viernes, 17 de mayo de 2024

El cálido corazón de Gerardo Diego


  Gastón Baquero


 El hombre realmente valioso, reserva siempre a sus semejantes grandes sorpresas. La apariencia puede engañar mucho, y lo más frecuente es que la imagen generalizada o corriente de ese hombre cree a su alrededor un mal entendido, un desenfoque que impida ver al hombre verdadero.

 La persona “civil” de Gerardo no daba a primera vista la imagen real del poeta Gerardo Diego. Hombre capaz de silencios y hasta de mutismos, mantenía un talante tan sereno y reposado que no se le asociaba nunca al hombre expansivo, comunicante fácil, presto a mostrar sus poesías a la primera provocación, que es casi siempre la marca de fábrica de los poetas.

 Decía Nietzsche que el poeta quiere siempre tener un público, aunque sea de rinocerontes. Gerardo Diego no quería asomarse al balcón, no se exhibía, no era un peligro público. Seguro estoy de que jamás dio lata a nadie. “Latoso”, según Croce citado por Ortega, es el que nos quita la soledad y no nos da la compañía”. Hasta en la clase imagino a Gerardo comedido y medido, transmitiendo sus conocimientos a sus alumnos como quien sin elevar la voz sabe hacerse oír y entender personalmente por cada uno.

 Un poeta que no grita es un papemor, un ave rara que dijera Darío; pero un poeta en lengua castellana silencioso, es casi un milagro de rareza, una sorpresa. De Gerardo Diego es frecuente decir que era impávido, frío, cerrado como una ostra. Porque no se advertía que su manera “natural” de guardar silencio, de ahorrar cháchara y palabrería, no se debía a retraimiento ni a inapetencia de diálogo con sus semejantes, sino que obedecía a una auténtica e inevitable manera de ser, de estar pon el mundo un hombre lleno de equilibrio y de luz. La contemplación preferentemente muda de ese mundo –persona, idea, paisaje, emociones– era connatural a él. Cuerpo y alma suyo eran estos absortos, contemplativos para lo activo que el poeta transmite y manifiesta en la poesía. Su contemplación alerta y muy viva del orbe poético le permitió producir en el momento genésico, en la hora augural de la nueva poesía española, su inmejorable “Antología”, que sigue siendo la partida bautismal de la generación del 27, madre a su vez de nuevas generaciones. Para la América hispanohablante la “Antología” de Gerardo Diego, fue exactamente lo que la antología de Federico de Onís para sacudir el árbol exhausto del post-dariismo. Todos aprendimos mucho de Gerardo Diego, todos le debemos, allá y aquí, mucho más de lo que confesamos.

 El dinamismo interior suyo hizo posible su adelantamiento en tantas zonas de lo más nuevo, desde los días semilúdicos, semiprecursores del Creacionismo, las hélices y los paracaídas del Huidobro de Altazor y de las “extravagancias” de Guillermo de Torre y todo el grupo. Gerardo Diego que parecía que nunca había roto un plato, hacía saltar por los aires las viejas vajillas esqueléticas ya.

  Porque dentro y detrás del señor inalterable, palpitaba un muy cálido corazón. Personalmente quiero contribuir a la férvida evocación, tan merecida, que en el Centenario del nacimiento de Gerardo Diego se está haciendo, con la impertinencia de una anécdota personal. Mantuve con él, en La Habana y luego aquí, una amistad apropiada para el estilo de Gerardo Diego: amistad serena, sin estrépitos, sin golpecitos en la espalda y sin abrazos (hay en la comedia de la vida mucho abrazo que es puro “abraso”). En el primer día de Navidad de mi nueva vida como exiliado en Madrid de un régimen que por entonces era visto como la resurrección de Cristo y la consumación de la Utopía, cuando casi nadie me dirigía la palabra por no ser confundido con los cubanos malos, enemigos de la renovación “salvadora de Cuba y del mundo”, se presentó de súbito en mi casa el poeta Gerardo Diego: “Vengo a invitarlo, dijo, para que pase esta noche de Navidad en mi casa con mi familia. No quiero que se quede solo”.

 No me fue posible aceptar aquella conmovedora invitación. Pero sí pude tocar natural y nítidamente el cordial corazón de un hombre que parecía lejano y remoto, indiferente y frío.

 ¡El cálido corazón de Gerardo Diego! Quisiera que ese sentimiento de su verdad verdadera, presidiera y preludie hoy la lectura de sus nobles poemas.


 ABC, 16 de febrero de 1996.


miércoles, 15 de mayo de 2024

Desdoble y despliegue de Gastón Baquero

 

   Gerardo Diego


 El equívoco de las palabras “desdoble” y “desdoblamiento” consiste en que suponen en el corriente uso, que un uno se hace dos, siendo así que lo que nos dicen es que las dos mitades plegadas, coincidentes como las alas de una mariposa, se separan y se extiende visible la unidad del ser, al que antes no veíamos, ni acaso conocíamos, sino por una de sus caras. 

 Por otra parte, no hay sólo el caso binario, sino el ternario o múltiple indefinidamente. No es morboso que un ser rico de alma pueda aparecérsenos o descubrirse ante su propia conciencia, multiplicado por dos o por más de dos “sin dejar de ser uno”, sin perder su unidad. Y esto es lo que sucede naturalmente con los artistas, con los creadores -poetas, pintores, músicos-, capaces de albergar en sí mismos varios hombres, varias almas disimuladas en el habitual repliegue de su vida vulgar. Pero ese repliegue se abre en despliegue y el primer maravillado es el mismo ubicuo y anacrónico o sincrónico imaginador y sentidor.

 Un poeta puede así ir atesorando testimonios en un memorial de esa su vida soñada y profunda. Rafael Alberti cantó en inolvidable cantar: “Si Garcilaso volviera, yo sería su escudero: qué buen caballero era”. 

 Otro poeta, Gastón Baquero, poeta y periodista también magistral, se siente, siendo él mismo, viviente en otras vidas. Y hemos de darle crédito, aprobar su fantasía romántica, hoffmanesca, juanpaulina, fantasía que levanta y cuaja fantasmas que podemos tocar con los dedos. Basta que él lo diga -con tanto talento como emoción acumulada- para que le tengamos que creer. Si la poesía es acto de fe y no puede ser otra cosa en la comunicación de poeta y lector, creamos a Gastón Baquero a pie juntillas. Lo mismo si nos asegura que cuando Juan Sebastián comenzó a escribir la "Cantata del café”, que él estaba allí, sobre sus hombros, llevándole con la punta de los dedos el compás de la zarabanda. O cuando el “signorino” Rafael subió a pintar las cataratas vaticanas, él le alcanzaba los distintos colores y se los mezclaba y atenuaba sutilísimamente. O cuando Mozart simboliteaba (con la lengua entre los dientes de ratón) los misterios de su "Flauta", él le tendía un alón de pollo y un vaso de vino.

 Sí, hay muchos poetas, muchos músicos en su poesía. Pero es porque los poetas son los supremos testigos, los menos desmemoriados memorialistas. Como los músicos son los aburridores del tiempo, los que lo alisan y lo doman, y nos lo entregan mágico y puro en los barrotes de sus pentagramas.

                   

 “Desdoble y despliegue”, ABC, 5 de noviembre de 1968. Caricatura: Méndez-Chacón, ABC, 20 de mayo de 1963. 


domingo, 12 de mayo de 2024

La despedida


 Coventry Patmore

 

 No fue como tu grande y suave cortesía.

Tú, que estás libre de reproches,

¿nunca, mi amor, te arrepentiste

de cómo, aquel crepúsculo de julio,

te marchaste,

con repentina frase incomprensible

y el miedo entre los ojos,

en ese viaje de tan largos días,

sin un beso siquiera, o un adiós?

Bien supe yo que pronto partirías,

y así esperamos en la tarde leve,

tú susurrándome en tu voz tan frágil

arrasadoras alabanzas.

Pues bien, fue bueno

escucharte decir aquellas cosas,

y muy bien yo sabía

qué dio a tus ojos su amorosa sombra

como el viento del sur a un bosquecillo.

Y fue tu grande y suave cortesía

quien te hizo hablar de cosas cotidianas

alzando el luminoso, triste párpado,

para dejar lucir la risa

mientras yo me inclinaba

porque tu voz apenas ya se oía.

Pero dejarme así en terror de pronto,

por el asombro más que por la pérdida,

con frase vaga, incomprensible,

y el miedo entre los ojos,

para irte al viaje de todos tus días,

sin un beso siquiera, o un adiós,

vacía la mirada final en que te fuiste,

no fue según tu grande y suave cortesía.

 

 Departure


 It was not like your great and gracious ways!

Do you, that have naught other to lament,

Never, my Love, repent

Of how, that July afternoon,

You went,

With sudden, unintelligible phrase,

And frighten'd eye,

Upon your journey of so many days

Without a single kiss, or a good-bye?

I knew, indeed, that you were parting soon;

And so we sate, within the low sun's rays,

You whispering to me, for your voice was weak,

Your harrowing praise.

Well, it was well

To hear you such things speak,

And I could tell

What made your eyes a growing gloom of love,

As a warm South-wind sombres a March grove.

And it was like your great and gracious ways

To turn your talk on daily things, my Dear,

Lifting the luminous, pathetic lash

To let the laughter flash,

Whilst I drew near,

Because you spoke so low that I could scarcely hear.

But all at once to leave me at the last,

More at the wonder than the loss aghast,

With huddled, unintelligible phrase,

And frighten'd eye,

And go your journey of all days

With not one kiss, or a good-bye,

And the only loveless look the look with which you pass'd:

Twas all unlike your great and gracious ways.

 


 Traducción: Eliseo Diego


viernes, 10 de mayo de 2024

Coventry Patmore


 Eliseo Diego 

 Si nos guiamos por la arrogancia de su cabeza de águila, no debió ser muy fácil llamar amigo a Coventry Patmore. Y sin embargo, sus versos están tramados con hebras de compasión y ternura.

 Su cada día transcurrió a la luz del gas que iluminó a Victoria, la Reina. O más bien su cada noche, pues el día es siempre cosa del sol, a quien no interesan mucho los reinados ni los inventos de los hombres.

 Divagaciones, a mi juicio, pertinentes en el caso de Patmore, ya que los mejores poemas que escribió brotan todos de su vida inmediata, cotidiana -de sus noches y sus días. Nada más inmediato, por ejemplo, que la muerte de la mujer de uno.

 Los versos titulados “Departure” (literalmente “La Partida”, si bien en español me pareció mejor “La despedida”), están dedicados a su primera mujer, Emilia Augusta, muerta el 5 de julio de 1862. Pasaron varios días solos antes del final, ya que a los niños los habían enviado a casa de unos amigos. Ni siquiera la más discreta imaginación se atrevería a perturbar la intimidad de aquellas últimas horas en fuga. Cruzaremos en silencio junto a la gran casa en penumbra, o corridas las cortinas, y al otro lado la trémula luz de gas agonizante. Donde pronto comenzarán a aparecer las palabras terribles de la despedida, que ojalá sirvan de consuelo a quien reciba un golpe parecido.

 De algún modo Patmore debió escandalizar a sus contemporáneos. Se hizo católico hacia el final de su vida. Trató algunos temas que sin duda estimarían de dudoso buen gusto, como su “Oda al cuerpo humano”. Y se valió de palabras y conceptos familiares, no estéticos, incluso para aproximarse a complejas abstracciones, dentro de estructuras rítmicas de su propio diseño.

 Fue amigo de Gerald Manley Hopkins, el joven jesuita que escribió para cincuenta años más allá de su tiempo. Comparte con Robert Bridges, también amigo de Hopkins, el don de haber leído aquellos manuscritos como desde la posteridad que ahora somos, y el mérito de haberlo preservado para nosotros.


 

sábado, 4 de mayo de 2024

Las voces de mis amigos



 Eliseo Diego


 No sólo son nuestros amigos aquellos a quienes vemos casi a diario, o en un de cuando en cuando que es el siempre de toda una vida. Si la amistad, más que presencia es compañía, también lo serían aquellos otros con quienes jamás pudimos conversar porque nos separan abismos de tiempo inexorables. En estas páginas he reunido las voces de algunos de semejantes amigos. Con unos pocos hubo la posibilidad de que nos encontrásemos, pero la posibilidad es caprichosa, y no lo quiso. Todos me hablaban en inglés, idioma muy distinto al nuestro. Sin embargo, ¿no desea uno siempre compartir sus hallazgos de amistad con los que ama? Y así he pedido a mis amigos distantes que me permitiesen siquiera un eco en español de los consuelos, alegrías, deslumbramientos, susurrados por ellos a mi oído.

 Toda traducción es imposible, ya lo sabemos. Pero también la poesía es imposible y no vacilamos en acometerla con audacia y temor y a veces hasta con no mala fortuna. Mis puntos de vista en torno al fascinante aspecto del proceso creador que llamamos traducción no pueden ser más simples, como corresponden al ingenio lego que soy por naturaleza -perdónenme Dios y nuestro padre Don Miguel de Cervantes. Trataré de resumirlos.

 Si en una conversación mencionamos Don Quijote de la Mancha, nadie recordará la obra completa, capítulo tras capítulo, pero experimentará de inmediato la sensación, y la impresión, el sabor, el aroma Don Quijote de la Mancha, inconfundible, único, radicalmente distinto al sabor, el aroma, Hamlet o la Metamorfosis. Una buena traducción, me parece, no puede aspirar a más que evocar una sensación similar a la del original en la nueva materia idiomática donde ha encarnado. Vagas nociones por las que no debo ciertamente alabarme, sino al inglés Walter de la Mare, uno de los amigos a los que debo tanto.

 En su novela Memorias de una liliputiense -mejor que de una enana, como tradujo Cortázar en su excelente versión al español-, Miss M., la protagonista, una muchacha de proporciones perfectas aunque la vemos como por el extremo opuesto de un catalejo, se acoge a la protección de una vieja aristócrata, quien en realidad sólo desea mostrarla como una curiosidad a sus amigas. Cierta tarde coma a la hora del té -por supuesto-, una de las invitadas pide a la señorita M. que recite algún poema -como si se diese cuerda una cajita de música-, y ella escoge uno de Elizabeth Barrett Browning. “¿Por qué has escogido precisamente ese entre todos, pregunta una de las señoras?” “No sé”, responde turbada la señorita M. “No acierto a entender qué sean esas nubes, esas ráfagas… pero me atrajo él… no sé cómo decirlo, el..”  “¿El aroma?, sugiere rápida la señora. “Eso”, exclama ella, “eso, el aroma”. De modo que debo al poeta inglés cuanto me importa saber de este enigma -o mejor, a su criatura, la ágil señora viva en los muertos de la página.

 Si bien no todo, a Dios gracias. ¿Por qué se me concedió la posibilidad de traducir el poema dedicado por Coventry Patmore a la muerte de su esposa, y no el que dedica a su pequeño hijo, a quien, luego de un fuerte e injusto regaño, visitó en su cuarto con ánimo de consolarlo y aliviarse así su propia pesadumbre, hallándolo ya dormido, húmedas aún de lágrimas las pestañas, y sobre la mesita de noche, dispuestos con cuidadoso arte, los tesoros que suelen llevar los niños en sus bolsillos: una caja de fichas, un pedazo de vidrio pulido por el mar en la playa, dos monedas francesas de cobre? ¡Quién sabe! Pero, ¿por qué escribió Patmore su manojo de poemas y no otros, en la infinita gama de posibilidades? ¿Cómo encontrar una respuesta? Ojalá no la hallemos nunca.  


 Conversación con los difuntos, Ediciones del Equilibrista, Editorial Turner, 1991.