Es una combinatoria, una panoplia de todas las disyunciones posibles, pero que poseen como carácter particular el ser inclusivas y estar ramificadas al infinito, y no ya limitativas y exclusivas. Estas disyunciones incluidas pertenecen a la esquizofrenia, y completan el esquema estilístico del impersonal y del potencial: el estudiante bien tendría un dedo metido en cada oído, bien un dedo en uno, el derecho o el izquierdo, y el otro oído bien estaría ocupado por el auricular, bien por otro objeto, y la mano libre, o sosteniendo un libro, o haciendo ruido encima de la mesa... Se trata de una letanía de disyunciones en las que se reconoce a los personajes de Beckett, y a Wolfson entre ellos. [N. François Martel ha hecho un estudio detallado de las disyunciones en Watt de Beckett: «Juegos formales en Watt», Poétique, 1972, 10. Vid. asimismo «Suficiente» en Têtes–mortes. Una gran parte de la obra de Beckett puede entenderse bajo la gran fórmula de Malone meurt: «todo se divide en sí mismo».] Wolfson debe disponer de todos estos quites, estar perpetuamente al acecho, porque la madre por su lado también lleva adelante su lucha por la lengua: bien para curar a su hijo malo demente, como dice él mismo, bien por la alegría de «hacer vibrar el tímpano de su hijo querido con sus propias cuerdas vocales, las de ella», bien por agresividad y autoridad, bien por alguna razón más oscura, ora se agita en la habitación contigua, hace que suene su radio americana, y entra ruidosamente en la habitación del enfermo que carece de cerradura y de llave, ora camina taimada, abre con sigilo la puerta y grita a toda velocidad una frase en inglés. La situación es tanto más compleja cuanto que todo el arsenal disyuntivo del estudiante es imprescindible también en la calle y en los lugares públicos, donde tiene la seguridad de oír hablar inglés, e incluso corre el peligro constante de que alguien le interpele. Así, en su segundo libro describe un dispositivo más perfecto, que puede utilizar mientras se desplaza: se trata de un estetoscopio en los oídos, conectado a un magnetófono portátil, que puede conectar o desconectar, aumentar o bajar de sonido, o permutar con la lectura de una revista en lengua extranjera. Esta utilización del estetoscopio le satisface particularmente en los hospitales que frecuenta, puesto que considera que la medicina es una falsa ciencia mucho peor que todas las que pueda imaginar en las lenguas y en la vida. Si es exacto que pone a punto este dispositivo ya en 1976, mucho antes de la aparición del walkman, cabe considerar tal como dice él que es su verdadero inventor, y que, por vez primera en la Historia, una chapuza esquizofrénica está en el origen de un aparato que se expandirá por todo el planeta, y que a su vez esquizofrenizará a pueblos y generaciones enteras.

   La madre también le tienta o le ataca de otra manera. Sea con buena intención, sea para distraerlo de los estudios, sea para poder sorprenderle, ora guarda ruidosamente cajas de alimentos en la cocina, ora se las pone delante de los ojos y luego se va, aunque sea para volver a irrumpir de repente bruscamente en la habitación al cabo de un rato. Entonces, durante su ausencia, puede suceder ocasionalmente que el estudiante se dedique a una orgía alimentaria, rompiendo las cajas, pisoteándolas, absorbiendo su contenido indiscriminadamente. El peligro es múltiple, porque esas cajas representan etiquetas en inglés que se prohíbe leer (salvo con una mirada muy vaga, buscando inscripciones fáciles de convertir como vegetable oil), porque por lo tanto no puede saber si contienen alimentos que le convengan, o bien porque al comer la digestión se vuelve más pesada y así le distrae del estudio de las lenguas, o bien porque los pedazos de alimento, incluso en las condiciones ideales de esterilización dentro de las cajas, contienen larvas, lombrices diminutas y huevos que se han vuelto más nocivos todavía debido a la contaminación del aire, «triquina, tenia, lombriz, oxiuro, anquilostoma, ranúnculo, anguílula». Su culpabilidad no es menor cuando ha comido que cuando ha oído a su madre hablar inglés. Para esquivar esta nueva forma de peligro, se afana en «memorizar» una frase extranjera aprendida de antemano; mejor aún, fija mentalmente con todas sus fuerzas un cierto número de calorías, o bien fórmulas químicas correspondientes al alimento deseable, intelectualizado y purificado, por ejemplo «las largas cadenas de átomos de carbono no saturadas» de los aceites vegetales. Combina la fuerza de las estructuras químicas con la de las palabras extranjeras, bien haciendo corresponder una repetición de palabras a una absorción de calorías («repetiría las mismas cuatro o cinco palabras unas veinte o treinta veces mientras ingeriría con avidez una suma de calorías igual en centenas al segundo par de números o igual en millares al primer par de números»), bien identificando los elementos fonéticos que se trasladan a las palabras extranjeras con fórmulas químicas de trans formación (por ejemplo las parejas de fonemas vocales en alemán, y más generalmente los elementos de lenguaje que se transforman automáticamente «como un compuesto químico inestable o un radioelemento de un período de transformación extremadamente breve»).

   La equivalencia es pues profunda, por una parte, entre las palabras maternas insoportables y los alimentos venenosos o corruptos, por la otra entre las palabras extranjeras de transformación y las fórmulas o combinaciones atómicas inestables. El problema más general, como fundamento de esas equivalencias, se expone al final de libro: Vida y Saber. Alimentos y palabras maternas son la vida, lenguas extranjeras y fórmulas atómicas son el saber. ¿Cómo justificar la vida, que es sufri miento y grito? ¿Cómo justificar la vida, «malvada materia enferma», ella, que vive de su propio sufrimiento y de sus propios gritos? La única justificación de la vida es el Saber, que constituye él solo lo Bello y lo Verdadero. Hay que reunir todas las lenguas extranjeras en un idioma total y continuo, como saber del lenguaje o filología, contra la lengua materna, que es el grito de la vida. Hay que reunir las combinaciones atómicas en una fórmula total y una tabla periódica, como saber del cuerpo o biología molecular, contra el cuerpo vivido, sus larvas y sus huevos, que son el sufrimiento de la vida. Tan sólo una «hazaña intelectual» es bella y verdadera, y puede justificar la vida. ¿Pero cómo iba el saber a tener esa continuidad y esta totalidad suficientes, él, que está formado por todas las lenguas extranjeras y por todas las fórmulas inestables, donde siempre subsiste un desfase que amenaza a lo Bello, y donde sólo emerge una totalidad grotesca que trastoca lo Verdadero? ¿Resulta acaso posible «representarse de una forma continua las posiciones relativas de los diversos átomos de todo un compuesto bioquímico medianamente complicado... y demostrar de repente, instantáneamente, y a la vez de forma continua, la lógica de las pruebas para la veracidad de la tabla periódica de los elementos»?

   Si consideramos los numeradores, vemos que comparten el ser «objetos parciales». Pero esta noción permanece tanto más oscura cuanto que no remite a ninguna totalidad perdida. Lo que se presenta como objeto parcial, de hecho, es lo que resulta amenazador, explosivo, detonante, tóxico o venenoso. O bien lo que contiene un objeto de estas características. O bien los pedazos en los que estalla. Resumiendo, el objeto parcial está dentro de una caja, y estalla en pedazos cuando se abre la caja, pero lo que se llama «parcial» tanto es la caja como su contenido y los pedacitos, pese a que existan diferencias entre ellos, precisamente siempre vacíos o desfases. Así, los alimentos están dentro de unas cajas, pero no por ello dejan de contener larvas y gusanos, sobre todo cuando Wolfson hace añicos las cajas a dentelladas. La lengua materna es una caja que contiene palabras siempre hirientes, pero de esas palabras no paran de caer letras, sobre todo consonantes que hay que evitar y conjurar como otras tantas espinas o fragmentos particularmente nocivos y duros. ¿No es el propio cuerpo una caja que contiene los órganos como otras tantas partes, pero esas partes están afectadas por todos los microbios, virus y sobre todo cánceres que las hacen explotar, saltando de unas a otras para destrozar el organismo en su totalidad? El organismo es tan materno como el alimento y la palabra: parece incluso que el propio pene sea un órgano femenino por excelencia, como en los casos de dimorfismo en los que una colección de machos rudimentarios parecen ser apéndices orgánicos del cuerpo hembra («el verdadero órgano genital femenino le parecía que era, más que la vagina, un tubo de goma grasiento dispuesto a ser insertado por la mano de una mujer en el último segmento del intestino, de su intestino», debido a lo cual las enfermeras le parecen sodomitas profesionales por excelencia). De la madre, muy hermosa, que se ha vuelto tuerta y cancerosa, puede por lo tanto decirse que es una colección de objetos parciales, que son cajas explosivas, pero de géneros y niveles diferentes, que no cesan en cada género y en cada nivel de separarse en el vacío, y de ampliar un hueco (desfase) entre las letras de una palabra, los órganos de un cuerpo o los bocados de alimento (espaciamiento que las rige, como en las comidas de Wolfson). Es el cuadro clínico del estudiante esquizofrénico: afasia, hipocondría, anorexia.

   ¿Cómo establecer la otra ecuación, la de los denominadores? Es algo que en cierto modo está relacionado con Artaud, con la lucha de Artaud. En Artaud, el rito del peyote afronta las letras y los órganos, pero para hacerlos pasar del otro lado, en soplos inarticulados, a un cuerpo sin órganos indescomponible. Lo que se desgaja de la lengua materna son palabras–so–plos que ya no pertenecen a ninguna lengua, y del organismo un cuerpo sin órganos que ya no tiene generación. A la escritura–porquería, y a los organismos chapuza, a las letras–órganos, microbios y parásitos, se oponen el soplo fluido o el cuerpo puro, pero la oposición ha de ser un paso que nos restituya ese cuerpo asesinado, esos soplos amordazados. [N. En Artaud, las famosas palabras–soplos se oponen efectivamente a la lengua materna y a las letras estalladas; y el cuerpo sin órganos se opone al organismo, a los órganos y a las larvas. Pero las palabras–soplos son sustentadas por una sintaxis poética y el cuerpo sin órganos por una cosmología vital, sintaxis y cosmología que desbordan por todas partes los límites de la ecuación de Wolfson]. Wolfson no está en el mismo «nivel», porque las letras todavía siguen perteneciendo a las palabras maternas, y los soplos aún están por descubrir en palabras extranjeras, con lo que sigue prisionero de la condición de similitud de sonido y significado: carece de sintaxis creadora. Constituye sin embargo una lucha de la misma naturaleza, con los mismos sufrimientos, y que también debería hacernos pasar de las letras hirientes a los soplos animados, de los órganos enfermos al cuerpo cósmico y sin órganos. A las palabras maternas y las letras duras Wolfson opone la acción procedente de las palabras de otra lengua, o de varias, que deberían fusionarse, caber en una nueva escritura fonética, formar una totalidad líquida o una continuidad aliterativa. A los alimentos venenosos Wolfson opone la continuidad de una cadena de átomos y la totalidad de una tabla periódica, que más bien deben absorberse que fragmentarse, más bien reconstituir un cuerpo puro que mantener un cuerpo enfermo. Nótese que la conquista de esta nueva dimensión, que conjura el proceso infinito de los estallidos y de los desfases, funciona por su cuenta con dos circuitos, uno rápido y otro lento. Ya lo hemos visto con las palabras, puesto que por una parte las palabras maternas deben ser convertidas cuanto antes, y continuamente, pero por otra las palabras extranjeras sólo pueden extender su dominio y formar un todo gracias a unos diccionarios interlenguas que ya no pasen por la lengua materna. De igual modo la velocidad de un período de transformación química, y la amplitud de una tabla periódica de los elementos. Hasta las carreras de caballos le inspiran dos factores que dirigen sus apuestas como un mínimo y un máximo: el menor número posible de «ejercicios de calentamiento» previos del caballo, pero también el calendario universal de los aniversarios históricos que quepa relacionar con el nombre del caballo, con el propietario, con el jinete, etc. (de este modo los «caballos judíos» y las grandes fiestas judías).

   Si los objetos parciales de la vida remitían a la madre, ¿por qué no remitir al padre las transformaciones y totalizaciones del saber? Tanto más cuanto que el padre es doble, y se presenta en dos circuitos: uno de período breve, para el padre político cocinero que cambia continuamente de afectación como un «elemento radiactivo de periodicidad de 45 días», y el otro de gran amplitud, para el padre nómada con el que el joven se va encontrando de lejos en lugares públicos. ¿No es acaso a esa misma madre–Medusa de los mil penes, y a esa escisión del padre, a lo que hay que remitir el doble «fracaso» de Wolfson, es decir la persistencia de los desfases patógenos y la constitución de totalidades ilegítimas? [Piera Castoriadis–Aulagnier, «El significado perdido», Topique, 7–8. La conclusión de este estudio parece abrir perspectivas más amplias]. El psicoanálisis sólo tiene un defecto, el de reducir las aventuras de la psicosis al mismo estribillo del eterno papa mamá, ora representado por unos personajes psicológicos, ora elevado a funciones simbólicas. Pero el esquizofrénico no está en categorías familiares, deambula por categorías mundiales, cósmicas, motivo por el cual siempre anda estudiando algo. No para de reescribir De natura rerum. Evoluciona en las cosas y en las palabras. Y lo que llama madre es una organización de palabras que le han metido en los oídos y en la boca, es una organización de cosas que le han metido en el cuerpo. No es mi lengua la que es materna, es la madre la que es una lengua; y no es mi organismo el que procede de la madre, es la madre la que es una colección de órganos, la colección de mis propios órganos. Lo que se llama Madre es la Vida. Y lo que se llama Padre es lo extranjero, todas esas palabras que no conozco y que atraviesan las mías, todos esos átomos que no paran de entrar y salir de mi cuerpo. No es el padre quien habla todas las lenguas extranjeras y conoce los átomos, son las lenguas extranjeras y las combinaciones atómicas quienes son mi padre. El padre es el pueblo de mis átomos y el conjunto de mis glosalias –resumiendo, el Saber.

   Y la lucha del saber y la vida es el bombardeo de los cuerpos por los átomos, y el cáncer es la réplica del cuerpo. ¿Cómo iba el saber a poder curar la vida, y justificarla en cierto modo? Todos los médicos del mundo, los «canallas de bata verde» que van de dos en dos como padres, no curarán a la madre cancerosa bombardeándola de átomos. Pero la cuestión no es la del padre y la madre. El joven podría aceptar a su padre y a su madre tal como son, «modificar al menos algunas de sus conclusiones peyorativas respecto a sus padres», e incluso regresar a la lengua materna al término de sus estudios lingüísticos. Así era por lo menos el final de su primer libro, con cierta esperanza. La cuestión no obstante estribaba en otra parte, puesto que se trata del cuerpo en el que vive, con todas las metástasis que constituyen la Tierra, y del saber dentro del cual se mueve, con todas las lenguas que hablan sin cesar, todos los átomos que bombardean sin cesar. Ahí, en el mundo, en lo real, es donde los desfases patógenos se ahondan, y donde las totalidades ilegítimas se hacen, se deshacen. Ahí es donde se plantea el problema de la existencia, de mi propia existencia. El estudiante está enfermo del mundo, y no de su padre–madre. Está enfermo de lo real, y no de símbolos. La única «justificación» de la vida consistiría en que todos los átomos bombardearan de una vez por todas la Tierra–cáncer, y la devolvieran al gran vacío: resolución de todas las ecuaciones, la explosión atómica. De tal modo que el estudiante va combinando cada vez más sus lecturas sobre el cáncer, que le enseñan cómo éste progre sa, y sus audiciones de radio de onda corta, que le anuncian las posibi lidades de un Apocalipsis radiactivo para acabar con todo cáncer: «¡tanto más cuanto que se puede fácilmente pretender que el planeta tierra como un todo está aquejado del cáncer más horrible posible, puesto que una parte de su propia sustancia se ha estropeado y se ha puesto a multiplicarse y a metastasiarse con, como efecto, el fenómeno desgarrador de aquí abajo, sarta ineluctable de una infinidad de mentiras, de injusticias, de sufrimientos..., ahora no obstante difícil mente tratable y curable mediante dosis extremadamente fuertes y persistentes de radiactividad artificial...!».

pues «Dios es la bomba, es decir evidentemente el conjunto de las bombas nucleares necesario para esterilizar por radiactividad nuestro propio planeta, a su vez extremadamente canceroso..., Eiohim hon petsita, literalmente Dios él abomba»...

   A menos que «posiblemente» haya otra vía más, la que indica un «capítulo añadido» al primer libro, unas páginas ardientes. Diríase que Wolfson sigue los pasos de Artaud, que había superado la cuestión del padre–madre, y luego la de la bomba y el tumor, y quería acabar de una vez por todas con el universo del «juicio», descubrir un nuevo continente. Por un lado el saber no se opone a la vida porque, incluso cuando toma como objeto la fórmula química más muerta de la materia inanimada, los átomos de esa fórmula siguen siendo del tipo de átomo que forma parte de la composición de la vida, y ¿qué es la vida sino su aventura? Y por el otro la vida no se opone al saber, pues incluso los mayores dolores proporcionan un extraño saber a quienes los experimentan, y ¿qué es el saber sino la aventura de la vida dolorosa en el cerebro de los hombres grandes (que se asemeja por lo demás a un aspersor de riego plegado)? Nos imponemos dolores pequeños para persuadirnos de que la vida es soportable, e incluso justificable. Pero un día el estudiante de lenguas, que suele tener comportamientos masoquistas (quemaduras de cigarrillo, asfixias voluntarias), se topa con la «revelación», y precisamente se topa con ella mientras se estaba infligiendo un dolor muy moderado: que la vida es absolutamente injustificable, y ello tanto más cuanto que no necesita ser justificada... El estudiante vislumbra la «verdad de verdades» sin alcanzar a penetrar más en ella. Se trata de un acontecimiento que se trasluce: la vida y el saber ya no se oponen, ni siquiera se distinguen, cuando una abandona sus organismos nacidos, y el otro sus conocimientos adquiridos, pero una y otro engendran nuevas figuras extraordinarias que son las revelaciones del Ser, tal vez las de Roussel o Brisset, e incluso la de Artaud, el gran asunto del soplo y el cuerpo «innatos» del hombre.

  Resulta imprescindible el procedimiento, el procedimiento lingüístico. Todas las palabras cuentan una historia de amor, una historia de vida y de saber, pero esa historia no está designada ni significada por las palabras, ni traducida de una palabra a otra. Esa historia es más bien lo que hay de «imposible» en el lenguaje, y que por ende le pertenece más estrechamente: su afuera. Sólo un procedimiento la hace posible, y remite a la locura. Así, la psicosis resulta inseparable de un procedimiento lingüístico, que no se confunde con ninguna de las categorías conocidas del psicoanálisis, pues tiene otro destino. El procedimiento empuja al lenguaje a un límite, no por ello lo traspasa. Destroza las designaciones, los significados, las traducciones, pero para que la lengua afronte de una vez, del otro lado de su límite, las figuras de una vida desconocida y de un saber esotérico. El procedimiento no es más que la condición, por muy imprescindible que sea. Accede a las nuevas figuras quien sabe traspasar el límite. Tal vez Wolfson se quede en el borde, prisionero de la locura, prisionero casi razonable de la locura, sin poder desprender de su procedimiento las figuras que apenas vislumbra. Pues el problema no estriba en superar las fronteras de la razón, sino en atravesar como vencedor la sinrazón: entonces se puede hablar de «buena salud mental», incluso aunque todo acabe mal. Pero las nuevas figuras de la vida y del saber siguen todavía prisioneras en el procedimiento psicótico de Wolfson. Su procedimiento permanece improductivo en cierto modo. Y es sin embargo una de las mayores experimentaciones llevadas a cabo en este campo. Debido a ello Wolfson se empeña en decir «paradójicamente» que resulta a veces más difícil permanecer postrado, parado, que incorporarse para ir más lejos...


 Crítica y clínica, trad. Thomas Kauf, Editorial Anagrama, Barcelona, 1996, pp. 14-35.


viernes, 11 de octubre de 2024

Esquizofrenia y sociedad. Los dos polos de la esquizofrenia

 



 Gilles Deleuze


Las máquinas-órganos

  El tema de la máquina no significa que el esquizofrénico se experimente a sí mismo globalmente como una máquina. Más bien vive atravesado por máquinas, en máquinas y con máquinas en sí o adyacentes a él. No se trata de que sus órganos sean máquinas cualificadas, sino de que sus órganos sólo funcionan en cuanto elementos cualesquiera de máquinas, piezas conectadas a otras piezas exteriores (un árbol, una estrella, una bombilla, un motor). Los órganos, conectados a sus fuentes, enchufados a flujos, componen ellos mismos máquinas complejas. No se trata de un mecanismo, sino de toda una maquinaria terriblemente discordante. Con el esquizofrénico, el inconsciente aparece como es: una fábrica. Bruno Bettelheim traza el cuadro del pequeño Joey, el niño-máquina que no vive, no come, no defeca, no respira ni duerme si no es enchufándose a motores, carburadores, volantes, lámparas y circuitos reales, fingidos o incluso imaginarios: "Tenía que establecer estos empalmes eléctricos imaginarios antes de poder comer, pues la corriente era lo único que hacía funcionar su aparato digestivo. Ejecutaba este ritual con tal destreza que uno tenía que mirar con atención para asegurarse que no había hilo ni enchufes...". Incluso el paseo o el viaje esquizofrénico forma un circuito a lo largo del cual el esquizofrénico no deja de huir siguiendo líneas maquínicas. Hasta los enunciados del esquizofrénico aparecen, más que como combinaciones de signos, como el producto de dispositivos de máquinas. Connect-I-cut!, grita el pequeño Joey. Louis Wolfson explica la máquina de lenguaje que ha inventado (un dedo en una oreja, un auricular de radio en la otra, un libro en lengua extranjera en la mano, gruñidos en la garganta, etcétera) para dejar escapar y escapar de la lengua materna inglesa, y para poder traducir cada frase a una mezcla de sonidos y palabras que se le parecen, pero que toma a la vez de toda clase de lenguas extranjeras.

  El carácter especial de las máquinas esquizofrénicas procede de que ponen en juego elementos discordantes, extraños entre sí. Son máquinas-agregados. Y sin embargo funcionan. Pero su función es precisamente la de dejar escapar algo o a alguien. Ni siquiera puede decirse que la máquina esquizofrénica esté compuesta por piezas y elementos tomados de diferentes máquinas preexistentes. En última instancia, el esquizofrénico construye una máquina funcional con elementos últimos que no tienen nada que ver con su contexto, y que entran en relación entre sí a fuerza de no tener relación alguna: como si la distinción real, la discordancia de las diferentes piezas, se convirtiese en razón para mantenerlas juntas, para que funcionen juntas, conforme a lo que los químicos llaman vínculos no localizables. El psicoanalista Serge Leclaire dice que no se alcanzan los elementos últimos del inconsciente hasta que no se encuentran singularidades puras soldadas o unidas "precisamente por la ausencia de vínculo", términos discordantes irreductibles que sólo se unen mediante un vínculo no localizable como "la fuerza misma del deseo". (2) Esto implica un cuestionamiento de todos los presupuestos psicoanalíticos acerca de la asociación de ideas, las relaciones y las estructuras. El inconsciente esquizofrénico es el de los elementos últimos que forman máquinas a fuerza de ser últimos y realmente distintos. Así son las secuencias de los personajes de Beckett: piedras-bolsillo-boca; un zapato-una cazoleta de pipa-un paquetito blanco inde terminado-una tapadera de timbre de bicicleta-la mitad de una muleta. Una máquina infernal se prepara. Una película de W. C. Fields nos presenta al héroe dispuesto a ejecutar una receta de cocina tras una emisión gimnástica: cortocircuito entre dos máquinas, establecimiento de un vínculo no localizable entre elementos que animan una máquina explosiva, una fuga generalizada, sinsentido propiamente esquizofrénico.

El cuerpo sin órganos

 Pero en la descripción necesaria de la esquizofrenia hay algo más que las máquinas-órganos con sus fuentes y sus flujos, sus zumbidos y sus estropicios. El otro tema es el de un cuerpo sin órganos, al que se priva de órganos, ojos tapados, fosas nasales obstruidas, ano cerrado, estómago ulceroso, laringe carcomida, "sin boca, sin lengua, sin dientes, sin laringe, sin esófago, sin estómago, sin vientre, sin ano" (3): nada más que un cuerpo lleno como una molécula gigante o un huevo indiferenciado. A menudo se ha descrito este estupor catatónico en el cual todas las máquinas parecen detenerse y el esquizofrénico queda paralizado durante largo tiempo en posturas rígidas que pueden durar días o años. Y no son únicamente los períodos de tiempo lo que distingue los llamados accesos procesuales y los momentos de catatonia, es que parece que se produce una lucha a cada instante entre el funcionamiento exacerbado de las máquinas y el estasis catatónico del cuerpo sin órganos, como entre los dos polos de la esquizofrenia: la angustia específica mente esquizofrénica transluce todos los aspectos de esta lucha. Hay siempre una excitación o un impulso que se cuela en el seno del estupor catatónico, y asimismo siempre hay algo de estupor y de estasis rígido en el hormigueo de las máquinas, como si el cuerpo sin órganos no acabase nunca de cerrarse sobre las conexiones maquínicas, como si las explosiones de órganos-máquinas nunca acabasen de producirse en el cuerpo sin órganos.

  No hemos de creer, no obstante, que el verdadero enemigo del cuerpo sin órganos son los órganos en cuanto tales. El enemigo es el organismo, es decir, la organización que impone a los órganos un régimen de totalización, de colaboración, de sinergia, de integración, de inhibición y de disyunción. En este sentido, ciertamente, los órganos son el enemigo del cuerpo sin órganos que ejerce respecto de ellos una acción repulsiva y denuncia sus aparatos persecutorios. Pero también el cuerpo sin órganos se atrae a los órganos, se los apropia y los hace funcionar en otro régimen que ya no es el del organismo, en unas condiciones en que cada órgano es todo el cuerpo, tanto más cuanto más se ejerce por sí mismo e incluye las funciones de los demás. Los órganos están entonces como "milagreados" por el cuerpo sin órganos, según ese régimen maquínico que no se confunde ni con los mecanismos orgánicos ni con la organización del organismo. Ejemplo: la boca ano-pulmón del anoréxico. O ciertos estados esquizoides provocados por la droga, como los describe William Burroughs en función de un cuerpo sin órganos: "El organismo humano es de una ineficacia escandalosa. En lugar de una boca y un ano que corren ambos peligro de estropearse, ¿por qué no un solo orificio polivalente para la alimentación y la defecación? Se podrían tapiar la boca y la nariz, anegar el estómago, abrir un orificio de ventilación directamente en los pulmones, cosa que habría que haber hecho desde el origen". (4) Artaud describe la lucha vital del cuerpo sin órganos contra el organismo y contra Dios, señor de los organismos y de la organización. El presidente Schreber describe la alternancia de repulsión y atracción, según que el cuerpo sin órganos repudie la organización de los órganos o, al contrario, se apropie de los órganos en régimen anorgánico.

Una relación en intensidad

  De manera que los dos polos de la esquizofrenia (catatonia del cuerpo sin órganos, ejercicio anorgánico de las máquinas-órganos) nunca están separados, sino que ambos engendran formas en las que prevalece ora la repulsión, ora la atracción: forma paranoide y forma milagrera o fantástica de la esquizofrenia. Si se considera el cuerpo sin órganos como un huevo lleno, hay que decir que bajo la organización que va a tomar, que va a desarrollar, el huevo no aparece como un medio indiferenciado: está atravesado por ejes y gradientes, polos y potenciales, umbrales y zonas destinadas a producir más tarde tal o cual parte orgánica, pero cuya disposición es por el momento únicamente intensiva. Como si el huevo estuviese recorrido por un flujo de intensidad variable. Éste es el sentido en el cual el cuerpo sin órganos ignora o repudia el organismo, es decir, la organización de los órganos en extensión, pero forma una matriz intensiva que se apropia de todos los órganos en intensidad. Se diría que las atracciones y repulsiones del cuerpo sin órganos esquizofrénico producen los estados intensivos que atraviesa el esquizofrénico. El viaje esquizofrénico puede ser inmóvil; pero, incluso cuando comporta movimiento, se realiza a través del cuerpo sin órganos, en intensidad. El cuerpo sin órganos es la intensidad igual a cero, implicada en toda producción de cantidades intensivas, y a partir de la cual esas intensidades se producen efectivamente como aquello que llena el espacio en tal o cual grado. Las máquinas-órganos son pues como las potencias directas del cuerpo sin órganos. El cuerpo sin órganos es la pura materia intensiva o el motor inmóvil del cual las máquinas-órganos constituyen las piezas trabajadoras y las potencias propias. Y esto es lo que muestra a la perfección el delirio esquizofrénico: bajo las alucinaciones sensoria les, bajo el propio delirio del pensamiento, hay algo más profundo, un sentimiento de intensidad, es decir, un devenir o un tránsito. Se franquea un gradiente, se sobrepasa o se retrocede respecto de un umbral, se opera una migración: siento que me convierto en mujer, siento que me vuelvo dios, que me torno vidente, que me trueco en pura materia... El delirio esquizofrénico no puede alcanzarse más que en el nivel de este "siento" que registra a cada instante la relación intensiva del cuerpo sin órganos y los órganos-máquinas.

  Creemos, por este motivo, que la farmacología, en un sentido muy general, tiene una importancia extrema en las investigaciones teóricas y prácticas acerca de la esquizofrenia. El estudio del metabolismo de los esquizofrénicos abre un amplio campo de investigación del que forma parte la biología molecular. Parece como si hubiese toda una química intensiva y vivencial capaz de superar las dualidades tradicionales de lo orgánico y lo psíquico al menos en dos direcciones: la experimentación de los estados esquizoides inducidos por la mescalina, la bulbocapnina, el LSD, etcétera; y la tentativa terapéutica de calmar la angustia del esquizofrénico rompiendo la coraza catatónica para poder restaurar, volver a poner en marcha las máquinas esquizofrénicas (uso de "neurolépticos incisivos", o incluso de LSD).


La esquizofrenia como proceso

El psicoanálisis y la familia "esquizógena"

  El problema reside al mismo tiempo en la indefinición de la extensión de la esquizofrenia y en la naturaleza de los síntomas que constituyen su conjunto, puesto que estos síntomas aparecen dispersos, difíciles de totalizar o de unificar en una entidad coherente y bien localizada justamente debido a su naturaleza: siempre hay un síndrome discordante que escapa de sí mismo. Emil Kraepelin había formado su concepto de demencia precoz en función de dos polos principales: la hebefrenia como psicosis pospuberal, con sus fenómenos de desagregación, y la catatonia como forma de estupor, con sus problemas de actividad muscular. Cuando Eugen Bleuler inventa en 1911 el término "esquizofrenia", insiste en la fragmentación o dislocación funcional de las asociaciones, que convierte la falta de vinculación en el problema esencial. Pero estas asociaciones fragmentadas son también el reverso de una disociación de la persona y de una escisión con respecto a la realidad que resultan en una suerte de preponderancia o de autonomía de una vida interior rígida y cerrada sobre sí misma (el "autismo" que Bleuler subraya cada vez más: "Casi diría que el problema primario arraiga sobre todo en la vida instintiva"). Parece que, en función del estado actual de la psiquiatría, no es posible buscar la determinación de una unidad comprehensiva de la esquizofrenia ni en el orden de las causas ni en el de los síntomas, sino únicamente en el todo de una personalidad conflictiva que cada síntoma expresa a su manera. O, mejor aún, según Eugéne Minkowski y sobre todo según Ludwig Binswanger, en las formas psicóticas del "estar-en-el-mundo", de su espacialización y su temporalización ("salto", "torbellino", "abatimiento", "escabrosidad"). O bien en la imagen del cuerpo, según las concepciones de Gisela Pankow, que utiliza un método práctico de reestructuración espacial y temporal para conjurar los fenómenos de disociación esquizofrénica y hacerlos accesibles al psicoanálisis ("reparar las zonas de destrucción de la imagen del cuerpo y hallar un acceso a la estructura familiar"). (a)

  En cualquier caso, la dificultad reside en dar cuenta de la esquizofrenia en su positividad y como positividad, sin reducirla a los caracteres de déficit o de destrucción que engendra en la persona ni a las lagunas y disociaciones que presenta en una presunta estructura. No puede decirse que el psicoanálisis vaya más allá del punto de vista negativo, pues mantiene una relación esencialmente ambigua con la psicosis. Por una parte, es perfectamente consciente de que todo su material clínico procede de ella (esto ya era cierto para el caso de Freud en la escuela de Zúrich, y sigue siéndolo para el de Melanie Klein y Jacques Lacan, pero el psicoanálisis está siempre más interesado por la paranoia que por la esquizofrenia). Por otra parte, el método psicoanalítico, enteramente forjado en torno a los fenómenos neuróticos, experimenta las mayores dificultades a la hora de encontrar por su propia cuenta un modo de acceso a la psicosis (como no sea en virtud de la dislocación de las asociaciones). Freud proponía una distinción simple entre neurosis y psicosis, de acuerdo con la cual el principio de realidad queda a salvo en las neurosis, aunque al precio de una represión del "complejo", mientras que en la psicosis el complejo aparece en la conciencia al precio de una destrucción de la realidad que procede del hecho de que la libido se separa del mundo exterior. Las investigaciones de Lacan fundamentan la distinción de la represión neurótica, que opera sobre el "significado", y del rechazo [forclusion] psicótico, que se ejerce en el propio orden simbólico, en el nivel original del "significante", una especie de agujero en la estructura, lugar vacío que hace que lo rechazado en lo simbólico reaparezca en lo real bajo una forma alucinatoria. El esquizofrénico aparece entonces como aquel que ya no puede reconocer o plantear su propio deseo. Este punto de vista negativo se ve reforzado en la medida en que el psicoanálisis se pregunta: ¿qué es lo que le falta al esquizofrénico para que el mecanismo psicoanalítico pueda "prender" en él?

  ¿Podría suceder que lo que le falta al esquizofrénico fuera algo relacionado con Edipo? Una desfiguración del papel materno junto a la aniquilación del padre, desde la edad más tierna, ¿explicarían la existencia de una laguna en la estructura edípica? Siguiendo a Lacan, Maud Mannoni invoca "un rechazo [forclusion] inicial del significante paterno", de tal modo que "los personajes edípicos están en escena, pero, en el juego de permutaciones que se efectúa, queda una suerte de lugar vacío. Este lugar es enigmático, abierto a la angustia que suscita el deseo". (5) En todo caso, no es seguro que una estructura que a pesar de todo sigue siendo familiar constituya una buena unidad de medida de la esquizofrenia, incluso aunque se postule que esta estructura involucra tres generaciones e incluye a los abuelos. La tentativa de estudiar a las familias "esquizógenas" o los mecanismos esquizógenos en las familias parece un lugar común de la psiquiatría tradicional, de la psicología, del psicoanálisis y hasta de la anti-psiquiatría. El carácter decepcionante de estas tentativas procede del hecho de que los mecanismos que invocan (por ejemplo, el double bind de Gregory Bateson, es decir, la emisión simultánea de dos órdenes de mensajes de los cuales el uno contradice al otro: "Haz esto, pero, sobre todo, no hagas aquello otro...") pertenecen efectivamente a la cotidianidad trivial de cualquier familia y no nos ayudan a penetrar en el modo de producción de un esquizofrénico. E incluso aunque se eleven las coordenadas familiares al rango de un poder propiamente simbólico, haciendo del padre una metáfora o del nombre del-padre un significante coextensivo del lenguaje, no parece que ello nos permita salir de un discurso rígidamente familiarista en función del cual el esquizofrénico se define negativamente, debido al supuesto rechazo del significante.


               Apertura al "plus de realidad"

  Es curioso el modo como se reconduce al esquizofrénico hacia unos problemas que, como es evidente, no son los suyos: padre, madre, ley, significante; el esquizofrénico está en otra parte, y no se puede seguir de ello que carezca de aquello que no le concierne. Artaud y Beckett lo han dicho todo sobre este asunto: hemos de resignarnos a la idea de que hay artistas y escritores que nos han revelado mucho más que los psiquiatras y los psicoanalistas acerca de la esquizofrenia. En definitiva, es el mismo error el que lleva a definir la esquizofrenia en términos negativos o de carencia (disociación, pérdida de realidad, autismo, rechazo) y el que evalúa la esquizofrenia de acuerdo con una estructura familiar en la que se localiza esa carencia. De hecho, el fenómeno del delirio nunca es la reproducción (ni siquiera imaginaria) de una historia familiar a propósito de una carencia. Es, bien al contrario, un excedente de historia, una amplia deriva de la historia universal. Lo que el delirio pone en movimiento son las razas, las civilizaciones, las culturas, los continentes, los reinos, los poderes, las guerras, las clases y las revoluciones. Y no es preciso ser una persona cultivada para delirar de este modo. Siempre hay un negro, un judío, un chino, un gran mongol, un ario en el delirio; todo delirio lo es de la política y la economía. Y sería un error pensar que se trata simplemente de la expresión manifiesta del delirio: más bien es el propio delirio el que expresa por sí mismo la manera en que la libido catexiza todo un campo social histórico y el modo como el deseo inconsciente envuelve sus objetos últimos. Incluso cuando parece que el delirio manipula temas familiares, las lagunas, las rupturas, los flujos que atraviesan la familia y la constituyen como esquizógena son de naturaleza extrafamiliar y hacen que el campo social entero intervenga en sus determinaciones inconscientes. Como dice acertadamente Marcel Jaeger, "por mucho que esto disguste a los sumos sacerdotes de la psiquiatría, las palabras de los locos no tienen únicamente el espesor de sus desórdenes psíquicos individuales: el discurso de la locura se articula sobre otro discurso, el de la historia, la política, lo social, la religión, que habla en cada uno de ellos". (6) El delirio no se constituye alrededor del nombre-del-padre, sino sobre los nombres de la historia. Nombres propios: se diría que las zonas, los umbrales o los gradientes de intensidad que el esquizofrénico recorre sobre el cuerpo sin órganos (siento que me convierto en…) se designan mediante nombres de razas, de continentes, de clases o de personas. El esquizofrénico no se identifica con personas, identifica dominios y regiones del cuerpo sin órganos designadas mediante nombres propios.

  Ésta es la razón de que hayamos intentado describir la esquizofrenia en términos positivos. Disociación, autismo, pérdida de realidad son ante todo comodines para no escuchar a los esquizofrénicos. "Disociación" es un mal término para designar el estado de los elementos que intervienen en estas máquinas especiales, las máquinas esquizofrénicas positivamente determinables, y a este respecto hemos señalado el papel maquínico que desempeña la ausencia de vínculo. "Autismo" es una palabra muy deficiente para designar el cuerpo sin órganos y todo lo que pasa en él, que nada tiene que ver con una supuesta vida interior desprendida de la realidad. "Pérdida de realidad" ¿cómo referirse así a alguien que vive en una insoportable intimidad con lo real ("Esa emoción que otorga al espíritu el sonido estremecedor de la materia", escribe Artaud en Le Pèse-Nerfs). (7) En lugar de comprender la esquizofrenia en función de las destrucciones que produce en las personas, o de los fallos y lagunas que causa en la estructura, hay que entenderla como proceso. Cuando Kraepelin intentaba fundamentar su concepto de demencia precoz, no lo definía ni mediante causas ni mediante síntomas, sino por un proceso, por una evolución y un estado terminal. Sólo que Kraepelin concebía este estado terminal como una completa y definitiva descomposición que justificaba el internamiento del enfermo a la espera de su muerte. Karl Jaspers, y hoy día Ronald D. Laing, han comprendido la valiosa noción de proceso de una manera bien diferente: una ruptura, una irrupción, una brecha que interrumpe la continuidad de una personalidad, involucrándola en una especie de viaje hacia un "plus de realidad" intenso y terrible que traza líneas de fuga que arrastran a la naturaleza y a la historia, al organismo y al espíritu. Esto es lo que verdaderamente tiene lugar entre los órganos-máquinas esquizofrénicos, el cuerpo sin órganos y los flujos de intensidad del cuerpo, operando toda una instalación de máquinas y toda una deriva de la historia.

  En este sentido, es fácil distinguir la paranoia y la esquizofrenia (e incluso las llamadas formas paranoides de la esquizofrenia): el "dejadme en paz" del esquizofrénico y el "nunca os dejaré en paz" del paranoico; la combinatoria de los signos en la paranoia frente a las composiciones maquínicas de la esquizofrenia; los grandes conjuntos paranoicos y las pequeñas multiplicidades esquizofrénicas; los grandes planos de integración reactiva de la paranoia y las líneas activas de fuga de la esquizofrenia. La esquizofrenia no se nos aparece como la enfermedad de nuestra época debido a los rasgos generales de nuestra forma de vida, sino con respecto a mecanismos muy concretos de naturaleza económica, social y política. Nuestras sociedades ya no funcionan a base de códigos y territorialidades sino que, al contrario, lo hacen sobre el fondo de una descodificación y de una desterritorialización masivas. Al revés que el paranoico, cuyo delirio consiste en la restauración de los códigos y en la reinvención de las territorialidades, el esquizofrénico no para de acelerar el movimiento de descodificación y desterritorialización de sí mismo {la brecha, el viaje o el proceso esquizofrénico). El esquizofrénico es una suerte de límite de nuestra sociedad, pero un límite siempre conjurado, reprimido, aborrecido. Laing ha planteado correctamente el problema de la esquizofrenia: ¿cómo conseguir que la brecha (breakthrough) no se convierta en hundimiento (break-down) ¿Cómo impedir que el cuerpo sin órganos se cierre sobre sí, que se vuelva imbécil y catatónico, cómo lograr que el estado crítico triunfe sobre su angustia sin conducir a ese estado de embrutecimiento crónico, al estado terminal de hundimiento generalizado que vemos en los hospitales? Hay que decir, desde luego, que las condiciones hospitalarias, tanto como las familiares, son poco satisfactorias a este respecto; y los grandes síntomas del autismo o la pérdida de realidad son a menudo productos de la familiarización o de la hospitalización. ¿Sería posible combinar la potencia de una química de la vivencia y de un análisis esquizológico para conseguir que el proceso esquizofrénico no se convierta en su contrario, es decir, en la producción de un esquizofrénico adaptado al asilo? ¿En qué clase de grupo, en qué tipo de colectividad?

 

 Notas 

*Encyclopedia Universalis, vol. 14, París, Encyclopedia Universalis, 1975, pp. 692-694. Hemos completado las referencias y las hemos puesto en nota. (Nota de los editores).

(1) La Fortresse vide, París, Gallimard, 1969, col. Connaisance de Tinconscient, p. 304 [trad. cast. La fortaleza vacía, Barcelona, Paidós, 2001].

(2) Serge Leclaire, "La Realité du désir", en Sexualité humaine [Sexualidad humana], París, Aubier, 1970.

(3) Antonin Artaud, en 84, núm. 5-6,1948.

(4) William S. Burroughs, Le Festín Nu, París, Gallimard, 1964, p. 146 (trad. cast., El almuerzo desnudo, Barcelona, Anagrama, 1989].

(a) Gisela Pankow, L'Homme et sa psychose, París, Aubier-Montaigne, 1969, col. La chair et l'esprit, IV, A., p. 240 [trad. cast., El hombre y su psicosis, Buenos Aires, Amorrortu, 1969].

(5) Maud Mannoni, Le Psychiatre, son fou et la psychanalyse, Paris, Seuil, 1970, p. 104 [trad, cast., El psiquiatra, su "loco" y el psicoanálisis, Buenos Aires, Siglo XXI, 1976].

(6) Marcel Jaeger, "L' Underground de la folie" [El Underground de la Iocura], en Partisans, febrero de 1972.

(7) Antonin Artaud, Le Pése-nerfs, en Œuvres complètes. / Paris, Gallimard, 1956, reed. 1970, p. 112 [trad, cast., El Pesanervios, Madrid, A, Corazón, 1976].

(b) Ronald D. Laing, La politique de l’experience, París, Stock, 1969, p. 93 [trad. cast., La política de la experiencia, Barcelona, Crítica, 1983].

 Dos regímenes de locos. Textos y entrevistas (1975-1995). Ed. de David Lapoujade. Introd. y trad. de José Luis Pardo, Valencia, Pre-Textos, 2007, pp. 35-40.


sábado, 28 de septiembre de 2024

Prólogo a una linguística delirante

 


 Isidoro Reguera

 

Michel Foucault

Siete sentencias sobre el séptimo ángel

Con un ensayo de Ángel Gabilondo

Traducción de Isidro Herrera

Arena Libros, Madrid, 1999

88 páginas, 1200 pesetas

 

  Ya en 1962, ocho años antes de escribir la carta para la edición de La gramática lógica y La ciencia divina de Jean-Pierre Brisset -el contenido de este fulgurante librito-, en su reseña de la Nouvelle Revue Française, “El ciclo de las ranas", Foucault se había propuesto mostrar que Brisset no era un loco, como le creyó mucha gente, como le trataba Le Petit Parisien, por ejemplo, el 29 de julio de 1904 en un artículo titulado "En el manicomio”, refiriéndose a su enloquecedora filosofía. Mostrar que no era un enajenado a pesar de creerse el séptimo ángel del Apocalipsis, encargado de tocar la séptima trompeta y de escribir el libro de la vida que el séptimo ángel llevará un día en su mano. A pesar de creer que había desenmascarado el “misterio de Dios” en las vertiginosas ecuaciones de palabras a las que se entrega para entender el lenguaje, en su origen, desde los gritos de los anfibios en los que se origina también el hombre; desde un indefinido murmullo anterior a las sílabas y al acomodo elemental de los sonidos, desde la ciénaga primera, sus ruidos repetitivos, los grandes elementos simples del lenguaje y del mundo: el agua, el mar, la madre, el sexo... Desde materiales simples que Dios puso en boca del hombre antes incluso de crearlo como tal. (Antes de que hubiera lengua ya se hablaba).

 La “ciencia de Dios” hace que esos materiales reaparezcan ahora y que giren en torno a la palabra analizada.  Brisset, poseedor de ella, la ejercita en análisis como éste (buscando el origen de la expresión “a solas”, con la que el magnífico traductor de este libro suple, por intraducible, el análisis original de Brisset de la expresión en societé): “Sólo óyelos = los oye solo. Oye los holas, oye las olas. Sólo dice: “¡Hola!, ola”.  Dice solo.  En soledad, dice sol: "¡Hola!, sol". El océano primitivo trae con hola del sol la ola de la soledad. Al sol, la ola sola. La soledad asola. Con la soledad: a solas”.

 ¿Por qué prologa Foucault unos escritos delirantes, que consisten en análisis lingüísticos como éste? Porque Brisset pertenece señeramente a una familia de sombras, desterrada, que ha ido heredando lo que la lingüística en su proceso de constitución científica fue dejando en el olvido: el arraigo del significado en la naturaleza del significante, el solapamiento de las cosas en las palabras, el desvanecimiento de la designación, la reducción de lo sincrónico a un primer estado de la historia, el secreto jeroglífico de la letra, el origen patético y croante de los fonemas, el simbolismo hermético de los signos: el mito inmenso, en suma, de un habla originariamente verdadera. “Él, Brisset, está encaramado en un punto extremo del delirio lingüístico, allí donde lo arbitrario es recibido como la alegre e infranqueable ley del mundo”. Yo descentrado, espectáculo que se multiplica a partir de sí mismo, repetición inestable: Wolfson, Roussel, Brisset…

 Esa homofonía escénica de Brisset, su escenografía fonética, indefinidamente acelerada, interesa a un estructuralismo sin estructuras, a unas estructuras sin sujeto, a un pensamiento de la diferencia, y no de la identidad, como los de Foucault. A un sujeto cuya única realidad es su instalación en una episteme, una organización del mundo, un código cultural, en tanto ahí se reconoce como objeto o dominio de un saber posible; que no es más que algo que se desliza en el discurso epistémico y sus diferentes momentos históricos, en juegos de verdad -o de lenguaje- que están a la base de esta lógica de la diferencia.

 El lenguaje juega consigo mismo en Brisset, circula por sí mismo en todos los sentidos, se recorre y repite al azar en cada lengua, sin un conjunto definible de símbolos y reglas de construcción, con una simple masa primigenia de sordos enunciados (afirmaciones, preguntas, anhelos, mandatos) de donde surgen las palabras (antes de las palabras estaban las frases), por apisonamientos, dilataciones, contracciones, descomposiciones, metaplasmos, metátesis, modificaciones fonéticas que terminan por converger en una expresión. Cada lengua se descompone y recompone a partir de sí misma, es su propio filtro y su propio estado originario, todas las palabras en ella son unas para otras principios de destrucción, cada una puede servir para analizar a todas las demás.

 Todo ello interesa a la arqueología del saber de esta época en que Foucault escribe sobre Brisset: 1962-1970. Ese interés lo demuestran sus comentarios: “Ni génesis lenta, ni progresiva adquisición de una forma y de un contenido estables, sino aparición y desaparición, parpadeo de la palabra, eclipse y retorno periódico, surgimiento descontinuo, fragmentación y recomposición.... Una palabra es la paradoja, el milagro, el maravilloso azar de un mismo ruido que, por razones diferentes, apuntando a cosas diferentes, hacen que todo resuene a lo largo de una historia. Es la serie improbable del dado que, siete veces seguidas, cae sobre la misma cara. Poco importa quién habla y cuando habla y empleando qué vocabulario: inverosímilmente, resuena el mismo traqueteo... La palabra no aparece cuando cesa el ruido; viene a nacer con su forma bien recortada, con todos sus múltiples sentidos, cuando los discursos se han amontonado, acurrucado, aplastado unos contra otros, con el recorte escultórico del susurro. Brisset ha inventado la definición de la palabra mediante la homofonía escénica”.

 Un librito inmensamente bello, de inmensos ecos históricos desde el Cratilo, al menos, de Platón. (Algunos de ellos recoge el capítulo II de Las palabras y las cosas, “La prosa del mundo”, 1966). El texto final de Ángel Gabilondo, “El apocalipsis de los anfibios”, no desmerece del de la brillantez del de Foucault.

 

 ABC cultural, 31 marzo 2001, p. 28.


miércoles, 25 de septiembre de 2024

Procedimientos: Brisset, Roussel, Wolfson

 

  Michel Foucault 


 La fuga de las ideas


 Como Roussel, como Wolfson, Brisset practica sistemáticamente el poco-más-o-menos. Pero lo importante es enterarse de dónde y de qué manera juega este poco-más-o-menos.

 Roussel ha utilizado sucesivamente dos procedimientos. Uno consiste en tomar una frase, o un elemento de una frase cualquiera, repetirla después, idéntica excepto un ligero rasgón que establece entre las dos formulaciones una distancia en donde toda la historia debe precipitarse por completo. El otro consiste en tomar, según el azar en que se ofrece, un fragmento de texto y después, merced a una serie de repeticiones transformadoras, extraer de él una serie de motivos absolutamente diferentes, heterogéneos entre sí, y sin vínculo semántico ni sintáctico: el juego está entonces en trazar una historia que pase por todas las palabras obtenidas de ese modo como por otras tantas etapas obligadas.

 En Roussel, como en Brisset, hay anterioridad de un discurso hallado al azar o anónimamente repetido; en uno y en otro hay serie, en el intersticio de las cuasi identidades, apariciones de escenas maravillosas con las cuales las palabras se funden. Pero Roussel hace que surjan sus enanos, sus rieles de bofe de ternera, sus autómatas cadavéricos en un espacio extraña mente vacío, difícil no obstante de colmar, el cual, en el corazón de una frase arbitraria, está abierto por la herida de una distancia casi imperceptible. La falla de una diferencia fonológica (entre p y b, por ejemplo) no da lugar, para él, a una simple distinción de sentido, sino a un abismo casi infranqueable, siendo preciso todo un discurso para reducirlo; y cuando, desde un borde de la diferencia, uno se embarca hacia el otro, nadie está seguro, después de todo, de que la historia llegará efectivamente a esta ribera tan cercana, tan idéntica.

  El propio Brisset salta, durante un instante más breve que cualquier pensamiento, de una palabra a otra: salaud, sale eau, salle aux pix, salle aux pris(onniers), saloperie; y el menor de estos brincos minúsculos que apenas cambian el sonido hace que surja cada vez todo el abigarramiento de un nuevo escenario: una batalla, una ciénaga, prisioneros degollados, un mercado de antropófagos. En torno al sonido que permanece tan cercano como sea posible a su eje de identidad, las escenas giran como en la periferia de una gran rueda; y llamadas así cada una a su vez por gritos casi idénticos, que ellas mismas están encarga das de justificar y en cierto modo de llevar, forman, de una manera absolutamente equívoca, una historia de palabras (inducida en cada uno de sus episodios por el ligero, el inaudible deslizamiento de una palabra a otra) y la historia de esas palabras (la sucesión de escenas, de donde han nacido aquellos ruidos y se han ele vado, para después coagularse y formar palabras).

 Para Wolfson, el poco-más-o-menos es un medio de darle la vuelta a la propia lengua como se le da vuelta al dedo de un guante; de pasar al otro lado en el momento en que ella arriba a ti, cuando va a envolver te, invadirte, hacerse ingurgitar por la fuerza, llenarte el cuerpo de objetos malos y ruidosos, y resonar duran te mucho tiempo en tu cabeza. Es el medio de encontrarse de pronto en lo exterior, y de escuchar por fin fuera de la patria (fuera de la matria, se podría decir) un lenguaje neutralizado. El poco-más-o-menos asegura, según el furtivo punto de contacto sonoro, el emparejamiento semántico entre una lengua materna que a la vez es preciso no hablar y no escuchar (mientras que ella te asedia por todas partes) y lenguas extranjeras finalmente lisas, tranquilas y desarmadas.

 Gracias a estos puentes ligeros lanzados desde una lengua a otra y sabiamente calculados de antemano, la fuga puede ser instantánea, y el estudioso de lengua psicótica, apenas asaltado por el furioso idioma de su madre, se bate en retirada y no escucha finalmente sino palabras apaciguadas. La operación de Brisset es inversa: en torno a una palabra cualquiera de su lengua, tan gris como se pueda encontrar en el diccionario, convoca, con gran des gritos aliterativos, otras palabras de las cuales cada una remolca tras sí las viejas escenas inmemoriales del deseo, de la guerra, del salvajismo o de la devastación -o los pequeños chillidos de los demonios y de las ranas, que dan saltitos al borde de las ciénagas. Él se propone restituir las palabras a los ruidos que las han alumbrado, y volver a poner en escena los gestos, los asaltos, las violencias que forman algo así como su blasón ahora silencioso.

 Hacer el Thesaurus linguete gallicae con el alboroto primitivo; volver a transformar las palabras en teatro; recolocar los sonidos en aquellas gargantas croantes; mezclarlos de nuevo con todos esos jirones de carne arrancados y devorados; erigirlos como un sueño terrible, y conminar una vez más a los hombres a arrodillarse: “Todas las palabras estaban en la boca, han debido ser puestas ahí con una forma sensible, antes de tomar una forma espiritual. Sabemos que el antepasado no pensaba primero en ofrecer algo de comer, sino algo que adorar, un objeto santo, una piadosa reliquia que era su sexo atormentándolo.”

 No sé si los psiquiatras, en los vertiginosos remolinos de Brisset, reconocerían lo que llaman tradicional mente la “fuga de las ideas”. No pienso, en cualquier caso, que se pueda analizar a Brisset tal como analizan ese síntoma: el pensamiento, dicen, cautivado por el exclusivo material sonoro del lenguaje, olvidando el sentido y perdiendo la continuidad retórica del discurso, salta, por mediación de una sílaba repetida, de una palabra a otra, dejando que se hile todo ese traqueteo sonoro como una mecánica loca.

 Brisset -y sin duda más de uno a quien se le atribuye este síntoma- hacen lo contrario: la repetición fonética no marca, en ellos, la liberación total del lenguaje en relación con las cosas, con los pensamientos y con los cuerpos; ella no revela en el discurso un estado de ingravidez absoluta; por el contrario, hunde las sílabas en el cuerpo, les vuelve a dar funciones de gritos y de gestos; encuentra de nuevo el gran poder plástico que vocifera y gesticula; recoloca las palabras en la boca y alrededor del sexo; hace que nazca y que se borre en un tiempo más rápido que cualquier pensamiento un torbellino de escenas frenéticas, salvajes o jubilosas, de donde las palabras surgen y que las palabras reclaman. Son el «Evohé» múltiple de estas Bacanales. Más bien que de una fuga de las ideas a partir de una iteración verbal, se trata de una escenografía fonética indefinidamente acelerada.


 Los tres procedimientos


 Deleuze ha dicho admirablemente: “La psicosis y su lenguaje son inseparables del ‘procedimiento lingüístico’, de un procedimiento lingüístico. El problema del procedimiento, en la psicosis, ha reemplazado al problema de la significación y de la represión (refoulement)” (prefacio a Louis Wolfson: Le Schizo et les Langues, Gallimard, 1970, p. 23). Este se pone en funcionamiento cuando de las palabras a las cosas la relación ya no es de designación, cuando de una proposición a otra la relación ya no es de significación, cuando de una lengua a otra (de un estado de lengua a otro) la relación ya no es de traducción. El procedimiento es en primer lugar aquello que manipula las cosas cuando éstas se han solapado a las palabras, no para separarlas de ellas y restituir al lenguaje su puro poder de designación, sino para purificar las cosas, esterilizarlas, para poner aparte todas aquellas que están cargadas con un poder nocivo y conjurar “la mala materia enferma”, como dice Wolfson. El procedimiento es también aquello que, de una proposición a otra, por próximas que estén, más que descubrir una equivalencia significativa, construye todo un espesor del discurso, de aventuras, de escenas, de personajes y de mecánicas, que efectúan su propia traslación material: espacio rousseliano del entre-dos-frases. Finalmente, el procedimiento -y esto en el extremo opuesto de cualquier traducción- descompone un estado de lengua por medio de otro, y con esas ruinas, con esos fragmentos, con esos tizones aún rojos, edifica un decorado para volver a representar las escenas de violencia, de asesinato y de antropofagia. Henos ahí de regreso a la impura absorción. Pero se trata de una espiral -no de un círculo; porque no estamos ya en el mismo nivel; Wolfson temía que, por mediación de las palabras, el mal objeto materno entrara en su cuerpo; Brisset pone en marcha la devoración de los hombres bajo la zarpa de las palabras que se han convertido de nuevo en salvajes.

 De cierto, ninguna de las tres formas de procedimiento está del todo ausente en Wolfson, Roussel y en Brisset. Pero cada uno de ellos concede el privilegio a una de ellas según la dimensión del lenguaje que su sufrimiento, su precaución o su alegría han excluido en primera instancia. Wolfson sufre con la intrusión de todas las palabras inglesas que se entrecruzan con el hostil alimento materno: a este lenguaje desprovisto de la distancia que permite designar, el procedimiento le responde a la vez mediante el cierre (del cuerpo, los oídos, los orificios; en pocas palabras, la constitución de una interioridad cerrada) y el pasadizo al exterior (a las lenguas extranjeras en dirección a las cuales han sido acondicionados mil pequeños canales subterráneos); y de esta pequeña mónada bien cerrada, en quien acaban simbolizadas todas las lenguas extranjeras, Wolfson ya sólo puede decir él. Una vez que la boca ha sido muy severamente tapada, los ojos ávidos absorben en los libros todos los elementos que servirán según un proceder bien establecido para transformar, a partir de su entrada en los oídos, las palabras maternas en términos extranjeros. Se tiene la serie: boca, ojo, oído.

 Inclinado sobre todos los rasgones del lenguaje como sobre la lente de un portaplumas de recuerdo, Roussel reconoce entre dos expresiones casi idénticas tal ruptura de significación que, para reunirías, tendrá que hacerlas pasar por el filtro de las sonoridades elementales, tendrá que hacerlas rebotar muchas veces para componer, a partir de esos fragmentos fonéticos, escenas cuya sustancia más de una vez será extraída de su propia boca -miga (mié) de pan, bofe (mou) de ternera, o dientes. Serie: ojo, oído, boca.

 En cuanto a Brisset, el oído es quien en primer lugar dirige el juego, desde el momento en que el armazón del código se ha derrumbado, haciendo imposible cualquier traducción de la lengua; sur gen entonces los ruidos repetitivos como núcleos elementales; a su alrededor aparece y se borra todo un entorbellinamiento de escenas que, en menos de un instante, se ofrecen a la mirada; incansablemente, nuestros ancestros se entredevoran en él.

 Cuando la designación desaparece, es decir, cuan do las cosas se solapan a las palabras, es entonces la boca la que se cierra. Cuando la comunicación de las frases por el sentido se interrumpe, entonces el ojo se dilata ante el infinito de las diferencias. Finalmente, cuando el código es abolido, entonces el oído retumba con ruidos repetitivos. No quiero decir que el código entre por el oído, el sentido por el ojo, ni que la designación pase por la boca (que era tal vez la opinión de Zenón); sino que a la borra dura de una de las dimensiones del lenguaje le corresponde un órgano que se erige, un orificio que empieza a excitarse, un elemento que se erotiza. Desde este órgano en erección a los otros dos se arma una maquinaria -a la vez principio de dominación y procedimiento de transformación. Entonces, los lugares del lenguaje -boca, ojo, oído- se ponen ruidosamente a funcionar dentro de su materialidad primera, gracias a los tres vértices del aparato que gira dentro del cráneo.

 Boca cosida, yo descentrado, traducción universal, simbolización general de las lenguas (con exclusión de la inmediata, de la materna), éste es el vértice de Wolfson, es el punto de formación del saber. Ojo dilatado, espectáculo que se multiplica a partir de sí mismo, que se enrosca hasta el infinito y no se cierra sino al regreso de lo casi idéntico, éste es el vértice de Roussel, el del sueño y del teatro, de la contemplación inmóvil y de la muerte remedada. Oído susurrante, repeticiones inestables, violencias y apetitos desencadenados, éste es el vértice de Brisset, el de la embriaguez y de la danza, el de la gesticulación orgiástica: punto de irrupción de la poesía y del tiempo abolido, repetido.


 Siete sentencias sobre el séptimo ángel; traducción Isidro Herrera, Madrid, Arena Libros, 1999, pp. 35-45.